Opinión
abril 2023

La metamorfosis de Bruno Latour

Durante décadas, Bruno Latour disfrutó provocando a la izquierda, mientras que muchos izquierdistas amaron odiar al polifacético científico. Sin embargo, en los últimos años de vida de Latour se produjo un cambio en esa relación.

<p>La metamorfosis de Bruno Latour</p>

Cuando en octubre del año pasado murió el polifacético estudioso de la ciencia Bruno Latour a la edad de 75 años, llovieron a raudales los homenajes desde todos los rincones del mundo académico, así como también desde muchos otros ámbitos. En la primera década de los años 2000, Latour había sido una referencia ubicua, situado junto a Judith Butler y Michel Foucault en la lista de académicos más citados en campos que iban de la geografía a la historia del arte. Tras alcanzar notoriedad por las «guerras de la ciencia» de los años 1990, se reinventó como estudioso del cambio climático e intelectual público en las dos últimas décadas de su vida. No obstante, en medio de las expresiones de reconocimiento y pesar, desde la izquierda, muchos se limitaron a encogerse de hombros. La relación de Latour con la izquierda había sido tensa, si no por completo insatisfactoria para ambas partes, desde hacía largo tiempo. Latour disfrutaba de provocar el antagonismo de la izquierda; a su vez, a numerosos izquierdistas les encantaba odiar a Latour. Para muchos, su ascendiente en los años políticamente sombríos de inicios del siglo XXI fue condenatorio. Y sin embargo, cuando en sus últimos años buscó dar respuesta al desafío político del cambio climático, eligió considerar –en su propio y profundamente idiosincrásico estilo– cuestiones vinculadas con la producción y la clase, la transformación y la lucha.

Latour era sincero acerca de sus orígenes: reconocía sin reparos que provenía de la «típica burguesía francesa provinciana». Nacido en 1947 en Beaune, fue el octavo hijo de una conocida familia católica, vitivinicultora, propietaria de la Maison Louis Latour, famosa por sus borgoña Grand Cru. Cuando ya se había establecido que su hermano mayor se haría cargo del negocio familiar, Latour fue enviado al Liceo Saint-Louis-de-Gonzague, una escuela privada de elite dirigida por sacerdotes jesuitas situada en París. Obtuvo un primer lugar en el orden de mérito de la agrégation, lo cual llevó a un doctorado en Teología de la Universidad de Tours. A los 21 años, en 1968, Latour no estaba en las calles de París sino en los salones de clase de Dijón, donde estudiaba exégesis bíblica con el erudito y ex-sacerdote católico André Malet. Escribió su tesis de doctorado, que versó acerca de Charles Péguy, mientras trabajaba en la administración pública francesa en Abidjan, en ese entonces capital de Costa de Marfil. Allí se le encomendó la tarea de llevar a cabo un relevamiento sobre la «ideología de la competencia» para una agencia de desarrollo francesa que procuraba entender el porqué de la ausencia de marfileños en puestos gerenciales; mientras tanto, leía El Anti-Edipo por las noches («Llevo a Deleuze en la sangre», diría más tarde). El informe presentado por Latour sostenía que las actitudes racistas constituían una barrera obvia al progreso de los marfileños. Pero esas actitudes, a su vez, producían otros efectos, fenómeno que Latour describió como la «creación de incompetencia»: los marfileños eran colocados en puestos en los que tenían escasa oportunidad de familiarizarse con tecnologías claves. «¿De qué manera funciona, en realidad, esta fábrica o esta escuela si se examina la circulación de información, de poder y de dinero?», se preguntó Latour.

