Opinión
octubre 2017

Triunfo cultural, ¿derrota electoral?

Los dilemas del progresismo en Chile

El progresismo chileno ha logrado grandes victorias culturales pero está políticamente fragmentado. Su crisis es más profunda de lo que parece. Y las soluciones no están a la vuelta de la esquina.

<p>Triunfo cultural, ¿derrota electoral?</p>  Los dilemas del progresismo en Chile

La evidente fragmentación del progresismo chileno con miras a las elecciones del próximo 19 de noviembre resulta verdaderamente paradójica. El panorama se produce después de cuatro años de gobierno de Michelle Bachelet, quien conquistó por segunda vez la presidencia en el año 2013 con el programa más progresista jamás escrito e imaginado por una coalición de centroizquierda desde el retorno a la democracia en 1990. Esa segunda victoria se produjo luego de que los cuatro partidos integrantes de la Concertación de Partidos por la Democracia (Partido por la Democracia, Partido Socialista, Partido Demócrata Cristiano, y Partido Radical Socialdemócrata) incluyeran en su coalición al Partido Comunista. Se estableció así la Nueva Mayoría. El triunfo en las urnas hacía prever un gobierno que avanzaría significativamente en una agenda progresista. Obtuvieron 20 de 28 senadores (53%) y 67 de 120 diputados (56%). Sumando a los independientes de izquierda, la cifra quedaba en 55% y 58% respectivamente. En tanto, Michelle Bachelet obtuvo un 46,7% en primera vuelta, y un contundente 62% en segunda vuelta.

A muy poco andar se hizo evidente una fractura al interior de la coalición gobernante. Grupos con posiciones más conservadoras reclamaban políticas económicas más proclives al mercado, una mayor gradualidad y una agenda más agresiva en torno al crecimiento. Otro grupo, de posturas posturas más progresistas, demandaba, por el contrario, acelerar los impulsos transformadores del gobierno. Estas divisiones provocaron abruptos cambios de gabinete, postergación de algunos proyectos, y tensiones entre los partidos de la coalición. La agenda de cambios institucionales incluyó el cambio del sistema electoral por uno más proporcional, la reforma a la educación primaria y secundaria, el establecimiento de la gratuidad universitaria para los sectores más pobres del país, la despenalización del aborto en tres causales, el establecimiento de la acción afirmativa para mujeres en la competencia electoral, y el inicio de un proceso constituyente para establecer una nueva constitución, entre otras muchas cuestiones.

Sin embargo, la fragmentación política de la centroizquierda ha sido evidente. De hecho, es la primera vez desde el retorno de la democracia que la izquierda de la coalición y el Partido Demócrata Cristiano (PDC) presentarán candidaturas presidenciales distintas. El senador independiente Alejandro Guillier representará al Partido por la Democracia (PPD), el Partido Socialista (PS), el Partido Radical Socialdemócrata (PRSD) y el Partido Comunista (PC). Mientras, la senadora Carolina Goic representará al PDC. Esta coalición tampoco logró establecer una lista coordinada para las parlamentarias, dejando al PDC competir en alianza con Izquierda Ciudadana y el Movimiento Amplio Social, los dos partidos menores dentro de la coalición. A ello se suman otras cuatro candidaturas presidenciales del mundo de la izquierda: Beatriz Sánchez por el Frente Amplio, Marco Enriquez Ominami por el Partido Progresista, Alejandro Navarro por el partido País, y Eduardo Artés por Unión Patriótica.

Las encuestas más recientes dan una ventaja holgada en primera vuelta para la candidatura del ex presidente Sebastián Piñera (40 a 45% dependiendo de la encuestadora), seguido de Alejandro Guillier (16 a 22%), Beatriz Sánchez (12 a 19%) y Carolina Goic (3 a 5%). Para la segunda vuelta se anticipa un resultado más ajustado. La dupla con un resultado más estrecho sería de Piñera vs. Guillier, aunque con una diferencia favorable al primero. Irónicamente, la suma de las preferencias de la centro-izquierda son idénticas a la derecha, pero hoy sabemos que aquellas preferencias no son sumables. Dada la cohesión de la derecha en torno a la figura del ex presidente Piñera y la fragmentación de la centroizquierda en seis candidaturas, el resultado más probable es que la presidenta Bachelet termine, por segunda vez, entregando la banda presidencial a un líder de derecha.

