Opinión
junio 2017

Daniel Ortega: conversando con la OEA bajo la espada de la Nica Act

La OEA se ha vuelto un actor central en la política nicaragüense. La Nica Act, una medida apoyada por el organismo y presentada por legisladores norteamericanos en el Congreso de Estados Unidos, tiene furioso al matrimonio Ortega-Murillo. Su alianza política con el empresariado puede resquebrajarse.

<p>Daniel Ortega: conversando con la OEA bajo la espada de la Nica Act</p>

El matrimonio Ortega-Murillo, disponiendo en su haber de más del 70% de los votos registrados por el Consejo Supremo Electoral en las elecciones de noviembre de 2016, se preparó a gobernar desde la confortable posición de un sistema de partido único, controlando de forma directa a 71 diputados de los 92 que conforman la Asamblea Nacional y de manera indirecta a los 14 del Partido Liberal Constitucionalista que desde 2006 es el comparsa menor del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), un satélite que órbita en su derredor y recoge agradecido las migajas que aquel le arroja. El ascenso –previsible pero controversial- de Rosario Murillo desde su posición de primera dama hasta el cargo de vicepresidente fue un alarde de dominio absoluto, una bofetada de quien lanza la piedra y con descaro exhibe la mano, propinada en el rostro de quienes ya denunciaban la emergencia de un poder dinástico.

La magra asistencia a las elecciones fue la reacción popular. Su desquite. El que calla no otorga: deslegitima. El monumental peso de esta ausencia y las denuncias de los partidos de la oposición no amaestrada, trajeron a Nicaragua a inicios de diciembre de 2016 al presidente de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, en cuyas gestiones –o presiones- un amplio sector de la oposición cifró sus esperanzas de ver anulados los resultados de los comicios. Todos los reportajes audiovisuales, desde que ingresó por el aeropuerto internacional Augusto César Sandino al humo de las elecciones, a principios de diciembre de 2016, muestran un Almagro que avanza con paso raudo y distribuye sonrisas como quien se dirige a un jovial festejo y ya anticipa la alegría en su rostro. En esas sonrisas la oposición leyó erróneamente un anuncio de la realización de sus sueños. El gobierno no se engañó: las sonrisas escondían una reprimenda pero no una anulación. La OEA elaboró un informe, cuyo contenido no es del dominio público, sobre el deterioro del sistema electoral nicaragüense, pero en ningún momento descalificó e forma directa y en público la reelección de Ortega ni el abrumador porcentaje de votos que hablan de una cuestionada popularidad en ascenso meteórico: 38% de los votos en 2006, 62% en 2011 y 72% en 2016.

También, y como efecto de las denuncias de la oposición y del lobby anti-orteguista de la comunidad nicaragüense en Estados Unidos, un grupo de legisladores presentaron ante el Congreso estadounidense la Nicaraguan Investment Conditionality Act (NICA), conocida coloquialmente como la Nica Act, que busca vetar los préstamos a Nicaragua de los organismos financieros internacionales como un mecanismo de presión para restablecer la democracia representativa.

Durante cinco meses las iniciativas de la OEA y la Nica Act caminaron unidas como hermanas siamesas. La OEA sabía que sus demandas tenían ese respaldo y obraba en consonancia: pedía más que en las elecciones pasadas, incluyendo un proceso de observación y un paquete de reformas cuya ejecución valoró en ocho millones de dólares que la misma OEA ofreció conseguir. Los acuerdos que suscribió con el gobierno de Ortega el 20 de enero de 2017 y el memorándum de entendimiento del 28 de febrero comprometieron reformas en el sistema electoral que, quizás sin la espada de Damocles de la Nica Act, el gobierno de Ortega nunca hubiera firmado. Esta presunción la baso en el hecho de que el gobierno de Ortega ha condenado reiteradamente las «maniobras injerencistas» de la OEA contra Venezuela1. Por otro lado, los legisladores estadounidenses eran todo oídos a las palabras de la OEA sobre la rehabilitación del sistema electoral nicaragüense. Pero sus dinámicas también tenían sus ritmos y motivos propios. Y por eso las siamesas se independizaron y empezaron a distanciarse.

Por un lado, el motor propulsor de la Nica Act es un grupo de congresistas muy beligerantes que no están dispuestos a conformarse con los acuerdos verbales entre Ortega y la OEA en tanto no produzcan transformaciones tangibles. La Nica Act avanza en la Cámara de Representantes, donde obtuvo la expedita aprobación del subcomité del Hemisferio Occidental, hecho nada sorprendente pues ocho de sus miembros se cuentan entre sus patrocinadores. Pronto será revisada por el Comité de Relaciones Exteriores y luego por el plenario de la Cámara. Y finalmente buscará la aprobación del Senado. Este proceso tomará algún tiempo, pero avanza a paso decidido. Ya no es sólo un fantasma en el horizonte de posibilidades. Es una amenaza que puede ser cumplida por un grupo de congresistas mayoritariamente poco amigos del viejo sandinismo y/o del FSLN reloaded.

