Tema central
NUSO Nº 222 / Julio - Agosto 2009

¿Es posible aplicar políticas de reducción de riesgos y daños bajo las convenciones de la ONU?

Las políticas prohibicionistas integran una normatividad internacional avalada por la onu y aceptada por todos los Estados nacionales. El artículo sostiene que esta estrategia ha generado una discriminación en contra de las sustancias de uso tradicional, una agudización de los conflictos sociales y del deterioro ambiental y una manipulación de la represión antidroga para fines de control político. En este marco, se propone la búsqueda de un nuevo paradigma dentro del cual las políticas de reducción de riesgos y evitación de daños pueden desempeñar un papel crucial. Se trata, en definitiva, de dejar de lado las prohibiciones basadas en elementos externos (una lista de drogas prohibidas) para focalizarse en la responsabilidad de cada usuario: si se puede enseñar a un adolescente a tomar vino, ¿por qué no se le puede enseñar a experimentar con cocaína?

¿Es posible aplicar políticas de reducción de riesgos y daños bajo las convenciones de la ONU?

Aunque la normatividad internacional sobre drogas tiene sus orígenes en la Comisión sobre el Opio convocada en 1909 por Estados Unidos, ha ido evolucionando hasta la Convención Única sobre Estupefacientes firmada en 1961 en Nueva York, el tratado internacional contra la manufactura y el tráfico ilícito de drogas estupefacientes que conforma el fundamento del régimen global de control de drogas. Esta convención –aumentada con posteriores convenciones en 1972 y 1988– incluye una serie de definiciones acerca de sustancias, órganos, medios y tipos de estupefacientes y establece un sistema de fiscalización a través de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) (en particular, de la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes –JIFE– y la Comisión de Estupefacientes).

¿Cuál es el objetivo declarado de las políticas sostenidas por las principales convenciones de la ONU sobre sustancias psicotrópicas? ¿La salud pública? ¿La estabilidad política? ¿La protección del medio ambiente? ¿La defensa de los derechos humanos? ¿El «progreso» económico y social? ¿La manutención de la moral y las buenas costumbres?

La forma en que las justificaciones de las políticas actuales se deslizan de un campo a otro cuando son cuestionadas pone en evidencia su falta de definición en términos de alcance concreto. Y demuestra además que la única meta real de estas políticas es sostener la vigencia de las convenciones, es decir, el régimen internacional de prohibición; el mismo que, aunque tiene menos de medio siglo de existencia, parece mantenerse como una especie de «mandamiento de Dios», una fórmula no susceptible de un sereno análisis crítico.

Ahora bien, si los objetivos declarados de tales políticas se revelan un tanto nebulosos, los resultados son más que claros: una amplia banalización de los productos de la industria ilícita, una activa discriminación en contra de las sustancias de uso tradicional, una alarmante agudización de los conflictos sociales y del deterioro ambiental, y una oscura manipulación de la represión «antidroga» para fines de control político. En tal contexto, no deja de ser positiva la introducción de perspectivas como la de la reducción de riesgos y evitación de daños, que remiten a la meta original y explícita de las convenciones: la defensa de la salud pública. Cuando se despliegan acciones de este tipo, el pragmatismo y la práctica cotidiana parecen generar avances que, a la larga, podrían servir para redefinir las políticas actuales.

Si los planteamientos y exigencias resultantes de estas nuevas iniciativas no logran generar un cambio radical de enfoque, tendremos que concluir –con un realismo que bordea el auténtico cinismo– que los verdaderos objetivos de la prohibición no son los declarados, y que la ONU y los Estados nacionales mantienen vigentes las convenciones actuales como recurso estratégico para socavar el ordenamiento de las sociedades democráticas. A continuación analizaremos brevemente cómo se traduce el conflicto entre las propuestas de reducción de riesgos y daños, por un lado, y las políticas de reducción de la oferta y la demanda preconizadas por las principales autoridades públicas, por otro. Luego indagaremos por qué no se discuten los efectos de la prohibición para, finalmente, debatir un posible cambio de paradigmas.

