Tema central
NUSO Nº 240 / Julio - Agosto 2012

El lugar de lo público en lo nacional-popular. ¿Una nueva experimentación democrática?

La semántica de lo público, entendida como aquella que combina los significados de lo común, lo visible y lo abierto, parece pertenecer a una familia diferente de aquella de lo «nacional-popular». Más que en matrices ideológicas, es posible pensar en discursos que tuvieron su génesis en momentos históricos concretos, pero que se extendieron mucho más allá de ellos, con una influencia decisiva en las prácticas colectivas. Aunque a menudo una semántica ha servido para cuestionar la otra, en este artículo se intenta mostrar que en algunas experiencias democráticas latinoamericanas contemporáneas se abre un campo de experimentación en el que ambas podrían llegar a ampliar su alcance político.

El lugar de lo público en lo nacional-popular. ¿Una nueva experimentación democrática?

Lo nacional-popular y la revalorización de la democracia

«Nacional-popular» es una expresión que ha sido empleada con cierta frecuencia en América Latina para aludir a experiencias políticas que, especialmente entre los años 30 y 50 del siglo pasado en México, Argentina y Brasil, reivindicaron los derechos de los trabajadores y de los sectores más vulnerables de la sociedad; fomentaron la organización de sindicatos fuertes y centralizados; redefinieron el papel del Estado –que pasó a ser rector de la economía, tutor y garante de la organización corporativa de la sociedad– e invocaron la Nación como espacio simbólico e imaginario de unidad.

Históricamente, se corresponde con una etapa en la que operaba una nítida distinción entre lo privado –reservado para las relaciones mercantiles y el ejercicio de derechos individuales– y lo público –que se concentraba en el nivel del Estado y estaba habilitado tanto para aplicar políticas de desarrollo como para intervenir en todos los ámbitos de la vida social–.

En años recientes, la expresión volvió a emplearse para nombrar a gobiernos que, tiempo después y en un escenario radicalmente transformado, o bien reivindican algún tipo de continuidad política respecto de aquellas experiencias, o bien suscitan en los observadores críticos (de izquierda y de derecha) la sospecha de un retorno de lo arcaico. Si unos se reconocen en esa marca de identidad nacional-popular, los otros los tipifican directamente como «populistas».

El asiduo empleo de los términos «nacional» y «popular» no se ha correspondido, sin embargo, con esfuerzos que llevaran a definirlos claramente, mucho menos a darles un estatuto conceptual.

Uno de los pocos intentos relativamente sistemáticos de tematizar y conceptualizar el campo «nacional-popular», no provino de quienes se identificaban con las expresiones políticas aludidas, sino de intelectuales de la izquierda marxista latinoamericana de inspiración gramsciana. Curiosamente, en este caso el interés teórico y la posible reivindicación política de la dimensión nacional y popular para América Latina fueron coetáneos del redescubrimiento de la democracia entendida como régimen político. Pareciera que esa izquierda se propuso, en un mismo movimiento, levantar la interdicción histórica asociada a los primeros populismos1 para valorar hasta cierto punto sus logros y pensar su superación en función de una construcción auténticamente democrática por venir.

En aquellos años, se reconoció que el desprecio por la democracia, en su dimensión formal institucional, había sido un error teórico de las izquierdas, al igual que una falla política inherente a los populismos. Pero esa era solo una manifestación más de una serie de lecturas incorrectas que se iniciaban con una inadecuada caracterización de la realidad política de la región; una desestimación del problema del Estado y una deficiente ponderación de las fuerzas sociales y de su organización. El desarrollo teórico de Antonio Gramsci permitía dibujar la especificidad de América Latina. En las sociedades occidentales más avanzadas («Occidente puro») se habría dado una fuerte articulación y compenetración entre la economía, las estructuras de clase y el Estado. Se trataba de un modelo preeminentemente societal del desarrollo político, en el que la política era el resultado de la sociedad, no como su epifenómeno, sino como la instancia en la que se podía expresar, pero también transformar, el conjunto complejo de intereses, referencias culturales e identidades. Así, esas sociedades habrían generado «un escenario reglamentado en el que las clases van articulando sus intereses en procesos crecientes de constitución de su ciudadanía a través de expresiones orgánicas que culminan en un sistema nacional de representación»2. Ello redundó en la configuración de equilibrios económicos, sociales y políticos duraderos.

