Tema central
NUSO Nº 297 / Enero - Febrero 2022

Tejer ciudadanía social en el siglo XXI

El mundo está cambiando. Los antiguos Estados de Bienestar keynesiano-fordistas deben ser repensados para adaptarlos a formas de ciudadanía social capaces de responder a nuevos desafíos, entre ellos la disrupción tecnológica y sus relaciones sociodigitales. El feminismo, los ciclos de vida, la agenda urbana y la protección del planeta no pueden quedar fuera de la democratización del bienestar.

Tejer ciudadanía social en el siglo XXI

El cambio de época

El movimiento global que se inició con la revuelta de Seattle en 1999 visualizaba el punto de partida de una nueva era. Movimientos ecologistas y pacifistas, iniciativas juveniles, ong y sindicatos, con distintos registros y lenguajes, luchaban por una globalización humana y ecológica; es decir, demandaban que las transformaciones productivas, sociales y culturales beneficiaran a las mayorías sociales, el conjunto de los lugares y el ecosistema. Sujetos plurales y mestizos se movilizaron en diversas ciudades del planeta coincidiendo con las reuniones de varios organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional (fmi), el Banco Mundial (bm) o la Organización Mundial del Comercio (omc): buscaban bloquear el normal funcionamiento de estos encuentros con el objetivo de influir en el nuevo sistema-mundo en construcción. Al final del ciclo de protesta, estas revueltas mutaron y tomaron forma de movimiento contra la Guerra de Iraq. La guerra global permanente se presentaba como el complemento de la globalización neoliberal.

Las alternativas también se disputaron en otras escalas. Desde la proximidad y la cotidianidad se trabajaba y se trabaja para dibujar, reclamar y edificar otro mundo posible. Tomó importancia la acción performativa y emergieron propuestas desde el aquí y el hoy. El lema «piensa globalmente, actúa localmente» fue sedimentando en el nuevo milenio. Se tejieron redes de solidaridad entre iguales en los niveles vecinal o sectorial, se construyeron espacios de economía social y cooperativa para generar una ocupación digna, se ensayaron nuevos proyectos de vida personal, familiar y colectiva que debilitaran el patriarcado, se transitaron propuestas que hacen más compatible la vida urbana y la rural, se enunciaron los derechos de la naturaleza, etc. Además, la proximidad adquirió un dinámico protagonismo. Las apuestas municipalistas, que conectan institución y comunidad, trazaron nuevos futuros posibles para materializar desde el presente. Hábitats autocentrados donde construir y ejercer ciudadanía. Ciudades y pueblos que tejen redes y relaciones de cooperación.

El mundo está cambiando. Se alteran los vectores que habían vertebrado las sociedades industriales. Emerge una nueva era. En la esfera económica, se desencadenan la disrupción tecnológica y sus relaciones sociodigitales; se extienden la financiarización y sus lógicas especulativas; y se redefinen factores y expresiones de vulnerabilidad. En la esfera cultural, irrumpe un mundo de complejidades que afecta la propia cotidianidad (nuevas relaciones afectivas y de género, ciudades multiculturales, formas emergentes de convivencia); y aparecen discontinuidades vitales e incertidumbres biográficas (migraciones globales, vínculos cambiantes, edades en transición). En la esfera ecológica, crece la conciencia –y en menor medida, la acción– sobre los riesgos ambientales globales socialmente producidos (cambio climático, contaminación atmosférica); y también se dibujan procesos de gentrificación, segregación urbana y geografías de despoblación. En la esfera política, se redefinen anclajes y referentes de pertenencia, afloran creatividades y energías ciudadanas de nuevo tipo y actores en torno de relatos y dimensiones de conflicto emergentes.