Efectos de la prohibición

Con relación a los usuarios. Las políticas públicas suelen proclamar la necesidad de la participación de los usuarios en el diseño de estrategias de prevención, su movilización como interlocutores del Estado e incluso su expresión como actores políticos. Pero al mismo tiempo se mantiene su criminalización como consumidores de sustancias ilegales. El resultado es que los ex-usuarios, o los usuarios de larga data, se convierten en los portavoces de sus pares, mientras que los usuarios más nuevos –inestables, caóticos y marginales, justamente los que son prioritarios en términos de prevención y tratamiento– quedan de lado.

A veces, se llega a involucrar a redes de usuarios que en un determinado momento rechazan los mensajes de los agentes del Estado o proponen políticas inaceptables para los actores oficiales, como las demandas de programas de suministro legal de heroína, de uso médico y autoabastecimiento personal de cannabis, opio u hoja de coca, o de exámenes de calidad gratuitos para los derivados anfetamínicos como el éxtasis.

Estas propuestas no son necesariamente «extremistas» y a veces cuentan con un sólido respaldo histórico y científico, como en el caso de los programas dirigidos a los usuarios de heroína (heroin maintenance programmes) aplicados en Gran Bretaña. Incluso en Perú y Bolivia, donde el uso de la hoja de coca sigue teniendo una clara legitimidad cultural, no se ha logrado su inserción como elemento preventivo en las campañas dirigidas a controlar el uso de pasta base y clorhidrato de cocaína. La Convención Única de 1961, en una posición reafirmada en el informe anual de la JIFE en 2008, continúa exigiendo la criminalización de esta costumbre ancestral, compartida por al menos ocho millones de ciudadanos andinos y amazónicos. De esta manera, la JIFE desconoce sus propias normas: «los usos tradicionales lícitos» que llegaron a ser legitimados, aunque de forma ambigua, en el famoso artículo 14 de la Convención de 1988, como resultado de una intervención histórica de la diplomacia boliviana.Con relación al tratamiento. En el discurso oficial, pareciera imposible concebir alternativas a los modelos de la abstención o del tratamiento por fármacos, a pesar de la abundante evidencia acerca de la efectividad de intervenciones ligadas a la medicina tradicional. Reconocer este tipo de prácticas implicaría llamar la atención sobre el uso de la coca, la marihuana y varios alucinógenos que, en la interpretación estricta de las convenciones, también deberían ser prohibidos. Así, la normativa internacional llega al absurdo de que el callahuaya, el médico indígena de Bolivia, ha sido reconocido por la Unesco como patrimonio cultural, mientras que sus plantas maestras, las mismas que le dan el poder de curar, son condenadas por otro organismo de la misma ONU.

Con relación a los productores. El discurso oficial reconoce la importancia de la participación de los productores en el llamado «desarrollo alternativo», pero la prohibición mantiene una distorsión de precios que funciona como un incentivo a los cultivos declarados ilícitos. Así, en un proceso similar al que se registra en relación con los usuarios, los ex-productores se vuelven los principales interlocutores del Estado, mientras que los nuevos son desatendidos. Se crea así una frontera en expansión, con prácticas cada vez más depredadoras y menos sostenibles en términos de densidad de cultivos o de uso de agroquímicos y agrotóxicos. La deforestación se expande. En Colombia, por ejemplo, se fumigan 800.000 hectáreas con glifosato, supuestamente para salvar el ambiente. Se practican la contrarreforma agraria y la limpieza étnica y social, asociada a un reordenamiento político dirigido por la «gente sana» de las fuerzas paramilitares. Se agudizan los conflictos y se presiona por igual a la población en zonas de ocupación más estables y antiguas, como el Cauca y el Nariño, y en tierras de reciente colonización. Al final, la prohibición orientada a «acabar con el narcotráfico» lo vuelve cada vez más rentable, dinámico y permanente. Los daños sociales y ambientales creados por las políticas de prohibición exceden en mucho los que resultarían de una agricultura equilibrada y legal, aunque fuera de coca, cannabis y amapola.

Con relación a los intermediarios. Los «traficantes» enfrentan un diálogo con el Estado en su manifestación más pura: las cortes y la cárcel. Se trata de encerrar riesgos y daños tras las rejas. Esto incrementa la población carcelaria a niveles nunca antes vistos, pero al mismo tiempo dinamiza el negocio al punto de que nunca falta mano de obra, lo cual facilita el financiamiento de sectores ocultos que socavan la institucionalidad democrática. El riesgo es nada menos que la supervivencia de un Estado transparente y la credibilidad de la ley.

