Opinión
agosto 2016

La izquierda en el siglo XXI

En los primeros años del siglo XXI, los progresistas se encuentran ante la tarea de crear un nuevo proyecto emancipador desde las ruinas de utopías fracasadas.

La izquierda en el siglo XXI

Aproximadamente una década después de la crisis financiera, el capitalismo es sacudido por nuevas crisis existenciales. En vista de desafíos tales como el cambio climático o el neofascismo, el «fin de la historia» (Francis Fukuyama) parece haber sido declarado demasiado tempranamente. Por otra parte, la «sorprendente supervivencia del neoliberalismo» (Colin Crouch) sugiere que el capitalismo no fracasará por sus contradicciones internas. Las bienintencionadas biohuertas urbanas y manufacturas hipster seguramente no son una respuesta a la altura de las megacrisis globales. En los primeros años del siglo XXI, los progresistas se hallan más bien ante la tarea de crear un nuevo proyecto emancipador desde las ruinas de utopías fracasadas.

Para poder hacer un debate sobre estrategias, en primer lugar se tiene que tener claro con qué se cuenta. Este es el trabajo que encara Razmig Keucheyan en Hemisferio izquierda. Un mapa de los nuevos pensamientos críticos (editado en 2013 por Editorial Siglo XXI de España), haciendo una elegante síntesis. Sin caer en la jerga común del género, este sociólogo de la Sorbona guía hábilmente al lector por un arduo territorio teórico. Con la vista puesta claramente en la praxis política, revisa qué tiene para aportar la generación más joven de pensadores críticos a los actuales debates de la izquierda sobre estrategias.

Para un mejor ordenamiento de estos debates, Keucheyan describe en la primera parte la genealogía de la teoría crítica. Quien en Alemania habla de la «teoría crítica» suele pensar en la generación de fundadores de la Escuela de Fráncfort. Sin embargo, fuera de Alemania, este concepto se usa como un término que engloba todos los enfoques críticos del sistema en las humanidades, las ciencias sociales, las ciencias económicas y la lingüística. Keucheyan data lógicamente su origen en Karl Marx. Para la clasificación se vale de un eje espacial y un eje temporal. El centro de gravedad geográfico de los cultores de la Teoría Crítica se desplazó de Europa Central y Europa del Este a Europa Occidental, y se globalizó finalmente con un nuevo centro de gravedad en los Estados Unidos. El desplazamiento de los contextos tiene sus consecuencias en el punto de vista: si el interés de los europeos del Este seguía estando claramente en la lucha de clases del proletariado, la mirada de los europeos occidentales se amplió a las condiciones de dominio dentro de la sociedad en su conjunto, los teóricos poscoloniales exponían la ceguera eurocéntrica para los subalternos del Sur Global, y los pensadores estadounidenses ponían el foco en las luchas por identidad y reconocimiento antes desvalorizadas en tanto eran consideradas «frentes secundarios». Las clasificación temporal parte de la tesis de que las energías no satisfechas de las revoluciones fracasadas se subliman en una búsqueda teórica de sentido. Keucheyan recuerda cómo las fantasías revolucionarias no satisfechas de 1870, 1918, 1968 y 1989 se expresaron en una ola de renovaciones teóricas que analizaron los motivos de los fracasos y prepararon el terreno para la reorientación de las lucha emancipadoras. Simultáneamente critica el creciente distanciamiento entre el movimiento obrero y sus intelectuales.

Mientras que el marxismo posterior a 1918 se fosilizó en las prohibiciones al pensamiento dictadas por la ortodoxia partidaria, muchos intelectuales se refugiaron en la producción de conocimiento abstracto sin relación directa con las cuestiones prácticas de las luchas emancipadoras. Contrarrestar este distanciamiento justamente criticado entre práctica y teoría es sin dudas la verdadera motivación del libro. Es grato ver en esta síntesis que Keucheyan no se limita a los «sospechosos de siempre». Sin embargo queda la sensación de que también los teóricos presentados como la «generación más joven» han envejecido. Lo que falta son pensadores que afronten los desafíos de la sociedad digital.

Las Teorías Críticas son subdivididas por Keucheyan en aquellas que analizan el sistema capitalista y aquellas que se preguntan por el sujeto histórico, o sea, los actores de las luchas emancipadoras. En el ámbito de las teorías de sistemas se ha logrado superar la estrechez de miras del marxismo en materia de economía. Aun cuando algunas teorías posestructuralistas se pasen de la raya y pierdan por completo de vista la base material, hay que preferir los análisis que parten del mutuo condicionamiento de base y superestructura a un crudo determinismo material. Es también agradable el rechazo a la teología histórica, o sea, la creencia de que hay fuerzas inherentes a la historia que harían fracasar al capitalismo «naturalmente» por sus contradicciones inherentes. Ya Antonio Gramsci y Carl Schmitt recordaban la afirmación de Marx, de que el cambio solo podía ser el resultado de luchas político-sociales. En resumen, las Teorías Críticas de Sistemas han expuesto con total claridad los errores y puntos débiles del marxismo ortodoxo y, con ello, han mejorado claramente la capacidad de análisis de las condiciones para las luchas emancipadoras.

