Opinión
mayo 2017

¿La paz nos está costando la vida?

El proceso de paz en Colombia no es tan pacífico como parece. La situación en las zonas desmilitarizadas es conflictiva. Muchos defensores de derechos humanos han sido asesinados.

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«Colombia: Alarma la muerte de 41 defensores de derechos humanos en cuatro meses» es el titular de la agencia de prensa de Naciones Unidas 1 de mayo de este año. Este titular muestra la preocupación de la comunidad internacional, especialmente del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Zeid Ra’ad Al Hussein, quien en una conferencia de prensa en Ginebra hizo referencia a la situación general de periodistas, activistas y defensoras y defensores de derechos a nivel global.

El informe de riesgo de la Defensoría del Pueblo de marzo, reporta un total de 344 organizaciones sociales en esta situación. Asimismo, resalta que entre enero y mayo de 2017, un total 51 líderes y lideresas sociales, defensoras y defensores de derechos humanos, han sido asesinados en diferentes lugares del país.

La situación es grave, máxime cuando se trata de un país que recientemente ha logrado poner fin a más de cinco décadas de conflicto armado con una de las guerrillas más antiguas del mundo, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC- EP). Lo paradójico es que desde que empezó el proceso de cese bilateral del fuego ha habido 1.500 muertos menos, entre civiles y combatientes, de acuerdo al promedio de los últimos 50 años, pero las cifras de homicidios de defensoras y defensores de derechos humanos y líderes sociales aumenta.

Una de las razones de este preocupante fenómeno es que sigue habiendo actores armados ilegales en el territorio nacional. Además del Ejército de Liberación Nacional (ELN), con quien el gobierno inició la fase pública de la negociación en marzo de 2016, hacen presencia en diferentes regiones de la geografía nacional lo que se ha llamado como herederos del paramilitarismo, que con diferentes nombres como Clan Úsuga, Clan del Golfo, Autodefensas Gaitanistas, etc. han mantenido una actuación armada alrededor de economías ilegales y «prestando seguridad» en variados municipios.

El Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera, firmado en el Teatro Colón de Bogotá en noviembre de 2017 entre las FARC y el Gobierno Nacional, reconoce que la existencia de los herederos del paramilitarismo sigue siendo una amenaza, no sólo para los combatientes y milicianos de las FARC en proceso de reincorporación, sino también para el ejercicio político de la oposición que hacen partidos de izquierda, y para defensores y defensoras de derechos humanos, líderes sociales y organizaciones que trabajan en favor de la paz.

Entre las diversas medidas consignadas en acuerdo están la creación de un Sistema Integral para el ejercicio de la política (punto 2.1.2.1); medidas especiales de seguridad para el nuevo partido o movimiento político que surja del tránsito de las FARC a la democracia (punto 3.2.1.1); un extenso compendio de medidas contenidas en el punto 3.4, «acuerdo sobre garantías de seguridad y lucha contra las organizaciones y conductas criminales responsables de homicidios y masacres, que atentan contra defensores/as de derechos humanos, movimientos sociales o movimientos políticos o que amenacen o atenten contra las personas que participen en la implementación de los acuerdos y la construcción de la paz, incluyendo las organizaciones criminales que hayan sido denominadas como sucesoras del paramilitarismo y sus redes de apoyo», entre las que se destacan la creación de una Comisión Nacional de Garantías de Seguridad (en la que participan instituciones del Estado, representantes de organizaciones de la sociedad civil, un grupo de personas expertas en la materia, y cuenta con apoyo de organismos internacionales); una unidad especial de investigación para el desmantelamiento de las organizaciones herederas del paramilitarismo; un cuerpo élite de la Policía Nacional y un Programa Integral de seguridad y protección para las comunidades y organizaciones en los territorios.

Una de las principales hipótesis que han sostenido las organizaciones sociales en el país, es que los homicidios y demás ataques en contra de defensores y defensoras de derechos humanos provienen justamente de estos grupos armados, herederos del paramilitarismo, que viene copando los espacios y territorios que dejó las FARC cuando empezaron el período de pre-agrupamiento, en agosto del año pasado. Algunos analistas han encontrado una expansión de estos grupos, en zonas como el Catatumbo (Norte de Santander), la Costa Caribe, Antioquia y algunas zonas del pacífico colombiano; pero también han encontrado evidencia de que en otras zonas, especialmente en el Chocó, lo que ha habido una suerte de venta de franquicias, especialmente para el control de corredores para el tráfico de estupefacientes.

