Opinión
septiembre 2019

Moscú no cree en lágrimas Putin pierde terreno en la capital rusa

¿Putin empieza a perder poder en la capital rusa? Aunque Rusia Unida se impuso a lo largo del país, los resultados de las elecciones moscovitas fueron una piedra en el zapato para el líder ruso, tan inesperada que las autoridades no saben cómo reaccionar y buscan nuevas fórmulas de legislación electoral para evitar futuros éxitos de la oposición, mientras se mantiene la represión a las protestas.

Moscú no cree en lágrimas  Putin pierde terreno en la capital rusa

Desde 1991, los meses de agosto y septiembre –periodo de vacaciones– depararon crisis y sorpresas. Un golpe contra Mijaíl Gorbachov que anticipó la quiebra de la Unión Soviética, un default, ataques terroristas, el hundimiento del submarino Kursk, guerras e incendios. Todas estas catástrofes se asocian en un fatum, fueron acontecimientos de fuerza mayor, pero en agosto de 2019 la crisis política tuvo el sello de su creador: el régimen de Vladímir Putin.

La inesperada crisis actual se vinculó a un hecho en apariencia menor: las elecciones al Parlamento local de Moscú, una institución sin poder efectivo, en el marco de las elecciones regionales en todo el país. Todos esperaban que la crisis se desencadenara por demandas económicas y sociales, en lugar de reclamos éticos y de derechos ciudadanos.

La razón para pensar así no era infundada. La situación económica y social es poco prometedora. Ya van varios años de baja en el nivel de bienestar social y la economía está estancada con un crecimiento mínimo de 0,3% o 0,4%.Y ello con los precios de petróleo estables y relativamente altos en comparación con el inicio de la crisis de 2012-2013. En ese momento, todos los pilares del «modelo Putin» entraron en crisis, en gran medida debido a dificultades relacionadas con las sanciones occidentales por la política aventurera en Ucrania y Siria, cuyo objetivo, más que de política exterior, era mantener el «consenso putinista» en la mayoría de la población.

La crisis se transformó en un estado tan conocido por los rusos como el recordado «estancamiento» de la época de Leonid Brézhnev, que sobre todo para la ciudadanía políticamente poco activa es una época dorada: la vida no mejoraba, pero tampoco empeoraba. Hoy no se puede decir lo mismo. En el primer semestre de 2019, los ingresos reales de los rusos bajaron 1,3%. Y se trata de un ritmo de caída estable desde hace varios años. El único éxito de Putin fue bajar la inflación, gracias a los esfuerzos del «ala liberal del régimen» que maneja las finanzas y la política monetaria, ya que Putin no confía esas áreas a los fervientes nacionalistas o estatistas que dominan la economía real y las compañías públicas. Los enormes gastos del gobierno en megaproyectos y en política exterior, la brusca subida de los impuestos y de las tarifas de los servicios públicos –que, según los cínicos del gobierno, son el «nuevo petróleo»–, junto con el golpe mortal que recibió la legitimidad de la dictadura de Putin con la reforma de las jubilaciones, que impactó precisamente en el núcleo electoral del oficialismo, funcionaron como un caldo de cultivo muy concentrado para el descontento de grandes masas de la población. Esta política antisocial y que ralentiza el crecimiento económico contrasta con el rápido aumento de las reservas (un fondo especial de estabilización y de desarrollo creado para guardar parte de las superganacias del petróleo), que llegaron a más de 500.000 millones de dólares. A ojos de Putin, este caudal de dinero es un reaseguro para poder resolver situaciones de crisis futuras.

Para completar el panorama, hay que agregar el resurgimiento de las protestas en el interior del país, especialmente en el norte de Rusia, donde la población se levantó unánimemente contra el transporte de la basura de Moscú y en defensa de su hábitat y ecología. Protestas masivas e imposibles de aplastar surgen debido a las razones más inesperadas, y si bien florecen por razones políticas y económicas, se expresan también en un lenguaje ético, de dignidad y derechos ciudadanos. Así fue una protesta masiva en Ekaterinburgo (tercera ciudad rusa y capital de los Urales industriales), donde la población se movilizó durante meses contra la construcción de una catedral en un parque del centro de la ciudad. En este caso, la protesta ganó y las autoridades y la Iglesia ortodoxa tuvieron que ceder. El movimiento fue un mensaje contra los gobiernos autoritarios que conducen las provincias rusas con el apoyo del Kremlin.

La inesperada crisis política en agosto y septiembre pasados tiene otro condimento. Según la draconiana legislación de Putin, solamente los partidos con representación en el Parlamento nacional tienen el derecho a registrar candidatos en las elecciones. El resto debe conseguir la firma de 10% del padrón electoral. Por otro lado, con el oficialista Rusia Unida absolutamente desprestigiado en la capital, los candidatos oficialistas se presentan como independientes y deben completar el requisito de las firmas. La crisis llegó cuando las firmas de los candidatos opositores fueron declaradas fraudulentas, incluso contra la declaración de los propios firmantes, mientras que las del oficialismo pasaron sin problemas, aunque pocos los vieron juntándolas.