Tras los pasos de la «epistemología histórica» de Gaston Bachelard y Georges Canguilhem, los filósofos franceses de la posguerra, desde Louis Althusser hasta Foucault, se interesaron fuertemente por el estatus de la ciencia y la verdad. Si bien Latour compartía este interés temático amplio, consideraba que la epistemología histórica no prestaba suficiente atención a la práctica científica real. En consecuencia, su hogar intelectual de origen no se halló entre los philosophes, sino en el expósito campo anglófono de los «estudios sociales de la ciencia». Este campo surgió en los departamentos de sociología británicos en la década de 1970 y extendió rápidamente su influencia hacia Estados Unidos. Su cometido básico consistía en completar el proyecto durkheimiano de una sociología del conocimiento explicando incluso el esotérico contenido de la ciencia misma mediante el escrutinio de las prácticas sociales prosaicas a través de las cuales era producido. En contraste con los esfuerzos de los epistemólogos franceses orientados a identificar las condiciones de la «verdadera ciencia», el principio rector del «programa fuerte» –el método central desarrollado en Edimburgo– era la simetría: tanto las ideas científicas exitosas como las fallidas debían estudiarse aplicando los mismos métodos. Fueron las rutinas ordinarias, concretas de lo que Thomas Kuhn había llamado «ciencia normal» las que Latour describió en su primer libro, La vida en el laboratorio (1979), escrito en coautoría con el sociólogo británico Steve Woolgar; allí retrató el trabajo de los científicos del Instituto Salk, el laboratorio privado de ciencias biológicas de La Jolla, California. Sirviéndose de su experiencia etnográfica en Abidján, Latour pasó dos años, de 1975 a 1977, como aspirante a antropólogo observando el laboratorio de Roger Guillemin, un neurocientífico francés que Latour había conocido en Dijón y que ganaría en 1977 el Premio Nobel de Medicina por su trabajo en el campo de las hormonas.

Latour sostendría más tarde que ir de las «leyes de la ciencia» al laboratorio es como ir de los libros de derecho al Parlamento. Esa transición no revela un ámbito de comprensión racional sino de debate acalorado, controversia, desorden, errores: de conocimiento producido por seres humanos antes que por mentes incorpóreas. En consonancia con ello, el libro se inicia in media res, sumergiendo al lector en el laboratorio narrado a través de las notas de un observador. En La vida en el laboratorio, Latour emprende un análisis material del laboratorio no rastreando sus fuentes de financiamiento ni la utilidad de sus hallazgos para la industria, sino trazando un mapa del espacio físico real del laboratorio, elaborando un inventario de sus equipos, detallando la labor de los técnicos. La formación exegética adquirida por Latour en Dijón también sentó las bases de este estudio, donde sostuvo que lo que el laboratorio producía eran, en realidad, textos. Los científicos estaban continuamente elaborando e interpretando inscripciones: tomando notas de mediciones, registrando resultados. Después de todo, era a través de los artículos científicos como las ideas circulaban entre laboratorios y adquirían legitimidad. Al igual que el tema sobre el que versa, La vida en el laboratorio puede resultar tedioso en algunos momentos. Pero si bien su tono irónico y sus observaciones prosaicas desinflaron las narrativas grandilocuentes del científico heroico, la intención del libro no fue la denuncia. Muy por el contrario, Latour y Woolgar insistieron en que «nuestra ‘irreverencia’ o ‘falta de respeto’ por la ciencia no pretende ser un ataque a la actividad científica». Jonas Salk mismo señaló que el libro «era coherente con el ethos científico» en una introducción.

El trabajo siguiente de Latour, Ciencia en acción, publicado en inglés en 1987, fue definido como un manual de campo para los estudios de la ciencia en general, con la mirada puesta más allá del laboratorio en los modos en que la ciencia adquirió poder en todo el mundo. La verdad científica aseguraba estar respaldada por la autoridad de la naturaleza misma, un ideal del cual Galileo aparecía como figura icónica: el disidente solitario reivindicado por la realidad. Sin importar cuán grande fuera la autoridad religiosa de la Iglesia, el hecho de que la Tierra se moviera la superó. Desde entonces, todo disidente se ha imaginado a sí mismo como un Galileo, manteniendo firme su postura frente a los poderes corruptos. Pero Latour observó que no siempre está tan claro de qué lado se encuentra la naturaleza. La naturaleza no habla sencillamente por «sí misma» sino que lo hace a través de voceros: se trata de quienes miden e interpretan el mundo físico. Hasta que no se construyen los laboratorios, se publican los estudios, se leen los artículos, la naturaleza no dice nada en absoluto. Construir un dato –por ejemplo, mostrar que la Tierra se mueve alrededor del sol– es una tarea difícil que implica un conjunto exigente de prácticas. El resultado es que los «disidentes» científicos no pueden mantener sus posturas en soledad, sino que solo pueden lograr sus objetivos reclutando a muchos otros: investigadores, financistas, públicos.

