Opinión

Los «chalecos amarillos»: un objeto social no identificado


enero 2019

Los «chalecos amarillos» sorprendieron a la derecha y a la izquierda y representan un fuerte cuestionamiento a las elites y al carácter casi monárquico de la toma de decisiones por el poder político francés. Además, pusieron en cuestión la premisa de que el éxito es solo posible en las ciudades y mediante la tecnología y de que el resto no existe. Los «gilets jaunes» surgieron desde ese fondo que los medios y la tecnocultura liberal tornaron invisible o vagamente lejano y exótico y llegaron al centro de la prosperidad y la abundancia parisina.

Los «chalecos amarillos»: un objeto social no identificado

La secuencia de insurrección social abierta a mediados de noviembre de 2018 por los «chalecos amarillos» sigue pesando sobre el mandato del presidente Emmanuel Macron. El Poder Ejecutivo francés apostó por la extenuación de este movimiento que surgió en octubre en las redes sociales –Change.org, Facebook– pero, en vez de dislocarse, los «chalecos amarillos» se afianzaron como voz legítima y terminaron abriendo una secuencia política y otra institucional que condicionan los pasos del gobierno.

La rebeldía amarilla fue al principio una suerte de «objeto social no identificado»: la expansión y los orígenes sociales de sus protagonistas condujeron a los comentaristas a situarlos en una suerte de imaginaria «Francia invisible». Sin embargo, esa Francia solo era invisible para las elites urbanas y tecnológicas que asimilan con la periferia o la invisibilidad cualquier territorio que esté fuera de sus barrios. Los gilets jaunes son, de hecho, el elemento narrativo auténtico del gran relato engañoso de la globalización.

Desde sus periferias, a la vez suburbanas, rurales y perirrurales, los «chalecos amarillos» se lanzaron a la denuncia del mundo en el que todos vivimos: injusto, desigual, embaucador y lleno de castas que se protegen a sí mismas sin la más mínima noción de cuerpo social. Constituyen todavía un fenómeno extraño, atravesado por corrientes políticas que incluyen la extrema derecha y la extrema izquierda, el populismo y la brutal lucidez de quienes, con pocas palabras y un lenguaje rudo, ofrecen la caricatura más feroz de las democracias liberales. Existen con una libertad que tampoco es común: partidos políticos, sindicatos o asociaciones carecen de influencia sobre ellos.

A su manera repentina y sincera, los «chalecos amarillos» son la otra cara de la moneda global. Allí donde los otros movimientos sociales surgidos en Francia en los últimos años fracasaron, ellos llevaron con éxito sus reclamos a la cima de la visibilidad y la aceptación: 75% de la opinión pública los respalda.

Resulta paradójico que el levantamiento social que ellos precipitaron haya nacido sin mediadores sospechosos en el territorio más expuesto a las manipulaciones y las teorías complotistas: las redes sociales. El 10 de octubre de 2018, el camionero Eric Drouet abrió la brecha en Facebook con una protesta contra el aumento del precio del gasoil decidido por el gobierno en el marco de la mal llamada política de «transición ecológica». Una semana después, una hipnoterapeuta, Jacline Mouraud, fustigó en las redes «la caza» contra los automovilistas. Cuatro días más tarde, en Change.org, una microempresaria de 30 años, Priscilla Ludosky, emitió una petición contra el aumento del gasoil. De inmediato, las adhesiones se multiplicaron a una velocidad digna de las redes virtuales.

Drouet acumuló más de un millón de adhesiones, Jacline Mouraud seis millones y medio y Priscilla Ludosky lleva ya tres millones. En diez días, se crearon casi 300 grupos de apoyo que totalizan ya más de cinco millones de usuarios. Nadie los vio venir. Los bloqueos de rutas y los piquetes en las rotondas empezaron casi en el anonimato. El primero se llevó a cabo el 17 de noviembre. Con esa metodología, el movimiento inauguró una nueva fase de la lucha social.

