Opinión

Tarsila do Amaral y el modernismo «antropófago» brasileño


enero 2025

La reciente retrospectiva de la pintora brasileña Tarsila do Amaral en el Museo del Luxemburgo (París) es una buena oportunidad para volver sobre una artista cosmopolita que navegó las aguas del siglo XX entre Brasil y Europa en busca de una identidad artística para su país, y desempeñó, en la década de 1920, un papel fundamental en el movimiento modernista.

<p>Tarsila do Amaral y el modernismo «antropófago» brasileño</p>

En París, ir a pie del Centro Pompidou al Museo del Luxemburgo lleva, según la información que suministra el mapa virtual más conocido, 31 minutos. Es el tiempo que se demora una persona que, por ejemplo, visitó la grandilocuente y superpromocionada muestra homenaje al movimiento surrealista -que se expuso durante 2024-, en llegar al lugar donde se ofrecía un cuidado y nada estridente recorrido por la obra de la máxima representante del modernismo brasileño en pintura: la gran pintora Tarsila do Amaral. 

La exposición Tarsila do Amaral: peindre le Brésil Moderne [Tarsila do Amaral: pintar el Brasil moderno] no ha recibido, al menos de parte de la prensa francesa, la atención esperable para una artista de su estatura y tan significativa para el devenir del arte moderno latinoamericano. Por ese motivo, estas líneas, más que como una reseña, deberían ser leídas como una reivindicación. 

La exposición abarca seis momentos de la carrera artística de Tarsila do Amaral, pero el que más llama la atención es el de la década de 1920. ¿Por qué? Porque es el momento en que la pintora brasileña viaja a París, entabla diálogos con los artistas más innovadores de la época y, a través de sus vínculos con la vanguardia de su país, contribuye a dar forma al modernismo brasileño.

Ese periodo estuvo marcado también por la relación sentimental y artística que mantuvo con el poeta Oswald de Andrade. Se conocieron en 1922, en San Pablo, durante la Semana del Arte. Tarsila había regresado poco antes a su país tras haber cursado dos años de estudios en París, en la Académie Julian. Para Tarsila, nacida en una familia aristocrática en la que el francés era la lingua franca, la cultura francesa del siglo XIX fue la base de su educación formal. Es posible que haya sido esa la razón por la cual los cursos impartidos en la academia por el impresionista Émile Renard no le resultaron atractivos. 

Con todo, supo sacar provecho de ellos, pues le abrieron el camino para dar a conocer su primera pintura en el Salon des Artistes Français en 1922. Tarsila presentó una obra al óleo titulada «Passeport». De estilo ligeramente impresionista, el cuadro es un retrato frontal de una mujer con la cabeza apenas inclinada hacia su derecha y los ojos entrecerrados, dirigidos hacia abajo. Si el título parece expresar la situación de una artista venida de un país lejano y exótico que busca hacerse un lugar en el centro cultural del mundo, el rostro de la figura, que oscila entre lo tímido y lo triste, refleja cierta contrariedad, la misma que quizá experimentaba la artista brasileña en aquel país y que la llevaría a decidir regresar a su patria poco después. 

De regreso en San Pablo, Tarsila ingresó al denominado «grupo de los cinco» junto a Oswald de Andrade, Mario de Andrade, Paulo Menotti del Picchia y Anita Malfatti. Lo que ocurrió a partir de ese momento encierra una de las grandes paradojas del cosmopolitismo de la década de 1920 en América Latina. Porque en el círculo familiar de su infancia y adolescencia la pintora ya vivía, a distancia, en la ciudad de París, solo que en la del siglo XIX. La París que respiraba en los años 20 era, en cambio, otra: un avasallante y vertiginoso fervor de nuevas corrientes artísticas -sobre todo el cubismo, a través de la lectura de la revista Klaxon- que habían pasado desapercibidas en los dos años transcurridos en la capital francesa.

El segundo viaje a París la depositó en el corazón artístico del siglo XX. A finales de 1922, instalada junto a De Andrade en un departamento del distrito 18, comenzó a vivir la vanguardia en primera persona. Visitó exposiciones, viajó, fue a soirées y también las organizó en su casa. El año 1923 significó un verdadero punto de inflexión en su carrera porque, como recuerda Geaninne Gutiérrez-Guimarães en uno de los textos que integran el catálogo de la exposición, por recomendación de Blaise Cendrars decidió tomar clases de pintura con André Lhote, Fernand Léger y Albert Gleizes, la crème de la crème del cubismo. Entre los tres le enseñaron «el valor del trazo en los elementos geométricos, las figuras estilizadas y las formas orgánicas»1. La crítica de arte brasileña Aracy de Amaral escribió que de Lhote, Tarsila aprendió «la naturaleza constructiva de su trabajo con el trazo, que ganó en concisión»; de Léger, «la moderación» y «la capacidad de ensamblar las partes para formar un todo»; y de Gleizes, el interés por la estética de la máquina, de origen, en verdad, futurista, junto con la «nitidez de los contornos y su organización sistemática del espacio pictórico». 