Latour desarrolló este tema de forma más directa en Pasteur: guerra y paz de los microbios (publicado en francés en 1984 como Les microbes: guerre et paix, pero difundido con amplitud en la versión en inglés sustancialmente revisada que se publicó en 1988), que reinterpretó el legado de otro gran hombre de ciencia, Louis Pasteur, el biólogo francés que revolucionó la higiene y la salud al desacreditar las teorías de la generación espontánea y sentar las bases de la teoría de los microbios. El texto de Latour fue, en parte, un cuestionamiento de Canguilhem, quien había identificado a Pasteur como figura crucial en el establecimiento de la medicina como ciencia moderna, y para quien la teoría de los microbios constituía una ruptura epistemológica con las ideas precientíficas. Latour, en contraste, argumentó que los científicos no producían revoluciones del pensamiento solo a fuerza de ideas brillantes. Por el contrario, comparando a Pasteur con Napoleón vía Tolstoi, aseveró que Pasteur había empleado con éxito una serie de demostraciones teatrales para reunir una potente red de seguidores, que a su vez conformaron el laboratorio mismo como un sitio de autoridad social. Pero también cuestionó a los sociólogos de la escuela anglosajona, que, a su juicio, habían otorgado un peso excesivo a los factores sociales. Su principio de la «simetría» debía extenderse más aún e incluir a los no humanos a la par de los humanos como agentes por propio derecho. Las redes de Pasteur, en otras palabras, no comprendían solo a higienistas y agricultores, sino también a los microbios mismos.

El cuestionamiento de Latour dirigido a todos los rincones del campo de los estudios de la ciencia recibió duras respuestas. El filósofo David Bloor acusó a Latour de tergiversar la filosofía de la ciencia sin dejar, al mismo tiempo, de adherir fuertemente a su método, disfrazando ideas ya conocidas con aseveraciones metafísicas grandilocuentes acerca de la «construcción» de la naturaleza y la sociedad; a la vez, las innovaciones genuinas de Latour –según Bloor– constituían un «retroceso» hacia un empirismo acrítico. El historiador Simon Schaffer sostuvo que Latour había apuntalado el estatus de «gran hombre» de Pasteur más que socavarlo, y que su énfasis en el rol desempeñado por los microbios no hacía más que marginar la importancia de la experimentación en tanto método. No obstante, estas críticas sirvieron para posicionar a Latour en el centro del campo, de tal modo que responder a su trabajo se volvió una obligación cada vez más indeclinable.

A principios de la década de 1990, los estudios de la ciencia habían adquirido una importancia suficiente como para atraer su propia cohorte de críticos externos al campo. Latour fue encasillado en las categorías de «constructivista social» y «relativista», términos típicamente empleados a modo de insulto por quienes participaban desde posiciones extremas en las Guerras de la Ciencia de este periodo. Así, un nombramiento en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton fue bloqueado por médicos y matemáticos de esa casa de estudios. No obstante, Latour aseguraba que las Guerras de la Ciencia, que describía como «una montaña hecha de un grano de arena», lo tenían sin cuidado. Sin embargo, lo sorprendió enterarse de que había quienes pensaban que él no creía en el conocimiento científico o, incluso, en la realidad. Le interesaba el modo en que los datos «se construían», pero había rechazado de forma explícita lo que consideraba el constructivismo totalmente social defendido por otros teóricos que trabajaban en el campo. Para Latour, construir datos era similar a construir un edificio: no era posible hacerlo empleando solo relaciones sociales. Y ese era precisamente el motivo por el que consideraba imperativo prestar atención a las prácticas materiales de investigación y al mundo no humano investigado por los científicos. La ironía fue que, entre los pioneros angloestadounidenses de los estudios de la ciencia, como Bloor, Latour fue considerado a menudo un realista, tal vez, incluso, ingenuo, cuyo método tomaba demasiado literalmente la actividad de los microbios y los electrones.

