Tema central
NUSO Nº 205 / Septiembre - Octubre 2006

La deriva populista y la centroizquierda latinoamericana

La ruptura populista ocurre cuando tiene lugar una dicotomización del espacio social por la cual los actores se ven a sí mismos como partícipes de uno u otro de dos campos enfrentados. Implica la equivalencia entre las demandas insatisfechas, la cristalización de todas ellas en torno de ciertos símbolos comunes y la emergencia de un líder. Esto no anticipa nada acerca de los contenidos ideológicos del viraje populista. En el caso venezolano, la transición hacia una sociedad más justa y democrática requería el desplazamiento de la elite corrupta y desprestigiada, para lo cual era necesario construir un nuevo actor colectivo –cuyo símbolo es el bolivarianismo y cuyo emergente es Hugo Chávez– a través de una ruptura populista.

La deriva populista y la centroizquierda latinoamericana

¿Cuándo se produce una ruptura populista? La condición ineludible es que haya tenido lugar una dicotomización del espacio social, que los actores se vean a sí mismos como partícipes de uno u otro de dos campos enfrentados. Construir al pueblo como actor colectivo significa apelar a «los de abajo», en una oposición frontal con el régimen existente. Esto implica que, de una forma u otra, los canales institucionales existentes para la vehiculización de las demandas sociales han perdido su eficacia y legitimidad, y que la nueva configuración hegemónica –el nuevo «bloque histórico», para usar la expresión gramsciana– supondrá un cambio de régimen y una reestructuración del espacio público.

Esto no anticipa, desde luego, nada acerca de los contenidos ideológicos del viraje populista. Ideologías de la más diversa índole –desde el comunismo hasta el fascismo– pueden adoptar un sesgo populista. En todos los casos estará presente, sin embargo, una dimensión de ruptura con el estado de cosas actual que puede ser más o menos profunda, según las coyunturas específicas. Dos autores franceses, Yves Meny e Ives Surel, han sostenido, desde este punto de vista, que no hay política que no tenga algún matiz populista. El corolario es que, desde mi punto de vista, la categoría de populismo no implica necesariamente una evaluación peyorativa, lo que no significa, desde luego, que todo populismo sea, por definición, bueno. Si los contenidos políticos más diversos son susceptibles de una articulación populista, nuestro apoyo o no a un movimiento populista concreto dependerá de nuestra evaluación de esos contenidos y no tan solo de la forma populista de su discurso.

En mis trabajos sobre el tema he introducido la distinción entre la lógica social de la diferencia y la de la equivalencia. Por la primera entiendo una lógica eminentemente institucionalista, en la que las demandas sociales son individualmente respondidas y absorbidas por el sistema. La prevalencia exclusiva de esta lógica institucional conduciría a la muerte de la política y a su reemplazo por la mera administración. La fórmula de Saint-Simon –«del gobierno de los hombres a la administración de las cosas»– es la expresión cabal de esta utopía de una sociedad reconciliada y sin antagonismos, y no es sorprendente que Marx la haya adoptado para describir la sociedad sin clases que sucedería a la extinción del Estado.

En el caso de la lógica de la equivalencia las cosas ocurren de modo diferente, y la base de su prevalencia debe encontrarse en la presencia de demandas que permanecen insatisfechas y entre las que comienza a establecerse una relación de solidaridad. Si grupos de gente cuyas demandas de vivienda, por ejemplo, no son satisfechas advierten que otras demandas de transporte, empleo, seguridad, suministro de bienes públicos esenciales, no son tampoco satisfechas, en tal caso comienza a establecerse entre ellas una relación de equivalencia. Todas ellas empiezan entonces a ser vistas como eslabones de una identidad popular común que está dada por la falla de su satisfacción individual, administrativa, dentro del sistema institucional existente. Esta pluralidad de demandas comienza entonces a plasmarse en símbolos comunes y, en un cierto momento, algunos líderes comienzan a interpelar a estas masas frustradas por fuera del sistema vigente y contra él. Éste es el momento en que el populismo emerge, asociando entre sí estas tres dimensiones: la equivalencia entre las demandas insatisfechas, la cristalización de todas ellas en torno de ciertos símbolos comunes y la emergencia de un líder cuya palabra encarna este proceso de identificación popular.