A diferencia de movimientos como los indignados en España, Occupy Wall Street en Estados Unidos o la Plaza Tahrir en Egipto, el espontáneo grupo francés no convocó a ocupar un lugar central de la capital sino todo el territorio nacional. Más tarde se producirían manifestaciones en París con, también esta vez, otro dato inédito: la ocupación y el saqueo de los barrios ricos de París, en particular el símbolo de la opulencia mundial que son los Campos Elíseos o la Avenida Foch, una de las más caras del mundo. Ni siquiera se intimidaron ante esa alegoría nacional que es la Tumba del Soldado Desconocido instalada en el Arco de Triunfo: la llenaron de pintadas y la destruyeron parcialmente.

Desde entonces, en cada manifestación de los sábados, los «chalecos amarillos» arremeten no solo contra los símbolos evidentes de riqueza, autos de lujo o comercios, sino contra los emblemas del Estado: edificios públicos, municipalidades, paradas de buses, centros de estudios, bicicletas públicas. Para ellos, el Estado es una casta al servicio de otra casta que está por encima cuyo propósito consiste en que paguen los de abajo para proteger a los de arriba. «Queremos vivir, no sobrevivir», dice la frase que aparece a menudo pintada sobre los chalecos.

Su encono hacia el sistema no solo es irrenunciable sino sin límites. Se enfrentaron reiteradamente a la policía a campo abierto, avanzaron para ocupar el palacio presidencial y, en una de las últimas manifestaciones, se apoderaron de una grúa de trabajos públicos con la que derribaron las puertas del Ministerio de Relaciones Exteriores (5 de enero). Los diputados, los alcaldes y los consejeros municipales reciben decenas de insultos y amenazas, tanto como los medios de comunicación. De lo público pasaron enseguida a la ofensiva privada. Uno de los líderes, Maxime Nicole, alias Fly Rider, hizo un llamado contra el sistema con una petición simple. En su página de Facebook escribió: «En vez de ir a la calle, vayan al banco de su pueblo, retiren el dinero. Y si hay 20 millones de personas que sacan su plata, el sistema se hunde. Sin sangre, sin armas, sin nada».

La revuelta inicial se fue transformando en apenas un mes. Al principio, la protesta se articuló en torno de la decisión del gobierno de equiparar el precio del gasoil con el de la gasolina común para empujar hacia abajo el consumo del gasoil, que es un combustible mucho más contaminante. Pero esa medida sacó a la luz varias heridas. La primera: esa Francia semirrural organiza su vida en torno del automóvil. Los «chalecos amarillos» pertenecen a una generación que se fue de las ciudades y sus alrededores prácticamente expulsada por la especulación inmobiliaria. Se fueron instalando en zonas semirrurales al mismo tiempo que el Estado desmantelaba los servicios: desaparecieron las oficinas de correos, las guarderías, las escuelas, los hospitales, las sucursales bancarias, y hasta cerraron muchas estaciones de trenes.

Hace falta recorrer más de 100 kilómetros por día para ir a trabajar, y otros tantos para llevar y traer los niños al colegio. Los gilets jaunes sintieron que ese presidente que había inaugurado su mandato en 2017 con un gigantesco regalo a los ricos, la modificación generosa del impuesto a las grandes fortunas, los castigaba exclusivamente a ellos trasladando a sus monederos el tributo de la ecología: los ricos pagan menos impuestos, las industrias contaminantes no aportan nada y ellos deben poner más y más de sus bolsillos. Esa política ecológica justificó el apodo que retrató a Macron apenas llegó al poder: el de «presidente de los ricos».

