Opinión
marzo 2019

Argentina: una crisis, tres relatos, ¿alguna salida?

El escenario electoral argentino parece definirse por un macrismo que, aun en plena crisis, se ilusiona con la reelección, por un kirchnerismo que apuesta al retorno, y por una coalición que pretende acabar con la «grieta». Mientras tanto, la crisis sigue ahí.

Argentina: una crisis, tres relatos, ¿alguna salida?

Sobre algo hay consenso: en 2019, a casi seis meses de la próxima elección presidencial, Argentina atraviesa una crisis profunda. De allí se deduce una segunda evidencia, que solo es reconocida tácitamente por los protagonistas: el próximo ciclo de gobierno será uno de gestión de la escasez. Dado que se trata de una crisis distinta de las que Argentina ha conocido en el pasado (la de 1983, la de 1989 o la de 2001, por tomar casos recientes), es preciso definir su naturaleza, su temporalidad, su impacto y sus posibles desenlaces. En esa definición, en el diagnóstico, en la inscripción histórica y en las propuestas de salida de la crisis actual, se cifrarán las claves de la próxima contienda electoral y, especialmente, los perfiles discursivos e ideológicos de los proyectos en pugna.

Desde la narrativa del gobierno de Mauricio Macri, la definición de la crisis actual tiene elementos constantes y variantes. Definida como una tormenta inesperada que a mitad de camino obligó a tomar decisiones también excepcionales, la crisis tiene causas tan arbitrarias como externas: turbulencias en el frente internacional, problemas climáticos que incidieron sobre las cosechas, déficit. En cuanto a su impacto, es de un alcance restringido: aunque el propio gobierno reconoce que hay argentinos sufriendo los golpes de los tarifazos, la inflación y la retracción económica, se trata todavía de golpes tolerables que deben ser asimilados en pos de una mentada «normalización» económica. Para abonar esta hipótesis, no hay protestas masivas que indiquen un grado elevado de insatisfacción social. No obstante, el sufrimiento social es cada vez más hondo.

Para el gobierno, la temporalidad de la crisis es triple: de corto plazo, porque remite a acontecimientos puntuales que desencadenaron la devaluación, la suba de tasas y la espiral inflacionaria, con el consiguiente aumento de los índices de pobreza y descenso de la actividad económica; de más largo plazo, porque sus orígenes profundos pueden imputarse a la herencia recibida (es decir, a la política económica del kirchnerismo) o a una temporalidad más larga que se extiende por los últimos «70 años de fiesta», en los que el Estado ha gastado más de lo que tenía. Pero además, la crisis tiene una dimensión futura, dado que se profundiza, a modo de profecía autocumplida, ante la posibilidad del retorno del kirchnerismo.

En suma, según la perspectiva del gobierno, se trata de una crisis estrictamente económica, más específicamente fiscal. Su resolución, por lo tanto, será de tipo fiscalista: más ajuste y mas retracción del gasto. El propio presidente Macri ha señalado más de una vez, ya sin eufemismos, que es necesario profundizar el rumbo: «Si ganamos esta elección iremos en la misma dirección, pero lo mas rápido posible», dijo recientemente.

En el discurso macrista, la crisis actual no parece tener correlato en la esfera política: si bien el gobierno es el principal agitador de la llamada «grieta», esta es más una estratagema para inculpar al adversario que un verdadero diagnóstico político integral. Si hay crisis, esta se debe a la naturaleza moral del adversario (corrupto, deshonesto y poco dialoguista), pero nada dice acerca del funcionamiento del sistema político argentino. Por el contrario, desde la visión del gobierno, a pesar de las dificultades económicas, el sistema político se ha robustecido: no solo porque por primera vez un partido no peronista va a lograr finalizar su mandato, sino también por la robustez de la coalición gobernante y de sus alianzas.

¿Cómo caracteriza el kirchnerismo, el gran rival político (y por ahora también electoral) del gobierno, la crisis actual? En primer lugar, considera que se trata de una crisis no solo económica sino, sobre todo, social. Esto se debe, por un lado, a la profundidad del impacto que se le atribuye en términos de daño social (los datos duros de pobreza, desigualdad y actividad económica suelen ser contrastados con las cifras durante el periodo anterior) y, por otro, a la naturaleza de los actores que están en su origen: el gobierno y sus aliados económicos.

