¿Posdemocracia? Frente al pesimismo de la nostalgia, el optimismo de la desobediencia
Nueva Sociedad 240 / Julio - Agosto 2012
En tiempos de crisis, la compatibilidad entre el capitalismo y la democracia regresa como interrogante. La financiarización de la economía, la desregulación económica y la capacidad de presión de las grandes empresas son factores que limitan la capacidad de gestión del Estado. Igualmente, la cartelización de los partidos políticos, la saturación audiovisual, el imaginario hegemónico consumista y la asunción por parte de las clases medias del «capitalismo popular» debilitaron el compromiso de posguerra con los valores socialdemócratas. Esto lleva a una mirada nostálgica sobre la «democracia» perdida. Pero detrás de la «posdemocracia» se esconde un proceso de mayor calado: la centralidad de la «pospolítica», que neutraliza el elemento central de la democracia: el conflicto.
Lo que llamamos «crisis de la democracia» no ocurre cuando la gente deja de creer en su propio poder, sino, al contrario, cuando deja de confiar en las elites, en aquellos que supuestamente saben por ella y proporcionan las pautas a seguir, cuando sienten la ansiedad de sospechar que «el (verdadero) trono está vacío» y que la decisión es ahora realmente suya.Slavoj Žižek, ¡Bienvenidos a tiempos interesantes!1
Las debilidades de lo «post»
El uso del prefijo «post» en las ciencias sociales suele responder a tres razones: prudencia, impotencia o ánimo ideológico. Prudencia, cuando se verifica que un hecho difumina sus contornos, incorpora matices y anuncia novedades sin perder totalmente su condición original. Impotencia, cuando se carece de la capacidad de identificar si lo viejo se ha marchado y lo nuevo ya ha llegado, algo relacionado con la turbulencia de la época y la dificultad del análisis para llegar al núcleo de lo que se quiere definir o para proponer alternativas. Y ánimo ideológico, cuando se quiere distraer la atención para rebajar un potencial conflicto explicando que los cambios son inevitables o no tan relevantes, o bien, en una dirección contraria, cuando se quiere dejar claro que algo que era positivo se ha perdido y conviene recuperarlo para el bien de la colectividad. Los post suelen estar llenos de memoria y de subjetividad.
Las transformaciones sociales, políticas y económicas son hoy objeto de estudio de diferentes disciplinas: politología, sociología, historia, filosofía, derecho, economía, de manera que cada cuerpo de conocimiento hace énfasis en aquello que mejor conoce (sufriendo con frecuencia la ciencia política el ataque de modas, anteayer psicológicas, ayer jurídicas, hoy filosóficas, quizá mañana ligadas a la neurociencia). Para terminar de confundir las cosas, podemos encontrar que desde esas diferentes intenciones, escuelas y formaciones, distintos autores pueden utilizar una denominación idéntica –por ejemplo, «posdemocracia» o sus afines–, lo que dificulta enormemente la interpretación.
De esta manera tenemos que puede pensarse en la posdemocracia como la situación en la que se ha perdido una democracia anterior que se presuponía de mayor calidad (incluso perfecta, vista desde la pérdida (Colin Crouch, Daniel Bell); puede entenderse como «contrademocracia» o «impolítica» que lleva a la desafección (Pierre Rosanvallon); puede utilizarse para señalar un mundo en el que los conflictos sociales esenciales se han disuelto, por lo que la política puede y debe relajarse; puede entenderse como la salida economicista al «trilema de la economía mundial», esto es, a la renuncia a la democracia en vista de la dificultad para compatibilizar soberanía nacional, Estado social y democracia en los tiempos de la globalización (Dani Rodrik); puede entenderse como la superación de la democracia de partidos acorde con los nuevos tiempos (por lo común denominada gobernanza) (Jan Kooiman; B. Guy Peters; Renate Mayntz; Luis F. Aguilar); puede definirse como el momento político que se corresponde con el momento social en el que los valores materiales han dejado paso a valores posmateriales (Ronald Inglehart); puede verse como la respuesta al desarrollo tecnológico y la obligación de aplicar las nuevas tecnologías a la gestión política; puede verse como una queja frente a la política «populista», entendiendo este concepto de manera peyorativa (Manuel Alcántara, Ludolfo Paramio); puede verse como la imposibilidad de la democracia debido al Estado de excepción permanente originado en el modelo capitalista y que ha generado «condensaciones oligárquicas» (Walter Benjamin, Giorgio Agamben) o como la imposibilidad de la democracia colonizada por la modernidad líquida, que no permite a los sujetos políticos solidificarse ni asaltar un poder que igualmente se define como «líquido» (Zygmunt Bauman); puede verse como el agotamiento de la democracia parlamentaria para otorgar autorización política, toda vez que las materias sujetas a elección se ven radicalmente reducidas, o por el hecho de que las elecciones que no se estigmatizan son solo aquellas en las que se dirimen dos matices de un mismo referente y no opciones realmente de alcance (como lo demostraron las elecciones en Grecia en junio de 2012). Y también, en lo que seguramente es su explicación más fructífera, la posdemocracia (como un correlato necesario del fin de la política) puede entenderse como el sempiterno intento liberal de desplazar la política a un lugar neutral, con el fin de proclamar la muerte del antagonismo político y la aceptación resignada del reformismo político y la economía de mercado (Chantal Mouffe, Jacques Rancière, Slavoj Žižek, Alain Badiou, Claude Lefort, Ernesto Laclau).
