Opinión
enero 2018

El 4 de febrero y la descorreización de Ecuador

La consulta del 4 de febrero apunta a la descorreización del país y a fortalecer la acumulación política de Lenín Moreno. Correístas ortodoxos de ayer son morenistas puros de hoy. La «pacificación pospopulista» apunta a una reconcilización con los mercados y, al mismo tiempo, expresa un agotamiento de la polarización populista de la década anterior.

<p>El 4 de febrero y la descorreización de Ecuador</p>

La consulta popular del 4 de febrero de 2018 ha sido presentada como el escalón definitivo del proceso de descorreización que vive el Ecuador desde el ascenso de Lenín Moreno al poder. La derecha y las elites abrazan la consulta con más júbilo aún que el gobierno, que soporta la impugnación radical de quienes hasta hace poco eran parte de los suyos. Tal confrontación condujo a la implosión oficialista en dos constelaciones: el «morenismo», que se quedó con Alianza País (AP) por resolución de la justicia electoral y sin mediar pronunciamiento alguno de la militancia, y el «correísmo», que procura formalizar en el corto plazo la existencia del Movimiento de la Revolución Ciudadana (MRC). La campaña transcurre en medio de la colaboración entre el gobierno y la derecha por liquidar la influencia correísta y la oposición del MRC jalonada por su líder histórico, que retornó al país a sostener su espacio político.

El triunfo del «sí» en la consulta parece un asunto zanjado, dada la extensa plataforma política desplegada por la convocatoria presidencial y el impacto de los casos de corrupción en la imagen de Correa. La atención ha de dirigirse, no obstante, hacia otros dos asuntos cruciales. Por una parte, la cuestión de cómo se gestionará el acumulado electoral dentro de la «coalición anticorreísta» y, por otra, si el MRC –que promueve en solitario el «no»– logrará retener una base de apoyo que le permita subsistir y proyectarse en el tiempo como organización política. Las magnitudes de la victoria y la derrota toman, pues, particular relevancia en medio de la acelerada reconfiguración de los bloques de poder y la correlación de fuerzas en el «país de las coyunturas».

Asentar la descorreización

Moreno prometió modificar la matriz confrontacional de la década gobernada por Correa desde su proclamación como candidato. Apenas asumió el poder, convocó a un amplio Diálogo Nacional a actores de diverso signo. La despolarización aparecía como una de las demandas centrales de la oposición a AP. Otra de sus ofertas de campaña, la «cirugía mayor a la corrupción» (sic), tomó forma con el impulso a las indagaciones judiciales de las denuncias contra el ex-vicepresidente Jorge Glas. El caso Odebrecht, capítulo Ecuador, tuvo en él a su mayor víctima política. Separado de sus funciones en agosto de 2017, hoy está detenido con sentencia por asociación ilícita.

En torno de dicho expediente, entre otros, el anticorreísmo se movilizó intensamente durante la última contienda electoral. La insistencia de Correa en su candidatura puso en riesgo la cuarta victoria consecutiva de AP en las presidenciales y contribuyó a aceitar el relato que traza la ecuación entre la Revolución Ciudadana y el saqueo de las arcas públicas. Semejante equivalencia fue retomada por Moreno, apenas con matices, en medio del pertinaz ataque del ex-presidente a cada una de sus decisiones.

Un sofisticado operativo de liquidación de la imagen de la «década correísta» taladró entonces la opinión pública desde canales oficiales y medios privados. Una de las primeras fotos virales de la gestión morenista lo retrató con los barones de los grandes grupos mediáticos. Acto seguido, una de sus figuras pasó a dirigir el Diario Público. No parecía estar en juego, apenas, el armisticio gubernamental con los medios, sino el entendimiento sobre cómo enmarcar el nuevo momento. El prestigio del expertocrático gobierno de Correa era puesto en duda desde sus emblemáticas realizaciones. Corrupto, ineficaz, dispendioso, etc. Calificativos todos empleados de modo sistemático por el arco anticorreísta, pasaron a formar parte del vocabulario corriente de Moreno, sus ministros y funcionarios para referirse al proceso gubernativo del que (mayoritariamente) formaron parte y del cual, hasta ayer, solo hablaban con admiración. Transfiguraciones, contriciones, acomodos. Como sea, borrando cualquier huella de contradicción en su signo, el correísmo pasaba a ser representado como ignominia pura. El antipopulismo también requiere construir su adversario.

