Opinión
septiembre 2017

México hacia un fin de ciclo

El ciclo de Peña Nieto toca su fin. La izquierda progresista liderada por López Obrador aspira a gobernar el país y a cambiar la historia mexicana.

<p>México hacia un fin de ciclo</p>

El 8 de septiembre se inició formalmente el proceso electoral que culminará con los comicios federales del 1 de julio de 2018. En este proceso se elegirán diversos cargos, entre los que se destacan el jefe del Ejecutivo federal, diputados, senadores y nueve gobernadores. La dinámica política se subordina cada vez más a la elección. Actualmente acaba de superarse una breve crisis: el Partido Acción Nacional (PAN) impidió, durante algunos días, que la mesa directiva de la Cámara de Diputados se instalase, que iniciara sus trabajos y que desarrollara el presupuesto para el año siguiente. Dicha obstrucción es sintomática pues desde el fin de la Revolución Mexicana la Cámara se había instalado siempre en tiempo y forma.

Hace pocos años la inestabilidad y la fragmentación que hoy se viven hubiesen sido impensables. Muy por el contrario, en los inicios del sexenio de Enrique Peña Nieto había cierto optimismo: el presidente no sería, a diferencia de Felipe Calderón, cuestionado por fraude electoral. Además, contaba con que 66% de los mexicanos habían votado por partidos de derecha y la élite política estaba junta alrededor suyo. Las condiciones para gobernar eran favorables. Se realizó el Pacto por México, que sumó a los tres principales partidos, y se emprendieron reformas neoliberales que se consideraban pendientes. El gobierno de Peña Nieto tuvo entonces un momento estelar. La revista Time publicaba: «the president was Saving Mexico».

Después de una sucesión irrefrenable de escándalos de corrupción y de hechos tan lamentables y terriblemente gestionados como la desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas, todo se ha dado vuelta. Esto explica que, al menos en los medios, toda la dinámica de la elección presidencial gire sobre el candidato izquierdista Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Esto resulta evidente si observamos el devenir de los dos de los intelectuales que dotaron de discurso a los afanes reformadores de Peña Nieto. El pasado 24 de julio, Jorge Castañeda dijo en un artículo que «Fox le entregó a Calderón el país menos violento de nuestra historia moderna; Peña Nieto a López Obrador, el más». Ese mismo día, en El país, Héctor Aguilar Camín sentenció: «Quien quiera saber algo de las extrañas aguas en que México navega hacia el futuro debe leer el libro de Andrés Manuel López Obrador».

Pasamos, en un parpadeo, del momento más alto del neoliberalismo mexicano y del optimismo mediático desbocado, a una certeza elusiva, temerosa y variante en su intensidad, sobre la victoria de AMLO, el antineoliberal. Y quizás este cambio no era del todo imprevisible: era evidente que una vez consumadas las reformas «pendientes» desde el gobierno de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), el horizonte discursivo y los recursos de legitimidad del régimen dependerían solamente del funcionamiento de estas y no de alguna promesa futura. La orfandad de «ideas fuerza» fue tal que llevó al Partido Revolucionario Institucional (PRI), en su más reciente asamblea, a utilizar como principal motivo estético a la Revolución Mexicana y las formas que debería adoptar de cara al siglo XXI. Entretanto, aprobaban incluir en sus documentos básicos la promoción de las Zonas Económicas Especiales (un esquema de concesión territorial) hasta por 80 años, con grandes exenciones fiscales para los inversionistas y sin contraprestación significativa alguna. El PRI profundizó su adhesión al mismo credo y, sin embargo, tuvo que envolverlo en propaganda similar, en cierto sentido, a la cubana. En la crisis de legitimidad, el partido en el gobierno —y el presidente en el mismo acto— pretendió alcanzar un poco de la centenaria legitimidad revolucionaria.

Ya se sabe, el punto más alto de un ciclo es también donde este inicia su declive. Era claro que el auge del régimen no podría prolongarse por el agotamiento mencionado y por las condiciones de la política mundial, de forma que estaba por verse —y esa es justamente la cuestión en estos días— el tiempo y el ritmo del declive, así como el del cambio o la reinvención que le seguirían1.

La crisis en la articulación del consenso se ha manifestado en sitios inéditos. No solamente en la inestabilidad de la alianza histórica entre el PRI y PAN —una alianza que data de 1989, cuando menos—, sino también en los terrenos del empresariado. Hace pocos días, por ejemplo, se publicó en la primera plana del New York Times —uno de los medios en el que el poderoso empresario Carlos Slim tiene inversiones— que, en una reunión de la élite mexicana de negocios, el presidente pidió al emblemático Claudio X. González Laporte —otro aliado histórico del PRI neoliberal desde el sexenio de Salinas de Gortari— que fuera leal. Además, se pidió que su hijo, Claudio X. González Guajardo, fuera menos crítico del gobierno.

