Tema central
NUSO Nº 267 / Enero - Febrero 2017

¿Podrá la democracia sobrevivir al siglo XXI?

La democracia liberal es el único sistema de gobierno que ha emergido del convulsionado siglo XX con legitimidad global. Sin embargo, sus principios fundacionales se encuentran hoy bajo ataque en las democracias industrializadas. ¿Cómo explicar este fenómeno? Un nuevo contexto global, caracterizado por la relocalización de la producción industrial, impulsa a los votantes a respaldar liderazgos crecientemente radicalizados. La experiencia latinoamericana sugiere que estos gobiernos intransigentes erosionan los derechos políticos y las libertades civiles de sus adversarios. Los intentos por renovar la democracia a menudo conducen, inesperadamente, a veladas formas de poder autocrático.

¿Podrá la democracia sobrevivir al siglo XXI?

Los principios de la democracia liberal se encuentran cuestionados en los países del Atlántico Norte que representaron su baluarte durante la segunda mitad del siglo xx. En Estados Unidos, Donald Trump ganó la elección presidencial con un discurso hostil al ideal de diversidad que fue motor del desarrollo democrático desde 1965. En Europa, los partidos tradicionales que dominaron la política de posguerra están perdiendo votos en beneficio de una derecha nacionalista que resiste la integración regional y rechaza la tolerancia cultural. Esta fuerza ascendente incluye al Frente Nacional en Francia; al Partido del Pueblo en Suiza (svp, por sus siglas en alemán), el más votado desde 2003; al Partido de la Libertad (fpö) en Austria, e incluso a los Demócratas de Suecia, que ya controlan 14% de los escaños en el Parlamento.

Resulta paradójico que esta crisis se manifieste en los países centrales precisamente cuando la democracia liberal parece ser el único sistema de gobierno con legitimidad global. Algo más de la mitad de los países del mundo tienen hoy gobiernos democráticos, un nivel récord en la historia humana. Incluso los regímenes autoritarios contemporáneos –excepto raras excepciones, como Arabia Saudita– simulan tener credenciales republicanas. Este es, sin duda, el gran legado político del siglo xx.

Este legado será disputado en el siglo que viene. El argumento central de este ensayo es que la relocalización global de la actividad industrial ha producido una segmentación creciente del mercado de trabajo en los países centrales. La exclusión de importantes sectores del electorado de las cadenas de producción genera un riesgo para las democracias industrializadas. Algunas experiencias recientes de América Latina sugieren que este contexto resulta favorable al surgimiento de líderes con discursos radicalizados, quienes promueven la concentración del poder en el Ejecutivo y la erosión de las libertades civiles. El principal riesgo para la democracia del siglo xxi no son los líderes abiertamente autoritarios, sino aquellos que proponen reformar el sistema a partir de un discurso intolerante.

La democracia en juego

Para comprender este problema, es necesario establecer en qué consiste el sistema actualmente en disputa. La forma de gobierno conocida como democracia –con elecciones regulares, partidos políticos y vociferantes tertulias en televisión– podría describirse con mayor precisión como una república liberal de masas. Tres elementos definen este régimen. El primero, central para los debates del siglo xix, es la idea de un gobierno ejercido a través de instituciones representativas en que los líderes ejercen poder por tiempo limitado. Las monarquías parlamentarias aceptaron transformarse en repúblicas de facto al entregar el gobierno a un gabinete sujeto a elecciones periódicas. El segundo elemento se manifiesta en la idea de derechos constitucionales que protegen a toda la ciudadanía y limitan el ejercicio del poder por parte de los gobernantes elegidos. El tercer principio justifica la invocación de la democracia ateniense: existe un derecho a la participación popular expresada a través del sufragio «universal». Las fronteras de esta «universalidad» han sido renegociadas a lo largo de dos siglos para incorporar a los hombres sin propiedad, a las mujeres, a votantes jóvenes y a grupos étnicos excluidos por las poblaciones de origen europeo.

Es importante destacar la novedad de este arreglo institucional, así como su contingencia histórica. Este modelo, vagamente inspirado en la República romana, era desconocido a fines del siglo xviii y emergió progresivamente como resultado de la experimentación institucional durante los siglos xix y xx1. La Segunda Guerra Mundial transformó la república liberal de masas en el modelo «oficial» de los países capitalistas del Atlántico Norte, y el fin de la Guerra Fría permitió su expansión a Europa del Este, su fortalecimiento en África y su estabilización en América Latina.

