Opinión
octubre 2017

Nace la República (unilateral) de Cataluña

El viejo Estado reacciona como Leviatán acorralado con violencia intolerable ante la amenaza de su desintegración. Pero los que aspiran a desintegrarlo quieren un Estado para sí mismos, y es dudoso que no reaccionasen de manera similar cuando éste se viese a su vez amenazado.

<p>Nace la República (unilateral) de Cataluña</p>

Cuando ayer salí de mi apartamento en Barcelona para visualizar cuál era el ambiente en la calle, en un día trascendental para la historia del país, y me dirigí al colegio donde habitualmente voto en elecciones regladas, comprobé que el lugar estaba clausurado. Más tarde vi unas imágenes en televisión – ciertamente chocantes – donde unos agentes de las fuerzas del orden retiraban las urnas allí instaladas por voluntarios que las defendían protestando. Esta es la imagen, pensé, que buscaban unos y buscaban otros. Los unos, para enviar al mundo el mensaje de que el Estado actuaba coercitivamente contra la «democracia». Los otros, para afirmar que el estado de derecho estaba actuando para proteger el orden constitucional que ampara a todos los ciudadanos y los hace iguales ante la ley.

Luego me dirigí a un centro de votación gestionado por el gobierno catalán. Vi que estaba abierto con normalidad, y que había una cola muy numerosa. No había ninguna presencia policial. Comprobé que la gente depositaba papeletas en las urnas de plástico opaco con el logo de la Generalitat. Interesado por las garantías que pudiera tener el proceso de votación, observé que no había interventores de los partidos sino voluntarios de las entidades independentistas animando y tranquilizando a la gente, y pidiéndole que regresara en la tarde por si había que proteger las urnas de una posible confiscación. Cada votante se acercaba a la urna y presentaba su identificación. Un voluntario dictaba el número, otro lo apuntaba manualmente en folio de papel y otro lo introducía en una aplicación de su móvil, cuando funcionaba. No realizaban ninguna comprobación sobre ningún censo, aunque ciertamente había apariencia de seriedad. La sensación era de un cierto caos civilizado, pero la gente se mostraba satisfecha (incluso emocionada, como pasó en la anterior votación sobre el mismo asunto del 9 de noviembre del 2014) de haber podido participar en la votación y haber podido culminar lo que, a todas luces, era un acto de ilusión, de protesta o de rebeldía, satisfecha de haber conseguido que el gobierno central hubiese fracasado estrepitosamente en su intento de impedírselo.

Sumar a la causa el voto de protesta

Al salir del centro de votación, saludé en la cola a un viejo conocido. Me dijo: ya sabes que yo no creo en este proceso, pero tras haber visto las imágenes de gente golpeada por la policía me he dicho a mí mismo: esto es intolerable, se acabó, hay que protestar.

Este es el segundo efecto que se buscaba en el día de ayer: sumar a los convencidos a favor de la independencia con aquellos que protestarían contra el actual gobierno y particularmente contra su presidente, Mariano Rajoy. Así, sumando los convencidos a los votos de protesta, se pudo conseguir el efecto deseado: alcanzar a paliar algo la previsible victoria por el 100% de votos favorables. Y así fue. Personas opuestas a la independencia avalaron la legitimidad del proceso y, votando «no», en blanco o emitiendo un voto nulo, validaron la votación misma y, por consiguiente, el abrumador triunfo del sí. El recuento anunciado a medianoche -sin dar cuenta de la metodología utilizada- , finalmente se quedó en un 90,09% de votos favorables a «un estado independiente en forma de república», pero dejó muchos interrogantes.