A lo largo de un mes de lucha, los «chalecos amarillos» demostraron el perfil desigual de las políticas del Estado, sancionaron el liberalismo a ultranza del modelo de desarrollo promovido por la Unión Europea, estampillaron el fracaso francés de esa política y restauraron el tan utilizado concepto de soberanía popular. Sin ideologías ni retóricas sindicales. La Francia de los desiertos asaltó las intersecciones que los comunican, las rotondas, y luego marchó hacia la capital. La segunda herida que quedó en evidencia es el subdesarrollo del mundo suburbano o rural, su falta de oportunidades profesionales y su aislamiento social. La modernidad instaló la mentira según la cual el éxito es solo posible en las ciudades y mediante la tecnología. El resto no existe. Los «chalecos amarillos» surgieron desde ese fondo que los medios y la tecnocultura liberal tornaron invisible o vagamente lejano y exótico.

Esa secuencia social se transformó poco a poco en secuencia política. Los partidos, desde la extrema izquierda hasta la extrema derecha, no tenían ni ideas ni respuesta para el movimiento francés. Así, la modesta demanda del comienzo se amplió hacia una exigencia política de justicia fiscal, transformación del reparto de las riquezas, aumento de los salarios, mejora del poder adquisitivo, reformulación global de un sistema depredador que sacrifica el bienestar de una mayoría en beneficio de una minoría. «Aquí –decía un gilet jaune en una rotonda– hay mucha gente que tiene que elegir entre comer bien y pasar frío porque no les alcanza la plata para la calefacción, o estar calefaccionada y pasar hambre».

La tercera secuencia que abrió el movimiento es la institucional: puso en tela de juicio el carácter casi monárquico de la toma de decisiones por el poder político francés y planteó otro esquema. Los «chalecos amarillos» presentaron una lista de 42 reivindicaciones o «directivas del pueblo» en la que entran reclamos a favor del poder adquisitivo, los impuestos, la inmigración o la reforma de las instituciones. La clave de ese cambio sería una reforma de la Constitución para introducir el llamado referéndum de iniciativa ciudadana (RIC). Esta herramienta tendría como objeto dejar en manos del pueblo las decisiones que le conciernen. El RIC, por ejemplo, podría funcionar «para suprimir una ley injusta» o «revocar el mandato de un representante».

Los «chalecos amarillos» introdujeron en el debate social, político e institucional variables que estaban anestesiadas por la masiva promoción de un modelo de desarrollo presentado como la única posibilidad de existir. El movimiento francés parece decir «aquí también hay gente, y no vamos a ser nosotros quienes nos quedemos fuera de la historia ni tampoco quienes asumamos, solos, el costo de las transformaciones en curso». La historia está llena de invitados sorpresa. Los «chalecos amarillos» llegaron desde una aparente y lejana galaxia social. Se instalaron en el corazón de la mecánica liberal para impugnar, a menudo con una violencia sin reparos, la vorágine de una economía esclava de los privilegiados, del crecimiento y de los beneficios.

En un operativo represivo sin precedentes, el gobierno de Macron movilizó a miles y miles de policías y gendarmes, procedió a cientos de arrestos preventivos y a detenciones arbitrarias. Nada alteró la convicción de esa «Francia invisible». Los nuevos líderes sociales franceses se forjaron en estas semanas de luchas: una microempresaria, un camionero y un trabajador intermitente son los abanderados de la combatividad social. Irreverentes o insolentes, hasta ahora, los «chalecos amarillos» sobrevivieron a los intentos de colonización política, tanto de la extrema derecha de Marine Le Pen como de la izquierda radical de Jean-Luc Mélenchon.

Como lo expresó hace unos días la líder Priscilla Ludosky, «este es un movimiento del pueblo, es decir, que pertenece a todos y a nadie». La burguesía francesa vio la autenticidad del peligro. Varias empresas pagaron primas y suplementos en los salarios de fin de año. La secuencia amarilla sigue abierta. La monarquía liberal no la tenía en sus previsiones. Corre asustada entre los índices de las bolsas y un renovado arsenal represivo. El Estado exhibe sus músculos al mismo tiempo que su impotencia, su irrecuperable ceguera social. No sabe cómo desarticularlos. Ya es demasiado tarde. Los «chalecos amarillos son una innovación en la expresión de la injusticia: salieron a denunciar el virus social recurrente que cada día se traga la riqueza de las sociedades del mundo.

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