Crónica
noviembre 2014

¿Basura o comida? Las siete vidas de los alimentos en El Salvador

En El Salvador, 9% de la población vive en la pobreza extrema con menos de un dólar diario mientras más de 50% de la basura es de origen orgánico. No todo ese porcentaje es alimentos pero basta compartir la jornada con los pepenadores que viven apostados en el camino que conduce al mayor relleno sanitario del país para ver que en la basura hay muchísima comida desperdiciada, desde bolsas de papas fritas, masa para pizza y botellas de soda selladas, hasta huevos y barriles con pollitos vivos.

¿Basura o comida? Las siete vidas de los alimentos en El Salvador

Uno tras otro, hasta llegar a cinco, pasan los camiones repletos por delante de cuatro jóvenes -son cinco, si se cuenta al que está con una borrachera que lo tiene casi inconsciente- sentados bajo la ramada a la orilla de la calle mal pavimentada. De repente, un camión de basura logra sacarlos de la plática sobre el saldo del teléfono o de por qué se emborrachó el compadre. Ese camión que los hace reaccionar en segundos lleva, entre otras cosas, pollitos vivos.

La forma de operar es casi siempre la misma. Los baches del camino obligan a los conductores a reducir la velocidad, lo suficiente para que los jóvenes afiancen primero un pie y luego el otro en el camión. Los muchachos toman lo que les cabe en las manos y cuando pueden se auxilian con cualquier objeto que encuentran dentro del camión para acaparar más: bolsas, cajas, pedazos de guacal o retazos de ropa. Se bajan unos metros más adelante, casi siempre sonrientes, satisfechos con el botín conseguido.

En un barril recortado colocan unos 30 pollitos, algunos ya medio muertos. Brenda, la que más logró agarrar, mueve el recipiente de un lado a otro bajo de la ramada para evitar que otro joven, que apenas logró tomar tres, le robe su parte. Él ya hizo varios intentos y no logró quitarle ni uno. No tarda mucho en llegar una mujer para llevarse 15 pollitos a cambio de tres dólares. Brenda criará en su casa los que no logre vender.

“Ya crecidos, los comemos. Aquí nada se pierde.”

Nada se pierde. Si los pollos hubieran llegado hasta el relleno sanitario de MIDES (Manejo Integral de Desechos Sólidos), ubicado en el municipio de Nejapa, en San Salvador, a unos cuatro kilómetros de esta ramada, habrían muerto triturados, asfixiados o aplastados. Poco se sabe de los motivos por los que la granja de origen los desechó. Están vivos y si no se venden, se comen.

Los pepenadores no solo buscan aluminio, plástico y textiles. Churumba, en resumen. Estos jóvenes se hacen llamar recicladores porque reutilizan incluso los alimentos que otros descartan.

De lunes a sábado, frente a la ramada y en dirección hacia MIDES, transitan unos 500 camiones. Los recicladores no se suben a todos porque no todos les interesan.

“A veces están los policías en la esquina pero no están todos los días”, dice Brenda.

En el código de los recicladores la única regla de oro es que “nada se pierde”. La basura que la ciudad no se ocupa de reducir y depurar es el gran caldo de cultivo para esta actividad, que no solo es sobrevivencia sino también negocio.

Los pollos entretienen a la hija de Brenda, de un año y medio. Brenda tiene 18 años. Esta mañana deja los pollos a cargo de otra joven y me dice que dejemos la ramada para ir más adelante sobre la calle mal pavimentada. Asegura que sus compañeros de faena hallaron algo bueno en un camión al que ella no se pudo trepar por estar pendiente de su hija y de los pollos. Mientras camina a paso rápido por la calle mal con la niña en brazos y bajo el sol, le queda aliento para contarme que se subía a los camiones en marcha incluso cuando estaba embarazada y que no lo dejó hasta que sintió los dolores de parto. Brenda proviene de una familia de recicladores. A ella y a sus hermanos les daban de comer salchichas y cualquier otra cosa que encontraran en los camiones que trasladaban desde las empresas de alimentos los productos listos para desechar. No conoce otra manera de ganarse la vida.