Los países latinoamericanos, en cambio, cifraron su desarrollo económico y su aprendizaje político en acciones de Estados que operaban en un virtual «vacío social» (razón por la cual los ejércitos y el capital extranjero fueron los principales protagonistas de la historia del siglo XIX). Se trata de Estados que, por su grado de dependencia, aunque intentaron construir una comunidad política nacional, fracasaron3. El surgimiento de sociedades más complejas y vigorosas se dio recién a fines del siglo XIX y principios del XX, producto del crecimiento económico que posibilitó el desarrollo de una pequeña clase media y el incremento de la población urbana. Pero fue sobre todo entre los años 30 y 50, por la acción de los gobiernos llamados «populistas», cuando en algunos países se alcanzaron niveles importantes de complejidad social y de organización de las clases subalternas. Sin embargo, para esta perspectiva gramsciana, la sociedad no habría logrado articular un sistema de representación política acorde con su complejidad.

Por eso, para esos intelectuales, en algunos países latinoamericanos comparecieron rasgos típicos de sociedades a las que Gramsci llamó «occidentales periféricas» o de desarrollo tardío. En ellas, la sociedad política tiene una capacidad de iniciativa superlativa, pues sus posibilidades, tanto de crear y regular el conflicto como de modelar la sociedad, son mucho mayores que aquellas de las que dispone el «Occidente puro».

Los gramscianos latinoamericanos entendían entonces que los países de la región «todavía viven con vigor el problema de su destino nacional»4. Para ellos, lo nacional-popular expresaba una situación típica, concreta, que era al mismo tiempo un diagnóstico y la base de un proyecto de superación (de la fase populista) para países en los que la burguesía no había podido comandar un proceso civilizatorio capaz de articular y vigorizar a la sociedad civil, desarrollar la economía y construir un Estado autónomo.

Lo nacional, en clave de Gramsci, no era el dato inicial que conjunta un territorio determinado con identidades establecidas, sino el campo problemático, «necesariamente obligado del proyecto hegemónico». La Nación era entendida en su significado más amplio: como historia, cultura, psicología, estratificaciones seculares, tradiciones intelectuales, morales y religiosas, hábitos, costumbres, lenguaje, formas literarias y civiles. Era entendida como conjunto inseparable de componentes dentro de los cuales las fuerzas postulantes de la sociedad moderna, el capital y el trabajo, «se mueven buscando dominarlo y hacerlo propio»5.

Lo popular, a su vez, representaba no solo lo plebeyo, sino también la posibilidad de tender lazos entre las clases subalternas, para acumular fuerzas y comandar la construcción de la Nación. Como al pasar, es sorprendente recordar que en aquellos años, en la discusión encuadrada dentro de la asumida «crisis del marxismo», el concepto de hegemonía no se rescataba en su continuidad con la tradición leninista (como dominación, dirección vanguardista y concentración del poder) sino precisamente en su diferencia con aquel legado. Es decir, como creación de una voluntad colectiva, dirección intelectual y moral y posibilidad de articular intereses, pasiones y experiencias diferentes. Por supuesto, hegemónico no equivalía a pluralista –en la tradición anglosajona–, pero tampoco era su contrario simétrico, como parece entendérselo hoy.A juicio de los gramscianos, ¿encarnaron los populismos de aquellos años esa voluntad colectiva nacional-popular? La respuesta es ambivalente. Por un lado, reconocían que esos populismos habían propiciado la conformación del sujeto pueblo, es decir, fueron una forma de articular la sociedad y de generar referentes culturales relativamente compartidos. Pero por otro, señalaban que la concentración exclusiva en la figura estatal (fetichización del Estado «popular») bloqueó toda organización social autónoma. A diferencia de la crítica preponderante que vendría después, sus objeciones no se dirigían hacia el Estado regulador de la economía, ni hacia su papel como fuerza orientadora del desarrollo, sino hacia el Estado que se erigía como referencia única de construcción de lo social, a través de la integración corporativa de las masas. La crítica al estatalismo se dirigía hacia una supuesta concepción organicista de la sociedad, que tendía a homogeneizar las diferencias sociales y a cancelar el pluralismo político. La fragilidad del orden institucional y representativo era, por su parte, superada y ocluida por la condensación simbólica en la conducción carismática y la figura del líder.