¿Pero cómo se explica que un triunfo cultural que ha movido la agenda en temas de igualdad, derechos y redistribución, no se traduzca en un proyecto que unifique al progresismo?

La respuesta se vincula a tres aspectos. El primero es la incapacidad de los partidos de renovar sus prácticas, instituciones y discursos. Las transformaciones sociales e institucionales no tuvieron un correlato en el cambio en las prácticas y liderazgos de los partidos políticos tradicionales—y menos del progresismo. Las denuncias por corrupción que han afectado a todos los partidos del espectro político—salvo el PC y el emergente Frente Amplio—no hicieron más que acrecentar la brecha entre una ciudadanía y una clase política que es percibida abusando de sus privilegios.

La nomenclatura de la “vieja política” alude precisamente a esta cuestión. Actores políticos que, independiente de su edad, mantienen prácticas que privilegian acuerdos cupulares y preservan sus cuotas de poder. Los partidos tradicionales siguen recurriendo a sus liderazgos tradicionales sin generar una nueva camada política que aporte una visión diferente de la política.

El progresismo tampoco ha visto emerger una fuerza alternativa como sí sucedió en otros países. En las elecciones de 2009 surgió la opción presidencial de Marco Enriquez-Ominami, un ex socialista que logró posicionarse en tercer lugar en dicha elecciones, pero que posteriormente se vio envuelto en denuncias por financiamiento electoral ilegal. En esta oportunidad, la novedad la constituye el “Frente Amplio” que articula más de una decena de movimientos y partidos emergentes críticos al neoliberalismo. Sin embargo, dicha agrupación carece de una articulación territorial potente de alcance nacional por lo que seguramente su impacto electoral será todavía acotado, aunque muy probablemente ampliará los tres diputados con que hoy cuenta.

La tercera cuestión es programática. Hoy el progresismo chileno se compone de tres vertientes que parecen irreconciliables: una “humanista-cristiana”, heredera del reformismo de la década de 1960, una “socialdemócrata-tradicional”, heredera de la renovación socialista de la década de 1980, y una “anti-neoliberal”, que cuestiona las bases del modelo de desarrollo y las bases institucionales sobre las que se fundó este modelo.

La gran contradicción del momento actual es la importante capacidad del progresismo para promover una agenda transformadora y su incapacidad para convertir aquello en una opción política más o menos coordinada y que lidere las preferencias de la población.

Como ningún partido ha logrado por si mismo convertirse en una opción mayoritaria, la única opción de promover cambios políticos significativos es formando coaliciones de gobierno. Esto plantea una pregunta esencial: ¿es factible generar un marco cooperativo de los diferentes mundos progresistas hoy? El actual estado de fragmentación política y las ambigüedades programáticas hace improbable este escenario. Varios líderes más críticos –del Frente Amplio, por ejemplo—, no están dispuestos a participar de una coalición con los sectores más moderados de la izquierda y del centro político. Por su parte, varios líderes del PDC sostienen que no formarían nuevamente una alianza con el PC. Predominan tendencias de buscar el “camino propio”, aumentar el caudal de votaciones y acceder en un futuro más lejano al poder.

A todo ello se suma un marco de participación electoral decreciente debido a la introducción del voto voluntario. Con tasas de participación electoral inferiores al 50%, los partidos han definido nichos electorales muy acotados y en los que los sectores socioeconómicos más bajos dejan de participar. Las instituciones representativas pierden valor y la calle –caracterizada por ser escenario de protestas– se convierte en el mecanismo más efectivo para obtener beneficios sociales. Esta lógica política profundiza las desigualdades dado que los grupos que tienen mayores capacidades de organización pueden incidir en el proceso político de modo más efectivo. Los pobres, los indígenas, los inmigrantes, los niños y los adultos mayores se convierten en los sectores más postergados de la sociedad y carentes de representación política.

El escenario no es para nada promisorio para el progresismo dado que prima la división por sobre el entendimiento, la segmentación por sobre la construcción de mayorías sociales, y el dogmatismo por sobre consideraciones estratégico-electorales para acceder al poder. La necesidad de transformar los fundamentos sobre las que se fundó el modelo neoliberal de Chile es el gran éxito cultural del progresismo. La fragmentación que ha ocasionado en esas mismas fuerzas transformadoras es su gran derrota.


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