El mundo de posguerra ofrecía una afinidad electiva entre producción industrial y república liberal de masas que las ciencias sociales interpretaron en claves diversas. La teoría de la modernización propuso, desde fines de la década de 1950, la existencia de una relación causal entre desarrollo económico y democratización. La teoría de la dependencia interpretó este mismo patrón desde una perspectiva menos optimista, como conflicto entre un «centro» conformado por democracias industrializadas y una «periferia» de democracias inestables y dictaduras productoras de materias primas. Esta concepción del mundo está hoy en cuestión.

La periferización de los países centrales

El mundo que inspiró las teorías de la modernización y la dependencia fue alterado por el desplazamiento de la producción industrial hacia la «periferia» y por la desaceleración del crecimiento en los países «centrales». Este proceso comenzó lentamente con la instauración de un modelo de desarrollo industrial orientado a las exportaciones en Japón, Corea del Sur y Taiwán, y se aceleró con las reformas realizadas por Deng Xiaoping en la China de los años 80. El delta del río de las Perlas representa hoy en día una de las mayores concentraciones urbanas e industriales del planeta. Se estima que China produce actualmente 70% de los teléfonos móviles y 60% de todos los zapatos que se venden en el mundo2.La ventaja de estos competidores, centrada en un costo laboral menor al de las democracias industrializadas, fue reproducida posteriormente por México y parte del Sudeste asiático. Una empresa del Medio Oeste de eeuu paga a sus operarios industriales unos 20 dólares por hora. En México, la misma empresa paga actualmente unos 5. Una planta de 2.000 operarios ahorra, migrando hacia el Sur, unos 60 millones de dólares anuales en salarios. De este modo, la educación de nivel secundario que garantizaba a los votantes estadounidenses condiciones de vida de clase media en la segunda mitad del siglo xx apenas garantiza un empleo incierto a comienzos del siglo xxi.

Este proceso ha generado una inesperada periferización de las democracias industriales. La teoría de la dependencia observó una concentración de industrias de alta tecnología en las democracias centrales y predijo una dispersión de industrias con tecnología obsoleta y producción de materias primas hacia la periferia. Bajo esta división internacional del trabajo, la alta productividad de los países centrales permitiría mantener salarios elevados y financiar el Estado de Bienestar. En los países periféricos, por el contrario, la fuerza laboral se encontraría segmentada entre una elite integrada a las cadenas de producción globales y una población marginal cuya actividad económica –orientada estrictamente al mercado local– estaría expuesta a una feroz competencia por parte de los líderes industriales del planeta3. En una extraña reversión de la fortuna, la fuerza laboral de las democracias industriales se encuentra hoy en una situación que recuerda las predicciones dependentistas para los países latinoamericanos. El núcleo más dinámico de los procesos de investigación y desarrollo tecnológico sigue concentrado en las democracias industrializadas, pero el desplazamiento de las actividades productivas ha generado una escisión creciente entre una clase profesional vinculada a este núcleo dinámico, que se beneficia de los procesos de globalización económica y diversificación cultural, y una clase media industrial cuyos niveles de productividad ya no cubren sus costos salariales. Al igual que los trabajadores latinoamericanos en los siglos xix y xx, este sector periférico se beneficia (en tanto consumidor) con los productos importados de bajo costo, mientras se ve amenazado (en tanto productor) por esas mismas importaciones.

La periferización de la fuerza laboral explica en buena medida la rebelión de la clase obrera en las democracias industrializadas. Los miembros de este grupo –trabajadores industriales en democracias con cada vez menos industrias– resienten con razón el optimismo de una elite educada y cosmopolita que celebra la diversidad, la integración global y la economía del conocimiento. Son ellos quienes abandonaron el proyecto de la Unión Europea para favorecer el Brexit en el Reino Unido, quienes se alejaron del Partido Demócrata para apoyar a Trump en eeuu y quienes desertan crecientemente del Partido Socialista o Comunista para respaldar al Frente Nacional en Francia.