Este último ha encabezado a un grupo de empresarios promotores de una agenda contra la corrupción, asestando al gobierno de Peña Nieto algunos de los golpes que lo han llevado a tener una popularidad cercana al 20%, comparable a la de Nicolás Maduro2. Fue su organización, Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad, la que develó recientemente el desvío de 7 mil millones de pesos (unos 400 millones de dólares) a través de empresas fantasma, robos estratosféricos de gobernadores priistas, la trama de espionaje urdida contra activistas, etcétera. Es claro que González y quienes lo siguen no solo están lejanos al gobierno, sino en una actitud de franca oposición que los acerca mucho más al PAN y su líder Ricardo Anaya . Este último fue quien orquestó el bloqueo a la instalación de la Cámara de Diputados para tumbar un artículo transitorio aprobado antes por él mismo como diputado, que permitiría el avance de un fiscal a modo para Peña Nieto, incluso militante de su partido, para los próximos 9 años, en previsión de una eventual victoria de López Obrador.

Pero no es todo lo que hay que decir acerca de la política de los empresarios. Otro grupo, de la ciudad norteña de Monterrey, ahora gravita alrededor de quien se ha convertido en uno de los asesores principales de López Obrador. Se trata de Alfonso Romo, otrora aliado de Salinas de Gortari. Ello ha llevado a la alarma de ciertos intelectuales de la derecha, que prácticamente arengan a actuar con conciencia de clase («En ese juego de complicidades, los empresarios pierden su mejor carta: defender públicamente sus intereses y los principios de una sociedad abierta, de libre mercado», dijo Federico Reyes Heroles)3.

En ese contexto, la agenda política está marcada por la posibilidad de que López Obrador sea presidente. Quizás, de sus tres intentos, sea ahora cuando más posibilidades tiene de lograrlo. Cuenta con la jefatura indiscutible de Morena, el partido que reemplazó al Partido de la Revolución Democrática (PRD) en la izquierda mexicana. Tiene una base política enorme y galvanizada (un constante 25% de preferencia en las encuestas), muy superior al voto duro de cualquier partido político y que no mengua ni siquiera con el ataque permanente del que es objeto en medios masivos de comunicación.

A la derecha está el PRI, que acaba de aprobar una reforma a sus estatutos que permite que un político externo al partido sea candidato a la presidencia, un evidente guiño a José Antonio Meade, secretario de Hacienda en distintos momentos de los gobiernos del PAN y del PRI que, además, no ha sido tocado por escándalos de corrupción. Otros, quizá con menos características favorables para competir por esa candidatura, son el ex rector de la UNAM y actual secretario de salud, José Narro, o el actual secretario de Educación Pública, Aurelio Nuño.

También a la derecha está el PAN, cuyo actual dirigente ha hecho todo lo posible por marginar al grupo de Calderón, expresidente de la República, y su esposa, Margarita Zavala, quien desea encabezar la candidatura de su partido. El más reciente de esos movimientos ha sido la conformación de un frente partidista con dos actores que antes se definieron como progresistas, el PRD y el Movimiento Ciudadano, sus antítesis en materias como derechos de las mujeres o matrimonio igualitario. De transitar este frente a las elecciones, su candidato sería un panista, que podría incrementar sus posibilidades de éxito si es capaz de incorporar a las coaliciones empresariales anticorrupción, justamente lo que ahora intenta Anaya.

A la izquierda de todos ellos —y con pocas posibilidades de obtener las 864 mil firmas que se requieren para registrar una candidatura independiente— está el Congreso Nacional Indígena y la iniciativa del EZLN de registrar una candidatura que permita, de triunfar, empujar la constitución de un Concejo Indígena de Gobierno. Sin embargo, y ya que no buscan los votos, como lo dijo la que será su candidata, María de Jesús Patricio, su aportación a la elección será la de poner sobre la mesa los temas asociados a la gestión del territorio, como la minería y los megaproyectos.

  • 1.

    Ver «El sexenio de Peña Nieto en el ciclo neoliberal», Gaceta de Políticas 245, México: Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, noviembre de 2012.

  • 2.

    Encuesta de evaluación al Presidente, Reforma, 19 de julio de 2017.


  • 3.

    «Quesadillas style», Excélsior, 1 de agosto de 2017.



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