MIDES instaló el relleno sanitario de Nejapa en 1999. Así comenzó la eliminación de los botaderos a cielo abierto en El Salvador, un país de 20 kilómetros cuadrados, 5,7 millones de habitantes y un problema de basura crónico que solo en el área metropolitana de San Salvador, donde habitan casi tres millones de personas, se resume en la generación de 1.200 toneladas diarias de desechos.

Esos botaderos eran la fuente de trabajo -e incluso el hogar- de decenas de familias que revolvían la basura durante todo el día hasta encontrar materiales que pudieran revender. Al menos así ocurría en la versión oficial, porque lo que sucedía en la realidad era que las familias también recuperaban comida y otros elementos para su propio uso y consumo. Con la inauguración del relleno sanitario se les ofreció a las familias alternativas de subsistencia. La basura, sin embargo, fue y sigue siendo atractiva debido a las pocas iniciativas de depuración que existen en el país.

Mientras camina presurosa hasta el lugar en el que sus compañeros ya se reparten lo que ella estima que son bolsas provenientes de una pizzería, Brenda lo confirma:

“Siempre hallamos cositas que nos sirven”.

Solo un kilómetro de calle está pavimentado: el tramo inicial, que se desprende en un desvío de la carretera que conduce de San Salvador a Nejapa. Una de las prerrogativas de la comunidad antes del establecimiento de MIDES fue que asfaltaran los cuatro últimos kilómetros que recorren los camiones por sembradíos y colonias, donde habitan cientos de familias. A 15 años de aquel inicio, el estado de la calle es una deuda junto con la construcción de una clínica y una escuela, entre otros beneficios que aún no se cumplieron.

El lugar en el que dos jóvenes destripan bolsas con masa para pizza está cerca de donde acaba el tramo pavimentado. Están a mitad de la calle, bajo un sol que quema con fuerza a causa del reflejo vaporoso del asfalto mal mantenido. Ya revisaron todo y hoy no hay nada rescatable. La masa se estropeó en el traslado, está seca, se resquebraja y no les interesa. Brenda parece desilusionarse por un momento pero enseguida se da vuelta y camina de regreso a la ramada. Los restos de la masa y las bolsas quedan aventados, a merced de perros y moscas.

Brenda no estudió más allá de tercer grado. Lleva la vida entera reciclando. Del papá de la niña sabe poco, que por ahí anda, en las mismas que ella, recogiendo y destripando bolsas con basura. De sus hermanos dice que varios ya se han quebrado huesos en su intento por abordar los camiones con desechos.

“Aquel chiquitillo que va allá ya se quebró los dos brazos.”

Ella es una de las más enérgicas del grupo y la única que muestra apertura a hablar con desconocidos. Los demás van con calma y reservas. Claramente no confían en mí.

Las razones de este comportamiento están en las comunidades que rodean la calle: Las Américas, Las Mesas o Galera Quemada. El lugar es un hervidero de conflictos. Uno de ellos es el que enfrenta a los vecinos organizados con MIDES por lo que ellos consideran un incumplimiento de las promesas que les hicieron cuando la firma se instaló allí. Me cuenta Pablo Hernández, que ya tiene 17 años de residir aquí, que nunca estuvo de acuerdo con que la empresa funcionara en la zona. Él es parte de la junta directiva de vecinos y me dice que ya van más de seis años que no se reúnen con representantes de MIDES por el tema de las retribuciones a la comunidad.

Otro conflicto es el trabajo de los recicladores como Brenda.

“Les pedimos que si van a bajar bolsas de los camiones, también dejen limpia la calle. A veces no se aguantan los tufos de todo lo que queda regado”

dice Hernández mientras observa la esquina donde funciona un puesto de venta de comida y a unas cuadras de donde los perros dejan un reguero de bolsas de masa vieja para pizza.

Mientras seguimos caminando de regreso a la ramada Brenda se encuentra con Juana, de 60 años, que carga en la cabeza un huacal (cajón) lleno de huevos. Los acaban de bajar de un camión. Brenda no se lamenta pero se le nota el disgusto por haberse perdido esa carga. La clave en este oficio es no dejar pasar una oportunidad: no saber cargar tanto como se puede, no reconocer la naturaleza de la basura de determinado camión, pestañear, ir al baño, todo puede reducir significativamente las ganancias. Aquí, cada centavo importa.