Antes que usar el análisis social para deconstruir la ciencia, en otras palabras, fueron la categoría de «sociedad» y las pretensiones de los teóricos sociales de contar con un conocimiento superior lo que Latour procuró desmantelar más enérgicamente. Desarrolló las ideas presentadas en Ciencia en acción y Pasteur en una serie de trabajos aun más teóricos – Nunca fuimos modernos (1991), La esperanza de Pandora (1999), Políticas de la naturaleza (1999), Rearmar lo social (2005)–, que delinearon su crítica metodológica de las ciencias sociales y su programa alternativo. Si la controversia en torno de Pasteur puso a Latour en el centro de las disputas en el campo de los estudios de la ciencia, Nunca fuimos modernos, un recorrido breve y polémico por la filosofía moderna occidental, lo situó en el mapa académico más amplio. Latour aseguraba que «los modernos» habían ejecutado un doble movimiento que los había vuelto todopoderosos. Habían expuesto las creencias «premodernas» como meras supersticiones, mostrando, por ejemplo, que un terremoto no era un acto de Dios sino un evento físico. Al mismo tiempo, revelaron que ciertos fenómenos en apariencia naturales eran, en realidad, sociales: que las diferencias de género, por ejemplo, no eran innatas sino construidas. No había nada que ese doble movimiento no pudiera explicar. Sin embargo, sostuvo, la incapacidad de los modernos para reconocer, mucho menos resolver, las contradicciones entre esos dos movimientos dio origen a una cantidad de disfunciones. Latour situó explícitamente su indagación como respuesta a la caída del Muro de Berlín y la declinación del socialismo; declaró 1989 como «el año de los milagros». No obstante, sostuvo que el triunfalismo occidental estaba fuera de lugar en vista de la creciente crisis ecológica global: Occidente, aseveró, «abandona a la Tierra y a su gente a la muerte».

A diferencia de muchos otros intelectuales liberales franceses, Latour no fue un anticomunista desde el punto de vista ideológico. Fue un crítico sólido del marxismo, pero principalmente por cuestiones metodológicas. Las agresivas acotaciones de Latour respecto del marxismo solían estar en realidad dirigidas a Althusser, a cuyo trabajo acusaba de reproducir las fallas de la epistemología histórica francesa en un nivel más amplio: a saber, un cientificismo acrítico y la preeminencia de los principios filosóficos por sobre las prácticas concretas de los científicos. El marxismo althusseriano, en su aspiración al conocimiento total, era para Latour el más modernista de todos los proyectos, lo cual no era en su visión un halago. Se mostraba más favorable al contingente marxista de la primera generación de los estudios de la ciencia anglosajones, que se había desarrollado siguiendo un recorrido de formación diferente: con base en el Radical Science Journal británico, conectado con los movimientos antinuclear y antibélico e influido por trabajos que iban de la historia social británica al estudio del proceso laboral de Harry Braverman. No obstante, Latour sugirió que incluso esa tradición había caído presa de la tendencia sociológica a explicar todo con referencia exclusiva a factores sociales.

Por su parte, Latour no pasó por alto las cuestiones económicas: señaló que costaba 60.000 dólares producir cada artículo publicado por el laboratorio de Guillemin; que el éxito de la tecnología de celdas de combustible no dependía solo de la física sino además de si era posible convencer a un inversionista de comprometerse en el proyecto; que el diseño del motor diésel no solo debía funcionar sino también competir en el mercado. Pero se rehusó en forma categórica al intento de identificar un factor determinante, así fuera solo en la instancia final. La escasamente leída segunda mitad de Pasteur, «Irreducciones», contiene un sorprendente pasaje filosófico: Latour describe su viaje de Dijón a Gray en 1972, durante el cual se siente tan acuciado por lo que denominó una «sobredosis de reduccionismo» que se ve obligado a detener la marcha. Observando el invernal cielo azul, como el Roquentin de Sartre miró el castaño, «vi por primera vez en mi vida las cosas sin reducir y liberadas». La lección que extrae es sencilla: «nada puede reducirse a nada, nada puede deducirse de ninguna otra cosa, todo puede aliarse a todo lo demás».

El colapso de la ciencia social marxista que siguió a la caída de la Unión Soviética dejó un vacío en el campo de los estudios sociales que la ambigüedad del programa «irreduccionista» de Latour estaba en condiciones de llenar. La actividad se centró en la formidable unidad de estudios de la ciencia que construyó junto con su colaborador de larga data Michel Callon en la Escuela Nacional Superior de Minas de París. Latour y Callon sostuvieron que en lugar de tratar «lo social» como una categoría preexistente o de imponer sus marcos teóricos sobre el mundo, los científicos sociales deberían limitarse a seguir las conexiones entre agentes –humanos y no humanos por igual– sin hacer suposiciones sobre ellos por adelantado. En Pasteur, Latour señaló: «No solo hay relaciones ‘sociales’, relaciones entre hombre y hombre. La sociedad no está constituida solo por hombres, pues en todas partes los microbios intervienen y actúan». La teoría del actor-red (ANT, por sus siglas en inglés), el método que desarrolló con Callon, formalizó esa postura. La teoría hacía un llamamiento a abandonar las categorías explicativas y los marcos ya conocidos, o más bien, el proyecto de explicar en su totalidad, en favor de un nuevo enfoque: solo describir.

