Opinión
octubre 2016

Cyberbullying: acoso desregulado

El acoso a través de las redes sociales se ha vuelto moneda corriente. ¿Qué se puede hacer para regular internet?

<p>Cyberbullying: acoso desregulado</p>

Desde el siglo XVIII, y sobre todo en el XIX, decenas de incipientes naciones emitieron su acta o declaración de independencia. Rompían con el viejo orden, con la metrópoli y los poderes extranjeros. En febrero de 1996, el letrista de Grateful Dead y cofundador de la Electronic Frontier Foundation, John Perry Barlow, reclamó la soberanía cibernética mediante la Declaración de Independencia del Ciberespacio.

Sobre la nueva entidad, Barlow escribía: «Todos los sentimientos y expresiones de humanidad, desde los viles hasta los angelicales, forman parte de un todo continuo: la conversación global de bits. No podemos separar el aire que sofoca del aire sobre el cual baten las alas»1. El ciberespacio se presentaba como un sitio de superación estatal (un post-Estado), inmaterial e incorpóreo. Se trataba de un mundo radicalmente diferente de aquel habitado por cuerpos que se distinguen por su raza, su capacidad económica o su geografía.

Apenas 20 años después, esta declaración puede parecer tan remota y abstracta como las declaraciones modernas de independencia. Corresponde a la antigüedad de la historia de internet. En estos 20 años hemos visto cómo las tecnologías de internet han hecho batir infinitas alas. Igualmente hemos atestiguado su potencial asfixiante y perverso, en los virus o el spam, así como en la censura o el acoso cibernético.

La historia más reciente nos ha demostrado que las líneas entre lo real y lo virtual, entre los cuerpos y las ideas, son mucho menos estables de lo que alguna vez creímos. Con el acoso cibernético, la realidad y la corporeidad de las víctimas se hacen evidentes cuando los acosadores publican sus documentos personales o sus domicilios particulares. Estas líneas se difuminan de modo contundente cuando las víctimas viven con temor y recurren a cambiar de domicilio y, de manera irreparable, cuando llegan a quitarse la vida.

El acoso cibernético, entendido como el hostigamiento o la hostilidad sostenida contra una víctima específica, ya sea en redes sociales, a través del correo electrónico, de mensajes de texto o en los comentarios de los servicios de noticias, atraviesa las líneas entre internet y la «vida real». El modo de abordar la problemática no solo tiene consecuencias no solo para las potenciales víctimas, sino que forma parte de las conversaciones y decisiones de las que dependerá que internet sofoque o bata sus alas.

A pesar de sus declaraciones de independencia, las nuevas naciones modernas no se separaron absolutamente del pasado ni se deshicieron por completo de sus poderes. Por ello, la declaración de independencia del ciberespacio no conlleva su inmunidad a los órdenes que consideraba ajenos. Entre estos caben los intereses comerciales que condicionan la operación de todos los productos y servicios que usamos. ¿En quién recae, entonces, la responsabilidad de regular este espacio para garantizar la privacidad, la seguridad y la libertad de expresión de sus usuarios?

Para un gran número de personas con acceso a internet, su uso no implica algún tipo de escapismo hacia una realidad alternativa. La actividad en redes sociales, buscadores y servicios de noticias forma parte integral de nuestras ocupaciones diarias, sin que sea del todo claro cuándo estamos en línea y cuándo no. Una de las razones por las que el cyberbullying entre adolescentes es tan grave es que a las víctimas no los espera el refugio de un hogar seguro cuando salen de la escuela: el campo de batalla está en sus recámaras en la forma de un iPhone.

Si bien el anonimato sigue siendo preponderante en internet, la identidad de gran parte de los usuarios de las redes sociales y aplicaciones más populares guarda relativa continuidad con su identidad oficial. Algunos trolls acuden a la distancia y el anonimato, pero quien está sufriendo hostigamiento tendría que renunciar por completo a estos ámbitos de comunicación donde se desenvuelven sus interacciones sociales para «cerrar sesión» de manera definitiva.