Frente a este abigarrado conjunto de posibilidades, la pregunta complicada es la siguiente: ¿es posible encontrar algo común en todo este cuerpo intelectual?2
Puntos de encuentro de la extraviada democracia
La pugna por la democracia que comenzó en 1917 se zanjó en la década de 1970. 1973 marca la quiebra del keynesianismo, el comienzo del retraso tecnológico en la Unión Soviética y sus satélites y el arranque de lo que será la hegemonía neoliberal. Los años 80 fueron los de una alargada «década conservadora» que vino para quedarse. Los 90 constituyeron, por la propia arrogancia de los vencedores, una década contradictoria en lo que se refiere a la democracia. Por un lado estaban los que celebraban la caída definitiva de la URSS y el fin de la Guerra Fría como el triunfo incuestionable de la democracia liberal. Si la obra más emblemática en este sentido es El fin de la historia y el último hombre de Francis Fukuyama (1992)3, toda la producción en torno de las transiciones a la democracia (con la obra compilada por Phillipe C. Schmitter, Guillermo O’Donnell y Lawrence Whitehead como mascarón de proa4) iba dirigida en la misma dirección. La tercera vía de Anthony Giddens (1998)5, donde se invitaba a la socialdemocracia a abrazar el liberalismo económico después de haber hecho otro tanto tras la guerra mundial con el liberalismo político, entregó la justificación que los partidos de la Internacional Socialista buscaban para ser plenamente sistémicos.
Si hubiera que resumir el motivo común de todos estos trabajos, funcionales a la lógica de la Guerra Fría (y al discurso de la modernización), lo encontraríamos en la propuesta de Samuel P. Huntington, ya apuntada en 1968, de promover un nivel de participación popular que siempre estuviera por debajo del nivel de institucionalidad existente. La asunción de que existían «excesos de democracia» y «sobrecargas» al Estado que generaban ingobernabilidad se convirtió en un lugar común6. Si la democracia liberal había ganado la pelea contra el telón de acero, su modelo era invariablemente el referente a seguir. Los cascotes del Muro de Berlín cayeron encima de toda la izquierda, que se quedó sin alternativa pese a haber marcado distancias con el Gulag soviético. El «cliente» ocupó el lugar del «ciudadano», la «racionalidad de la empresa» expulsó a la «ineficiencia del Estado», la «modernización» sustituyó a la «ideología», lo «privado» se valoró por encima de lo «público» y el «consenso» desplazó al «conflicto». La película de esa década fue Delitos y faltas (o Crímenes y pecados, según el país; Crimes and Misdemeanors, 1989), de Woody Allen: los depredadores ganan, los solidarios pierden y una gloria sin mala conciencia acompaña el éxito de los triunfadores. Aún faltaba una década para que se rodara Inside Job, de Charles Ferguson (que recibió el Oscar al Mejor Documental en 2011 y narra la locura de esos años).
Sin embargo, no fueron menos los textos que reaccionaron frente a la arrogancia liberal y criticaron el enterramiento de la democracia realmente existente que siguió a la caída del Muro de Berlín. Con tono por lo general descriptivo, estos trabajos repasaban las «nuevas reglas del juego» vinculando la crisis de las democracias al desarrollo de la globalización y a la pérdida de unos valores que, vistos desde la distancia, parecían haber disfrutado de un paraíso en el pasado. La Guerra Fría había hecho olvidar que fue el antifascismo –con una fuerte influencia en el constitucionalismo de posguerra– el que delineó los contornos de los Estados sociales y democráticos de derecho7. El olvido de las bases bélicas de la democracia europea –esto es, del conflicto– fue debilitando su defensa. La oferta de un «capitalismo popular» por parte de Margaret Thatcher terminó de golpear la base laborista, y de ahí, al resto de países que imitaron el modelo. En 1993, Jean-Marie Guéhenno publicaba El fin de la democracia, un libro «melancólico» en el que ligaba el fin de las naciones al final de un ciclo que habría comenzado en 17898. La nueva lógica imperial del modelo desregulado global enterraba la Ilustración y la democracia, de manera que era necesario inventar elementos –como la bioética o la ecología– para dotar de sentido a un mundo que parecía haberlo perdido: «No existe, pues, receta política para hacer frente a los peligros de la era post-política. En este sentido es en el que la revolución a llevar a cabo es de orden espiritual»9.
Las dificultades para llevar la discusión a la economía política frenaron los resultados. Escasos fueron los análisis que entraron en explicaciones estructurales que dieran cuenta de por qué las clases dominantes decidieron prescindir del modelo democrático que les era funcional desde finales de la Segunda Guerra Mundial y por qué la ciudadanía consintió en tal despojo. Por el contrario, se desplegó una nostalgia «socialdemócrata» que no terminaba de acertar el golpe al tener dificultades para señalar al sistema capitalista y su lógica como responsables del fin de la «edad de oro» de la socialdemocracia (según expresión de Ralf Dahrendorf). Las explicaciones de la crisis de 1973 optaban por buscar variables exógenas –como la subida de los precios del petróleo motivada por la guerra árabe-israelí– antes que por asumir asuntos estructurales como la caída de la productividad, las presiones salariales de los trabajadores fordistas, la oligarquización de los partidos o las presiones desreguladoras del capital acumulado y condenado por el keynesianismo a las fronteras nacionales. De la misma manera, se prefería apostar por una idílica recuperación del mundo del trabajo (sin asumir fórmulas claras que afectaran la estructura social, como el reparto de tareas, la reducción de la jornada laboral o un salario universal ciudadano) o por una recomunitarización social que permaneciera dentro del marco constitucional existente y de la lógica burocrática del Estado de partidos10.
