El 7 de febrero de 1986 los haitianos celebraron jubilosos el final de 30 años del régimen dictatorial de la dinastía Duvalier1. Aquella fecha memorable se vislumbró como el inicio de una nueva era en la que las leyes, la democracia y la justicia serían el fundamento de la nueva sociedad. La Constitución de 1987, en la que se consagraron las bases para la configuración de un sistema democrático, reafirmó la importancia simbólica de aquel día, estableciéndolo como la fecha de investidura de los sucesivos Presidentes de la República. Así, el 7 de febrero de 2016 finalizó el mandato del presidente Michel Martelly, tras cinco años de un gobierno lleno de cuestionamientos, pero sin ningún nuevo presidente al cual posesionar. Su salida se produce en medio de una profunda crisis política e institucional, agravada en los últimos meses por las innumerables denuncias de fraude en las elecciones legislativas del 9 de agosto de 2015 y en las presidenciales del 25 de octubre.
El clima de zozobra que ha estado presente en Haití desde la publicación de los resultados de las elecciones presidenciales de 2015 ha ido en aumento hasta desencadenar violentas manifestaciones, la renuncia de los 9 miembros del Consejo Electoral Provisional (CEP) y el aplazamiento por segunda vez consecutiva de la ronda definitiva de las presidenciales2. Martelly solicitó el apoyo de una comisión especial de la OEA para formular un acuerdo que le permitiera dejar la presidencia en la fecha constitucionalmente establecida sin que quedara un «vacío de poder». Tras numerosas reuniones, el 6 de febrero se firmó un acuerdo entre Michel Martelly y los presidentes de ambas cámaras del parlamento3. En él se definió la hoja de ruta que se espera permita posesionar un nuevo presidente democráticamente electo el próximo 14 de mayo. No todos los sectores se sienten incluidos ni conformes con los términos de dicho acuerdo, entre otras razones, porque autorizó al parlamento a instituir un gobierno provisional a pesar de la ilegitimidad de los resultados de las elecciones legislativas. Así mismo, su legalidad es objeto de múltiples cuestionamientos en tanto que ningún representante del poder judicial se involucró en su construcción y éste, al igual que el ejecutivo y el legislativo, es depositario de la soberanía nacional4; por otra parte, se ha criticado la activa participación de la OEA, un organismo cada vez más desacreditado por su insistencia en continuar con un proceso electoral lleno de inconsistencias.
La implementación del acuerdo tampoco ha conseguido que la incertidumbre y el descontento desaparezcan. En primer lugar porque el mecanismo para elegir el presidente provisional no siguió los preceptos constitucionales5 sino que se apeló a un procedimiento extraordinario que, en última instancia, terminó favoreciendo a uno de los artífices del acuerdo. Se trata del hasta ahora senador Jocelerme Privert, quien fue elegido por la Asamblea Nacional en la madrugada del 14 de febrero de 20166. Además de las restricciones temporales para presentar candidaturas7 y del injustificado cobro de 500.000 gourdes (8.300 dólares) para inscribirse en la contienda8, la elección de Privert, arte y parte del acuerdo, pone en tela de juicio la transparencia de su nombramiento y su imparcialidad a la hora de encauzar la malherida democracia haitiana9. En segundo lugar, el plazo de 120 días, contados a partir del 14 de febrero para investir un nuevo presidente elegido en las urnas, no ofrece garantías ni confianza a los grupos que reclaman la revisión de los resultados de los comicios del 2015 y la imposición de sanciones judiciales a los responsables de fraude. Adicionalmente, la desestructuración de las instituciones electorales durante los últimos meses, la necesidad de instaurar nuevas reglas de juego que fortalezcan y legitimen la democracia haitiana, el establecimiento de garantías contra el fraude electoral y la construcción de consensos que garanticen la participación de diversos sectores, son algunos de los retos que Privert debe superar en un tiempo récord para que las próximas presidenciales no terminen de degenerar el inestable sistema político haitiano.
Este tipo de episodios de inestabilidad y desconfianza en la institucionalidad democrática no son una anomalía en este país del Caribe. Desde el inicio de la transición en 1986, comandada por antiguos militares al servicio de Duvalier, pasando por los golpes de Estado (1991 y 2004) contra el presidente Jean Bertrand Aristide, hasta las denuncias sobre la elección de Martelly en el año 2011, la democracia en Haití aparece como una promesa de futuro que no termina de llegar. Las crisis políticas recurrentes no son más que el síntoma de profundas problemáticas presentes en la sociedad haitiana. Los momentos de cambio de presidente, en los que suelen estallar las tensiones, parecen enmascarar continuidades subyacentes10 de cuya resolución dependerá la estabilización duradera del sistema. Sea el caso de la pauperización del mundo agrario carente de incentivos, inversión e innovación tecnológica. Ello no sólo sume al país en crisis alimentarias sino que también aumenta la desigualdad, la exclusión y la migración hacia las ciudades poco industrializadas y precariamente urbanizadas, convertidas en bombas de tiempo. Así mismo, la ausencia de inversiones que impulsen la creación de un sector productivo propio aumenta los índices de desempleo y de pobreza, al tiempo que convierte al aparato estatal en un botín tomado por la pequeña burguesía para reproducirse. El gobierno deviene en un escenario político en su sentido más restringido, es decir, para satisfacer intereses personales a través de marcos legales elásticos11, anulando su capacidad de operación a través de políticas públicas. Siguiendo los acontecimientos recientes, todo parece indicar que los acuerdos para elegir un nuevo presidente en Haití se siguen concentrando en la política entendida como rivalidades entre individuos, clanes y grupos de interés, dejando de lado la construcción de un proyecto programático y colectivo de una sociedad democrática. En últimas, la confusión y la incertidumbre continúan operando como el maridaje perfecto que impide modificar las nocivas continuidades.