Muchas de sus intervenciones parecieron tener como objetivo deliberado provocar a los sociólogos, en particular, a los de izquierda. En Ciencia en acción, Latour comparó a un representante sindical hablando en favor de los trabajadores con un científico hablando en favor de los neutrinos; en Reensamblar lo social, declaró que la famosa proclama de Margaret Thatcher respecto de que «la sociedad no existe» podría servir como eslogan para la teoría ANT, aunque con una intención diferente. Abogó por el idiosincrásico y poco conocido sociólogo francés Gabriel Tarde como alternativa preferible a sus notablemente más conocidos contemporáneos Durkheim y Marx: «Imaginen cómo podrían haber resultado las cosas si nadie jamás le hubiera prestado atención a Das Kapital» era la frase con que se iniciaba su libro de 2009 sobre Tarde, escrito en coautoría con el sociólogo Vincent Antonin Lépinay. (Los esfuerzos de Latour orientados a poner en marcha un regreso de Tarde atrajeron pocos aliados). La enemistad era mutua. Pierre Bourdieu se ganó un particular enemigo en Latour al desairarlo, según dicen, en el Collège de France y en otros ámbitos prestigiosos de la academia francesa. Latour, a su vez, no perdía oportunidad de provocar a Bourdieu; en un momento, comparó la teoría social bourdieusiana con una interpretación conspirativa del 11-S. (Es difícil leer Reensamblar lo social como otra cosa que una extendida polémica contra el establishment bourdieusiano de París). En consecuencia, Latour permaneció la mayor parte de su carrera en la Escuela de Minas, y no se trasladó a Sciences Po –la más orientada a la esfera anglosajona entre las instituciones académicas de elite parisinas– hasta 2007. Fue, no obstante, bajo esta apariencia de teórico antisocial, decidido a mostrar que «lo social» no existe en realidad, como la mayor parte de los académicos tomó contacto con su labor. Fue interpelado por una variedad asombrosa de estudiosos y teóricos: posestructuralistas y nuevos materialistas; historiadores del arte interesados en culturas materiales y filósofos interesados en ontología; teóricos de los medios de comunicación que investigaban las redes y sociólogos económicos estudiando estadística; geógrafos, antropólogos e historiadores cuyo interés en la relación entre naturaleza y sociedad se encontraba motivado por cuestiones ecológicas.

De hecho, la cuidadosa atención que Latour prestó a las tareas involucradas en la construcción de redes y el enlistamiento de aliados podría leerse como un manual para seguir su propia carrera. En particular, su habilidad para transcribir su postura dentro del mundo relativamente pequeño de los estudios de la ciencia en un registro filosófico jocoso ayudó a la difusión de sus ideas. El abordaje que adoptó en materia de estilo reflejó una de sus afirmaciones subyacentes: mientras que la tradición anglosajona de la filosofía analítica temía que el poder de la retórica ofuscara la verdad, Latour sostuvo que los elementos retóricos y sociales de la práctica científica –el uso del teatro por parte de Pasteur, por ejemplo– no socavaban su veracidad. Encontró especial inspiración en el estilo denso y alusivo del filósofo Michel Serres. Sin embargo, mientras que la prosa de Serres era notablemente difícil de traducir y poco leída fuera de Francia, las traducciones de Latour alcanzaron inmensa popularidad. Se nutrió de estrategias retóricas de numerosas disciplinas: de la filosofía, tomó los diálogos; de la literatura, la narración y las metáforas; y de la ciencia misma, los diagramas, que a menudo oscurecían tanto como aclaraban. Tenía un don para idear frases que se convertían en –para usar una de ellas– «móviles inmutables» que circulaban con libertad de un campo a otro. Tal vez, por sobre todo, era divertido leer a Latour. Sazonaba sus afirmaciones audaces, a veces escandalosas, con bromas, y las ilustraba con ejemplos memorables. Latour era, en todo caso, demasiadp fácil de leer, tanto como pasible de ser mal interpretado por sus seguidores y sus detractores por igual.