El lamento por el paraíso perdido desde la perspectiva socialdemócrata presta buena parte de su atención a la «desafección» ciudadana (que ve como un peligro y nunca como una oportunidad), es decir, al distanciamiento de la ciudadanía respecto del sistema y sus gestores, expresado principalmente en un alejamiento electoral y en la valoración negativa de la política institucional. Esa queja cae, por tanto, dentro de las tesis de la gubernamentalidad propias del pensamiento conservador: lo relevante sería el proceso del gobierno y su eficacia, y no la legitimidad de la política (dinamitando así 25 siglos de reflexión sobre el asunto). Todo ello en sistemas, además, en los que las clases sociales siguen teniendo una fuerte impronta y que sostienen buena parte de su bienestar en la desigual inserción en el mercado mundial. En un gesto consustancial al tono melancólico de la reflexión sobre la posdemocracia, se insiste en un pasado idílico que queda bien lejos de la realidad. En expresión de uno de los principales valedores del concepto de «posdemocracia» como democracia perdida, el inglés Colin Crouch,
la posdemocracia puede entenderse de esta manera: (…) el abandono de las actitudes excesivamente respetuosas hacia el gobierno, en particular en el trato dispensado a los políticos por los medios de comunicación; la insistencia en una apertura total por parte del gobierno; y la reducción de los políticos a una figura más parecida a la de un tendero que a la de un gobernante, siempre tratando de adivinar los deseos de los «clientes» para mantener a flote el negocio.11
El vacío real de la democracia, más allá de la mirada nostálgica de un pasado idealizado, se expresa de manera cruda en la persistencia o el aumento de las desigualdades, en el ahondamiento de la brecha entre el Norte y el Sur, en la devastación medioambiental, en el desempleo y la precariedad laboral, en la permanencia de «zonas marrones» donde el Estado no actúa y donde la violencia urbana y contra las mujeres es la norma, en el oligopolio de los medios de comunicación, en la ausencia de reformas agrarias, en la exclusión, en la feminización de la pobreza, en el incremento de las enfermedades, en la diferente esperanza de vida en virtud del lugar social y el acceso a los bienes públicos, en el incremento del presupuesto en represión y en la apuesta por la guerra como solución de conflictos. En definitiva, este vacío se vincula a asuntos que tienen que ver con el diferente lugar que se ocupa en el ámbito de la producción y la reproducción social, tanto nacional como internacional. La pregunta pertinente no es, por tanto, si la ciudadanía se aleja de los partidos políticos, sino cómo es posible que la idea de democracia, después de una guerra con 60 millones de muertos hecha en su nombre, se haya visto tan malbaratada en las sociedades occidentales del Norte y, desde ahí, en el resto del planeta. La pregunta pertinente, pues, dice: ¿es compatible la democracia con el capitalismo?
La amabilidad de la teoría liberal
La democracia, como forma de gobierno en la que los intereses del conjunto del pueblo son atendidos públicamente, formando parte el mismo pueblo del proceso de decisión, ha mantenido desde la Revolución Francesa una teoría y una práctica divergentes. Todo el corpus liberal construido en nombre de la libertad y contra el absolutismo monárquico durante los siglos XVII, XVIII y XIX pugnó constantemente con la «aristocratización» de la burguesía y la restricción de las libertades una vez que esta se convirtió en clase hegemónica. Baste recordar cómo ya Napoleón intentó acabar con la independencia de Haití o cómo las revoluciones de 1830 y 1848 reclamaron con las armas la «libertad, igualdad y fraternidad» negadas en la realidad al grueso de la población. De la misma manera, los procesos de independencia de América Latina siempre estuvieron atravesados por el conflicto que suponía la incorporación de «los de abajo» a los procesos políticos. La burguesía como clase ascendente construyó el mito del progreso y, con ayuda de su visión positiva de la naturaleza humana –contraria al pesimismo antropológico que da primacía a lo político–, hizo del conflicto algo que era preciso desterrar. Las aportaciones de Emmanuel Sieyès sobre la cualificación de los representantes, o la apuesta de Benjamin Constant por la libertad privada de los modernos –en contraposición a la libertad pública de los antiguos– fueron hitos importantes en la «despolitización» de la política, esto es, en la conversión de la política en un campo supuestamente neutral donde la gestión administrativa eficaz debía eliminar las luchas entre diferentes grupos12.
Saber qué es la política para saber qué es la democracia
Esto nos lleva a entender que la pregunta por la posdemocracia es en realidad la pregunta por la política. Si preguntáramos qué habría que quitar a una sociedad para que desapareciera la economía, la respuesta casi evidente sería: la escasez. En una sociedad donde todo fuera abundante, no haría falta economía (de hecho, hace cien años no existía una economía del agua o del aire). La esencia de lo económico es, pues, la escasez. En la misma dirección, podríamos interrogarnos: ¿de qué habría que prescindir en una sociedad para que desapareciera la política? La respuesta iría en la misma dirección: quítese el conflicto de una sociedad y desaparecerá la política. En ambos casos, esto no significa que el objetivo de la economía sea generar escasez, de la misma manera que el objetivo de la política no es generar conflicto (como mal entienden los que confunden la condición filonazi de Carl Schmitt con el realismo de sus análisis). En ambos casos, estos subsistemas sociales tratan de solventar (no de perpetuar) esos problemas ligados a la vida del ser humano en grupo. Cómo sea la economía de un grupo o cómo se desarrolle la política, dependerá de las relaciones concretas de los miembros de cada grupo, siendo el único elemento objetivo el entender que la vida comunitaria del animal social que es el ser humano tiene como meta «burlar» la muerte (en lo material y en lo simbólico). Vivimos en sociedad porque somos animales sociales y, también, para vivir y morir mejor. De ahí que cuando la vida está en riesgo, la obediencia social deja de ser una probabilidad13.
Entender que lo que define la política es el potencial conflicto (y las desviaciones de la obediencia) no es apostar por el desorden constante: es entender que en los colectivos humanos, en tanto en cuanto haya desigualdades, siempre va a ser protagonista la tensión política. Es así como podemos definir la política: como aquel ámbito de lo social vinculado a la definición y articulación de metas colectivas de obligado cumplimiento. Es político lo que afecta al colectivo de manera imperativa. Es consenso y disenso. Algo consustancial a la vida social del ser humano, a su condición de zoon politikon, al hecho de que somos individuos pero solo sobrevivimos en grupo. Política es polis y polemos, objetivos comunes y coacción. Pero la esencia de la política, el movimiento, su motor dialéctico, es el conflicto motivado por voluntades confrontadas. Sin conflicto y poder, no podemos hablar de política. Lo político implica la probabilidad de la obediencia y la certeza del uso de la fuerza para lograrla en última instancia. Por eso durante casi 200 años se han entendido política y Estado como sinónimos (aunque hoy sabemos que el Estado ya no agota lo político). Es así como podemos entender con mayor claridad la diferencia entre «la política» y «lo político». Se trata de un continuum en uno de cuyos extremos estaría «la política» –como sustantivo–, entendida como esos momentos en los que toda la colectividad se ve envuelta en la definición y articulación coactiva de los objetivos comunes, y, desde ahí, en gradación descendente, se llega al otro extremo donde se ubica «lo político» –ahora como adjetivo–, entendido como todo aquello concreto y cotidiano vinculado a la gestión de los asuntos comunes obligatorios14.
