Opinión
diciembre 2018

Iván Duque: presidir sin gobernar

El gobierno colombiano dirigido por Iván Duque vive horas poco propicias. El mandatario de la derecha parece estar decidido a combatir las viejas políticas implementadas durante el mandato de Juan Manuel Santos, a punto tal de romper la continuidad de muchas medidas interesantes. Falla a sus compromisos y desatiende necesidades de la población. Muchos sienten que Duque, sin rumbo político, preside pero no gobierna. Las encuestas hablan claro: su popularidad cae en picada.

Iván Duque: presidir sin gobernar

Acaban de pasar cuatro meses desde la llegada de Iván Duque a la Presidencia de Colombia. Sin embargo, y aun cuando todavía es pronto para hacer interpretaciones concluyentes sobre su mandato, lo cierto es que la percepción predominante es la de un presidente sin rumbo y sin una hoja de ruta claramente definida. La presidencia del uribista genera importantes incertidumbres. Se caracteriza por los compromisos fallidos, la falta de medidas contundentes y la escasa nitidez del rumbo político.

El elemento más destacado de los primeros meses de gobierno de Duque es su notable incumplimiento de los compromisos planteados. Durante buena parte de la campaña electoral, repitió insistentemente que Colombia necesitaba una reducción general de impuestos. En un país con una altísima informalidad y precariedad laboral, la regresión de un sistema tributario como el colombiano pone su acento en una imposición indirecta que sirve de escenario óptimo para la estructura social desigual y excluyente que caracteriza al país. Es decir, cualquier esfuerzo de promover la cohesión social pasaría necesariamente por estimular el consumo, gravar progresivamente las rentas al trabajo y las actividades económicas, y formalizar a la mayor parte de la población trabajadora. Sin embargo, y como era de esperar, nada de lo anterior ha sido planteado, y la eufemística Ley de Financiamiento propuesta por Duque pone su énfasis en la imposición al consumo, lo que abona el terreno de la desigualdad social. De hecho, la intención es la de gravar toda la canasta familiar con un tipo de 18%, lo que no solo pauperiza, sino que desdibuja cualquier atisbo de justicia tributaria.

Tampoco parece estar cumpliendo con las promesas de lucha anticorrupción que sostuvo durante las semanas y meses anteriores a las elecciones presidenciales. Su respaldo a figuras políticas tan cuestionables como Alberto Carrasquilla y Alejandro Ordóñez invita a dudar del compromiso anticorrupción de Duque. El primero, por ser ministro de Hacienda y Crédito Público, involucrado aparentemente en el escándalo de los «Panamá Papers», y aprovechar su posición en el poder público desde hace años para enriquecerse con el endeudamiento de más de 100 municipios en la emisión de bonos de acceso al agua. El segundo, en calidad de embajador ante la Organización de Estados Americanos (OEA), por tratarse de un ex-procurador general de la Nación con causas pendientes ante la Corte Suprema y el Consejo de Estado por tráfico de influencias y cohecho.

Otra cuestión problemática del gobierno es la prerrogativa presentada en favor de que el Congreso de la República sea el que controle 20% del presupuesto nacional, una medida que invita a la creación de nuevas redes clientelares. A ello cabría sumar la desatención al mandato popular para la lucha contra la corrupción expresado en el referéndum de agosto pasado. Pese a no haber logrado el umbral de votos para que fuera válido, más de 12 millones de colombianos expresaron su respaldo en favor de un enfoque diferente en la lucha por la ética pública.

Por seguir mostrando incumplimientos de Duque, conviene recordar que sus continuos guiños a la sostenibilidad ambiental y a la importancia de la economía naranja poco tienen que ver con los respaldos expresos que ha dado al fracking como forma de extracción de petróleo, o al retorno de las aspersiones con glifosato para tratar de reducir una superficie cocalera que se acerca peligrosamente a las 200.000 hectáreas. Este es un problema que durante años se ha traducido en el desplazamiento forzado de miles de colombianos y en un daño ambiental sin precedentes que, además, puso de manifiesto lo ineficaz de este recurso en la lucha contra las drogas. Esta cuestión, aparte de un compromiso y una respuesta transnacional que involucre a países exportadores e importadores de droga, requiere de medidas que aún están por llegar a Colombia. Medidas tales como la descentralización territorial, la modernización del sector agropecuario, la inversión pública, el desarrollo del tejido productivo, el mejoramiento o la creación de infraestructura o incentivos fiscales frente a los cultivos alternativos, entre otras muchas posibilidades.