Sin embargo y más allá de esa evaluación de los populismos históricos, la dimensión nacional y popular puso el acento en, al menos, tres cuestiones que se diluirán como problemas teóricos y políticos con las coordenadas de la globalización y el sentido común liberal:

a) la necesidad de convocatorias nacionales y de amplio alcance, que otorguen sustancia histórica a los postulados universalistas e internacionalistas de la izquierda y que hundan sus raíces en las realidades específicas de los países. Ello contrastará con el predominio de los modelos formalizados, más abstractos y, por ello, «universalizables» del periodo posterior;

b) la reivindicación de identidades y tradiciones también nacionales, o el rescate crítico de experiencias políticas anteriores como terreno común desde el cual pensar el futuro (en este punto es de destacar, como contraejemplo, el revisionismo arrasador de la etapa neoliberal en México: en el que para muchos fue el asentamiento más sólido de un régimen nacional y popular, se produjo la revisión y el rechazo más tajante del acervo de componentes nacionalistas revolucionarios del pasado);

c) la adopción de una visión que sacaba a la luz la complejidad de la construcción de los actores colectivos (pueblo, clases, actores sociales y políticos) y que asumía los problemas asociados a la generación de un espacio común, es decir público, de acción y de despliegue del conflicto y de la negociación.

Lo público y la ausencia de lo nacional-popular

Con la caída de los llamados «socialismos reales», la crisis del Estado de Bienestar (la de la década de 1970) y las transiciones y postransiciones en América Latina, la semántica de lo público ocupó un lugar central en la fundamentación normativa de la democracia. En diferentes dosis, la referencia a las políticas públicas (no directamente estatales), la discusión sobre los bienes públicos y, sobre todo, el acento ético normativo en la necesidad de fortalecer, recuperar o crear una esfera pública de debate y argumentación confluyeron en el intento de reivindicar la articulación entre los tres sentidos tradicionalmente asociados al adjetivo «público». A saber, la referencia a la utilidad o el interés común a todos (lo que refiere al populus); a la dimensión de publicidad como visibilidad, no secreto, exposición a la luz del día; y a la accesibilidad y apertura6.

En los tres casos mencionados, la discusión se encuadró, de manera difusa, en el clima de «retorno de la sociedad civil». La esfera pública, entendida como el núcleo ilustrado de la sociedad civil o como esfera mediadora entre el mercado y el Estado, fue pensada como ese hogar público, potencialmente abierto a todos los ciudadanos, donde podían expresarse, conciliarse e incluso decidirse cuestiones que afectaban al común.

Con la distancia de los años (y de lo que vendría después), se pueden señalar algunos rasgos que estuvieron presentes en el discurso de la sociedad civil en los primeros momentos de las llamadas «transiciones»:

a) En cierto sentido, el diagnóstico que fundaba la perspectiva de análisis de lo nacional-popular se invirtió: se reconocía la fortaleza del Estado burocrático-autoritario en cuanto a su capacidad represiva, pero, simultáneamente, se señalaba su debilidad para ordenar lo social y, por supuesto, el agotamiento de su capacidad de gestión política y económica. La sociedad civil (históricamente débil), en cambio, había obtenido legitimidad en las movilizaciones antiautoritarias. Lo nacional-popular como principio de ordenación simbólica pasó a ser entendido como un ciclo definitivamente concluido (el del populismo histórico, o el de la matriz estadocéntrica).