También en 1923, Tarsila do Amaral comenzó a interesarse por el primitivismo, influenciada una vez más por Cendrars, quien frecuentaba su atelier de la calle Hégésippe-Moreau y dos años antes había publicado su Antología negra. El escritor suizo, que estaba escribiendo en ese mismo momento el libreto del ballet La creación del mundo de Darius Milhaud, la introdujo en los secretos fantásticos de un Brasil que desconocía y que dio como resultado, ese mismo año, la primera de sus dos obras «modernistas» más admiradas: «La negra», emblema de la estética Pau Brasil -el movimiento que reúne una parte inicial del modernismo brasileño, conjugando literatura y pintura-.


«La negra» es un óleo sobre lienzo de 100 x 81,3 centímetros que forma parte de la colección permanente del Museo de Arte Contemporáneo de la Universidad de San Pablo. En ella, formas volumétricas se combinan para crear un imponente retrato cubista de una mujer sentada con piernas y brazos cruzados. El óvalo juega un papel central en la composición, en especial en la cabeza. Esta presenta ojos oblongos, con una expresión marcadamente oriental, que dirigen la mirada hacia el punto donde surge una nariz ancha, apenas discernible por sus diminutos orificios nasales. En la mitad inferior se inserta una segunda figura ovalada, ligeramente inclinada hacia la derecha y truncada por un trazo horizontal: una boca con labios excesivamente gruesos en tono marrón tostado. Además, el óvalo también constituye la base sobre la cual Tarsila representa el cuello, así como la única mano visible y ese mítico seno que parece reposar languideciente sobre el antebrazo y una de las piernas. 

La representación de personajes afrodescendientes, tanto masculinos como femeninos, es evidente a lo largo de toda la obra de Tarsila. No obstante, las motivaciones detrás de esta propensión fueron cambiando con el transcurso del tiempo, las ideologías y las circunstancias particulares en que la artista se encontraba al momento de realizar sus pinturas, dibujos o acuarelas. 

La obra de 1923 suscita numerosos debates. Existen dos grandes interpretaciones que divergen en cuanto a la posición de Tarsila respecto de la representación de las personas negras. La primera lectura la sitúa como una artista que, luego de años de formación clásica, encontró en el negrismo una forma de dar visibilidad a lo más genuino de la identidad brasileña. La otra lectura no es tan complaciente. El catálogo de la exposición del Museo del Luxemburgo recoge una crítica de Rafael Cardoso en la que defiende la hipótesis según la cual la pintura, realizada por una artista blanca, «perpetúa la violencia histórica contra las mujeres afrodescendientes en el Brasil» -y recuerda que el cuadro se encuentra en el centro de una «querella existencial» impulsada por jóvenes activistas que buscan que sea retirado del Museo de la Universidad de San Pablo-2. 

Cardoso nota, en el estilo de Tarsila, una superioridad no solo racial sino también de clase: «Con sus grandes labios caricaturescos, su nariz aplastada, la ausencia de orejas y cabello, la fisonomía de «A negra» se asemeja más a una máscara que a la de una persona. Su cabeza pequeña descansa sobre un torso robusto, y sus manos y pies son enormes. Su rostro no es del todo humano en el sentido pleno de la palabra, aunque sus ojos rasgados le otorgan un mínimo de expresión. En el imaginario brasileño, el gran pecho colgante evoca a la madre negra -esta categoría histórica que abarca a las mujeres esclavizadas (o en su defecto muy pobres) empleadas como nodrizas para los hijos de familias adineradas-».

Existen argumentos que justifican esta interpretación. Varios especialistas han evidenciado que el modelo de «La negra» fue, muy probablemente, alguna de las nodrizas que vivían bajo el régimen de la esclavitud en la fazenda de la familia Do Amaral. En efecto, la exposición exhibe una fotografía en blanco y negro en la que se retrata a una de aquellas mujeres. La imagen forma parte del álbum de viajes de Tarsila. 

Quizá no exista en su biografía una experiencia más contundente del interés por la cultura popular del Brasil que el viaje que emprendió -en 1924, un año después de pintar «La negra»-, junto con otros artistas y escritores, a Río de Janeiro y Minas Gerais. En esa travesía de descubrimiento del Brasil profundo, percibió que el Brasil que ella anhelaba pintar de ninguna manera podía habitar la demasiado moderna San Pablo.