¿Por qué no se discuten los efectos de la prohibición?

Los agentes que ejecutan las convenciones (Estados nacionales y organismos de la ONU) se muestran incapaces de debatir tanto sus objetivos declarados como sus verdaderos resultados, lo que genera un oscurantismo que daña la propia racionalidad científica. ¿No será este su verdadero objetivo?

El error es de fondo. Las convenciones definen el «problema» en términos de sustancias y no de comportamientos, de producción y no de modelos de consumo, de «narcotráfico» y no de prohibición. Al externalizar el mal en una lista de plantas y sustancias «estupefacientes», la sociedad ha regresado –sin siquiera darse cuenta– a una visión teleológica, por no decir medieval, según la cual los Estados luchan contra diablos de su propia creación. Mientras se mantenga la Convención Única de 1961, piedra angular del régimen actual, estaremos sujetos no a algunas pequeñas contradicciones, como nos quieren hacer creer, sino a la representación de un largo proceso histórico –la inevitable difusión por el mundo de nuevas y exóticas sustancias psicoactivas– que se ha demostrado equivocada y contraproducente, y que llevará fatalmente a una intensificación cada vez mayor de los abusos y desaciertos analizados en las páginas anteriores.

En este contexto, las políticas de reducción de riesgos y evitación de daños apuntan a dos posibles desenlaces. El primero, desde una óptica optimista, es que el aprendizaje pragmático –hasta ahora concentrado casi exclusivamente en el campo de la atención a los usuarios– se generalice, de modo que involucre también otras áreas, como la política carcelaria, el desarrollo en zonas de producción y la revalorización de las tradiciones milenarias. Es probable que estas iniciativas partan de la sociedad civil o de grupos profesionales, como en el caso del reciente auge del consumo de harina de coca en Perú o de las manifestaciones reformistas en el seno de los sistemas jurídicos de Brasil y Argentina. Lo que es seguro es que los organismos de la ONU y casi todos los Estados nacionales mantendrán una firme resistencia a este tipo de cambios.

Desde una perspectiva más pesimista, las políticas de reducción de riesgos y evitación de daños generarán en los Estados nacionales una continuación del camino ya establecido, el mismo que contribuye a aumentar el daño y agudizar el conflicto. En Europa, por ejemplo, una retórica de reducción de daños no podrá encubrir el creciente alineamiento de países como Alemania, Francia, Inglaterra y España con la guerra contra las drogas dirigida por EEUU en Afganistán, Colombia, México y Perú. Ni una despenalización del consumo conseguirá vaciar las cárceles abarrotadas de pequeños traficantes, ni el tratamiento forzado logrará una disminución de la creciente dependencia química, ni la educación acabará con la fascinación de las nuevas generaciones por los estados alterados de la conciencia.

De hecho, solo la aceptación de una nueva realidad histórica permitirá el desarrollo de políticas efectivas y consecuentes, y esta aceptación requiere un cambio de perspectivas: de la paranoia e interdicción armada a la «droga» al modelo de usos variados de las más diversas sustancias, usos controlados por diferentes normas y prácticas sociales. Si este cambio de perspectiva sucede, las rígidas prohibiciones de la ONU se revelarán tan descabelladas e inoperantes como las campañas religiosas contra la ciencia y el ateísmo en el siglo XVII.

Un cambio de paradigmas

Ha resultado ilusoria la expectativa de que las autoridades de las potencias industrializadas reconozcan abiertamente su error histórico al condenar las costumbres ajenas, y que abracen con buena voluntad el ejemplo de otras culturas. En efecto, las propuestas en el sentido de valorizar un conocimiento ancestral siguen siendo recibidas con frialdad y hasta con desprecio. Infelizmente, el corte colonialista de las políticas antidroga no permite ningún cuestionamiento al monopolio del discurso oficial.