b) En el escenario de los primeros gobiernos democráticos que siguieron a las dictaduras, aparece la reivindicación de un espacio público social (o no exclusivamente estatal). En el discurso genéricamente llamado «socialdemócrata», se afirma la necesidad de rescatar el contenido antiautoritario de las primeras movilizaciones (contra las dictaduras) y de canalizarlo hacia la afirmación de un espacio público entendido como lugar de autorreflexión de la sociedad, como mediación entre sociedad y Estado y como principio de gestación de una nueva comunidad política democrática. Frente a la alternativa «mercado o Estado», entre la mercantilización de todas las relaciones sociales y el protagonismo exclusivo de una figura estatal que había perdido legitimidad, el espacio público fue pensado por esa vertiente como una esfera autónoma, escenario de la participación social, lugar de despliegue de la argumentación pública y, en algunos casos, también como instancia de descentralización de las decisiones7. Esa dimensión público-social no se concebía aún como alternativa, ni como necesariamente opuesta al sistema político. Por el contrario, en esa primera vertiente aparece una nueva confianza en la capacidad demiúrgica de las instituciones o del régimen político para resolver democráticamente conflictos de todo tipo.

Será en otra vertiente, de impronta más claramente neoliberal, en la que a partir de los años 90 aparezca abiertamente la reivindicación de lo público no estatal. En esta versión, las redes de ONG, las asociaciones privadas y las consultoras son presentadas como la sociedad civil alternativa al Estado social burocrático. Así, no solo se desanuda la asociación entre lo público y lo estatal, sino que la responsabilidad pública, la garantía de los derechos sociales, las políticas redistributivas y los incentivos al desarrollo son cuestionados junto con el instrumentalismo y el autoritarismo burocrático del Estado. En general, esa reivindicación de lo público no estatal se presentó como una reforma técnico-administrativa del Estado, pero al entrecruzarse con invocaciones más amplias a la participación o la democratización, también habilitó e impulsó la práctica de algunos actores nuevos (ONG, consultoras) y viejos (corporaciones religiosas, empresas). En algunas experiencias sirvió, además, como carta de ciudadanía política y administrativa de la sociedad civil (México), y así la reivindicación del espacio público se inscribió en una idea de sociedad civil de mercado, donde la invocación de lo público obedeció a una lógica privatista.

Otra variante de la reivindicación de lo público no estatal, en la que lo público devendrá paradójicamente sinónimo de antiestatal, confluyó con nuevos discursos y prácticas autonomistas. En ese caso, la reivindicación sirvió para movilizar energías antiliberales, reconducir impulsos antiestatales y reeditar utopías de comunidad o comunidades autorreguladas. A veces se buscó lo público-común en comunidades imaginadas a partir de identidades culturales homogéneas que impondrían deberes de solidaridad, más allá de los derechos y garantías individuales. En otros casos, se asistió a la eclosión de las diferencias, sin referencias generales o comunes.

Visto con la distancia de los años, en esa recolocación de lo público exclusivamente en la sociedad civil convergieron dos aspiraciones ligadas al antiestatismo del siglo XIX: por un lado, la idea cara a la izquierda de una sociedad repolitizada que se emancipa de la tutela estatal, es decir, de un poder ajeno y hostil a la vida social; por otro, la idea de corte liberal que percibe en toda acción estatal una interferencia indebida en el libre juego de las fuerzas sociales. Pero cabe aclarar que, en los primeros momentos de las transiciones, la homologación entre Estado y autoritarismo no era producto de una confusión conceptual, y que la mal entendida, y tal vez mal aceptada, globalización se basaba en el acta de defunción de los Estados nacionales. Las confusiones y los problemas se plantearán con toda crudeza después, tanto en la difícil colocación de las fuerzas progresistas ante el empuje neoliberal, como más adelante, en el posicionamiento frente a los distintos proyectos que recuperaron la iniciativa estatal en los diferentes planos.