A medida que crecían su fama y su popularidad, aumentaba la preocupación de Latour por el cambio climático, ampliamente concebido entonces solo a través de las lentes de la creencia o la negación. En ese contexto, su influyente ensayo «¿Por qué se ha quedado la crítica sin energía?», publicado por Critical Inquiry en 2004, constituyó un hito, considerado con frecuencia una divisoria de aguas en su propia carrera y un ajuste de cuentas descarnado con los estudios de la ciencia. Famoso por comparar los estudios de la ciencia con la negación del calentamiento global, se lo suele interpretar como un trabajo de autocrítica. No es, sin embargo, un mea culpa, sino un j’accuse, uno entre tantos otros acápites en la crítica de la crítica de Bruno Latour, de ya larga data. «Cierta forma de espíritu crítico nos ha llevado por el sendero equivocado», sugirió, pero esa aparente autocondena era en sí un movimiento retórico. Con «nosotros» se refería, en realidad, a otros: aquellos para quienes criticar significaba desacreditar, arrancar el velo de la mistificación para revelar la percepción superior del teórico crítico. Latour sostuvo que la crítica era una «droga euforizante potente» para académicos satisfechos de sí mismos: «¡Siempre tienen la razón!». La paradoja era que el ensayo sugería, por muy sutilmente que lo hiciera, que Latour siempre había tenido la razón. Si la antipatía hacia la petulancia intelectual a menudo lo impulsó a pensar en forma más creativa que la que permitían los estrechos canales de la academia francesa, sus frecuentes llamamientos a la humildad podrían ocultar su propia ambición y confianza en sí mismo. Un interlocutor generoso en persona, según se dice, en la letra escrita era proclive a hacer lecturas tendenciosas de los trabajos ajenos, y aun cuando se convirtió en uno de los académicos más famosos del mundo, siguió presentándose como un forastero.

La mayor modificación, cuando Latour dirigió su atención al cambio climático, no se operó tanto en su postura respecto de la ciencia como en su relación con las ciencias sociales. En lugar de criticar a la crítica, procuró revitalizar el proyecto de la construcción, que empezó a describir como «composición». Latour adoptó un nuevo rol: dejó de ser el enfant terrible para convertirse en persona respetada. En esta modalidad, repitió los compases de proyectos anteriores en un registro más formal. En lugar de seguir a los neurobiólogos en sus laboratorios, siguió a los científicos del sistema de la Tierra que investigaban la Zona Crítica, esa delgada franja del planeta que sostiene la vida. Retomó a Galileo al afirmar que la teoría de Gaia de James Lovelock y Lynn Margulis había trastocado la comprensión que tenemos del planeta que nos alberga de una manera similar a como lo hiciera el astrónomo italiano. Se volcó más aún a la experimentación estilística, y recurrió a exhibiciones artísticas y representaciones teatrales cuya finalidad residía no solo en transmitirles ideas a públicos no académicos, sino también en incluirlos como participantes. Para sorpresa de muchos, se deslizó hacia la izquierda. Después de todo, era difícil describir el mundo con precisión sin admitir que era el capital el que hacía que las cosas se movieran, sin percibir el desmesurado impacto material de los pudientes o de sus ambiciones de escapar de la Tierra. Su panfleto de 2019 Los pies sobre la Tierra formuló la polémica sugerencia de que el cambio climático era una forma de lucha de clases librada por la clase dirigente; su último libro, Mémo sur la nouvelle classe écologique [Memorando sobre la nueva clase ecológica], escrito en coautoría con Nikolaj Schultz y publicado en 2022, argumenta que es necesario conformar una nueva «clase ecológica» para reemplazar a la clase trabajadora productivista de los imaginarios socialistas del pasado.