Juana calcula que con ese huacal en el que ha ordenado varias docenas de huevos puede obtener unos 4 dólares. Los va a vender cerca de aquí, y si queda alguno lo preparará en su casa. Le pregunto si se le quebró alguno al bajarlos del camión. Dice que no, que no los bajó ella, que son de un hijo y que ella apenas los traslada desde la ramada hasta la casa. Brenda se siente aludida y agrega segura que no, que no se les quiebran, que los bajan con cuidado pero rápido, casi con maestría.

El 61% de la basura que se produce en San Salvador es orgánica. No se sabe cuánto de eso es alimento pero sí se sabe que en una década ese porcentaje ha variado muy poco. La capital de El Salvador es una de las diez alcaldías que dieron vida al proyecto de MIDES. Las comunas pusieron parte de su propio capital para apropiarse de 10% de las acciones de la sociedad que maneja el relleno y de esa forma poder cumplir con las leyes que prohíben a las municipalidades trasladar la basura a botaderos a cielo abierto. El 90% se restante se reparte en partes iguales entre una empresa canadiense llamada CINTEC y el empresario salvadoreño Enrique Rais, que ahora aspira a quedarse con la parte de CINTEC.

Frente a la ramada en la que Brenda y sus compañeros esperan, pasa el 85% de la basura que se produce en el país. Solo en San Salvador se recogen 650 toneladas que producen las 322 mil personas que habitan en la ciudad y el millón de personas que transitan cada día por el municipio.

Por cada tonelada procesada, MIDES recibe tarifas diferenciadas de hasta 25 dólares. No han sido pocas las alcaldías que se han quedado sin el servicio por mora en ese pago. San Salvador, una de las fundadoras, tuvo que almacenar hasta 3.000 toneladas en la planta conocida como Aragón debido a que no había cancelado su pago. A la municipalidad de Mejicanos también le sucedió que por falta de pago se le cerró el acceso al relleno sanitario: entre 2013 y 2014 sufrió una acumulación de basura en las calles que derivó en la declaración del alerta sanitaria de parte del ministerio de Salud Pública y Asistencia Social.

Brenda y su hija llegan a la ramada apenas a tiempo para otro camión. Deja a la niña a cargo de una mujer que, asegura, está ahí para recolectar ropa y solo ropa. Brenda y otros dos muchachos suben al camión en tropel. Les toma solo unos segundos recuperar el equilibrio y empezar a escarbar y adueñarse de botellas de soda. Vienen selladas, son de dos litros cada una, y cada paquete trae seis botellas.

Una vez analizadas las piezas y decidido cuánto le toca a cada uno de acuerdo con su capacidad para mantener el equilibrio, comienzan a aventar los paquetes a la orilla del camino. Algunos se dañan. Otros sobreviven íntegros. Una vez que los jóvenes se cercioran de que no hay nada más que les interese en ese camión, bajan de un salto. Reúnen sus paquetes y esperan a que pase otro camión que los lleve de regreso a la ramada dado que el peso del botín esta vez les impide volver a pie.

Allí, la hija de Brenda llora sin consuelo. No le gusta alejarse de su madre. Brenda se acerca cansada y sudorosa con sus tres paquetes de soda. Ninguno de estos jóvenes tiene otra ocupación. Algunos recuerdan que en algún momento les prometieron alternativas y que hace algunos meses, cuando el conflicto con los vecinos por la suciedad de la calle alcanzó su punto más alto, volvió a cobrar fuerza la idea de sacarlos de ahí pero todo se calmó enseguida. El oficio de reciclador no se erradicó ni siquiera cuando se cerró el botadero a cielo abierto y comenzó a funcionar el relleno de MIDES.

Cuando Brenda y sus compañeros hablan del conflicto por la limpieza, el tono no es de lo más amigable.