Ese clima de época operaba no solo sobre la base de la satanización del Estado sino también sobre la de la Nación. Para las distintas versiones, la Nación como principio (¿simbólico?) de unidad que, más allá de la elección o de la autonomía individual, permite la constitución de la comunidad política, había sido arrasada por la globalización, razón por la que su afirmación resultaba anacrónica y carente de toda capacidad convocante. En todo caso, parecía aceptarse que el Estado-nación ya no podía canalizar las demandas de sentido o de pertenencia colectiva; se pensaba entonces que estas quedarían como una especie de anhelo flotante de comunidad, disponible para los temidos rebrotes populistas. La apuesta era que la democracia y sus instituciones no solo fueran capaces de encuadrar pacíficamente el conflicto político o de resolver problemas de gobernabilidad, sino también de generar una suerte de «patriotismo» de la Constitución. Finalmente, la problemática de lo nacional-popular reproponía el tema de las alianzas interclasistas e intersectoriales entre actores organizados. En cambio, la simultánea pluralidad y unidad de acción ciudadana en la sociedad civil resultó un supuesto cuestionado en la práctica política. Si el ciudadano individual devino en único soporte y sujeto de la cosa pública, los actores colectivos sobrevivientes de la etapa anterior (sindicatos, ejércitos, Iglesia) tenían necesariamente que afirmarse como peligros corporativos y enemigos de la democracia. Ello condujo –en el caso del proyecto alfonsinista en Argentina– a derrotas políticas irreversibles o –en el caso de México–, al doble discurso de los poderes fácticos y los poderes democráticos.

En realidad, la sociedad civil como ámbito y actor del espacio de lo público no se identificó con la dimensión popular, con el sujeto pueblo, ni con los actores sociales (movimientos que tuvieron que ser colocados como antisistémicos, clientelares o corporativos), sino exclusivamente con el individuo que ejerce sus derechos y cumple con sus obligaciones y con una red de asociaciones voluntarias en ambivalente relación con el Estado.

Sin embargo, la semántica del espacio público democrático supuso algunas transformaciones importantes en cuanto al campo de problemas abarcado tradicionalmente por la dicotomía público-privado:

a) El primer sentido de lo público (lo que es de interés y utilidad común versus lo particular privado) resultó en una distinción resbalosa. Con la oleada de privatizaciones, la corrupción y la colonización del Estado, en el contexto de una disolución radical de las fronteras entre Estado y mercado, la distinción tradicional entre ámbito público y privado se redefinió. Al mismo tiempo, la inmediata asociación entre público y sociedad civil llevó a revisar, en un sentido fuerte, la caracterización del bien común y de la utilidad general. El conflicto real o potencial entre lo público exclusivamente estatal y los derechos individuales, así como el reconocimiento de una pluralidad de formas de vida, llevó a que lo común-comunitario y lo público general empezaran a aparecer como algo a construir y no como lo dado. b) Si, como ya se señaló, el campo teórico de lo nacional-popular se basaba en la vocación por entender la especificidad de los países latinoamericanos, buceando en la densidad histórica de sus procesos, el campo de lo público tuvo, en cambio, una pretensión de universalidad mayor, reforzando el sesgo normativo de la perspectiva. Si ello condujo, en ocasiones, a arriesgadas ingenuidades políticas (en cuanto al reconocimiento de la complejidad política y social), también tuvo la virtud de dibujar metas y valores que apuntaban a esgrimir con fuerza la reivindicación de la publicidad en el segundo sentido, es decir, como publicidad de las decisiones, combate a la corrupción, legalidad. Estos requisitos se afirmaron como marco normativo del régimen democrático, independientemente de su historia o de las características de la sociedad. El imperativo solo aparentemente tautológico de «volver público lo público» expresaba entonces ese mandato de que las cuestiones comunes y generales sean susceptibles de debate abierto y a la luz del día.

c) La defensa del espacio público abierto también propició la legitimación del acceso de nuevos actores, tanto a los espacios públicos físicos (movilizaciones en la calle) como a los circuitos de comunicación política. Si, en el caso mexicano, la apertura del espacio público no redundó en la extensión de los derechos sociales (en algunos casos los redujo), al menos abrió las puertas al lenguaje de los derechos (a la diversidad, la no discriminación, la expresión).