La crisis económica de 2008 debe comprenderse en este contexto de mutaciones estructurales que empujan los procesos de desregulación económica y aumento de las desigualdades. Además, aquella crisis se enfrentó con recetas thatcheristas (servicios públicos convertidos en áreas de negocio privado, derechos sociales transformados en mercancías), a la par que con una suerte de keynesianismo para los ricos: volúmenes ingentes de gasto público y nuevas regulaciones para salvar a la banca y la gran empresa. Ahora bien, la recesión económica también hizo visible una crisis política y de representación. El malestar ciudadano y la indignación social frente al empeoramiento de la vida cotidiana, y sobre todo frente a la falta de perspectivas de futuro, no encuentran canalización en los sistemas políticos liberal-democráticos de los Estados nacionales. El regionalismo europeo no consiguió grandes avances en el gobierno de la economía y el despliegue de una potente agenda social (tampoco lo hizo el latinoamericano). Los actores políticos y las instituciones públicas protagonistas del keynesianismo fordista se encuentran en serias dificultades. Por todo ello, y a modo de premisa, sostenemos que para repensar la agenda de transformación no es suficiente con una superación del neoliberalismo, sino que es necesario ir más allá del estatismo clásico.

La pandemia altera las coordenadas

Venimos de una década convulsa. La Gran Recesión golpeó los parámetros económico-financieros de la globalización desregulada. Y su gestión política, en clave de austeridad, configuró la fase más intensa del ciclo neoliberal. La pandemia alteró las coordenadas. Resurgió lo colectivo como necesidad humana, más que como opción disponible en el abanico ideológico: ahí está la puesta en valor de servicios públicos y prácticas solidarias; también, el esquema europeo de reconstrucción. Cuando el virus tocó la puerta, se tomó conciencia de la importancia de tener robustas instituciones públicas –estatales y comunitarias–, sistemas sanitarios musculados, estructuras industriales articuladas en el territorio, un amplio e intenso entramado de políticas públicas, así como prácticas sociales de impulso del cuidado colectivo. Deviene sentido común hegemónico la necesidad del retorno del Estado y de la comunidad, también en instituciones regionales y organismos internacionales tradicionalmente promercado. Las políticas expansivas estadounidenses y los fondos de reconstrucción europeos deben ser leídos en esta clave. 

Pero más allá de crisis cíclicas y respuestas coyunturales, subyacen dinámicas de cambio de época en múltiples dimensiones. El cambio de milenio delinea un tiempo de transformaciones intensas, diversas y aceleradas, llamadas a redibujar trayectorias personales y horizontes colectivos. Nace un tiempo nuevo: lo hace entre la posverdad y la reflexividad, entre la individualización y el bien común, entre el miedo y la esperanza. Un futuro en construcción y disputa, en el marco de coordenadas sustancialmente diferentes de las que dieron vida a los regímenes de bienestar del siglo xx. Además, la crisis del covid-19 actúa como una suerte de acelerador de procesos sociales en marcha y, a la vez, como un intensificador de la necesidad de repensar temáticas, prácticas y políticas dadas por descontadas. 

Albert O. Hirschman explica que ante los escenarios de cambio de época surgen pulsiones conservadoras que se pueden sintetizar en tres tesis: perversidad, futilidad y riesgo1. Riesgo y perversidad implican una lógica de fatalidad: el cambio llevaría a cuestionar conquistas y a agravar problemas. La futilidad supone la banalización del cambio. Si eso fuera así, bastaría con forjar estrategias entre el inmovilismo y la resistencia. Pero las dimensiones del cambio de época pueden ser leídas también como coordenadas de reconstrucción de ciudadanía. El contexto actual de emergencia climática e incertidumbres pospandémicas es un escenario en el que podemos cartografiar los contratos sociales, ecológicos y de género para el siglo xxi: un entramado de derechos conectados a la sociedad surgida de las grandes transiciones y a su nueva estructura de riesgos colectivos. 