Por otro lado, Donald Trump, que no tiene en su mira a Nicaragua como un objetivo a priorizar, mueve sus piezas y desencadena vientos que a ese pequeño país suelen llegar convertidos en tempestades. La Consolidated Appropriations Act de 2017, la ley del presupuesto de los Estados Unidos, redujo en 98% la ayuda bilateral que el gobierno estadounidense otorga a Nicaragua. El descenso va desde los 41 millones que Nicaragua recibió en 2016 a sólo 200 mil dólares. La reducción forma parte de un conjunto de recortes presupuestarios de la ayuda internacional que no están enfocados exclusivamente en castigos a los disidentes del patio trasero. Pero es llamativo que el aporte a Nicaragua, cuya disminución no supone un gran ahorro en las finanzas imperiales, haya sido uno de los más mermados. El criterio no es claro y tal vez no hay un solo criterio, en el supuesto de que haya alguno. Quizás la ayuda es reducida de forma tan significativa simplemente porque Nicaragua no es país que representa un serio problema como emisor de migrantes hacia los Estados Unidos.

Nicaragua podría llegar a ser incluso excluida de todo apoyo del gobierno de los Estados Unidos si Trump aplica otra sección de su programa presupuestario que contiene una penalización financiera para los países que apoyaron la constitución de Abjasia y Osetia del Sur como Estados-naciones independientes de Georgia: la Federación Rusa, Nauru, Venezuela y Nicaragua. Ciertamente, esta reducción no es una tragedia de las dimensiones que tendría la aplicación de la Nica Act. Pero la pérdida de más de 40 millones de dólares no es despreciable para una economía tan diminuta como la nicaragüense. Equivale a cuatro veces el presupuesto del Ministerio de Recursos Naturales y a cerca de la mitad del presupuesto del Ministerio de Defensa, beneficiario de la ayuda estadunidense por ser su socio en el combate contra el narcotráfico2.

Mientras estas iniciativas avanzaban a su propio ritmo, en mayo una delegación de la OEA visitó Nicaragua para concretar los acuerdos suscritos cuatro meses atrás. El objetivo inmediato era garantizar una observación minuciosa de las elecciones municipales previstas para noviembre del presente año. Antes de cumplir con la ronda de entrevistas que incluía a partidos y ONGs de la oposición, la delegación abandonó el país de forma abrupta, alegando «motivos de fuerza mayor ajenos a la misión» y prometiendo una explicación institucional en breve.

La explicación no ha llegado. Proliferan las especulaciones. Como la OEA es un personaje relativamente secundario en este drama, las explicaciones atribuyen el protagonismo a los otros dos personajes: Ortega y el gobierno estadounidense. ¿La OEA pidió demasiado, hiriendo el orgullo de la soberanía nacional? ¿O las siamesas se distanciaron demasiado? La falta de sincronía entre las gestiones de la OEA y el avance en la concreción de la Nica Act puede haber sido un factor decisivo: si el gobierno de Ortega percibió que la Nica Act es casi un hecho o que la OEA no puede detenerla, la OEA perdió su zanahoria y las conversaciones puede haber llegado a un punto muerto a partir del cual Ortega no está dispuesto a ceder. Como en una tragedia griega, en un intento vano de huir a su destino, Ortega podría precipitar la desgracia que teme: en el contexto de la suspensión de la ejecución de los acuerdos con la OEA, la Nica Act aparece como la única forma de ultimátum posible.

No sabemos si el ultimátum llegará finalmente ni si su aparente diacronía con el trabajo de la OEA es un hecho. Sabemos que, en caso de concretarse, la Nica Act puede empezar a disolver la alianza que el FSLN tiene con el empresariado. Nicaragua está lejos de ser el paraíso cristiano, socialista y solidario que la propaganda gubernamental intenta vender urbi et orbi. Pero sí es un paraíso empresarial. Entre 2007 y 2014, en Nicaragua se lavaron 1500 millones de dólares. Nicaragua ocupa en América Latina el tercer lugar en lavado de dinero, según la fórmula de cálculo de la CEPAL que pondera el volumen de los flujos financieros ilícitos en relación al comercio exterior. Medidos en relación al PIB, los flujos ilícitos colocan a Nicaragua en sexto lugar3. Este ránking no preocupa a la empresa privada. Por el contrario, es indicador de un clima propicio para su prosperidad. Pero la aprobación de la Nica Act supone la supresión de programas sociales que mitigan el descontento y de programas de inversión en infraestructuras que benefician al gran capital. La Nica Act podría desencadenar el resquebrajamiento de la alianza de Ortega con varios sectores sobre la que descansa la estabilidad de su régimen.




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