La neutralización de lo político
La burguesía como clase siempre ha intentado presentar sus propios intereses como los intereses de la humanidad, su dominación como resultado del libre juego de la competencia, y la política, representada en el Estado, como un ámbito peligroso y violento enemigo del lugar amable del individualismo y la propiedad privada. (Todavía en 1937, George Sabine, en el último párrafo de su monumental Historia de la teoría política15, afirmaba que los principios de la democracia liberal «son lo mejor que ha creado la sabiduría de la tradición democrática para humanizar la política internacional». En ese momento, América Latina, India o África estaban sometidas colonialmente).
Detrás de este proceso está lo que Carl Schmitt llamó en 1927 la «neutralización de lo político» por lo social, es decir, la colonización del conflicto inherente a lo político por la supuesta neutralidad de la tecnología, con el consiguiente desplazamiento de la lucha hacia la arena de lo económico ya definida como mera «competencia». El éxito de la sociedad industrial iba a conseguir un «vuelco» hacia lo económico, de manera que el espacio central de referencia social –que había estado en lo teológico en el siglo XVI, en la racionalidad científica en el siglo XVII y en el humanismo en el siglo XVIII– fue escorándose desde el siglo XIX hacia lo económico, para convertirse en una economía signada por lo tecnológico en el siglo XX y, por tanto, definida por la idea de neutralidad. Es en este ámbito donde aparece la reflexión sobre el «fin de la política» o el advenimiento de la «pospolítica», ese momento en el cual la ausencia del conflicto como discurso no lleva a que las víctimas dejen de existir, sino a que carezcan de explicación para su muerte civil. En esa lectura, la democracia deja de ser el «poder» del demos para definir un demos parcial compuesto solamente por los triunfadores de la competencia social16.
La infinitud del conflicto: no hay democracia sin politización
La esencia de la política es la probabilidad de la obediencia, la asunción de que siempre hay conflicto pues siempre hay un movimiento provocado por el anhelo imitativo de igualdad. El conflicto es lo que pone en marcha a las sociedades, ya que siempre existe esa tensión para no morir en ninguna de sus vertientes (perder la vida por falta de condiciones materiales o por ser asesinado; no reproducirse; tener una mala vida según las proporciones de ese lugar y momento sociales; o no poseer remedios simbólicos a la muerte, en forma de religión, nación o sentido). El conflicto es un equilibrio inestable de seres humanos que viven en el tiempo, es decir, que envejecen, que pierden constantemente energía camino de la muerte. Existirá conflicto mientras haya seres humanos que piensen que merecen algo y no lo tienen.
Presumiblemente, entonces, siempre habrá conflicto, salvo en un futuro cuyos contornos de perfección no dejan también de producir inquietud. No es posible la democracia sin la politización. En cuanto algo deja de estar politizado, es decir, en el momento en que queda fuera del conflicto al considerarse patrimonio común y compartido, se deja abierta la puerta para que los que no creen en esa regla o prefieren beneficiarse de esa relajación la incumplan (así es como se ha vaciado el contenido de la democracia). En cambio, si la sociedad está politizada, siempre está «despierta», en vigilia para evitar esos comportamientos. Una mayor politización implica, por tanto, una mayor posibilidad de avanzar en la emancipación. Por el contrario, despolitizar es abrir la puerta a la marcha atrás social. Despolitizar es particularizar, dejar de pensar las implicaciones colectivas de un asunto. Como quiera que es bastante probable, como demostró Albert O. Hirschman en Interés privado, acción pública17, que las sociedades oscilen pendularmente entre ambos extremos cuando se dejan a su propio funcionamiento, la única posibilidad de evitar que se replieguen a la vida privada es mantener la politización social, mantener despierta la tensión. Hacer de la corresponsabilidad una obligación. Ignorar no es un derecho. Precisamente, todo lo contrario de lo que ofrece la sociedad del entretenimiento y el espectáculo, es decir de nuestras sociedades «saturadas audiovisualmente». La tarea de transformación social pasa por entender la tensión necesaria entre individuo y colectivo, y usarla para aumentar la libertad y la justicia, es decir, la emancipación. Politizar sin caer en el totalitarismo; respetar la condición individual sin alimentar la insolidaridad y el egoísmo18. Politizar para reconstruir la democracia con las nuevas realidades del siglo XXI. Solo cuando se asume acríticamente la idea de la pospolítica se pueden entender los rasgos autoritarios que acompañan algunas de las definiciones de la posdemocracia (la entrega de la gestión colectiva a los «expertos», la externalización de las decisiones, la burocratización de los partidos, el gobierno de las grandes empresas o, traído a la actual crisis, el dominio absoluto de la economía financiera sobre la realidad social).
El camino de la posdemocracia: de la crisis de legitimidad a la crisis de gobernabilidad
Desde finales de los años 70 se empezó a construir en el mundo occidental una nueva práctica social, económica y política que iba a cambiar la faz del planeta. Si bien crecían por un lado los regímenes formalmente democráticos, la calidad de la democracia (su condición real de gobierno para el pueblo) empeoraba sus índices. El crecimiento de los regímenes no democráticos tras 1989 –especialmente en Asia y África– agravaba el problema, al arrebatar a las diferentes ciudadanías la reclamación real de las bondades de esa forma de gobierno (participación ciudadana, rendición de cuentas, estabilidad institucional, publicidad, seguridad, libertad y bienestar)19. Las recurrentes crisis del sistema económico capitalista no desembocaban, como pretendía cierto marxismo idealista, en la quiebra final del sistema, pero sí es cierto que el abanico de soluciones para salir de las crisis de subconsumo o de sobreproducción cada vez es más estrecho.