El voto de protesta estaba de alguna manera asegurado desde que la policía irrumpiera la semana pasada en dependencias del gobierno catalán, interrumpiera distintos procedimientos de organización de la votación en marcha, y se llevase a algunos altos cargos detenidos para prestar declaración ante el juez. Pero la actuación a todas luces desproporcionada de la policía en numerosos casos sumó al voto de protesta el voto de la indignación. Nadie pensó que la policía fuera a reaccionar con una violencia desmesurada, aunque ¿quizás alguien sí que lo sabía y le convino que así fuera? La policía autonómica, encargada de ejecutar las órdenes de la fiscalía, no quiso llevar (y era previsible e incluso aconsejable) esa orden judicial de intervención hasta las últimas consecuencias, y los mandos de las fuerzas de seguridad del gobierno central, en vez simplemente de tomar nota, cayeron en la trampa de intervenir con violencia frente a una votación que ya estaba desacreditada legalmente y suficientemente dañada logísticamente como para presentar garantías democráticas homologables a cualquier elección normal.

La represión violenta: un grave error

Fue un error muy grave haber enviado a fuerzas antidisturbios, entrenadas para contener o disolver concentraciones utilizando la fuerza, a enfrentarse a gente pacífica pero muy determinada a defender lo que entiende son sus derechos inalienables. Clausurarles sus centros de votación, y confiscarles las urnas en una jornada tan altamente emocional, tan cargada de electricidad, era innecesario, sobre todo sabiendo que los chispazos (cuando no los incendios) estaban garantizados. Esos chispazos derivaron en demasiados casos en abusos impensables, y la cifra de heridos y contusionados acabó siendo elevadísima y vergonzosa. Un solo pelotazo con bala de goma ya es excesivo en cualquier caso.

Con esa actuación el gobierno central se desacreditó totalmente y se mostró como el viejo Leviatán que es. Mientras tanto, el gobierno catalán, responsable de haber llevado adelante una iniciativa que sabía que contravenía el marco constitucional de manera totalmente irresponsable, obtenía un tercer y definitivo rédito ante las imágenes de la brutalidad policial: el escándalo internacional. Ademas de la indignación ciudadana, las imágenes contribuyeron a situar el debate allá donde más le convenía al gobierno catalán: tal como habían dicho durante su campaña de movilizaciones, había que demostrar que lo de ayer no trataba de «independencia», trataba de «democracia». La causa del independentismo consiguió sumar un nuevo, cierto, y gravísimo agravio, y apuntalar su argumento de que, con un Estado de esta naturaleza no hay nada que negociar, y quizás justificar así el fracaso de no haber podido garantizar lo que prometió reiteradamente a sus votantes: un referéndum formal, homologable internacionalmente y con todas las garantías democráticas.

¿Pero la pregunta que uno se hace es porqué el Estado actuó de esta forma cuando era absolutamente innecesario y contraproducente?. ¿Por qué concederle tanta ventaja al adversario político, y caer en su trampa?

Una de las muchas razones que se podrían aducir es que el Estado reacciona ante la decadencia del poder, o, como apuntaba el importante libro de que Moisés Naím publicó hace pocos años, ante «el fin del poder». Hace tiempo que el Estado clásico ha venido perdiendo muchas atribuciones de soberanía, atribuciones que le habían dado razón de ser y fortaleza durante buena parte de los siglos XIX y XX. Y ha perdido atribuciones, no solo en aspectos económicos como la moneda, los flujos de capital, la discrecionalidad en el gasto público o la regulación del comercio interior y exterior, sino también en el control del flujo de la información o de las migraciones, la capacidad de perseguir a las organizaciones criminales o atajar por sí solo el terrorismo internacional.

En el caso de los estados de la Unión Europea, esta pérdida de atribuciones ha tratado de verse compensada con la construcción de algunas instituciones comunes, desde una moneda única hasta un cuerpo legislativo compartido, pasando por un tribunal europeo en Estrasburgo. Esto se ha denominado cesión de soberanía «hacia arriba». Pero esta cesión de soberanía también se ha producido «hacia abajo», hacia territorios y centros urbanos, dejando así finalmente un Estado escuálido, vaciado de competencias y semidesnudo, que en cuanto puede intenta volver a vestirse de autoridad, a re-nacionalizar.