La experimentación política en las izquierdas latinoamericanas: el espacio de lo público y la apelación nacional-popular

Para algunos autores, Argentina atraviesa un momento de actualización, e incluso de exacerbación, de la tradición nacional-popular8. Otros analistas y protagonistas incluyen a Bolivia en este reverdecer transformado de lo nacional-popular9. Si esto fuera así, se puede pensar que México, en cambio, es su contraejemplo en tanto liquidación de la invocación en el plano discursivo, de desmonte y desestructuración de la forma de compromiso estatal, de utilización del término «populismo» en clave de denuncia y, al mismo tiempo, de persistencia de prácticas y experiencias de participación controlada y de clientelismo generalizado10.¿Cuáles son los rasgos que permitirían hablar de esa actualización o reedición de una dimensión nacional-popular?

En primer lugar, la revalorización del papel del Estado. Después de una larga temporada de satanización de su figura, se vuelve a plantear la necesidad del diseño e implementación de políticas de Estado, tanto en el plano de la dirección e intervención en la economía (Brasil, Argentina, Ecuador, Bolivia) como en la abierta recuperación de su función en la garantía y ampliación de los derechos sociales. Todo ello apunta a volver a pensar el Estado como un instrumento de la acción colectiva y a reconocerle una mayor productividad política, con la apertura de posibilidades y de riesgos que ello conlleva. Es decir, si por un lado se asiste a reformas institucionales que apuntan a cuestiones sustantivas, que no descuidan la dimensión formal procedimental y respetan la legalidad democrática, también asoma el riesgo de la relativización de las reglas en función de un objetivo que aparece como superior.

En segundo lugar, la recuperación de la invocación nacional. En algunos casos, reaparece como apelación antiimperialista en la retórica, en la política internacional y en la creación de instituciones regionales. Se redefinen también antiguos temas ligados a la afirmación de la soberanía nacional, que se habían visto eclipsados en el marco de la globalización, como la capacidad y autoridad para definir políticas a partir del Estado y, en particular, la recuperación de la propiedad o administración de los recursos naturales y estratégicos. Pero, en comparación con el legado de los nacionalismos populares, la novedad radica en la ampliación del catálogo de derechos sociales y ciudadanos (diversidad sexual, diversidad étnico-cultural) que, según los países, presentan diversos grados de reconocimiento y muestran diferentes trámites de resolución político-constitucional. Pese a ello, y aunque en algunos casos se asista a una «disputa por la Nación», la diferencia epocal radica en el intento de integrar estas diferencias en un orden nacional (nombrado o no como tal). Esto pone en aprietos teóricos y políticos al viejo nacionalismo homogeneizante, al internacionalismo clasista y al falso cosmopolitismo de la globalización.

Pero esa actualización o renacimiento de la semántica nacional-popular no significó que la apelación normativa a lo público en sus tres sentidos fuera desplazada totalmente. En realidad, hay aquí también novedades importantes respecto de la tradición nacional-popular. En el primer sentido de público (lo común a un populus), si bien se revalorizó la ecuación público-estatal, en ninguno de los casos se volvió a la identificación exclusiva de lo público con lo estatal. Por el contrario, en los casos más auspiciosos, ello condujo al reconocimiento jurídico estatal de una pluralidad de nuevos actores políticos y sociales más allá de los formatos clásicos de representación política.

En el segundo sentido de publicidad, como visibilidad y concomitante posibilidad de cuestionamiento y racionalización del poder político, las valoraciones son controvertidas. El tema remite inevitablemente a la cuestión de la libertad de prensa y opinión, y es aquí donde las diferencias entre los países y también entre los observadores se acentúan. Una primera aproximación indicaría que en los casos de renacimiento de lo nacional-popular –a diferencia de países como México– todo es tema de discusión y eventualmente de alineamiento político. En ese sentido, aunque ciertas críticas apunten a señalar un decisionismo de Estado, lo que se evidencia es una constitución sostenida de temas públicos (o sea de interés general y común) y, por lo tanto, una mayor visibilidad de las cuestiones en juego. Sobre este punto se podrían esquematizar dos interpretaciones divergentes. Mientras algunos ven en ello una repolitización positiva de la sociedad, otros lo consideran una expresión de hiperpolitización perversa y polarizante que no encuentra canalización en el sistema representativo y que, por ende, fomenta el desorden y el decisionismo (las dos «amenazas» del populismo). Esto será más o menos acentuado dependiendo de los estilos de liderazgo, de las fortalezas institucionales y de las características de los sistemas de comunicación política.