Es posible argumentar que el acoso cibernético es un problema de los seres humanos y no de la tecnología. Así lo afirmaba Henry Lieberman, investigador de el MIT y experto en Inteligencia Artificial, en una entrevista a The Atlantic en 20132. Sin embargo, añadía, la tecnología puede ayudar a resolverlo. Lieberman y su equipo proponían un programa que reconocía frases cargadas de odio o insultos e invitaba a los mismos usuarios a reconsiderar su publicación.

Jigsaw, una subsidiaria de Google, experimenta actualmente con una tecnología similar, si bien su enfoque es distinto. Con el software Conversation AI, pretende limpiar las discusiones en línea de lenguaje abusivo para permitir la intervención de las voces más vulnerables a recibir ataques. Conversation AI marca automáticamente los mensajes tóxicos, pero está por verse cómo las diferentes plataformas que adopten el software podrían responder a estas advertencias3.

Lieberman insistía en que un programa como el suyo, basado en «inteligencia artificial» y «aprendizaje automático», debía de apelar al usuario para evitar caer en la censura. Las compañías que llegaran a aplicar la tecnología de Conversation AI quizás tengan menos miramientos con la censura y eliminen automáticamente los comentarios que su software, correctamente o no, juzgue como ofensivos. Además del margen de error de sus evaluaciones, la exclusión de otro tipo de contenido potencialmente dañino, como una foto o un video, y de la posibilidad de que los bullies descarten la amable sugerencia de desistir, persisten problemáticas de censura y autocensura.

Estas iniciativas nos informan algo más: aunque el acoso sea un problema de seres humanos, la tecnología transforma y condiciona el modo en que nos comunicamos. La tecnología permite y prohíbe. Así como estos algoritmos pueden atenuar nuestro lenguaje hostil, otros miles condicionan nuestro acceso a información y a transacciones y los límites de nuestra privacidad. En definitiva, condicionan el modo en que compartimos y narramos nuestras historias personales y hasta las maneras en que decimos «te quiero» o «estoy feliz».

Para quienes padecen acoso en línea, sobre todo los grupos más vulnerables, la tecnología disponible contribuye significativamente al modo en que se relacionan con los demás, se perciben a sí mismos, se expresan y, sobre todo, a las oportunidades que tienen de transformar su situación de vulnerabilidad.

En El código 2.0, publicado hace diez años en inglés, el profesor de Derecho de Harvard —en ese entonces de Stanford— Lawrence Lessig afirmaba que no había ninguna razón para esperar que la libertad emergiera por sí sola en el ciberespacio. Internet, argumentaba, no tiene una naturaleza fija y, librado a su propia suerte, podría convertirse en la perfecta herramienta de control, implementada por gobiernos o por empresas comerciales4.

Nadie sabe a ciencia cierta cuáles son los límites de internet y en qué puede llegar a convertirse, del mismo modo en que los proyectos de nación del siglo XIX tomaron rumbos inesperados durante del siglo XX. Aunque internet no es una nación, sí es un proyecto. O muchos proyectos en los que los usuarios, sobre todo quienes hablan el lenguaje de la programación, tienen una incidencia importante.

Los gobiernos tienen la obligación de defender a sus ciudadanos más vulnerables y, por tanto, de brindar justicia en los casos de acoso cibernético, cuando este califique como tal. Las compañías que proveen productos y servicios de internet no pueden conformarse solo con atender tibiamente las denuncias de sus usuarios. Pero hay lugares en internet a los que no saben y, quizás no deben saber, llegar. Y hay otros lugares por inventarse.

Así como existe la Real Academia Española, con sus normas y diccionarios que resguardan la continuidad y la comprensión, y existen los usos que definen y transforman la lengua española, en una tensión similar, quizás, se puede seguir reinventando el lenguaje de internet.



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