Parece evidente que entre este escenario y las lógicas fordistas-keynesianas que alumbraron los regímenes de bienestar del siglo xx se abre un abismo. Se trata de un desencaje de época que convoca a explorar políticas de nuevo tipo y nuevas formas de producirlas, un presente que invita a situar el Estado de Bienestar frente al espejo del cambio de era. Esto es lo que hemos pretendido llevar a cabo con la coordinación de la obra Vidas en transición. (Re)construir la ciudadanía social 2, de la que hemos extraído parte importante de las reflexiones del presente artículo. En otras obras se han tratado en profundidad los procesos de reestructuración de las políticas sociales clásicas. Ahora bien, aunque complementario, nuestro ejercicio es diferente: parte de las dinámicas de cambio de época y se propone profundizar en ellas para reconstruir y repensar dispositivos para hacer efectivos derechos, seguridades y cuidados. En otras palabras, forjar nuevos espacios de ciudadanía social fuertemente conectados a las realidades emergentes. 

Así pues, y para seguir avanzando en la pulsión humanista y emancipadora que dio lugar a los Estados de Bienestar de los «Treinta Gloriosos»3, pero situados en pleno siglo xxi, emergen cuatro vectores propositivos que se desarrollan en los siguientes apartados: enlazar igualdad con diferencias; conectar autonomía con vínculos; democratizar la ciudadanía social; fortalecer la proximidad y la ciudadanía multiescalar.

Enlazar igualdad con diferencias

El tiempo nuevo viene cruzado por tensiones: ejes emergentes de desigualdad, discriminación, ausencia de libertad y exclusión relacional. Es por eso que la reconstrucción de derechos debería conducir a espacios de equidad (forjar igualdad), diversidad (reconocer diferencias), autodeterminación personal (generar autonomía) y comunidad (articular vínculos). 

El contrato socialdemócrata de bienestar implicó, tras la Segunda Guerra Mundial, un periodo sin precedentes de reducción de la desigualdad por medio de políticas sociales de carácter redistributivo. Se redistribuyeron rentas aun manteniendo disparidades relevantes de ingresos primarios. Y, más allá de la dimensión económica, las distribuciones sociales de poder quedaron relativamente inalteradas. Todo ello, además, se producía en un marco de baja heterogeneidad social, en un contexto de amplios agregados sociales estructurados por el eje de clase. 

Las dimensiones del cambio de época perfilan nuevas realidades. Irrumpen lógicas de diversificación sociocultural y los ejes de la estructura social pasan a ser múltiples y cambiantes. La construcción de un nuevo acuerdo de ciudadanía afronta ahora un reto insoslayable: trenzar coordenadas de justicia social en la doble dimensión material y cultural; enlazar las políticas de igualdad con las de reconocimiento de la diversidad. En efecto, solo la distribución igualitaria de poder y condiciones materiales hace posible la realización de todos los proyectos de vida. Pero no hay atajos a la igualdad que puedan obviar la heterogeneidad y las aspiraciones de reconocimiento. Sin ellas, tienden a perpetuarse los ejes culturales de discriminación de colectivos vulnerables. 

Materializar la articulación de igualdad y diferencias, en clave de políticas públicas, puede requerir un mínimo de cuatro giros sustantivos en relación con los términos del viejo contrato social:

- Giro hacia la predistribución, más allá de las lógicas redistributivas clásicas. Eso es, intervenir en la generación de igualdad no solo a posteriori, cuando el mercado ya ha actuado, sino también antes. Con esta translación del eje deberíamos poder superar el relato meritocrático justificador de enormes desigualdades, pero también ir más allá del igualitarismo desempoderador y poco conectado con las vulnerabilidades emergentes. Este giro implica un mínimo de tres vertientes con anclaje directo en dinámicas de cambio de época: (a) incidencia colectiva en el modelo económico, en las fuentes de creación de riqueza y de satisfacción primaria de necesidades humanas: economía del bien común, soberanía tecnológica, ecosistemas cooperativos con cadenas de generación y apropiación colectiva de valor, tejidos productivos creadores de sociabilidad ligados a formas ecológicas y colaborativas de consumo, reconocimiento de los cuidados, empleos dignos y salarios justos; (b) centralidad de las políticas públicas que son palanca de autonomía y empoderamiento: renta básica, educación infantil (0-3 años) y formación a lo largo de la vida; conexión entre cultura, educación y territorio; instrumentos de garantía del derecho a la vivienda; (c) refuerzo de la dimensión comunitaria de las políticas de cobertura universal: los equipamientos públicos como activadores de redes comunitarias de innovación social; los servicios públicos como bienes comunes para producir lógicas de apropiación ciudadana.