Como adelantado de esa nueva gran transformación (contraria a la intervención del Estado en la economía) operó el renovado sentido común, creado en centros de pensamiento neoliberales, a los que se les encargó la tarea de deslegitimar los discursos colectivos, de alentar el individualismo y de cuantificar y argumentar el agotamiento del Estado de Bienestar y el de las propuestas transformadoras. Era el momento del «capitalismo popular» y de la recuperación de la mano invisible, de la autorregulación mercantil y del «vicios privados, virtudes públicas». Si en la década de 1930 se había empezado a entender la necesidad de crear mecanismos reguladores del capitalismo que cerraran el camino a las guerras mundiales (es lo que Karl Polanyi llamó la gran transformación y que iba desde el New Deal estadounidense a la industrialización sustitutiva de importaciones latinoamericana, pasando por la planificación, los Ministerios de Industria europeos o las misiones sociales en la II República española), el impulso neoliberal desencadenado con las crisis del petróleo de 1973 y 1979 operó en la dirección opuesta. Fueron los años de la «cruzada» neoliberal y anticomunista dirigida por Thatcher en Gran Bretaña, Ronald Reagan y George Bush en Estados Unidos, Helmut Kohl en Alemania, Juan Pablo II en el Vaticano (no en vano era el primer Papa polaco de la historia, en coincidencia con la primera oposición triunfante a la hegemonía soviética realizada por el sindicato Solidaridad). Esa lucha contra la izquierda social y política terminaría por llevarse por delante al socialismo y al conjunto de la izquierda, bien porque renunciaron a buena parte de su ideario (François Mitterrand, Felipe González, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas y Ernesto Zedillo, Carlos Andrés Pérez, el peronismo, terceras vías, etc.), bien porque se hundirían electoralmente al ser entendidas como fuerzas del pasado (partidos comunistas y poscomunistas).
Mientras que Occidente podía paliar en parte este proceso (sin excluir a zonas importantes de su población) gracias al dominio económico sobre capas amplias del planeta, esto no era posible desde el Tercer Mundo. De ahí que una vez puesto en marcha el Estado social en Europa, había que convencerlo de que no abandonara las coordenadas de subordinación y que, al tiempo, tampoco reclamase los niveles de inclusión occidentales. El recurso fue el concepto de «desarrollo», principio que se une a las ideas de civilización y progreso como un poderoso recorte de la realidad que cierra el pasado y el futuro. A menudo el desarrollo no ha sido sino una estrategia de control, y las ONG, supuestamente organizaciones éticas de la sociedad civil, no son sino organizaciones cuya misión es desarrollar el Tercer Mundo. De ahí que esos organismos, que parecían sustitutos emancipadores de los partidos, con frecuencia no hayan sido sino el caballo de Troya del neoliberalismo posterior20.
Pero el modelo neoliberal ahonda necesariamente las brechas sociales. Cuando la «democracia liberal» se convirtió en «liberalismo democrático», en el que el «gobierno del pueblo» se sustituyó por el «gobierno de los políticos», se empezó a cocinar un malestar que tomó forma en el lenguaje político. Esas carencias de lo sustantivo de la democracia intentaron solventarse con refuerzos adjetivos. Por eso empezó a hablarse de «déficit democrático» y a acompañar el término «democracia» con calificativos como «delegativa», «de baja intensidad», «incompleta», «incierta» o, en la exacerbación de la paradoja, «autoritaria»21. En la expresión de Boaventura de Sousa, estamos ante sociedades formalmente democráticas y socialmente fascistas. Con nombre de democracia pero con prácticas totalitarias que se miden en una exclusión que puede alcanzar a más de la mitad de la población (esa realidad, que parecía estrictamente periférica, llegó en la primera década del siglo XXI al centro, como demostraría el huracán Katrina en EEUU, o a la semiperiferia, como indican las cifras de desempleo y pobreza en Grecia, Portugal o España). La idea de sociedades formalmente democráticas y socialmente fascistas (lo que no debe confundirse con el fascismo político de los años 30) coincide con algunos aspectos de la llamada «posdemocracia» –en su vertiente nostálgica–, pero entiende que hay un principio de causalidad entre el sistema capitalista y el vaciamiento de la democracia que tiene lugar cuando la tasa de ganancia o el privilegio de los sectores predominantes están en cuestión22.
¿Puede permanecer igual la democracia cuando cambia la articulación de la política?
Las sospechas ante todos los neologismos no deben hacernos olvidar que la mejor trampa tiene siempre algo de verdad. De ahí que no podamos afirmar que no se hayan producido cambios en el ámbito político, cambios que están transformando las estructuras básicas de la política. Más allá de los aspectos netamente ideológicos (que analizaremos más adelante), parece haber consenso en que existen nuevas formas de gobierno (si bien no se presupone que al mismo nivel), propias de una situación diferente, que necesariamente incorporarán a los siguientes agentes:
a) la administración central; b) otros actores políticos institucionales subestatales y supraestatales (administraciones locales, regionales y municipales, organismos públicos internacionales, entidades regionales –UE, Mercosur, NAFTA, ALBA–); c) organismos públicos de gestión privada (los llamados «quangos», organismos cuasi gubernamentales pero que ocupan parcelas crecientes de la administración y que quedan al margen de la fiscalización electoral, tales como bancos centrales, comisiones de bolsa, organismos energéticos, etc.);d) actores políticos no estatales de carácter público (sindicatos, asociaciones, ONG, colectivos sociales, movimientos ciudadanos, iglesias, redes universitarias y científicas); e) actores políticos no estatales de carácter privado (empresas transnacionales, organismos internacionales privados, grupos de interés, patronales, agencias de valoración, etc; aquí cabrían también las redes criminales de alcance mundial capaces de determinar políticas públicas).