Esta rebelión se ve acelerada por tres factores que agudizan la puja distributiva: una disminución del crecimiento económico, una distribución desigual del ingreso y una sociedad más diversa. En el Atlántico norte, la democracia liberal se consolidó durante el periodo de posguerra, una era de desarrollo acelerado y de mejoras sostenidas en la calidad de vida. La tasa de crecimiento promedio de los miembros de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (ocde) entre 1961 y 1990 fue de 4% anual. A este ritmo, el tamaño de la economía se duplica en menos de 18 años. La crisis económica de 2008 expuso claramente que los milagros económicos han llegado a su fin. En los últimos 15 años, la tasa de crecimiento anual de estos países ha sido de 1,6% y los expertos auguran tasas de 2% anual como la nueva norma. Bajo estas condiciones, una economía requiere 34 años para duplicar su tamaño. La promesa del progreso incesante, característica de la segunda mitad del siglo xx, resulta cada vez más difícil de cumplir.

La desaceleración económica reduce las oportunidades laborales en un contexto en que la clase media industrial se encuentra en una puja redistributiva «hacia arriba», como resultado de la creciente desigualdad social, y «hacia abajo» como resultado de la migración. El periodo de paz inaugurado en 1945 permitió la acumulación de capital físico y, con ello, la concentración de propiedad. Esta concentración, sumada a la movilidad del capital y la menor capacidad de negociación de los movimientos sindicales, condujo a una caída de la participación de los trabajadores en el ingreso nacional a partir de los años 70. En 1972, el 1% más rico de la población concentraba 8% del ingreso en eeuu y 7% en el Reino Unido. Hacia 2012, esta proporción había ascendido a 19% y 13%, respectivamente4.

El nivel de vida de la clase obrera noratlántica explica no solamente la relocalización de la producción industrial, sino también un flujo inverso: la migración hacia los países centrales. El proyecto neoliberal persiguió la circulación global de bienes y capital, pero –con excepción de la ue– nunca postuló una movilidad equivalente para la fuerza de trabajo. Sin embargo, las sociedades humanas son cada vez más móviles: se estima que más de 3% de la población mundial vive fuera de su país de origen. El número, pequeño en términos relativos, representa unos 244 millones de personas. Estos flujos migratorios facilitan una representación racializada de la puja distributiva que fortalece la narrativa del nacionalismo xenófobo. También plantean un nuevo desafío para la participación «universal» en las repúblicas de masas. Unas 115 naciones permiten actualmente la participación electoral de los expatriados, pero apenas unas ocho democracias en el mundo permiten que los residentes no nacionalizados ejerzan el sufragio en elecciones nacionales5.

El peligro para las repúblicas de masas

¿Representa este cuadro un peligro para la democracia? Y de ser así, ¿qué mecanismos concretos podrían desestabilizar las repúblicas liberales de masas? La respuesta a estas preguntas desafía las teorías dominantes sobre los procesos de democratización y requiere una mirada más atenta a la experiencia latinoamericana.

Una influyente literatura en la ciencia política ha alertado sobre el impacto negativo de la desigualdad para la supervivencia de la democracia, pero esta obra resulta de limitada utilidad para entender el problema presentado en la sección anterior. Los modelos teóricos postulados por esta literatura comparten una tesis estilizada: comparadas con las dictaduras, las democracias tienden a redistribuir el ingreso en favor de los sectores más pobres. Por este motivo, las elites pagan un costo por vivir en democracia y este costo se vuelve mayor en la medida en que la brecha entre pobres y ricos se torna más aguda, dado que los pobres demandan una mayor redistribución. En contextos de gran desigualdad, entonces, las elites adquieren mayores incentivos para respaldar una dictadura que suprima la participación popular y preserve la desigualdad social6.

Esta tesis estilizada resulta plausible en algunos contextos –el golpe de Estado chileno de 1973 viene inmediatamente a la mente–, pero choca con la complejidad de la evidencia histórica. Una investigación reciente de Stephan Haggard y Robert Kaufman muestra que, en el mundo posterior a la Guerra Fría, apenas una minoría de las reversiones autoritarias involucró algún tipo de conflicto redistributivo. No existe asociación estadística entre niveles de desigualdad e inestabilidad democrática a escala global. La mayor parte de las reversiones autoritarias ocurren en países pobres, en donde las instituciones democráticas son sencillamente débiles7.