- Giro hacia el feminismo, más allá de la reproducción de injusticias de género. Las movilizaciones globales y masivas del 8 de marzo en los últimos años, formuladas incluso a modo de huelga general, expresan una capacidad de agencia posiblemente sin parangón. Ya no se trata solo de intensificar o ampliar la agenda de políticas de igualdad, sino de abandonar el modelo heteropatriarcal e inscribir la justicia de género, en todas sus dimensiones, en el núcleo del nuevo acuerdo de ciudadanía social: la erradicación de todo tipo de violencia machista; acuerdos comunitarios para lograr una distribución compartida de los cuidados y para un reparto igualitario de tiempos y trabajos de cotidianidad; una esfera pública con plena igualdad de derechos económicos y democracia paritaria; políticas feministas para superar el androcentrismo en los servicios públicos y en la planificación-gestión de las ciudades; políticas de reconocimiento de la diversidad afectivo-sexual y de la autodeterminación de género.

- Giro hacia la interculturalidad, más allá de las concepciones tradicionales de integración. Tres fueron las principales apuestas a finales del siglo xx: el modelo francés ha subrayado la inclusión y el acceso a los derechos políticos, aun a costa de la ausencia de reconocimiento del pluralismo cultural; el modelo anglosajón ha mantenido vías abiertas de acceso a la ciudadanía y de respeto a la diversidad, pero con pautas de segregación sociorresidencial persistentes; el modelo centroeuropeo, finalmente, ha trabajado la cohesión y reconocido las diferencias, pero ha mantenido fuertes barreras de exclusión en el acceso a los derechos políticos. Frente a esos tres esquemas, se presenta el reto de construir una ciudadanía intercultural, un marco de trabajo y aprendizaje colectivo definido por la voluntad de generar simultáneamente condiciones de igualdad política, inclusión social y reconocimiento cultural. Y tanto más importante: sin coexistencias cotidianas paralelas. Con reglas de juego acordadas que hagan posible la interacción positiva, la convivencia, el intercambio y el mestizaje. Esta última dimensión resulta clave. La propuesta intercultural pone el acento en los procesos de creación de un espacio público compartido, donde se producen aprendizajes, prácticas relacionales e interacciones en la diversidad: vivir juntos, reconocerse diferentes. 

- Giro hacia los ciclos de vida, más allá de miradas adultocráticas al curso vital. En el tiempo nuevo que vivimos, las políticas sociales no pueden dar la espalda a los ciclos de vida. Las etapas vitales van forjando itinerarios personales y vínculos colectivos, y en ellas emergen necesidades que han de tener respuesta pública, sobre todo en aquellas fases que configuran los eslabones más frágiles de las trayectorias personales, las franjas en que se desarrollan desigualdades y riesgos derivados del carácter adultocrático de nuestra sociedad. Frente a ello, los ciclos vitales deberían ser espacios donde conjugar protección colectiva con autoderminación personal, donde poder ejercer, en igualdad de condiciones, el derecho a decidir un proyecto de vida. Desde esta lógica se hace necesario fortalecer y priorizar las políticas de la pequeña infancia y de lucha contra la pobreza infantil; las políticas para la emancipación juvenil; las políticas de apoyo a nuevos modelos familiares y convivenciales; la inclusión laboral de población adulta; las políticas de cuidados integrales a las personas mayores frágiles, y por un envejecimiento autónomo, saludable, activo y con derechos; las políticas de equidad intergeneracional en el capital cultural y relacional.