En el tercer sentido de lo público, aquel que opone apertura a clausura y, en cierto sentido, inclusión y exclusión, nuevamente en contraposición a la situación mexicana, se puede reconocer tanto una ampliación en el acceso a bienes y servicios como la apertura de los espacios públicos (calles, plazas) al usufructo colectivo (del disfrute a la expresión de la protesta).

Muchas de estas transformaciones se registran también en los gobiernos del «modelo socialdemócrata»11, reconocimiento que podría llevar a cuestionar el alcance heurístico y sustantivo de esa distinción. O, en todo caso, a proponer su trazado exclusivamente a partir de las características de los sistemas políticos (previos y emergentes) y a los rasgos societales de los diferentes países12, y no a partir de los proyectos políticos o la vocación democrática de los gobiernos. En todo caso, esta revisión de las dos semánticas debería ayudar a las izquierdas (en sus distintas tradiciones y expresiones) a replantear una vez más viejas discusiones y a hacerse cargo de los nuevos desafíos. Entre otros, y al pasar: la cuestión nacional, el papel del Estado, lo comunitario y lo común, y la crónica pregunta sobre las posibilidades de la política.

  • 1. Anteriormente, los gobiernos de Lázaro Cárdenas, Juan D. Perón y Getulio Vargas habían sido caracterizados por buena parte de la izquierda como bonapartismos, cuando no como fascismos vernáculos.
  • 2. Juan Carlos Portantiero: Los usos de Gramsci, Folios, México, df, 1981, p. 124.
  • 3. José M. Aricó: La cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina, Siglo xxi, Buenos Aires, 2005.
  • 4. Horacio Crespo y Antonio Marimón: «América Latina: el destino se llama democracia», entrevista a José M. Aricó en Revista de la Universidad de México vol. xxxix No 24, 4/1983, reproducida en Vuelta Sudamericana año 1 No 2, 9/1986, correcciones de J.M. Aricó.
  • 5. J.M. Aricó: ob. cit., p. 147.
  • 6. N. Rabotnikof: En busca de un lugar común: el espacio público en la teoría política contemporánea, unam - Instituto de Investigaciones Filosóficas, México, df, 2005, p. 25.
  • 7. Ver Norbert Lechner: «El ciudadano y la noción de lo público» en Leviatán No 43-44, 1991 y J.C. Portantiero: «La múltiple transformación del Estado Latinoamericano» en Nueva Sociedad No 104, 11-12/1989, disponible en www.nuso.org/revista.php?n=104.
  • 8. Maristella Svampa: «Argentina, una década después. Del ‘que se vayan todos’ a la exacerbación de lo nacional-popular» en Nueva Sociedad No 235, 9-10/2011, disponible en www.nuso.org/revista.php?n=235.
  • 9. Álvaro García Linera: «El evismo: lo nacional-popular en acción» en osal año vii Nº 19, 2006.
  • 10. La apelación al nacionalismo revolucionario ha desaparecido del discurso del candidato del Partido Revolucionario Institucional (pri). El candidato de la izquierda a la Presidencia, Andrés Manuel López Obrador, heredero asumido del legado del nacionalismo popular, parece combinar exhortaciones republicanas a fortalecer la vida pública, apelaciones al pueblo ciudadano, invocaciones a la dimensión plebeya, nuevas prácticas instituyentes, democracia plebiscitaria y participativa y respeto por la legalidad democrática.
  • 11. Ernst Hillebrand y Jorge Lanzaro: La izquierda en América Latina y Europa: nuevos procesos, nuevos dilemas, Fundación Friedrich Ebert, Montevideo, 2007.
  • 12. Esto se reconoce en las tipificaciones más serias, aunque en ocasiones los rasgos estructurales se confunden con la vocación democrática o autoritaria de los gobiernos, y se ha llegado a imputar a estos la responsabilidad por la no existencia de una oposición articulada.
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 240, Julio - Agosto 2012, ISSN: 0251-3552


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