La virulencia de los lacónicos desplantes presidenciales contra la Revolución Ciudadana incrementó al ritmo del goce de sus detractores originarios que se desplazaban así hacia su órbita de apoyo. Moreno consiguió, en efecto, representar a un extenso arco de ciudadanos, actores sociales y políticos que desde tiempo atrás pujaban por escarmentar de algún modo la hostilidad pública con que Correa condujo su relación con críticos y adversarios. El presidente pone en escena, y capitaliza para sí entonces, un momento de desagravio colectivo que desfoga el profundo resentimiento con el ex-mandatario más allá de las redes sociales. El agotamiento de la confrontación populista provino, en buena medida, de la centralidad que llegó a adquirir en el discurso correísta el menosprecio a quienes se ubicaban del otro lado de la frontera política.

El resarcimiento anticorreísta se ha desplegado, además, con el activismo del contralor subrogante que, de modo selectivo, remite informes y anuncia indagaciones contra acciones y figuras de AP. Su relevancia excede su ámbito de gestión y explica, en una implacable trama de poder e intimidación, parte de los realineamientos oficialistas (correístas ortodoxos convertidos, en horas, en morenistas puros). Obviamente, la centralidad política de ese funcionario no proviene de su astucia, sino del manto de dudas sembrado en años previos por las dolosas prácticas de altos cuadros gubernativos y por el bloqueo a los procesos de control. El cincel anticorrupción nutre, en todo caso, un trabajo de deslegitimación que, más allá de los judicializados, apunta a la globalidad del proyecto posneoliberal avanzado a marchas forzadas en la década anterior. La inaudible autocrítica del «correísmo duro» facilita esa labor.

Ya ha pasado ocho meses de gobierno y la descorreización blinda la Presidencia y otorga a Moreno alta popularidad. Ambos aspectos son indisociables del respaldo de grupos de poder y sectores sociales que, en el balotaje de 2017, estuvieron en su contra. Parte de quienes votaron por él, mientras tanto, expresan ya una sensación de engaño.

Dilemas de la nueva acumulación

La puntada final de la apuesta anticorreísta vino con el anuncio de la consulta popular. En medio del Diálogo Nacional, el presidente dio siete días para que la ciudadanía envíe sus propuestas de preguntas. No hay evidencia de que alguna fuera incorporada en la lista de siete interrogantes que el Poder Ejecutivo envió al órgano electoral sin previo pronunciamiento de la Corte Constitucional. La maniobra restó plena validez democrática a la convocatoria. La urgencia pospopulista pasa por alto los mecanismos republicanos en cuyo nombre se configura su promesa reformista.

En cualquier caso, tres preguntas se colocan en el centro de la disputa y conciernen directamente dimensiones del legado de Correa. La pregunta que pone fin a la reelección indefinida le impediría una futura repostulación presidencial. Aquella que reforma el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social –órgano que, entre otras funciones, organiza los procesos de selección de las autoridades de los organismos de control– permitiría destituir a las autoridades elegidas bajo influencia del ex-presidente. Por último, la pregunta que busca derogar el «impuesto a la plusvalía» –colocado para desincentivar prácticas especulativas en el sector de la construcción– deshace, en nombre del retorno de las inversiones inmobiliarias, una de las señas de identidad del anterior gobierno. El MRC ha llamado a votar «no», sobre todo, en estas tres cuestiones.

El piso mínimo del voto correísta ha oscilado entre 25% y 30%. Una votación por el «no» debajo de ese umbral en las preguntas fundamentales dejaría con respiración artificial al MRC. Un respaldo equivalente evidenciaría su capacidad de resistencia en medio del tifón. Bordear los 40 puntos lo colocaría en la paradójica situación de constituir una gran fuerza nacional sin tener aún ni forma organizativa ni reconocimiento institucional como sujeto político. El voto afirmativo, por su parte, carece de un solo promotor. Además del gobierno, diversos actores reclaman desde ya su «propiedad». El ex-candidato presidencial conservador Guillermo Lasso insiste en que fue él quien en campaña ofreció convocar a una consulta similar. Así fue. Otros aliados de Moreno saben también que el plebiscito otorgaría nueva legitimidad al giro gubernativo y no se despegan. Sus votos –en particular, los de las bancadas de Jaime Nebot y Mauricio Rodas, alcaldes derechistas de Guayaquil y Quito– ya fueron cruciales en la designación parlamentaria de la nueva vicepresidenta que reemplazó a Glas (a la que se opusieron tanto el correísmo como Lasso). Sin mayoría en la Asamblea, el oficialismo deberá seguir contando con ese soporte. Grupos empresariales ya han fijado, a su vez, el día posterior a la consulta popular como fecha en que la descorreización deberá plasmarse también en la agenda económica y la política exterior.

La gestión de la primera acumulación política del morenismo luce del todo compleja en la perspectiva de hacer del 4 de febrero, como postula su ala izquierdista, el punto de arranque para la «recuperación» del proyecto de cambio plasmado en la Constitución de 2008. Sin descontar otro giro sorpresivo del presidente, las condiciones apuntan más bien a que la pacificación pospopulista incluya también la plena reconciliación con los mercados.


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