Conectar autonomía con vínculos

El contrato social del Estado de Bienestar clásico se materializa por medio de esquemas burocráticos de prestación de servicios públicos. Se erigieron estructuras administrativas jerárquicas, donde personas y colectivos tendían a ser tratados como sujetos pasivos receptores de servicios y prestaciones, enmarcados en relaciones de dependencia. Ni la participación ciudadana ni la autonomía personal hallaron lógicas fáciles de encaje en esos esquemas. En otra dimensión, la articulación de vínculos e interacciones solidarias se produjo más en la esfera asociativa que en las políticas públicas: el Estado social keynesiano puso más el énfasis en redistribuir recursos que en construir comunidad.

Pero también aquí las dimensiones del cambio de época perfilan nuevas realidades. Por un lado, personas y grupos irrumpen con fuerza en el espacio público desde lógicas de empoderamiento y activación de protagonismos diversos. La ciudadanía social y sus derechos colectivos empiezan a reescribirse desde gramáticas de autodeterminación y libertad individual. Es verdad, en ausencia de igualdad esa libertad no es real; pero sin procesos de autonomía personal, la igualdad puede esconder relaciones de dominación. Emerge, por otra parte, el reto de situar la autonomía en un marco de reconstrucción de lazos de fraternidad, de vínculos comunitarios y ecológicos. Se trataría, en síntesis, de inscribir los valores de solidaridad y sostenibilidad en el núcleo del nuevo contrato social. 

Materializar la construcción de autonomía en un marco de fraternidad puede requerir cuatro nuevas transformaciones:

- Giro hacia la renta básica, para garantizar condiciones materiales de existencia y libertad real. La renta básica es una prestación monetaria pública que reúne tres características fundamentales: se transfiere de forma periódica a toda la ciudadanía –o personas residentes– de una comunidad política (universalidad); el pago se realiza a personas, sin considerar la composición de los hogares donde convivan (individualidad); el pago se realiza sin tener en cuenta el nivel de ingresos o recursos de las personas beneficiarias (incondicionalidad). En las dinámicas económicas de cambio de época, la producción es cada vez más social e inmaterial. El capitalismo digital puede además expandir la creación de valor y riqueza, sin que crezca el volumen de empleo. En las dinámicas culturales de cambio de época ganan fuerza los valores de la libertad individual, entendidos en clave de libertad real y ausencia de relaciones de dominación (mercantiles, sociales o burocráticas). Es en este escenario donde la renta básica puede jugar un papel clave en la transición entre el bienestar fordista y el nuevo contrato de ciudadanía social.

- Giro hacia la transición ecosocial, para construir justicia climática global y soberanías de proximidad. El siglo xxi es ya el tiempo del conflicto capital-biosfera, un marco donde la catástrofe global es posible, sobre la base de la contradicción entre modelo de crecimiento y límites físicos del planeta (la dimensión socioecológica del cambio de época). El escenario de colapso es una posibilidad real, pero también lo es una agenda de políticas de transición ecológica con capacidad para evitarlo. Un Nuevo Pacto Verde (Green New Deal) incrustado en el núcleo del nuevo régimen socioeconómico, que afronte el doble reto de dar respuesta a lo urgente y a lo necesario: llegar a fin de mes (reactivar la producción) y evitar el fin del planeta (transformar las bases del modelo productivo). La agenda de la transición ecológica se configura pues a partir de algunas políticas claves: cambio energético como vector principal de la lucha contra la emergencia climática y como palanca de transformación del aparato productivo; cambio en el modelo de movilidad como factor de recuperación de la calidad del aire; estrategias de protección y multiplicación de la biodiversidad; y fortalecimiento de las cadenas de proximidad, hacia escenarios de soberanía hídrica y alimentaria. 

- Giro hacia los cuidados, como bienes comunes relacionales orientados a superar vulnerabilidades cotidianas. Mientras que la causa de la igualdad se disputaba en el terreno de la redistribución, la lucha por la inclusión se despliega, sobre todo, en el campo de los cuidados cotidianos y de las prácticas comunitarias de apoyo mutuo y reciprocidad. En el nuevo contrato social de ciudadanía, el derecho a los cuidados debería gozar de un grado de centralidad y garantía equivalente al de la educación y la sanidad en la agenda clásica de bienestar. Y no solo eso, debería también articularse una distribución comunitaria y equitativa de los cuidados, sobre la base de valores de fraternidad y del giro feminista. La centralidad de los cuidados conduce a la necesidad de servicios sociales universales y de calidad, de tipo preventivo, promocional y comunitario. En términos de prácticas sociales, los cuidados remiten a iniciativas de base orientadas al empoderamiento, a autogestionar respuestas frente a necesidades y a vulnerabilidades humanas. 