Como puede verse, el populismo es una cuestión de grado, de la proporción en que las lógicas equivalenciales prevalecen sobre las diferenciales. Pero la prevalencia de una u otra nunca puede ser total. Nunca habrá una lógica popular dicotómica que disuelva en un ciento por ciento el aparato institucional de la sociedad. Y tampoco habrá un sistema institucional que funcione como un mecanismo de relojería tan perfecto que no dé lugar a antagonismos y a relaciones equivalenciales entre demandas heterogéneas. Todo análisis político debe comenzar por determinar la dispersión de hecho de las demandas, tanto en el campo de la sociedad civil como en el espacio público. No es casual que uno de los blancos de la crítica de los defensores del statu quo haya sido siempre el populismo, dado que lo que ellos más temen es la politización de las demandas sociales. Su ideal es el de una esfera pública enteramente dominada por la tecnocracia.

Es dentro de esta perspectiva que debe considerarse la situación latinoamericana actual. Nuestros países han heredado dos experiencias traumáticas e interrelacionadas: las dictaduras militares y la virtual destrucción de las economías del continente por el neoliberalismo, cuyo epítome han sido los programas de ajuste del Fondo Monetario Internacional (FMI). Digo que están interrelacionadas porque, sin dictaduras militares, habrían sido imposibles políticas tales como las reformas de los Chicago boys en Chile o la gestión suicida de José Alfredo Martínez de Hoz en Argentina (el adjetivo «suicida» ha sido utilizado por un autor inglés, Duncan Green, para referirse a la eliminación por parte de la dictadura argentina de las tarifas y los controles de las importaciones, al mismo tiempo que se mantenía un peso sobrevaluado; el resultado fue que el país resultó inundado por productos importados baratos que condujeron a una caída desastrosa de la producción industrial local).

Las consecuencias de esta doble crisis son claras: una crisis de las instituciones como canales de vehiculización de las demandas sociales, y una proliferación de estas últimas en movimientos horizontales de protesta que no se integraban verticalmente al sistema político. El movimiento piquetero en Argentina, el movimiento de los Sin Tierra en Brasil, el zapatismo en México (al menos en sus fases iniciales) son expresiones claras de esta tendencia, pero fenómenos comparables pueden encontrarse en prácticamente todos los países latinoamericanos. Vemos aquí la plena operación de la distinción entre «equivalencia» y «diferencia» a la que antes me he referido. La canalización puramente individual de las demandas sociales por parte de las instituciones está siendo reemplazada por un proceso de movilización y politización creciente de la sociedad civil. Éste es el real desafío en lo que concierne al futuro democrático de las sociedades latinoamericanas: crear Estados viables, que solo pueden serlo si el momento vertical y el momento horizontal de la política logran un cierto punto de integración y de equilibrio.

Es conocido el proceso a través del cual, durante la década del 90, la represión social y la desinstitucionalización fueron condiciones de la implementación de las políticas de ajuste. Piénsese en el abuso de los «decretos de necesidad y urgencia» por parte de Carlos Menem; en el estado de sitio seguido por una violenta represión sindical en Bolivia en 1985; en el uso de la legislación antiterrorista para los mismos fines en Colombia; en la disolución del Congreso peruano por Alberto Fujimori; o en la violenta represión por parte de Carlos Andrés Pérez de las movilizaciones populares subsiguientes a la suba astronómica del precio de la gasolina en 1989. El fracaso del proyecto neoliberal a fines de los 90 y la necesidad de elaborar políticas más pragmáticas, que combinaran los mecanismos de mercado con grados mayores de regulación estatal y de participación social, condujeron a regímenes más representativos y a lo que se ha dado en llamar un giro general hacia la centroizquierda. Es decir que la viabilidad de estos nuevos regímenes requería un cambio en la forma del Estado que articulara de un modo también nuevo las dos dimensiones que hemos señalado.