En los países de ingreso medio, Haggard y Kaufman detectan un patrón de erosión democrática diferente, que denominan «reversión populista». La democracia no es desplazada por elites que buscan evitar la redistribución de la riqueza, sino por líderes que prometen una distribución más justa y una solución a la crisis económica. Estos líderes denuncian a las elites, interpelan a los sectores populares y movilizan la insatisfacción ciudadana con el régimen democrático. Contrariamente a lo que afirman las teorías en boga, el resultado de la desigualdad no es un gobierno reaccionario de la minoría, sino un Ejecutivo fuerte con amplio respaldo mayoritario. Los principales casos identificados por los autores –Venezuela bajo Hugo Chávez, Rusia bajo Vladímir Putin, Turquía bajo Recep Erdoğan– muestran a líderes que explotaron la frustración popular con el republicanismo liberal de masas para imponer restricciones a sus adversarios políticos y para ampliar su margen de autonomía frente a las instituciones de control. Estos ejemplos sugieren que, en las repúblicas liberales de masas contemporáneas, el principal elemento amenazado por la exclusión social no es la participación masiva en política sino el republicanismo liberal. En el siglo xxi, la suspensión de los mecanismos electorales resulta poco viable porque desafía abiertamente el principio de legitimidad dominante. Por el contrario, una ciudadanía rebelada contra la clase política puede utilizar el voto para delegar poder en un Ejecutivo intransigente, demandando una reconstrucción radical del régimen.

Las lecciones de Latinoamérica

La experiencia latinoamericana reciente ofrece lecciones importantes para las democracias industrializadas. La frustración ciudadana con el proyecto neoliberal de fines del siglo xx impulsó una renovación de la clase política en buena parte de la región. Pero en aquellos países donde los nuevos líderes adoptaron un discurso radicalizado, el resurgimiento económico de comienzos del siglo xxi financió la erosión de la democracia y la concentración de poder en el presidente.

En los años 80, las principales economías latinoamericanas se derrumbaron bajo el peso de la deuda pública, el déficit fiscal y la hiperinflación. Los intentos por controlar el gasto público y estabilizar la moneda condujeron a la adopción de programas neoliberales: políticas monetarias restrictivas, recortes del gasto público, privatización de empresas estatales, liberalización de precios y eliminación de las barreras comerciales. La estrategia neoliberal logró reducir la inflación, pero la eliminación de barreras comerciales socavó el empleo industrial y amplió el tamaño del sector informal8.

La crisis del modelo neoliberal minó la credibilidad de los partidos tradicionales, que se hallaron incapaces de reducir el desempleo y mejorar las condiciones de vida. Entre 1992 y 2002, siete presidentes surgidos de elecciones confrontaron un juicio político o fueron forzados a renunciar por la protesta social. Algunas organizaciones, como el Partido Justicialista (pj) en Argentina, distribuyeron beneficios clientelistas selectivamente para mantener el apoyo entre los trabajadores informales y los desempleados; otras, como Acción Democrática (ad) en Venezuela, simplemente se derrumbaron bajo la nueva realidad9.

Este desprestigio de los partidos tradicionales benefició a un sector político «incontaminado», que había permanecido fuera del poder y podía representar una oposición creíble al statu quo10. Este sector alternativo –que se encuentra hoy en la extrema derecha en casi todas las democracias industrializadas– se hallaba mayoritariamente a la izquierda del espectro político en la América Latina de los años 90. Los líderes ascendentes de esta izquierda incontaminada diferían entre sí en términos de experiencia política y compromiso con los principios democráticos, pero todos se beneficiaron sorpresivamente con un auge exportador a comienzos del siglo xxi.