El enésimo incumplimiento de este gobierno se relaciona con la que ha sido hasta el momento la punta de lanza de la altísima conflictividad social registrada en los últimos meses en Colombia: la educación. Y es que, a tenor de la reforma tributaria presentada por Duque, se cuadriplica el impuesto al consumo sobre el material escolar o los libros universitarios. Esto se añade a la desfinanciación paulatina y dirigida que, en las últimas dos décadas, ha pauperizado la universidad pública colombiana con 90% menos de recursos. Esto explica la actual situación de huelga indefinida con la que se reivindica que se quintuplique la inversión pública en la educación universitaria (para que llegue hasta los 5.000 millones de dólares).

A todo lo expuesto hay que agregar la profunda inacción de los primeros cuatro meses del nuevo presidente. Siempre, en todo gobierno, el inicio de mandato deja consigo una amplia capacidad operativa que, a modo de efecto «luna de miel», permite poner los cimientos de lo que se espera que sea la agenda presidencial de los siguientes cuatro años. Ello, además, por existir un clima favorable que generalmente permite obtener «victorias tempranas», que en esta ocasión son sencillamente imperceptibles. Por ejemplo, Ernesto Samper, en sus primeros meses al frente de Colombia, impulsó una importante agenda de inversión social. Andrés Pastrana asumió esfuerzos negociadores con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) a través del proceso del Caguán. Álvaro Uribe impulsó lo que se denominó Política de Seguridad Democrática, mientras que Juan Manuel Santos normalizaba el espacio regional andino y buscaba una salida negociada al conflicto con las FARC y el Ejército de Liberación Nacional (ELN). A diferencia de todos ellos, lo que muestran los primeros meses de Duque es desconcierto, ambivalencia y falta de orientación.

No presenta una mejor situación el escenario de construcción de paz que el mandatario colombiano heredó de Santos, y que tiene ante sí un escenario de incertidumbre en la implementación del Acuerdo de Paz con las FARC y un nulo horizonte en lo que respecta al diálogo con el ELN. En relación con este último, la tesitura es compleja por las propias dificultades y contradicciones internas del grupo armado, a lo que se suman las exigencias de Duque de un cese al fuego unilateral previo y la entrega de un número indeterminado de secuestrados, que anulan cualquier esfuerzo cooperativo. De otro lado, en cuanto a las FARC, las dificultades para facilitar su participación política, la politización que promueve en torno de la Jurisdicción Especial para la Paz y la ausencia de recursos para velar por el escenario de transformación que implica un proceso de construcción de paz tornan difícil una senda de inversión en una sociedad y un territorio fracturados, lejos de recomponerse frente a la violencia recibida. En general, se trata de un intrincado escenario sobre el que, en los próximos meses, la Comisión de la Verdad tendrá que operar, con más presumibles dificultades que respaldos.

Quizá todo lo anterior no sea sino el precio a pagar por romper con la herencia política de Santos. Una herencia que, guste o no, entregó un mejor país del que recibió, donde el crecimiento económico, la reducción de la desigualdad, el aumento de la infraestructura o el menor endeudamiento –unidos al Acuerdo de Paz con las FARC-EP y la entrada de Colombia en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE)– bien habrían valido la pena de una política continuista.

Pero sucede todo lo contrario. Duque es presidente gracias a un país polarizado y enfrentado por su falta de compromiso con la transformación estructural e institucional indispensable para un Acuerdo de Paz que debía ser más una política de Estado que una política de gobierno. Distanciarse de todo lo anterior implica para Duque desaprovechar la oportunidad de recomponer la arquitectura territorial del Estado colombiano, al precio de la incertidumbre y la desatención de las necesidades irresueltas del país. Mientras tanto, la sensación sigue siendo que Duque preside pero no gobierna. Su popularidad, en apenas cuatro meses, se ha desplomado. La promesa del cambio y la ruptura de hace unos meses superan una realidad en la que la gestión y la necesidad de dar continuidad a ocho años de gobierno efectivo parecen quedar en un segundo plano respecto del objetivo de marcar distancias con respecto del legado de Santos.



Newsletter

Suscribase al newsletter