- Giro hacia la agenda urbana, para asegurar el derecho a la ciudad. Las dinámicas socioeconómicas de cambio de época presentan una intensa trazabilidad urbana. La digitalización consolida la red de metrópolis globales y, en ellas, la aparición de empleos urbanos de plataforma altamente precarizados. Las lógicas especulativas se vinculan a la propiedad inmobiliaria y convierten viviendas y espacios urbanos en activos financieros. Por otra parte, los riesgos de exclusión habitacional, los impactos vecinales de la gentrificación, la segregación residencial o la informalidad urbana se sitúan hoy en el centro de las nuevas vulnerabilidades sociales. Las políticas de vivienda y de regeneración urbana presentan agendas complejas. Garantizar una vivienda asequible y digna, y hacerlo en el marco de barrios y ciudades cohesionadas, con mixtura social y funcional, requiere de instrumentos de acción diversos y procesos sostenidos en el tiempo. Se vinculan el derecho a la vivienda y el derecho al barrio/municipio. 

Democratizar la ciudadanía social

El Estado de Bienestar keynesiano se inscribió en una doble coordenada institucional: (a) un modelo de democracia representativa, con procesos limitados de participación ciudadana en la elaboración de políticas, que fraguó un esquema de agregación electoral de preferencias, con fuerte sesgo delegativo hacia una esfera política profesionalizada que toma decisiones al margen de la implicación ciudadana; (b) un esquema socioburocrático de gestión pública que hereda los dogmas organizativos weberianos: nítida segmentación entre sectores público y privado, estructuras administrativas rígidas (jerarquía, especialización y centralización), oferta estandarizada de servicios ajena a lógicas de diferenciación y paternalismo profesional que relega a los ciudadanos a la condición de administrados pasivos. Ambas coordenadas guardan relación: una democracia de baja calidad participativa encaja bien con una administración de baja intensidad deliberativa. Y todo ello en un marco de sociedad industrial poco compleja y estabilizada en torno del contrato de bienestar.

Hacia finales del siglo xx, la ofensiva mercantilizadora diseña, en el plano de la administración, el esquema de la Nueva Agenda Pública (New Public Management): transferencia de la lógica empresarial al ámbito público, externalizaciones y sustitución de ciudadanos por clientes. Hoy, en pleno siglo xxi, la reconstrucción de la ciudadanía social afronta el reto de impulsar el giro hacia lo común: superar tanto el monopolismo burocrático fordista-keynesiano como la Nueva Gestión Pública neoliberal y convertir los derechos sociales en ámbitos de profundización democrática. La gobernanza participativa y relacional implica políticas generadoras de democracia activa, servicios reconfigurados como bienes comunes y prácticas ciudadanas como espacios de autogestión de derechos. Supone una esfera pública articulada por redes público-comunitarias, procesos de coproducción e iniciativas de innovación social, una gobernanza orientada a vertebrar lo común más que a gestionar burocracias, con una administración democrática y deliberativa, y una acción colectiva declinada en términos de construcción, más que de resistencia.

La aproximación democrática y relacional, como dimensión de gobernanza de la nueva ciudadanía social, incorpora algunos elementos claves:

- La transformación de las administraciones públicas: se impone pensar un modelo con valores de referencia, flexible y responsable, estratégico y creativo, democrático y deliberativo. En el plano interno, la administración pública debe superar esquemas de rigidez vertical y sectorial, y dotarse de flexibilidad, de espacios que nutran la confianza y la responsabilidad. En el plano externo, tendrá que articular respuestas a una sociedad compleja y cargada de incertidumbres. Deberá ser estratégica y a la vez abierta al aprendizaje y al abordaje de retos emergentes. Una administración con herramientas para incorporar inteligencias colectivas, para articular el diálogo y la cooperación; para activar dinámicas de mediación entre escalas de gobierno y con las esferas privada y comunitaria.