“Yo no le voy a estar haciendo el trabajo a los demás, yo barrí mi pedazo”

dice una joven que no quiere identificarse. Brenda, que ahora consuela a su hija, le dice que es cierto, que no son ellos los que deben hacerlo, que no están ahí para ser choleros (sirvientes) de nadie y que si los otros no cumplen, ellos tampoco, que son los otros los que mantienen todo chuco (sucio) y que si quieren venir a decirle algo, que vengan.

Basta un paseo por la colonia para escuchar las quejas. Los recicladores no solo dejan suciedad, de acuerdo con María Ester Asencio, de 32 años, sino que además se involucran en hechos que riñen con lo legal. Ascencio reside en la zona desde hace cuatro años y es categórica al afirmar que no les compra nada a los recicladores. Ella tiene un negocio de compra de material reciclable como hierro y latas en una esquina a una cuadra de la ramada, pero asegura que pese a ello no se relaciona con la actividad de jóvenes como Brenda.

“Yo les compro a los que manejan o a los que ayudan en los camiones. Ellos, cuando recogen, van apartando lo que creen que les sirve y me lo traen. A lospepenadores no les debo nada de mi negocio”

afirma, y se queja de que la actividad económica de los muchachos depende mucho de la coerción hacia los conductores de los camiones.

Brenda no va a tomar las más de diez botellas de soda que sacó del camión. Los recicladores no consumen más que una mínima parte de lo que extraen. La mayoría se vende. Los pollos vivos, 5 por un dólar; la docena de huevos, a cincuenta centavos. Una vez sacaron bolsas con alitas de pollo y se fueron a un dólar cada una.

-¿Y todos los camiones paran siempre?- les pregunto a todos los que están presentes en la ramada.
-Sí- dice uno.
-Hay unos que son cheros [amigos] nuestros. Y los que no son cheros igual se paran- dice otro

Para los vecinos de la comunidad hay una preocupación en la que ni las alcaldías ni las autoridades de Salud Pública ni MIDES están metiendo mano: el destino de la mayor parte de los comestibles. ¿Quién los compra? ¿Qué hacen con ellos?

“Hay gente que los compra para los negocios, no le voy a decir que no. Pero yo aquí no compro de eso porque a mí me vienen a hacer inspecciones los de la Unidad de Salud y tengo todo el regla”

cuenta María Ester Hernández, de 59 años y diez de vida en la colonia. La versión de que los recicladores obligan a los conductores a detenerse es bien conocida entre la comunidad.

“No son solo los que se ven ahí todo el día. Están los otros, que no se suben a los camiones y que son los más jodidos, son los que le sacan la ganancia a los objetos que estos obtienen”, dice, desde el anonimato, un residente.

A kilómetros de distancia, en la más perfumada, fresca y verde colonia San Francisco, de San Salvador, Manlia Romero, directora de Saneamiento Ambiental del ministerio de Medio Ambiente y Recursos Naturales, confirma la versión. Señala que es un problema que no les incumbe directamente como entidad porque no tienen cómo garantizar la integridad de los camiones y de los conductores, y que la ley tampoco los obliga a hacer inspecciones en este sentido. Romero sí reconoce que como ministerio podrían -y lo han hecho- solicitar a las empresas, sobre todo a las de alimentos, que trasladen los desechos en camiones cerrados no identificados para reducir las posibilidades de que los recicladores extraigan, como lo han hecho hasta ahora, metales, plásticos y alimentos.

El artículo 8 del Reglamento Especial del Manejo Integral de Desechos sólidos establece de hecho que “los equipos deben ir debidamente cubiertos para evitar la dispersión de los desechos”. Pero lo que todos los días sucede bajo la ramada en el último tramo del camino hacia el relleno de MIDES deja en claro que eso no se cumple para nada.

Hace varios días que no visito a los recicladores. Al llegar al inicio del último tramo de calle hacia MIDES los veo de lejos. Pareciera que para ellos todos los días son iguales. Son las 8:30 de la mañana y bajo la ramada ya hay varias cajas de cartón en los que se aglomeran unos sobre otros los pollitos vivos, varias docenas de ellos. Quiere decir que hoy el camión con los desperdicios de alguna granja pasó más temprano que el otro día que estuve de visita y que, además, iba más surtido que la última vez que vi cómo sacaban a los pollos. Me cuentan que esta vez lograron sacarlos metiéndolos dentro de sus camisas, entre la tela y la piel. Son tantos que no parece que los vayan a vender al por menor. También hay huevos y ropa que otros han sacado de los camiones de basura.