Es aquí donde encontramos una serie de variantes regionales cuya comparación pone más claramente a la luz la especificidad de la experiencia venezolana. En los casos de Chile y de Uruguay, la dimensión institucionalista ha predominado sobre el momento de ruptura en la transición de la dictadura a la democracia, por lo que pocos elementos populistas pueden encontrarse en estas experiencias; en tanto que en el caso venezolano el momento de ruptura es decisivo. Argentina y Brasil están en una posición intermedia. En Chile, la transición a la democracia fue un proceso relativamente pacífico y paulatino, dominado por el lema de la reconciliación; en tanto que en Uruguay no hubo ninguna acción pública contra los represores, tal como la llevada a cabo por Néstor Kirchner en Argentina.

En el caso venezolano, la transición hacia una sociedad más justa y democrática requería el desplazamiento y la ruptura radical con una elite corrupta y desprestigiada, sin canales de comunicación política con la vasta mayoría de la población. Es decir que cualquier avance demandaba un cambio de régimen. Pero para lograrlo, era necesario construir un nuevo actor colectivo de carácter popular. Es decir que, en nuestra terminología, no había posibilidad alguna de cambio sin una ruptura populista. Ya hemos señalado los rasgos definitorios de esta última, todos los cuales están presentes en el caso chavista: una movilización equivalencial de masas; la constitución de un pueblo; símbolos ideológicos alrededor de los cuales se plasme esta identidad colectiva (el bolivarismo); y, finalmente, la centralidad del líder como factor aglutinante. Éste es el factor que más polémicas despierta en el sentido de las presuntas tendencias en Chávez a la manipulación de masas y a la demagogia. Y, sin embargo, los que razonan de este modo no cuestionan la centralidad del líder en todos los casos. ¿Habría sido concebible la transición a la Quinta República en Francia sin la centralidad del liderazgo de Charles de Gaulle? Es característico de todos nuestros reaccionarios, de izquierda o de derecha, que denuncien la dictadura en Mario pero la defiendan en Sila.

Lo que sí constituye una legítima cuestión es si no hay una tensión entre el momento de la participación popular y el momento del líder, si el predominio de este último no puede llevar a la limitación de aquélla. Es verdad que todo populismo está expuesto a este peligro, pero no hay ninguna ley de bronce que determine que sucumbir a él es el destino manifiesto del populismo. En África, por ejemplo, después de la descolonización, hemos asistido a la degeneración burocrática del populismo en el caso de Mugabe, pero también hemos visto un populismo democrático y altamente participativo en el gobierno de Nyerere. Ahora bien, en la experiencia venezolana no hay indicios que nos permitan sospechar que una tendencia a la burocratización habrá de prevalecer. Por el contrario, a lo que asistimos es a una movilización y autoorganización de sectores previamente excluidos, que ha ampliado considerablemente las dimensiones de la esfera pública. Si hay un peligro para la democracia latinoamericana, viene del neoliberalismo y no del populismo.

Es por eso que es tan importante la consolidación del Mercosur y el rechazo definitivo al proyecto del ALCA, que habría significado la subordinación de nuestros países a los dictados de la política económica estadounidense (que no hesita en practicar, contra todas las recetas neoliberales, un proteccionismo abierto cuando se trata de defender sus intereses). Las perspectivas político-económicas de América Latina son hoy más promisorias que en mucho tiempo, y Venezuela está jugando en relación con ellas –junto con otros regímenes progresistas del continente– un papel fundamental.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 205, Septiembre - Octubre 2006, ISSN: 0251-3552


Newsletter

Suscribase al newsletter