Y para ejercer esa autoridad, si algo aún conservan los estados de sus viejas atribuciones, es el «poder duro», consistente en el monopolio de la violencia y en la administración de la justicia, junto a algunos mandatos como la defensa de las fronteras y de la unidad territorial del Estado. Pero incluso estos poderes estatales pueden verse seriamente erosionados por dinámicas territoriales internas, que aprovechan las fisuras y debilidades para autoafirmarse e intentar conquistar para sí algunas de estas últimas atribuciones de «soberanía».

A esta tendencia se suma el hecho de que el ejercicio de poder coercitivo y de la fuerza bruta está, y con toda razón, cada vez más contestado. Sobre todo si se ejerce frente a los conciudadanos y no frente a un enemigo exterior. Aún así, muchos estados, cuando se ven amenazados por fuerzas que no controlan en la calle, tienden a utilizar la fuerza bruta como recurso, incluso asumiendo que la dimensión violenta de ese ejercicio pueda volverse en contra suyo puesto que cada vez es más difícil justificar esa reacción.

La declaración unilateral de independencia: otro grave error

Lo que hemos visto estos últimos días en Cataluña es un ejemplo extremo de este fenómeno. Así, el gobierno de la Generalitat de Catalunya declaró anoche que, a la vista de los resultados de la votación, que se produjo burlando la prohibición coercitiva del Estado español y demostrando cuán frágil es el poder real que a éste le queda, va a llevar al parlamento regional la propuesta de que «se implemente lo que está previsto en las leyes», unas leyes de transición aprobadas ad hoc de manera iliberal por ellos mismos. Esto significa proponer una declaración unilateral de independencia. Y así, visto que el recuento arrojó un resultado abrumador, casi a la búlgara, que la protesta y la indignación de los ciudadanos los acompañan (por lo menos en este primer momento post-traumático), y que la comunidad internacional está horrorizada ante lo que ha visto en los medios, es el momento de culminar su proyecto nacional tan anhelado.

Vivimos tiempos convulsos, donde cada reivindicación y protesta, no importa de qué signo sea, puede unirse coyunturalmente en una sola manifestación unitaria para intentar que la disrupción del sistema (desde la caída de un gobierno hasta la interrupción de una infraestructura, la derogación de una ley o, como quizás estamos viento, la proclamación de un nuevo Estado), tenga efectos irreversibles. En este caso concreto, la protesta ha juntado las reivindicaciones de soberanía nacional de las derechas nacionalistas y las izquierdas independentistas anti-sistema con las protestas antigubernamentales de las nuevas izquierdas alternativas y de ciudadanos genuinamente indignados.

Aunque, en el fondo, todos hagan sus propios cálculos electorales, al unir el destino de sus proyectos políticos a movilizaciones populares y protestas en las calles, y eventualmente a su represión, la capacidad de controlar los tiempos políticos puede haberse ya escapado de las manos. Las protestas seguirán en los próximos días, y la tentación de intervenir también. La triste paradoja es que, con el viejo Estado español a punto de colapsar gracias a los errores propios, los errores ajenos quieran constituirse en algo tan obsoleto como un Estado. No parece que eso vaya contribuir a un proyecto europeo verdaderamente federal, inclusivo y democrático que quiere ir despojando al Estado de lo que queda de su carácter exclusivista y nacional.

Así nace, en medio de la protesta y la indignación general, y de la euforia de sus partidarios ante unos resultados arrolladores (aunque tercamente minoritarios, con sólo el 37,8% del censo a favor) la República (unilateral) de Cataluña, cuyo futuro y duración es difícil de prever en estos días aciagos para la democracia catalana, española y europea. La España federal, que finalmente será la solución a esta crisis de Estado, se aleja en el horizonte borrascoso. Pero habrá que hablar.


Este artículo es producto de la alianza entre Nueva Sociedad y DemocraciaAbierta.

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