Más tarde, a unas tres cuadras de la ramada, alguien me habla de los “enlaces”, las personas que pagan por los productos que los recicladores sacan de la basura para su presunta reventa.

“Se van a los mercados de aquí cerca y como nadie sabe de dónde vienen, la gente los compra confiada”, me dicen.

Tanto en el ministerio de Medio Ambiente como en la alcaldía de San Salvador es conocida esta versión y aseguran que pueden muy poco hacer al respecto.

En una de mis primeras visitas, Brenda se refirió a que se cuidan más cuando hay policías presentes. Veo una pareja de agentes de la Policía Nacional Civil que pasan con regularidad en moto, a una velocidad tranquila, pero no se quedan y no parecen ser un obstáculo demasiado significativo para la actividad de los recicladores.

Hoy los policías no han pasado, o si lo hicieron no se notó. Los recicladores parecen satisfechos con lo que han recolectado y vendido. Se relajan con música que alguien puso en el celular en la ramada, que está llena. En la plataforma de cemento jalonada por cuatro horcones está la mujer que vende ropa, un joven flaco que habla mucho acerca de celulares y música, otro joven que acaba de ponerle agua a los pollitos con un tapón de soda, y Brenda. A un costado de la plataforma, a la orilla de una canaleta de casi un metro de profundidad que da a la calle por donde pasan los camiones, los recicladores han colocado un sofá y varios asientos. Casi se parece una sala de espera. Ahí están la hija de Brenda y otros tres jóvenes.

La calma de quien siente que ha cumplido la jornada se ve interrumpida por un movimiento rápido. En un dos por tres, casi todos se han levantado y se han encaramado a un camión. Al intentar alcanzarlos a pie se pueden recorrer más de seis cuadras. A esa distancia comienzan a verse los rastros, jarras de vidrio con una sustancia color naranja suave tiradas en las canaletas; después se ven mujeres cargadas con paquetes de plástico color rojo sobre sus cabezas. Juana, la mujer que vendía los huevos, ahora regresa con tres paquetes. En cada uno hay nueve envases de un aderezo para sándwich conocido aquí como pepinesa.

Los recicladores no vienen caminando. La carga es tal que se han subido a un camión ya vacío que emprende el viaje de regreso a su municipio, el mismo método de cuando hallaron los paquetes de soda. Ahí van Brenda y tres muchachos más, felices, saludando y haciendo equilibrio. Quieren que se note que esta vez sí traen algo grande.

En lo que caminé de regreso en la ramada, los muchachos tuvieron tiempo de bajar rápidamente los paquetes para ordenarlos en la plataforma de cemento y en esa especie de sala de espera. Son tantos paquetes que la torre que están armando supera el metro de alto y ancho.

La mujer de la ropa también se muestra más activa. Cuenta que alguna vez han llegado a tener hasta 14 pollos bien crecidos de tanto pollito salvado de los camiones de basura. Los comen los fines de semana, cuando hay algo con qué acompañarlos. Una vez que se calma el ambiente y que los recicladores parecen recobrar el aliento, la mujer de la ropa hace una llamada. Lo primero que le hace notar a su interlocutor es lo mismo que hace apenas un rato descubrieron con una poco disimulada alegría los recicladores: la fecha de vencimiento de los envases. “No están vencidos. Tienen fecha de 2015”, le dice la mujer de la ropa a su interlocutor al otro lado del teléfono.

Tras unos minutos aparece un hombre que dice tener más de 40 años y que pide que le escuche y le grabe: habla de las pocas oportunidades de trabajo para los jóvenes, de la pobreza, de la falta de educación, y defiende su derecho a sacar de la basura lo que sea que les interese. La propiedad de la basura es una línea poco clara. ¿A quién le hurtan los recicladores? ¿A la gente, a la empresa que desechó eso? ¿A las alcaldías que recolectan y trasladan? ¿A MIDES, que cobra por cada tonelada que llega hasta su relleno sanitario?