Como resultado, los piquetes y mítines de los candidatos rechazados fueron duramente reprimidos con un exceso de fuerza y violencia nunca visto en la capital. Los tribunales condenaron a varios jóvenes y a todos los precandidatos rechazados con medidas de arresto administrativo e incluso condenas de cárcel a partir de acusaciones ridículas y falsas. También fue detenido el popular líder opositor Alexéi Navalni, con gran predicamento entre los jóvenes y cuyo nombre está literalmente prohibido en la televisión oficial. El propio Putin, así como otros altos personeros del régimen, jamás pronuncia su nombre.

Todo eso provocó la indignación ciudadana al ver el centro de la ciudad bajo estado de sitio u ocupado por «ejército enemigo». Un mitin de protesta autorizado por la Alcaldía reunió a más de 40.000 personas, pese a la represión policial, lo que la convirtió en la mayor concentración después de las protestas de 2012.

Mientras en Moscú las fuerzas de seguridad golpeaban y pateaban a los jóvenes y enviaban a la cárcel a los opositores, Putin fingía no mostrar interés alguno por la capital. Se sumergió en un submarino, se unió a un grupo de motoqueros en Crimea espectacularmente montado en una Harley Davidson, con campera de cuero y aires rockeros. Los «Lobos de la Noche» o «Ángeles de Putin» se proponen, entre otras cosas, «salvar a la patria rusa de homosexuales y feministas». La indiferencia de Putin fue tan evidente que nadie dudó de que todo el desmadre de Moscú hubiera sido obra de él.

En vista de las dificultades para inscribir candidatos en Moscú, Navalni puso en acción su idea del «voto inteligente», que surgió tras analizar las elecciones del año pasado, cuando en Siberia y en la región del Pacífico la gente votó a cualquiera que no fuera oficialista y esto le permitió a la oposición ganar cargos en varias provincias. El más comentado fue el triunfo de la joven «ama de casa» Anna Shekina, de 28 años, que derrotó a Rusia Unida y se transformó en alcaldesa de la ciudad de Ust-Ilimsk, en la región industrial de Siberia. El llamado al voto útil de Navalni llevó a muchos a votar por la oposición tolerada, sobre todo la encarnada en el Partido Comunista (PC). Esta estrategia no sirve para llegar al poder, pero sí para mostrar que el oficialismo no tiene bases de apoyo real en el electorado.

Aunque Rusia Unida se impuso a lo largo del país, los resultados de las elecciones moscovitas fueron una piedra en el zapato para Putin, tan inesperada que las autoridades no saben cómo reaccionar y buscan nuevas formulas de la legislación electoral para evitar futuros éxitos de la oposición. De 45 bancas en el Parlamento local, 20 quedaron en manos de oposición, entre comunistas, el viejo partido social-liberal Yabloko y Rusia Justa. Los mayores beneficiarios de la táctica de Navalni fueron los comunistas. En los actos del actual PC, sumergido en el nacionalismo, los popes ortodoxos se pueden mezclar con los retratos de Lenin. El golpe más humillante fue la derrota del líder del partido oficialista Rusia Unida, Andréi Metelski, quien perdió su banca en el Parlamento, que ocupaba desde 2002. Como reza un dicho judío de Odessa: «No hay que ser demasiado kosher», y esta fue la estrategia de la oposición moscovita en las elecciones del 9 de septiembre, en las que la participación apenas superó el 20%.

El éxito del «voto inteligente» tuvo facetas de comedia: el tercer distrito de la ciudad fue ganado por Alexander Solovyev, una figura desconocida que entró solo para desviar los votos de un candidato liberal con el mismo nombre, Alexander Solovyev. Al final, el verdadero Solovyev fue excluido de las elecciones y luego encarcelado, lo que dejó al candidato fake como vencedor contra el candidato pro-Kremlin sin mover un dedo ni gastar un rublo en su campaña. Los periodistas comenzaron a buscarlo para saber quién era verdaderamente el «otro» Solovyev.

La situación se parece al fin de la Unión Soviética, cuando en las elecciones podía ganar cualquiera que compitiera con un comunista, la gente votaba en contra y no a favor, y bastaba con ser no comunista para ganar. Y esta tendencia asusta al putinismo. Allí radica el éxito del «voto inteligente», aunque el oficialismo haya ganado en el resto de Rusia. Navalni busca luchar contra el sistema de Putin sin aceptar sus reglas.

Estas elecciones demostraron el debilitamiento del régimen y de la gobernabilidad, lo que mina fuertemente las posiciones de propio Putin en las elites y crea grietas entre varios sectores de su hasta ahora sólido bloque de poder. Pero el «voto inteligente» es más una tecnología de protesta que una forma de construcción política que incorpore la protesta pero dé metas al movimiento; por eso la vemos en olas inesperadas y frecuentemente espontáneas, que terminan en reflujo y decepción. La oposición tiene por delante la tarea de articular una nueva agenda nacional de lucha que pueda movilizar no solamente Moscú y San Petersburgo, sino las provincias del enorme territorio ruso. Y, al mismo tiempo, debe generar puentes desde la izquierda hasta la derecha democrática para crear un clima de cambio político imprescindible para acabar con el régimen de Putin.


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