Así, según el diagnóstico del kirchnerismo, la crisis tiene un doble origen: los intereses y ambiciones particulares de sectores concentrados (agropecuarios y financieros, por ejemplo) que incentivaron deliberadamente decisiones económicas que los favorecían, y la posterior retirada del apoyo por parte de sectores productivos que se vieron perjudicados por el curso de la economía. Desde esta visión, el proyecto del gobierno (en tándem con sectores foráneos) no ha sido otro que saquear los recursos del país y destruir el tejido productivo con el fin de disciplinar a la sociedad e imponer un modelo económico impopular.

Esta visión de la crisis se enlaza con la continuidad que el kirchnerismo establece entre el gobierno de Cambiemos y el proyecto económico de la última dictadura militar. En el relato histórico kirchnerista, el momento actual es un eslabón más en una cadena temporal que se inicia con el golpe militar de 1976, se profundiza en los años 90 y explota en 2001. En ese relato, que identifica un bloque en el que se asocia la dictadura con la imposición del neoliberalismo en Argentina, el hilo de continuidad está dado por la persistencia del modelo económico y social y por los actores que lo llevan adelante. En esa lectura, el kirchnerismo propone una visión despolitizante de los hechos, en la medida en que atribuye los orígenes de la crisis actual a los intereses económicos de los actores a cargo del gobierno, idénticos a los de aquellos que favorecieron o propiciaron el golpe de Estado. Además, esa lectura generalizante oblitera un aspecto central, de naturaleza política, y que refiere a la distinción, evidente y elemental, entre democracia y dictadura: a diferencia del régimen dictatorial, que suspendió la Constitución Nacional, proscribió partidos políticos y asesinó y desapareció a miles de personas, la democracia nacida en 1983 garantiza el pluralismo político, asegura la existencia de partidos políticos y elecciones regulares y protege los derechos políticos, sociales y humanos elementales.

En el marco de su diagnóstico, el kirchnerismo plantea un horizonte de restauración económica y de restitución de derechos. El partido Unidad Ciudadana, liderado por Cristina Fernández de Kirchner, todavía no ha definido su estrategia electoral y oscila entre atender a la aclamación de sus seguidores, para quienes una nueva presidencia de Cristina es la «única salida» a la crisis, y responder a los pedidos de «cuidar» a la líder de un posible gobierno restringido por la escasez económica y por los ataques mediáticos y judiciales.

La despolitización de la crisis –ya sea por la moralización del adversario o por su reducción a mero interés económico– deja de lado la pregunta por la naturaleza política de la situación actual, que excede largamente lo económico, aunque este sea el aspecto más urgente. En ese intersticio parecería querer ubicarse una naciente tercera fuerza política, encabezada por algunos sectores del peronismo no kirchnerista, del radicalismo no macrista, del socialismo y del progresismo. Esta coalición llevaría como candidato presidencial al ex-ministro de Economía Roberto Lavagna. La posibilidad de un frente de esas características se funda precisamente en un diagnóstico político de la crisis actual, que es concebida, más que como una de naturaleza económica, como una ruptura de los horizontes de convivencia, como una división irresoluble entre posturas inconciliables que llevan a un juego de suma cero y a una parálisis política de gravedad, máxime en una situación de extrema vulnerabilidad económica. Es precisamente en el hiato trazado por la grieta donde emerge la figura imaginaria de un potencial candidato capaz de sobrevolar y de administrar la crisis. El mismo Lavagna se ha planteado a sí mismo como un posible «presidente de transición», con vocación de trazar amplios acuerdos interpartidarios en vistas a una estabilización política, cimiento necesario para la esperada estabilización económica.

Interrogarse por el carácter político de la crisis supone, en primer lugar, repensar la democracia como horizonte último. Lejos de desdibujar la potencia política del régimen inaugurado en 1983, es preciso recuperar ese imaginario fundacional según el cual la democracia es un valor supremo que debe ser protegido y valorado. En segundo lugar, se vuelve indispensable caracterizar la democracia contemporánea y conocer sus vaivenes, sus dilemas y retos actuales. En efecto, nos encontramos en una época de fuerte negatividad política: si bien la «grieta», expresada en una tajante impugnación mutua, puede ser pensada como un problema que afecta más al «círculo rojo» (el de las personas que se interesan e involucran activamente en política), lo cierto es que las sociedades contemporáneas están atravesadas por una creciente sensación de rechazo, apatía y desconfianza política. Por esa razón, el desafío de pensar la crisis actual y su salida implica, más que nunca, repolitizar la democracia, imaginando nuevos horizontes colectivos de igualdad y libertad.



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