Además, en vez del funcionamiento jerárquico estatal, lo político incorporaría un trabajo horizontal en el que serían determinantes las redes organizativas, toda vez que los centros de gravedad sociales habrían desaparecido o no serían reconocidos como tales. El discurso de la posmodernidad acerca de la puesta en cuestión de un centro de referencia social de validez colectiva se muestra aquí sustancialmente correcto, dando la política necesaria entrada a otros agentes sociales y obligando a replantearse la idea de la soberanía y la idea de democracia23. Sin embargo, una pregunta queda sin responder: ¿a quién corresponde la representación de los intereses colectivos una vez destituido el Estado de esa tarea?En estas nuevas formas de lo público es común que se presente y use el concepto de gobernabilidad, supuestamente depurado de connotaciones ideológicas. Se trataría de la simple posibilidad del ejercicio pacífico y consensuado del poder político, de la capacidad de lograr obediencia (hegemonía), acumulación económica y confianza entre los ciudadanos. Sin embargo, esa idea de orden y consenso (ausencia de conflicto) que incorpora la gobernabilidad es el núcleo ideológico que después se trasladaría a otra palabra comodín, «gobernanza». Como vemos, en ese viaje se corre el riesgo tanto de asumir la retirada del Estado como articulador del interés común, como de aceptar una concepción de sociedad civil complaciente, que ha perdido la capacidad crítica y el impulso social transformador.
La idea de gobierno que recogerá finalmente el concepto de gobernanza estaba expresada con claridad en una obra ya clásica de James Rosenau y Ernst-Otto Czempiel, elocuentemente titulada Gobernanza sin gobierno. Orden y cambio en la política mundial24. En ese trabajo se reseñaba cómo la economía iba haciéndose cada vez más global sin que eso significase que fuera acompañada de formas democráticas de gobierno igualmente mundiales. La gestión política ya no era una cosa de los Estados.
En defensa de la ingobernabilidad: más allá de la posdemocracia
La ingobernabilidad, en definitiva, es el concepto con el que se quiere justificar la quiebra de, al menos, cuatro bienes públicos: la legitimidad democrática (otorgada por el Estado democrático); el bienestar social (otorgado por el Estado social); la seguridad jurídica (otorgada por el Estado de derecho) y la identidad cultural (otorgada por el Estado nacional o plurinacional). En el discurso de la ingobernabilidad el problema no es la quiebra de esas redes de seguridad institucional, sino las dificultades para que el sistema de dominación y la obligación política de los ciudadanos se mantengan.
De ahí que el impulso social (de la plaza de Tahrir de Egipto al movimiento de los indignados en España, de #yosoy132 de México a Occupy Wall Street en Nueva York, de la plaza Syntagma de Atenas al movimiento estudiantil chileno) implique una reinvención de la democracia y del Estado. Este impulso debe funcionar como una solución superadora del momento anterior. Debe notarse que, como enseñó el instrumental marxista, el capitalismo solventa sus crisis recurrentes incrementando los ámbitos mercantilizados. Esas crisis las ha superado históricamente difiriendo los problemas que surgieron durante el periodo de posguerra hacia el futuro: a las generaciones posteriores, al medio ambiente y al Sur. Hoy esa válvula está cerrada. De manera que la evidencia histórica permite entender que la solución va a pasar por un incremento de la represión.
No se trata, pues, ni de recuperar el pasado (el Estado keynesiano o fordista de posguerra) ni de negarlo (sustituirlo por una rearticulación sobre la base del mercado). La democracia del siglo XXI debe dar cuenta de las críticas al Estado social y democrático de derecho realmente existente realizadas durante décadas y desde diferentes lugares: desde el pensamiento liberal (criticando el paternalismo, la ineficiencia, el clientelismo); desde el marxismo (el mantenimiento de la explotación, la alienación, el debilitamiento de la conciencia crítica ciudadana); desde el ecologismo (el productivismo esquilmador de la naturaleza); desde la crítica generacional (la hipoteca transmitida a los que vienen detrás); desde el pacifismo (el entramado militar-económico, el keynesianismo de guerra, la violencia); desde el feminismo (el patriarcado, la desigualdad de género); desde la crítica posmoderna (el ahogamiento de la individualidad y de la diferencia, la homogeneización cultural, las jerarquías); o desde la periferia mundial (el incremento de las diferencias Norte-Sur, el neocolonialismo). Por esto, también se deben repasar críticamente las respuestas tradicionales dadas por los Estados de posguerra a las demandas ciudadanas. La experiencia del siglo XX debe incorporarse. Al ser la política tanto polis (la ciudad presente) como polemos (la ciudad a construir), la acción colectiva debe asumir como eje de su reflexión una clara noción de lo que quiere conservar, de lo que quiere desterrar y de lo que necesita construir.
Por tanto, deben constatarse con objetividad los errores cometidos en la gestión del sistema capitalista tanto en su vertiente socialdemócrata como desde la democristiana o liberal. El desmantelamiento del Estado social y democrático de derecho o el agotamiento del modelo no pueden evitarse simplemente con posiciones reactivas que no den respuesta al fondo de verdad de las críticas que reclaman su superación. De ahí que lo virtuoso para la reinvención de la democracia no está en la idea de una «posdemocracia» nostálgica que crea posible el regreso al pasado, sino una «posdemocracia» enfadada que entienda que no existe la posibilidad de recuperar el gobierno de las mayorías sin recuperar el conflicto.
Las funciones tradicionales desempeñadas en las democracias liberales por los partidos políticos ya no son patrimonio exclusivo de estas asociaciones, aunque sigan siendo responsables directas del funcionamiento estructural del Estado. Si los partidos fueron la herramienta por excelencia en la construcción de los Estados sociales y democráticos de derecho, en el siglo XXI las siguientes etapas emancipatorias van a tener como sujetos intermediarios nuevas formas. Por ese motivo, estas nuevas formas de democracia deben incorporar el valor menos utilizado de lo político durante la segunda mitad del siglo XX, que a su vez es el que más información porta: la ciudadanía crítica organizada en la pluralidad de movimientos sociales a la busca de la organización política perdida25.