En el marco de las políticas prohibicionistas actuales, hay pocas perspectivas de que se admita una excepción para la hoja de coca o para el cannabis; tampoco existen muchas chances de que se amplíe el pequeño gueto religioso formado alrededor del uso de algunas plantas enteógenas. Aunque suene antipático para quienes creen que un merecido entendimiento va a prevalecer en el caso particular de su planta o su sustancia favorita, todo indica que esto no va a suceder. Coqueros, marihuaneros, ayahuasqueros: todos sueñan con que un día la sociedad les dé la razón y que, tras el pase de una varita mágica, se sacudan el estigma de «usuarios de drogas». Pero el planteo no es solo antipático sino también incómodo, ya que es necesario insistir en la necesidad de abandonar las estrechas posturas sectoriales y sumar esfuerzos junto a todos los consumidores de las plantas y sustancias condenadas, inclusive de aquellos que no cuentan con una legitimidad «tradicional» (esta idea surge a raíz de un comentario de Evo Morales al autor de este artículo en una reunión en Ámsterdam: «Yo no tengo nada que ver con estos drogadictos...»).

Mientras se mantengan estas posturas etnocéntricas –que existen tanto entre los indígenas sudamericanos como entre los supuestamente multiculturales raves del Norte, tanto entre heroinómanos como entre rastas– el oscurantismo logrará mantener la ofensiva en esta gran guerra cultural de la prohibición. La intolerancia se alimenta de la condena al desconocido, del repudio al vicio del otro y del rechazo dirigido incluso contra los propios desmanes en la juventud. Los que se «recuperan» del uso de una droga se abrazan con los histéricos empresarios de la moral y con solemnes representantes de los Ministerios del Desarrollo para, todos juntos, desterrar este abominable flagelo de la faz de la Tierra.

Es por esto que no va a haber una excepción para la hoja de coca, ni para la marihuana, ni para la muy sana União do Vegetal, una secta ayahuasquera de alcance internacional. Ni la debe haber, porque en tal caso se daría un simple paso al costado que no cambiaría en absoluto el fondo de la cuestión. Si no se reconoce el error ético fundamental, que consiste en identificar el mal en algo externo a nosotros mismos –una planta o sustancia con poderes maléficos–, no se puede avanzar en lo que sí debería preocuparnos: la responsabilidad que cualquier ciudadano tiene que ejercer sobre sí mismo, sobre sus deseos y pasiones, y hasta sobre sus locuras y transgresiones.

Esta verdadera disciplina, aplicada a la cuestión del consumo de las sustancias más diversas pero especialmente a los psicoactivos que alteran el comportamiento y la percepción, requiere la aceptación de un modelo en el cual los controles sean ejercidos en última instancia por el mismo usuario. Aquí el Estado, la colectividad y la cultura desempeñan un papel de apoyo, desde lo burocrático (a través, por ejemplo, de controles de calidad) hasta lo más lúdico (por ejemplo mostrando un tipo de utilización de drogas de «buena onda»). Los casos del alcohol, el tabaco y las bebidas a base de cafeína constituyen experiencias históricas que se han desarrollado normalmente dentro de la legalidad. Si se puede enseñar a un adolescente a tomar vino, ¿por qué no mostrarle la forma de evitar caer en la dependencia mientras experimenta con opiáceos o cocaína? Más vale una estrategia de enseñanza que una de miedo y de negación.

El paradigma aquí esbozado puede parecer insólito, pero solo porque hemos aceptado la prohibición como si fuera una ley natural. Rigurosamente, no tiene nada de nuevo ni de posmoderno; al contrario, reconoce lo que ha sido una repetida experiencia humana a lo largo de la historia. El valor de un uso tradicional no es, en esta perspectiva, el de glorificar una sustancia mientras se condena a las demás. No es enaltecer la coca y maldecir la cocaína, no es promover la ayahuasca como antídoto a los vicios del tabaco y del alcohol, no es sustituir la heroína por alguna raíz mágica de ocasión.

La enseñanza de los usos ancestrales, desarrollados en sociedades en las que no pesaba la prohibición, se sustenta en la acumulación de experiencias durante muchas generaciones, en contextos geográficos y sociales muy diversos. Hay elementos prácticos, propiamente farmacológicos, y otros que son más bien de orden sociocultural. Pero la esencia paradigmática que deberíamos reconocer, aprender y aplicar a las generaciones futuras es esta: la necesidad de promover un modelo positivo para el uso adecuado de cualquier elemento psicotrópico.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 222, Julio - Agosto 2009, ISSN: 0251-3552


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