Al igual que en el caso de las democracias centrales, las consecuencias del cambio económico global resultaron inesperadas para los países latinoamericanos. En la interpretación dependentista convencional, los términos de intercambio debían revalorizarse crecientemente en favor de los productos industrializados y en detrimento de los productos primarios. Esto condenaría a los países periféricos a producir cada vez más materias primas para obtener la misma cantidad de importaciones industriales11. Sin embargo, el siglo xxi produjo lo que el economista Jaime Ros describió como «la pesadilla de Prebisch». Entre 2000 y 2008, el valor total de las exportaciones aumentó anualmente 21% en Perú, 17% en Brasil y Chile, y 13% en Argentina; los términos de intercambio se apreciaron en casi toda la región12. El auge de las exportaciones primarias fue impulsado en buena medida por la expansión de la economía industrial china, que amplió la demanda global de energía, minerales y alimentos. Sebastián Mazzuca recuerda que «en 2002, un centenar de toneladas métricas de soja (…) tenía el mismo valor de un coche Honda pequeño. Diez años más tarde, esa misma cantidad de soja permitía comprar un bmw convertible»13.

Las consecuencias de este periodo económico expansivo –cerrado hacia 2013– fueron notablemente diversas para las democracias latinoamericanas y resultan ilustrativas para las democracias industriales hoy en día. La disponibilidad de recursos fiscales y la creciente popularidad permitió a los presidentes de varios países desplegar los recursos y la autoridad legal del Estado de manera discrecional para apoyar a sus aliados e intimidar a sus oponentes.

La erosión democrática se produjo de manera notable bajo Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, y bajo Daniel Ortega en Nicaragua; en menor medida, bajo Rafael Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia. En perspectiva histórica, la orientación ideológica de estos líderes resulta un dato circunstancial. No se produjo una erosión similar en otros países gobernados por partidos de izquierda, como Brasil bajo el Partido de los Trabajadores (pt) y Uruguay bajo el Frente Amplio (fa), mientras que se esbozó un proceso de erosión bajo Álvaro Uribe, un presidente de derecha, en Colombia. El elemento común en los casos de erosión democrática fue la adopción de un discurso radicalizado por parte del presidente y su núcleo gobernante. Por radicalización entiendo una estrategia discursiva que, si bien se coloca generalmente en los extremos del espectro político (ya sea a la derecha o a la izquierda), se distingue por expresar intransigencia e impaciencia para alcanzar los objetivos de política pública propuestos. Los líderes radicalizados no reconocen límites y muestran una actitud intolerante con quienes cuestionan sus proyectos. Esta estrategia intolerante ofrece cierta confianza a los votantes que ven su supervivencia amenazada en un contexto de crisis; ellos no pueden darse el lujo de esperar14.

Nuestra comprensión de estos procesos de erosión está todavía en una etapa temprana, pero la evidencia sugiere que la estrategia radicalizada produce un efecto secuencial: los líderes «incontaminados» adoptan un discurso intransigente que moviliza a los votantes frustrados con la democracia; su éxito electoral les asegura el control de las instituciones electivas y los recursos fiscales; los recursos del Estado a su vez permiten ganar influencia sobre instituciones no electivas como el Poder Judicial y la burocracia; y la acción (o inacción) de estas instituciones finalmente resulta decisiva para silenciar a los medios críticos y socavar a la oposición política.

¿De la república a la monarquía de masas?

La experiencia latinoamericana sugiere que el principal desafío para la democracia en el siglo xxi no serán los proyectos explícitamente autoritarios, sino los líderes que, en un intento por reformar las repúblicas liberales de masas, socaven sus cimientos. Los proyectos radicales exitosos producen regímenes de poder personal –representados por figuras populares como Chávez, Erdoğan o Viktor Orbán– que parecen invertir el acuerdo que dio nacimiento a las monarquías parlamentarias en el siglo xix. Estas preservaron la forma monárquica para operar en los hechos como repúblicas de masas. Los liderazgos radicales, por el contrario, preservan la forma republicana de masas para operar en los hechos como regímenes de poder concentrado.

Los partidos de las democracias industrializadas confrontan hoy en día un desprestigio similar al enfrentado por los partidos latinoamericanos en los años 90, y los votantes del «Primer Mundo» se muestran cada vez menos identificados con el ideal democrático15. Sin embargo, las democracias industriales presentan tres ventajas frente los países latinoamericanos de los años 90: mejores políticas de protección social, una mayor fortaleza institucional y una estructura económica más diversificada. Estos factores reducen el atractivo del discurso radical, ofrecen espacios de poder autónomo para la oposición y facilitan la resistencia frente a un gobierno radicalizado.