Es cierto que, al romperse la lógica lineal, surgen lo que Ilya Prigogine ha llamado «estructuras disipativas»26, ese punto en que el hielo se quiebra y permite que de esa fractura surjan nuevas formas incalculables con la información disponible. Pero por eso mismo nada más prudente que intentar obtener el máximo de información posible. El cálculo infinitesimal debe aplicarse a la vida política, entendiendo que, pese a que la transformación puede operar con bifurcaciones inesperadas, no dejará de ser cierto que los cambios son fruto de la tensión entre lo existente, su crítica y la oferta de realidades alternativas.
En una palabra: la utopía, el motor que impulsa la transformación social hacia una dirección definida por las aspiraciones de una ciudadanía formada y consciente. Pero una utopía que al igual que rechaza el mito del Estado y el mito del mercado, no construye el mito de la sociedad civil como espacio mágico donde la realidad humana juega a olvidarse de su condición. Una utopía con los pies en el suelo. En mitad de una época signada por la confusión, el marco de convivencia va a estar determinado no tanto por lo que la ciudadanía sabe que quiere como por lo que sabe que no quiere. No se trata, por tanto, de ninguna mirada melancólica al pasado, sino de una respuesta audaz a la altura de la crisis sistémica que ya está consolidada desde el hundimiento de Lehman Brothers. No menos democracia, sino más democracia. No menos conflicto, sino más conflicto. Las tribulaciones en Europa están trayendo, como todas las épocas de crisis, una gran clarificación. Las elecciones en Grecia en junio de 2012 han demostrado que hay una confrontación entre el marco institucional vigente y las necesidades populares. La UE –incluidos los partidos socialdemócratas, de hacer caso a las declaraciones del presidente francés François Hollande en que descalifica la opción de la izquierda radical Syriza– no tolera procesos electorales en los que se confronten modelos diferentes. El abanico democrático restringe el ámbito de decisión a cuestiones anecdóticas. El pliegue de la democracia europea a las exigencias de los mercados, representados por Alemania, no solamente está vaciando de contenido social el constitucionalismo europeo, sino que está regresando a situaciones de los años 30 que invitan a la preocupación. Si es posible que un pequeño país como Grecia, de 11 millones de habitantes, ponga en jaque a la UE –con 500 millones– es solamente por los débiles mimbres que están sosteniendo a Europa y el modelo neoliberal. De ahí la campaña del miedo que, sin embargo, solo muy apretadamente se oyó desde el país heleno.
¿Posdemocracia? El concepto no hace justicia ni al cambio de modelo que está en marcha ni a las razones estructurales del vaciamiento democrático. El escenario muestra una detención de los procesos democráticos y, enfrente, la emergencia de nuevas formas de articulación política. ¿Es «populista» la politización de sociedades desestructuradas o se trata del primer paso para la reinvención –en cualquier dirección– de la democracia? La impotencia de la UE –pero también del G-7, del G-8 o del G-20– demuestra que lo que está en cuestión es el pacto social que sostuvo el Estado social y democrático de derecho. Pensar en qué puede sustituirlo da vértigo. Los retrocesos son evidentes. El porvenir, incierto. Tiempos, por tanto, de acompañar con reflexión audaz la acción colectiva desobediente. La oscilación es, como vio América Latina hace una década, entre el miedo a regresar al pasado y la esperanza de enfrentar la novedad signada por la utopía. Y, como nos invita a recordar Jean-Paul Sartre, una idea, antes de hacerse realidad, tiene una extraña semejanza con la utopía.
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1.
Juan Carlos Monedero: licenciado en Ciencias Políticas y Sociología. Cursó estudios de posgrado en la Universidad de Heidelberg y en la actualidad es profesor titular de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid.Palabras claves: posdemocracia, pospolítica, democracia, capitalismo, gobernabilidad, gobernanza, conflicto.. Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, La Paz, 2011, p.119.
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2.
Para un desarrollo más concreto de estas diferentes miradas, v. J.C. Monedero: El gobierno de las palabras. Política para tiempos de confusión, fce, Madrid, 2011, especialmente pp. 179-222. Para el cierre democrático en elecciones en las que realmente se dirimen opciones diferentes, v. J.C. Monedero: «Cuando el coro desafía a Ulises y a los dioses» en Cuarto Poder, 16/6/12, www.cuartopoder.es/tribuna/cuando-el-coro-desafia-a-ulises-y-a-los-dioses/2866, y «Grecia: el coro aún está deliberando» en Cuarto Poder, 18/6/2012, www.cuartopoder.es/tribuna/grecia-el-coro-aun-esta-deliberando/2879.
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3.
Planeta, Barcelona, 1992.
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4.
Transiciones desde un gobierno autoritario [1986], Paidós, Buenos Aires, 1988.
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5.
Anthony Giddens: La tercera vía. La renovación de la socialdemocracia, Taurus, Madrid, 1999.
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6.
S.P. Huntington: El orden político en las sociedades en cambio [1968], Paidós, Barcelona, 1991. Para una crítica a la gubernamentalidad, v. Claus Offe: «Ingobernabilidad. Sobre el renacimiento de las teorías conservadoras de la crisis» en C. Offe: Partidos políticos y nuevos movimientos sociales, Sistema, Madrid, 1988.
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7.
Luigi Ferrajoli: Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional, Trotta, Madrid, 2011.
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8.
J.-M. Guéhenno: El fin de la democracia. La crisis política y las nuevas reglas del juego, Paidós, Barcelona, 1995.
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9.
Íbid., p. 137.
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10.
Puede verse una lectura interesada de los trabajos de Colin Crouch: Posdemocracia (Taurus, Madrid, 2004) y de Emmanuel Todd: Después de la democracia (Akal, Madrid, 2010) en Enrique Gil Calvo: «El declive del ciclo socialdemócrata» en El País, 21/5/2012, http://elpais.com/elpais/2012/05/07/opinion/1336383964_425002.html. Añadamos que los problemas de la izquierda socialdemócrata europea o estadounidense no contemplan en estos análisis a los países empobrecidos ni tampoco a los emergentes.
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11.