Ante mis dudas, el hombre que ya no es tan locuaz como cuando habla sobre “falta de oportunidades”, se limita a decir que son cosas que ya nadie quiere. Cuando la mujer de la ropa termina de hablar por teléfono después de haber cerrado el trato -los paquetes de nueve frascos de pepinesa cada uno se van a 2 dólares-, queda claro el papel del hombre en esta red: desaparece y regresa manejando una pick up destartalada color rojo.

Los recicladores entonces quitan la tela con la que cubrieron la torre de paquetes y forman una cadena humana para subir los paquetes a la pickup. El movimiento es rápido, logro contar 72 paquetes. La pickup queda llena. A 2 dólares cada uno, suman 144 dólares: más de la mitad del salario mínimo mensual establecido para las maquilas (242 dólares).

Nadie está dispuesto a revelar a dónde los llevan. La mujer de la ropa señala en voz bien alta, como para que todos escuchemos, que los envases no están vencidos. Y como no están vencidos, se pueden revender.

Dentro de unos días y por correo electrónico, alguien que trabaja como encargado de una bodega de alimentos me explicará que en ocasiones es necesario desechar productos que no han alcanzado su fecha de vencimiento porque, de manera involuntaria, en las bodegas en las que se almacenan han sido expuestos a sustancias que podrían ser dañinas para el ser humano. Pero los frascos de pepinesa llegaron en el camión de la basura sin ninguna advertencia; simplemente fueron desechados sin contar con el oficio y negocio de los recicladores.

Aunque tuvieran las herramientas y el apoyo ciudadano, aunque tuvieran el mejor de los planes y las intención para llevarlos a cabo, las alcaldías no pueden reducir el volumen de basura que trasladan hasta MIDES. Al menos no las diez alcaldías que colocaron capital para establecer la sociedad y que son dueñas del 10% de las acciones. Esa es una de las cláusulas que quedaron plasmadas en el acuerdo firmado con los otros accionistas mayoritarios.

Alex Suriano, jefe de desechos sólidos de la alcaldía de San Salvador, me explica desde su oficina que este contrato no les permite llevar a cabo programas que puedan reducir el procesamiento de la basura. Por ese motivo, el 61% de la basura orgánica no forma parte de proyectos de compostaje sino que viaja en los camiones mezclada con el resto de desechos. Por eso tampoco pueden promover que las empresas de alimentos se convenzan de darle una disposición final más adecuada a los productos e impedir que sean blanco fácil de los recicladores como Brenda.

Hasta 2018, cuando vence el acuerdo, las alcaldías de la zona más poblada del país están atadas de manos. No pueden reducir, reciclar ni reutilizar, esa política de las tres “R” de la que se habla mucho en la Unidad Ecológica Salvadoreña (UNES), una de las organizaciones no gubernamentales que en El Salvador trabajan temas relacionados con el medio ambiente. Mauricio Sermeño, su director, me cuenta que la única manera de reducir los gastos en el tratamiento de la basura y en el espacio y el tiempo que toma procesarla es no producirla. Es decir, un trabajo de cada hogar o de cada comunidad.

Sermeño da cuenta de municipios pequeños, no asociados a MIDES, que lograron bajar la factura y su impacto al compostar lo orgánico. “Son medidas que han funcionado entre vecinos en lugares pequeños y que con el adecuado impulso se podrían llevar a cabo en las ciudades”. Pero en las zonas más pobladas del país, como el área metropolitana de San Salvador, en donde se produce la mayor parte de la basura, no se pueden poner en práctica por motivos contractuales.

Al terminar de cargar la pickup de envases de pepinesa, Brenda y sus compañeros descansan. Se ven contentos. Dicen, con seguridad, que hoy por hoy nadie puede hacer nada para sacarlos de esta forma de vida. Se saben en un lugar cómodo, con un oficio que la mayor parte de quienes están en la ramada ha practicado durante toda su vida o desde edad muy temprana, como la hija de Brenda, que está creciendo en unas circunstancias demasiado parecidas a las que definieron la infancia de su madre.



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