Así, simultáneamente vienen produciéndose dos fenómenos. Por un lado, la falta de reconocimiento de la situación por parte del Estado colombiano, especialmente desde el Ministerio de Defensa, que en declaraciones públicas ha afirmado que los homicidios no son una conducta sistemática1, que no existen pruebas de que estos homicidios hayan sido causados en razón del ejercicio de defensa de derechos, e incluso que se trata de actuaciones asiladas o de crímenes pasionales. Por el otro, las múltiples denuncias que han realizados diferentes organizaciones en las que es posible constatar no sólo la presencia de hombres armado, sino el uso de uniformes, entrenamientos e incluso campamentos, como en los tiempos de las Autodefensas Unidas de Colombia.

Esto evidencia que si no existe consenso sobre el problema, probablemente la implementación de medidas adecuadas a la realidad aún no está cerca. Por un lado, organizaciones y comunidades exigen medidas de prevención y protección que acaben con la ola de homicidios, amenazas y otros ataques de los que son víctimas. Esto significaría en primer lugar que el conjunto de las entidades estatales reconozcan el fenómeno del copamiento de los espacios que dejaron las FARC por parte de los herederos del paramilitarismo, y políticas efectivas que posibiliten su desmantelamiento y sometimiento a la justicia, así como mayor eficacia por parte de la justicia, especialmente de la Fiscalía General de la Nación en la investigación de los ataques en contra de defensoras y defensores de derechos humanos, la identificación de los responsables (tanto materiales como intelectuales) y su juzgamiento.

Por otro lado, está el Estado en el que existen diferentes posturas. La vicefiscal general, María Paulina Riveros (quien fue negociadora plenipotenciaria del gobierno nacional en el proceso con las FARC), ante la CIDH reconoció el pasado mes de marzo que, aunque cuando haya avances en las investigaciones, pidió a la CIDH su acompañamiento para mejorar la actuación de la fiscalía en estos casos. Por otro lado, la voz del ministerio de defensa que sostiene que las fuerzas militares y de policía se han desplegado para prevenir el copamiento de las zonas dejadas por las FARC por parte de actores armados ilegales, y que en general lo han logrado. Y es que existen dos dificultades para que el gobierno acepte sus dificultades para prevenir los ataques contra defensores y defensoras de DDHH, que básicamente consisten en que esto supondría el reconocimiento de las múltiples fallas del Estado en el proceso de desmovilización paramilitar, su falta de eficacia en la persecución y combate de las economías ilegales y de los grupos armados que las custodian, así como sus deficiencias para lograr una presencia real del Estado en todo el territorio nacional. Esto último, junto con las debilidades que ha mostrado el ejecutivo para cumplir sus compromisos en las Zonas Veredales Transitorias de Normalización, en las que se han agrupado combatientes y miliacianos de las FARC para cumplir con los procesos de dejación de armas y reincorporación, generan muchas inquietudes sobre la capacidad del Estado colombiano, no solo en materia de implementación de lo pactado con las FARC, sino para garantizar la vida e integridad de toda la población colombiana.

Queda por resaltar el papel de las organizaciones y movimientos sociales colombianos, que en lugar de amedrentarse ante el riesgo y la crítica situación, han mostrado de diversas maneras su compromiso con el logro de la paz por la vía de la negociación y su capacidad de hacer propuestas que se ajusten a las diversas realidades territoriales y a las necesidades del contexto. Sin dudas, es un reto garantizar que en Colombia existan garantías suficientes para la defensa de los derechos humanos y la construcción de la paz como una tarea central en el corto y mediano plazo. Una adecuada y pronta implementación de los compromisos del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de la una Paz estable y duradera, puede contribuir a una mejoría significativa de la situación de derechos humanos y a la protección del rico y constructivo liderazgo social.





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