Ob. cit., pp. 36-37. Si bien es cierto que más adelante Crouch recoge el desmantelamiento del Estado social, el papel de las elites empresariales y su influencia en el Estado y en los medios de comunicación y asume que aún existen clases sociales, vuelve a vincular el concepto al problema del alejamiento ciudadano de la política institucional (lo que define sin matices el autor como «alejamiento de la política»). Cuando se necesita un culpable, aparece la globalización en primer plano. La crítica a la «posdemocracia» suele caer en la búsqueda de un capitalismo con rostro humano, algo que no pasa de ser un oxímoron más de la época.
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12.
Boaventura de Souza Santos y Leonardo Avritzer han hecho la genealogía del vaciamiento del concepto de democracia, señalando como hitos centrales el rechazo de la participación popular en Huntington, la defensa de la apatía en Anthony Downs, la reducción de la discusión política a discusión entre las elites por el problema de las escalas en Norberto Bobbio o la limitación del análisis político a los diseños electorales en Arend Lijphart. El resultado final sería «democracias de baja intensidad». Ver B. de Sousa Santos y L. Avritzer: «Introdução: para ampliar cânone democrático» en B. de Souza Santos (ed.): Democratizar a democracia. Os caminhos da democracia participativa, Civilização Brasileira, Río de Janeiro, 2002. Existe una versión en castellano disponible en www.ces.uc.pt/bss/documentos/IntroDemoES.pdf.
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13.
Esto se entiende con una teoría relacional de la sociedad (la sociedad son las relaciones de los individuos guiados por el objetivo de obtener y dar supervivencia material y seguridad simbólica), lo que ahorra las en exceso enredadas discusiones acerca de si la sociedad tiene o no un fundamento y, de paso, deja claro que lo político, entendido como conflicto, es consustancial a esa vida social donde todos están motivados por un mismo objetivo. Ver Pier Paolo Donati: Teoria relazionale della società, Franco Angeli, Milán, 2002 y Repensar la sociedad, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2006.
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14.
Otro problema añadido es que, según los autores, estos conceptos se intercambian. Lo relevante, mas allá de los nombres, está en entender que la convivencia social está atravesada necesariamente por el conflicto y, en su extremo, implica poner en juego la propia vida por defenderse de quien está dispuesto a arriesgar la suya para derrotar tu idea (incluso en momentos de paz, ese conflicto está presente cuando se defiende una Constitución –o la propia democracia– de sus enemigos). Al lado de este extremo (que, como dice Sheldon Wolin, es «episódico, raro») están todos los elementos que se derivan de este marco general, que son más cotidianos (la «política» que, siguiendo con Wolin, es «continua, incesante e infinita»), elementos que ya no son agónicos, que tienen detrás la idea de lo político pero que no lo viven con dramatismo (igual que comer cada día no se convierte, para los que tienen la fortuna de poder hacerlo, en una lucha desesperada contra la escasez). Esta diferenciación entre la política y lo político está al servicio de la recuperación de la esencia conflictiva de la convivencia humana. Lo relevante es entender que si se pierde la condición conflictiva de lo político, difícilmente se tendrán herramientas para defender la democracia. Ver S. Wolin: «Fugitive Democracy» en Sheyla Benhabib (ed.): Democracy and Difference. Contesting the Boundaries of the Political, Princeton University Press, New Jersey, 1996.
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15.
fce, México df, varias ediciones.
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16.
C. Schmitt: El concepto de lo político [1932], Alianza, Madrid, 1987. Para la revisión filosófica de la diferencia entre la política y lo político, v. Olivier Marchart: El pensamiento político posfundacional, fce, Buenos Aires, 2009.
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17.
fce, México, df, 1986.
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18.
J.C. Monedero: El gobierno de las palabras, cit.
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19.
Manfred G. Schmidt: «Vom Glanz und Elend der Demokratie nach 1989» en Claus Leggewie y Richard Münch (eds.): Politik im 21.Jahrhundert, Suhrkamp, Fráncfort, 2001.
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20.
Carlos Gómez Gil: Las ong en la globalización. Estrategias, cambios y transformaciones de las ong en la sociedad global, Icaria, Barcelona, 2004.
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21.
José Nun: Democracia. ¿Gobierno del pueblo o gobierno de los políticos?, fce, México, df, 2001.
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22.
Para la caracterización del fascismo social, v. B. de Sousa Santos: «La reinvención de la democracia» en El milenio huérfano, Trotta, Madrid, 2005. Dice Santos: «No se trata de un regreso al fascismo de los años 30 y 40. No se trata, como entonces, de un régimen político sino de un régimen social y de civilización. El fascismo social no sacrifica la democracia ante las exigencias del capitalismo sino que la fomenta hasta el punto en que ya no resulta necesario, ni siquiera conveniente, sacrificarla para promover el capitalismo. Se trata, por lo tanto, de un fascismo pluralista y, por ello, de una nueva forma de fascismo» (p. 311). Los fascismos sociales serían de siete tipos: el fascismo del apartheid social; el fascismo del Estado paralelo; el fascismo paraestatal; el fascismo territorial; el fascismo populista; el fascismo de la inseguridad; y el fascismo financiero (el más virulento). V. tb. B. de Sousa Santos: Conocer desde el Sur, Fondo Editorial de la Facultad de Ciencias Sociales, unmsm / Unidad de Post Grado, Lima, 2006, disponible en http://es.scribd.com/doc/50518612/Santos-Boaventura-de-Sousa-Conocer-Desde-El-Sur.
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23.
Klaus von Beyme: Teoría política del siglo xx, Alianza, Madrid, 1994.
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24.
J. Rosenau y E.-O. Czempiel (eds.): Governance without Government: Order and Change in World Politics, Cambridge University Press, Cambridge, 1992.
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25.
Allí donde en el siglo xx fueron los partidos políticos los principales hacedores de los Estados sociales y democráticos de derecho, en el siglo xxi van a compartir necesariamente protagonismo con (y a veces a cederlo a) los nuevos movimientos sociales y otras formas de organización política aún no consolidadas que se correspondan con las nuevas realidades y exigencias.
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26.
I. Prigogine: Las leyes del caos, Crítica, Barcelona, 1999.