No obstante ello, los teóricos no se ponen de acuerdo sobre la cuestión de si es posible la transformación del sistema capitalista bajo estas condiciones. Keucheyan hace aquí una diferenciación entre los pesimistas, que ya no creen que se logre superar el capitalismo (por ej., Jean Baudrilliard), y los optimistas, que consideran que la victoria es solo una cuestión de tiempo (por ej., Antonio Negri). Es significativo aquí que ni los pesimistas ni los optimistas prestan demasiada atención a la cuestión de las estrategias.

Con análogo desorden se da el debate en torno al sujeto histórico. Hasta después de la posguerra, los marxistas occidentales seguían sosteniendo que el proletariado era el sujeto histórico, si bien ponían a su lado al intelectual marxista para limpiar su conciencia de clase de las tentaciones de la cultura pop (Theodor Adorno) o de las desviaciones del estalinismo (Louis Althusser). Con la decadencia del proletariado industrial se planteaba definitivamente la pregunta de quién sería el heredero del proletariado como sujeto histórico. Los intentos de pasar la antorcha al precariado (por ejemplo, los obreros masificados y sin educación del operaísmo italiano o los sans papiers de los maoístas franceses) resultaron ser estériles. Con el desplazamiento de las luchas del conflicto entre capital y trabajo hacia los movimientos de liberación de minorías oprimidas aparecieron en primera plana nuevos sujetos que se distinguían no tanto por tener condiciones socioeconómicas en común («clase») sino por tener «identidades» culturales en común.

Las concepciones más recientes se han despedido por completo de la idea de que el sujeto se tiene que formar en un lugar predeterminado de la sociedad, sino que más bien se cristaliza espontáneamente en torno a un «suceso»: una revolución, un movimiento de liberación. Este sujeto sin clase parece por un lado más apropiado para declarar las «revoluciones de colores». La espontánea reunión de gente de todos los estratos sociales que protesta parece indicar que aquí se está manifestando un sujeto novedoso.

Por otra parte, hay que preguntarse, tras el fracaso de las revoluciones de colores, si sus fallidas estrategias no se basaban en una teoría errónea del sujeto. ¿La negativa de los movimientos antiglobalización y de ocupantes a consensuar un programa común no retrotrae al concepto de «multitude» de Antonio Negri? ¿Y no insiste Negri en que la diversidad de condiciones e identidades es un valor en sí, por lo que no deben ser reducidas por ningún motivo a un denominador común? Los críticos ven en esta obstinación en un movimiento sin organización ni líderes la causa de su fracaso. Es por eso que algunos postleninistas como Slavoj Zizek intentan construir una nueva plataforma para un nuevo proyecto progresista a partir de las ruinas de los movimientos emancipatorios desde el comunismo hasta el cristianismo. Desde el punto de vista de los prácticos, son preferibles estos intentos de reconstrucción al tan expandido escapismo, o sea, el escapar o esquivar bajo un sistema capitalista entendido como imbatible. Sin embargo se recomienda ser cauto frente a la reactivación de la teleología materialista. La creencia en el milagro de que hay un sujeto que irrumpe desde la nada podría revelarse como un mesiánico Esperando a Godot.

Como resultado, las respectivas visiones confirman la sospecha de una distancia entre teoría y práctica. Mientras en el campo de las Teorías Sistémicas el enriquecimiento de los modelos marxistas originales con saberes del psicoanálisis, de la lingüística, de la sociología y de la antropología, ha hecho aportes decisivos al mejoramiento de la capacidad de análisis, las teorías del sujeto actúan cada vez más de forma esotérica y desorientadora. Ambas tienen consecuencias directas para el uso práctico del constructo teórico. Es por ello que el punto más sólido de Keucheyan es su crítica a la escasa capacidad, e incluso a la falta de voluntad de trazar una estrategia. Si los teóricos críticos se siguen manifestando sobre las posibilidades de las luchas políticas, entonces sus concepciones estratégicas han fracasado en la práctica. Con razón Keucheyan exige a los teóricos que salgan de sus torres de marfil y regresen a la tradición de los intelectuales de los movimientos marxistas. Por el contrario, para todo movimiento progresista es indispensable plantearse nuevamente su lugar en los debates sobre sujeto y estrategia.

Desde el punto de vista de la democracia social, el mapa de Keucheyan es un paso importante en la reapropiación de la olvidada herencia propia. Aquí no se trata en absoluto solo de la historización del cortafuegos artificial entre democracia social y socialismo revolucionario que se instaló durante la Guerra Fría. Si se mira al futuro, resulta más bien indispensable quitarse las anteojeras teóricas.

Un movimiento progresista para el siglo XXI no puede permitirse negar la herencia marxista ni puede perderse en las peleas por frentes primarios o secundarios. En medio de las crisis existenciales, es hora ya de que se unan las distintas tribus. Resulta significativo que sea nuevamente la Escuela de Fráncfort, ahora en la tercera generación, la que marque el camino: Nancy Fraser y Axel Honneth abogan por reunir en un proyecto progresista orgánico las luchas por justicia distributiva y justo reconocimiento.


Traducción: Carlos Díaz Rocca

Fuente: http://www.frankfurter-hefte.de



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