Para el momento cuando el covid-19 se esparció por el mundo entero, hacía ya largo tiempo que Latour había dejado atrás los microbios. La pandemia, sin embargo, ilustró uno de los elementos más convincentes de su pensamiento: que las ideas científicas requieren de alianzas para volverse poderosas. Las vacunas podrán haber sido desarrolladas a velocidades récord y los estudios podrán haber demostrado su eficacia, pero eso solo no bastó para garantizar su adopción. Médicos, científicos y especialistas en salud pública revelaron el desorden de la ciencia en acción especulando y discutiendo en las redes sociales, acumulando mientras tanto seguidores. Los aspirantes a Galileo se multiplicaron, y en un mundo donde los movimientos antivacunas y la desconfianza de los grandes laboratorios farmacéuticos se habían venido acumulando durante décadas, esos disidentes a menudo se volvieron sorprendentemente poderosos. En lugar de aceptar el caos de los datos en construcción, sin embargo, los autodeclarados defensores de la ciencia recurrieron a la clase de mensajes simplistas que durante tanto tiempo Latour procuró poner en cuestión: «La ciencia es real», adoptado como artículo de fe.

Si estos habían sido alguna vez los temas centrales de Latour, no obstante, ya no estaba interesado en diagnosticarlos. Su anteúltimo libro, ¿Dónde estoy? Una guía para habitar el planeta (2021), no se ocupa de la política de los hechos sino de las posibilidades de transformación tras la disrupción, exploradas principalmente mediante una extensa metáfora construida a partir de La metamorfosis, de Kafka. ¿Podría imaginar la vida como un insecto gigante ayudarnos a concebir un modo de vida diferente en el planeta Tierra? En particular, Latour abrigaba la esperanza de que el cierre de la economía pudiera ayudar a descentrar la atención depositada en la producción en favor del «engendramiento», las relaciones y actividades, tanto humanas como no humanas, que hacen posible nuestra existencia sostenida. El engendramiento, en otras palabras, evoca los antiguos análisis de la reproducción por parte de las feministas socialistas, con los que tal vez se haya puesto en contacto a través de Donna Haraway, frecuente interlocutora de Latour en el curso de los años, surgida del ámbito del Radical Science Journal en su momento de auge. El engendramiento también ocupa un lugar central en la teorización de la «clase ecológica» elaborada por Latour, quien la concibe determinada no por la posición del individuo respecto de los medios de producción, sino de su ubicación en un conjunto de interdependencias relativas a la Tierra. Si bien Latour siguió formulando críticas mecánicas respecto de la insuficiencia del análisis marxista, sus propios argumentos tendieron a reformular posturas de la izquierda ya conocidas en su propio idioma, o bien, inversamente, a usar lenguaje marxiano para hablar de otras cuestiones no relacionadas.

Si el giro político tardío de Latour lo vio explorando terreno desconocido, entonces, también reveló los límites de sus herramientas analíticas. Tras décadas dedicadas a cuestionar tradiciones venerables del pensamiento social, pareció incapaz de reconocer lo que habían comprendido correctamente. Latour argumentó en forma reiterada que la ciencia, a pesar de su desorden y sus luchas de poder, estaba tratando de entender algo real acerca del mundo. Pero él no pareció aceptar que no hubiera otra cosa que juegos de lenguaje operando tras invocaciones como «sociedad» o «la economía», mucho menos el capitalismo; que esas relaciones sociales que las descripciones empíricas no podían revelar con inmediatez podrían, de todos modos, ser agenciales y poderosas.

Resulta sorprendente que muchos de los críticos más acérrimos de Latour en años recientes –más notoriamente los ecomarxistas Andreas Malm y Jason W. Moore– se hayan apoyado en líneas de pensamiento de influencia latouriana en mayor medida de lo que les gusta reconocer. Parte del fenómeno es sencillamente un artefacto de la historia: la influencia de Latour es casi imposible de evitar en el trabajo teórico reciente y de las ciencias sociales sobre la naturaleza y la ecología. Pero Latour también estaba en lo cierto respecto de que los marxistas habían prestado en general más atención a las relaciones sociales que a las de los microbios y las moléculas de carbono. (El difunto Mike Davis es una excepción notable). Antes que verse desmedrada por la asociación, la vitalidad de los trabajos de esos marxistas proviene de la síntesis de las fortalezas del pensamiento marxiano y los aportes recogidos en otros ámbitos, una síntesis que Latour mismo solo tardíamente y a regañadientes emprendió en la dirección inversa.


Traducción: Elena Odriozola

Fuente: La versión original de este artículo se publicó en inglés, en Sidecar/New Left Review, el 20/1/2023. Puede verse la versión original aquí.



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