Resulta peligroso confiar hoy en cualquier forma definitiva de consolidación democrática. La capacidad de la democracia para subsistir en el siglo que viene dependerá de su poder para dar respuesta a los desafíos sociales creados por la relocalización industrial, resistiendo al mismo tiempo la tentación del radicalismo. Como nunca antes en la historia moderna, los dilemas de los países centrales se acercan hoy a los dilemas de la periferia.

  • 1.

    John Markoff: «Where and When Was Democracy Invented?» en Comparative Studies in Society and History vol. 41 No 4, 1999.

  • 2.

    «Made in China?» en The Economist, 14/3/2015.

  • 3.

    Theotonio Dos Santos: «The Structure of Dependence» en American Economic Review vol. 60 No 2, 1970, pp. 234-235; Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto: Dependencia y desarrollo en América Latina, Siglo xxi, Ciudad de México, 1969.

  • 4.

    El crecimiento de la concentración del ingreso fue menos marcado en otros casos, como Francia (estable cerca de 9%) o Noruega (6% a 8%), durante estas cuatro décadas. Datos de World Wealth and Income Database, disponibles en www.wid.world.

  • 5.

    División de Población de las Naciones Unidas: «Trends in International Migration» en Population Facts No 4, 2015; Andrew Ellis, Carlos Navarro, Isabel Morales, María Gratschew y Nadja Braun: Voting from Abroad: The International idea Handbook, International idea, Estocolmo, 2007; David Earnest: «Neither Citizen nor Stranger: Why States Enfranchise Resident Aliens» en World Politics vol. 58 No 2, 2006.

  • 6.

    Daron Acemoglu y James A. Robinson: The Economic Origins of Dictatorship and Democracy, Cambridge University Press, Cambridge, 2006; Carles Boix: Democracy and Redistribution, Cambridge University Press, Cambridge, 2003.

  • 7.

    S. Haggard y R.R. Kaufman: Dictators and Democrats: Masses, Elites, and Regime Change, Princeton University Press, Princeton, 2016.

  • 8.

    Juan Ariel Bogliaccini: «Trade Liberalization, Deindustrialization, and Inequality: Evidence from Middle-Income Latin American Countries» en Latin American Research Review vol. 48 No 2, 2013, pp. 79-105; Alejandro Portes y Kelly Hoffman: «Latin American Class Structures: Their Composition and Change During the Neoliberal Era» en Latin American Research Review vol. 38 No 1, 2003, pp. 41-82.

  • 9.

    A. Pérez-Liñán: Juicio político al presidente y nueva inestabilidad política en América Latina, fce, Buenos Aires, 2009; Laura Wills-Otero: Latin American Traditional Parties, 1978-2006: Electoral Trajectories and Internal Party Politics, Ediciones Uniandes, Bogotá, 2015.

  • 10.

    Rosario Queirolo: The Success of the Left in Latin America, University of Notre Dame Press, Notre Dame, 2013.

  • 11.

    Para la formulación clásica de esta tesis, v. Raúl Prebisch: «Commercial Policy in the Underdeveloped Countries» en American Economic Review vol. 49 No 2, 1959.

  • 12.

    Paradójicamente, los términos de intercambio apenas se valorizaron para México, que exporta productos manufacturados a eeuu. Ver J. Ros: «Latin America’s Trade and Growth Patterns, the China Factor, and Prebisch’s Nightmare» en Journal of Globalization and Development vol. 3 No 2, 2013.

  • 13.

    S. Mazzuca: «The Rise of Rentier Populism» en Journal of Democracy vol. 24 No 2, 2013, p. 110.

  • 14.

    Sobre el concepto de radicalismo y su impacto en los procesos de democratización, v. S. Mainwaring y A. Pérez-Liñán: Democracies and Dictatorships in Latin America: Emergence, Survival, and Fall, Cambridge University Press, Cambridge, 2013.

  • 15.

    Hacia 2011, casi 25% de los entrevistados por el World Values Survey en eeuu y más de 10% de los entrevistados en Europa aseguraban que un sistema político democrático es «malo» o «muy malo» para el país. Roberto Foa y Yascha Mounk: «The Democratic Disconnect» en Journal of Democracy vol. 27 No 3, 2016.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 267, Enero - Febrero 2017, ISSN: 0251-3552


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