- Las redes de acción: la gobernanza desde una arquitectura de sujetos en red implica la preservación del espacio público y de los proyectos colectivos. No obstante, los procesos ya no podrán ser el producto de la acción unilateral y jerárquica de los poderes públicos, sino el resultado de un intercambio complejo de recursos entre múltiples niveles de gobierno, asociaciones y ciudadanía en el marco de redes participativas. La gobernanza relacional consiste en incorporar ese pluralismo y gestionarlo desde la horizontalidad y la distribución equitativa de recursos de influencia. Hablar de redes participativas implica la articulación de actores en marcos organizativos comunes desde los cuales intercambiar recursos, negociar prioridades y tomar decisiones relacionadas con proyectos públicos compartidos.

- La coproducción de políticas: ello implica la participación del tejido comunitario en sus procesos de diseño e implementación, y también el protagonismo de las personas en tanto que sujetos activos en el ejercicio de la gobernanza democrática. Una agenda enraizada en esa lógica debe incorporar una apuesta de gestión de servicios y espacios ligada a la implicación comunitaria. Los equipamientos sociales, culturales, educativos y de salud, así como muchos espacios públicos, son los referentes tangibles en el ejercicio cotidiano de la ciudadanía, configuran la geografía física del bienestar. Deberían ser también su geografía humana; superar la lógica tradicional de marcos de prestación de servicios y convertirse en bienes comunes, lugares de apropiación colectiva desde valores democráticos. 

- Las prácticas de innovación social: se trata de un conjunto de experiencias de base comunitaria orientadas a dar respuesta, en primera instancia, a los impactos sociales de la crisis; iniciativas que van prefigurando, después, modelos alternativos de producción y articulación de bienes comunes desde lógicas de empoderamiento personal y colectivo. La innovación social se despliega en un amplio abanico: desde la economía solidaria a los bancos de tiempo, pasando por redes de consumo agroecológico; desde la gestión ciudadana de espacios urbanos hasta iniciativas de soberanía tecnológica, pasando por cooperativas de vivienda, energía o transporte. Toda una esfera solidaria de inclusión a reconocer y apoyar en un marco de gobernanza democrática y relacional: desde el respeto a su autonomía, desde apoyos pactados. 

Fortalecer la proximidad y la ciudadanía multiescalar

La sociedad industrial generó marcos nacionales de gestión del conflicto de clases y, en ese contexto, se fraguó el contrato social en el espacio de los Estados nacionales. Los derechos sociales se construyeron bajo instituciones fuertemente centralizadas. Pero durante las últimas décadas del siglo xx, el esquema territorial empezó a alterarse de forma sustancial. El casi monopolio del Estado-nación se transforma en beneficio de un complejo entramado institucional e irrumpe el proceso aún hoy abierto de reestructuración social en el espacio. Los escenarios simultáneos de europeización y descentralización implicaron un cambio relevante en la geografía política del bienestar: el viejo Estado de Bienestar keynesiano dio paso a redes multiescalares.

No se trata de reproducir viejos esquemas jerárquicos, sino de articular escenarios de soberanías libremente compartidas, con relaciones de interdependencia y horizontalidad para abordar problemas, gestionar conflictos y construir acuerdos. Buena parte de los retos emergentes, de la emergencia climática al crimen organizado pasando por la pandemia, requieren un salto de escala hacia ámbitos supraestatales. Y es aquí, en este mundo global y del riesgo, donde toca dar batalla por Europa (y por una integración latinoamericana). Por una Unión Europea con más capacidades de gobierno y elaboración de políticas frente a los Estados y sus reticencias anacrónicas a ceder más poder; por una ue plenamente democrática, que haga girar su integración en torno de los derechos civiles, políticos y sociales; por una ue que actúe como sujeto político en la escena internacional y trabaje de forma cooperativa y horizontal con todos los ámbitos de proximidad.