Aquel viaje, que en términos de producción dejó una serie muy impresionante de dibujos, bocetos y acuarelas de temática popular, fue decisivo3. Significó una síntesis entre un primer periodo que transcurrió entre San Pablo y París -cuya evolución fue del impresionismo inicial a las nuevas vanguardias- y un deseo de brasileñidad que descubrió en la experiencia del viaje y la observación de la cultura popular carioca y mineira, un estímulo para recrear un Brasil por fuera de la visión naturalista heredada del siglo XIX, profundamente eurocéntrico.

La segunda gran fase modernista de Tarsila, la antropófaga, refleja aquella simbiosis entre identidad e invención. Este nuevo desvío en busca de un arte brasileño no esencialista fue consecuencia de la decisión de abandonar el primitivismo de raíz europea y, en particular, el Art Nègre, cuando este desembarcó en Brasil proveniente del Théâtre des Champs-Elysées. En Francia, la Revue Nègre y la desnudez salvaje de la bailarina y cantante Josephine Baker comenzaban a magnetizar el gusto del público parisino de entreguerras.

El «Manifiesto Antropófago» fue escrito en colaboración por Mario y Oswald de Andrade en 1928. La génesis fue una tela que Tarsila pintó en enero de 1928, que Oswald y Raúl Bopp bautizaron con una palabra en lengua tupí-guaraní.

La palabra es abaporu, que significa «hombre que come a otro hombre». La pintura se puede visitar en la colección permanente del Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires. Es fundamental para entender la evolución de Tarsila. La historiadora del arte Ana Avelar observa en el desmesurado personaje central «un cuerpo asexuado con brazos, pierna y pies enormes, sentada bajo un sol verde, que parece descansar con su pequeña cabeza apoyada sobre la mano»4. 

Una de las cuestiones que genera debate entre los especialistas es si la pintura constituye o no una continuación temática y estilística de «La negra». La interpretación propuesta por Avelar resulta particularmente esclarecedora, ya que destaca una continuidad entre el primitivismo de la fase Pau Brasil y el enfoque antropofágico, a la vez que enfatiza los elementos de ruptura o transformación.

La obra que más claramente refleja esta evolución es «Antropofagia», que coincide con el cierre del movimiento. La pintura reúne elementos de «La negra» y «Abaporu». En ella, los rasgos de la mujer han perdido sus connotaciones sexuales, que evidenciaban implícitamente una perspectiva occidental sobre la raza negra. Estos rasgos han sido «devorados» por la indeterminación identitaria del personaje representado en «Abaporu».

Si consideramos que la lógica subyacente a la antropofagia implica «devorar» al enemigo, es decir, a la cultura europea del colonizador, en «Antropofagia» la estética de «Abaporu» devora y transforma a «La negra» en una entidad novedosa; humana, sí, pero resistente a las imposiciones semánticas. 

Al igual que muchos artistas de esa época, la resistencia a la hegemonía cultural occidental llevaría a Tarsila a interesarse por la Unión Soviética, a donde viajó en 1931. Al regresar a su país, comenzaría la fase más social de su obra. De esa etapa fundamental de su evolución artística son los cuadros emblemáticos de la década de 1930: «Trabajadores», «Segunda clase»y «Obreros». A través de un realismo mucho más marcado, Tarsila do Amaral imagina en estos una nueva modernidad brasileña en la que la cultura popular se integra a una clase trabajadora, múltiple y poderosa a la vez. 

Esta retrospectiva de su obra nos lleva nuevamente a considerar la exposición del Museo del Luxemburgo y a preguntarnos qué perdura de ese proyecto de resistencia a las imposiciones culturales europeas, que fue fundamental en el proceso de modernización de Brasil. Sobre todo, por tratarse de un evento organizado en París, curado desde una perspectiva museística globalizadora y «bajo el alto patronazgo del señor Emmanuel Macron, Presidente de la República»5.

  • 1.

    G. Guitérrez-Guimarães: «Un retour à la tradition. Les oeuvres en papier de Tarsila do Amaral» en Cecilia Briaschi (dir.): Tarsila do Amaral, RMN, París, 2024, p. 58.

  • 2.

    R. Cardoso: «'L’art nègre’ et les personnes noires» en C. Briaschi (dir.): ob. cit., p. 81

  • 3.

    G. Gutiérrez-Guimarães: ob. cit.

  • 4.

    A. Avelar: «Antropophagie. (Anti-)primitivisme et imaginaire bresilien» en C. Briaschi (dir.): ob. cit.

  • 5.

    Con esta presentación institucional, muy estimulante para reflexionar sobre la política cultural del actual gobierno francés, se encuentra el visitante al ingresar a la exposición y al abrir el catálogo.

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