La globalización ha desatado sensaciones de desprotección y los Estados han tendido a responder con fronteras excluyentes y repliegues autoritarios. En ese marco, las ciudades han impulsado la apertura de la brecha democrática. Se ha ido tejiendo la alternativa municipalista: gobiernos de proximidad como ámbitos de empoderamiento colectivo y reconstrucción de derechos. Se articula una esfera local con agendas conectadas a temas estructurales (desigualdades, migraciones, derechos humanos, cambio climático). El municipalismo redibuja –aún de forma incipiente– la geografía de la gobernanza mundial: los gobiernos locales se convierten en sujetos políticos democráticos frente a los mercados globales y a las fronteras estatales. El municipalismo aparece como proyecto donde articular comunidad con acogida. Es el territorio posible de encuentro entre apertura y protección, entre democracia participativa y derechos de ciudadanía.

Pero los Estados pesan demasiado, tanto en la dimensión simbólica como en la sustantiva. Los gobiernos locales se encuentran presionados por inercias históricas: no se sitúan en la centralidad del reparto de recursos públicos ni en el núcleo de los regímenes de bienestar y transición ecológica. Es por ello que la lógica municipalista plantea un triple reto de cambio: ganar niveles de autonomía política y fiscal, transitar hacia una gobernanza multinivel horizontal (donde la escala no suponga jerarquía), y fortalecer canales de intercambio y aprendizaje. Hay por supuesto en todo ello mucho camino a recorrer, pero se empieza ya a esbozar un ecosistema de redes internacionales de ciudades (cglu, Eurocities, C40, Sharing Cities, Cities for Housing) con vocación de hacer frente a los retos del cambio de época desde agendas potentes, interconectadas y no subordinadas.

En el ámbito urbano, irrumpen nuevas fragilidades conectadas a la transición sociocultural (crisis de los cuidados, dificultades de acogida de inmigrantes, soledades) que remiten a una arquitectura más cotidiana de los derechos sociales. Aparecen también fracturas vinculadas a la transición socioeconómica (desahucios, gentrificación, segregación residencial) que convocan a reconstruir ciudadanía desde la centralidad del hábitat. Frente a la trazabilidad local de los cambios, emerge el reto de fortalecer el bienestar de proximidad por medio de políticas ubicadas en los márgenes del Estado social: inclusión, cuidados, vivienda, movilidad sostenible… Reescribir, en síntesis, una institucionalidad con más poder en el territorio: allí donde las cosas pasan, donde late la inteligencia colectiva para abordarlas.

Tejer ciudadanía social en el siglo xxi es una tarea tan compleja como necesaria. El cambio de época nos ubica en transiciones vitales donde crecen miedos y esperanzas, incertidumbres y oportunidades. Forjar contratos sociales, ecológicos y de género conectados a esas nuevas realidades implica superar muchas coordenadas del viejo modelo de bienestar. Supone vertebrar un campo de políticas y prácticas donde la igualdad pueda conversar con las diferencias; donde la autonomía personal pueda hacerlo con la fraternidad. Supone también vincular lógicas de protección con más y mejor democracia, conectar la transformación de las administraciones con la articulación de lo común. E implica, finalmente, fortalecer la dimensión de proximidad de los derechos sociales, con el municipalismo como motor de ciudadanía en marcos cooperativos de gobernanza multiescalar. Sí, retos sumamente ambiciosos. Pero nada de ello parte de cero. Y no hay nada mejor que aprender de las experiencias ya en marcha.

  • 1.

    A.O. Hirschman: La retórica reaccionaria. Perversidad, futilidad y riesgo, Clave Intelectual, Madrid, 2020.

  • 2.

    R. Gomà y G. Ubasart (eds.): Vidas en transición. (Re)construir la ciudadanía social, Tecnos, Madrid, 2021.

  • 3.

    Se refiere al periodo que va desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, en 1945, a la primera crisis del petróleo.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 297, Enero - Febrero 2022, ISSN: 0251-3552


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