Tema central
NUSO Nº 214 / Marzo - Abril 2008

Las dificultades de América Latina para convertirse en un verdadero actor internacional

América Latina no logra presentarse como un actor unificado en el escenario internacional. La inclinación histórica a mirar a Estados Unidos y Europa en lugar de a los países vecinos, las diferentes estrategias de desarrollo y la renuencia a ceder soberanía a instancias supranacionales han dificultado los avances en la integración. Aunque existen muchos organismos e instituciones, se superponen unos con otros y en general no han dado los resultados esperados, tal como demuestra el hecho de que el comercio intrarregional hoy no supera el 15%. El artículo argumenta que, aunque no es necesario hablar con una sola voz en absolutamente todos los foros internacionales, es esencial que América Latina logre presentarse como un interlocutor único en aquellos temas que son de interés común para todos los países de la región.

Las dificultades de América Latina para convertirse en un verdadero actor internacional

Las dificultades de la integración

¿Puede hablarse de América Latina como un actor internacional, en el sentido de un comportamiento coordinado o concertado de los países de la región en el sistema internacional? La respuesta es no. Pese a los esfuerzos emprendidos desde la segunda mitad del siglo XX, la región no ha logrado avanzar de manera decisiva en la creación de estructuras duraderas de cooperación e integración que le permitan pasar de ser un ruletaker (seguidor de reglas) a un rulemaker (hacedor de reglas) en el sistema internacional. Tampoco es posible considerar a Sudamérica (lo que implica excluir a México y los países de América Central y el Caribe, que en los últimos años tienden a profundizar sus vínculos económicos con Estados Unidos) como un actor que habla con una sola voz. Ni siquiera las organizaciones subregionales de integración, como la Comunidad Andina de Naciones (CAN), el Mercado Común Centroamericano (MCCA) o el Mercado Común del Sur (Mercosur) han logrado posicionarse como actores coherentes. Y los cambios políticos de los últimos años no han cambiado esta situación: pese a la preponderancia de gobiernos progresistas, las estrategias de inserción internacional de los países latinoamericanos siguen siendo muy diferentes entre sí. Hoy, al igual que en el pasado, la búsqueda de soluciones nacionales prevalece sobre los esfuerzos de concertación e integración.

¿Por qué, a pesar de que existen varios factores que podrían fomentar la cooperación regional, se mantiene esta situación? Los países de América Latina tienen muchas semejanzas históricas, culturales e idiomáticas, así como problemas políticos y sociales compartidos. Se trata además de una de las regiones más pacíficas del mundo, por lo menos en las relaciones interestatales: aunque hasta hoy siguen existiendo conflictos bilaterales (sobre todo territoriales) que esperan una solución definitiva, lo cierto es que durante el siglo XX hubo escasas guerras entre países latinoamericanos. Finalmente, desde los tiempos de la independencia la unidad latinoamericana ha sido –y sigue siendo– una constante en los imaginarios discursivos de muchos políticos de la región.

Tampoco se trata de una simple ausencia de instituciones. De hecho, existe una gran variedad de organismos creados para fomentar la cooperación, la concertación y la integración: la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (Alalc), fundada en 1960, y su sucesora, la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi), ideadas para impulsar los procesos de integración y fortalecer los lazos de amistad y solidaridad entre los pueblos de la región. El Sistema Económico Latinoamericano (SELA), creado en 1975 con el objetivo de promover un sistema de consulta y coordinación entre los 26 países que lo integran para concertar posiciones y estrategias comunes en materia económica, especialmente frente a otros países, grupos de naciones y foros y organismos internacionales. El Grupo de Río, heredero del proceso de Contadora, inaugurado en 1986 como espacio de concertación política.

En diciembre de 2004, además, se inauguró la Comunidad Sudamericana de Naciones (CSN), que en abril de 2007 pasó a denominarse Unión de Naciones Sudamericanas (Unasur) y que tiene entre sus objetivos principales la concertación y coordinación política y diplomática de la región, la búsqueda de convergencias entre el Mercosur, la CAN y Chile, de modo de avanzar en la creación de una zona de libre comercio, y la integración física, energética y comunicacional de América del Sur. Aún no se puede decir mucho sobre su futuro, pues sus estructuras y competencias reales todavía están por definirse. Sin embargo, las experiencias de las demás instituciones mencionadas han sido más bien frustrantes. A pesar de la existencia de tales instituciones, hasta hoy no hay una verdadera coordinación de políticas en ninguna de las áreas de las que deberían ocuparse, y en general son organizaciones débiles cuya permanencia se debe sobre todo a la ley de la inercia, con un impacto real muy restringido. En un libro publicado en 1967, Politics and Economic Change in Latin America, Charles Anderson definió la política latinoamericana como un «museo viviente» en el que las diferentes formas de autoridad política de la historia occidental seguían existiendo, interactuando una con otra de una manera que parecía violar cualquier regla de secuencia o cambio en el desarrollo de la civilización occidental. Podríamos hablar también de un museo viviente de los organismos de integración: si uno de ellos no funciona, en vez de analizar seriamente las causas de sus problemas o su fracaso y emprender las reformas necesarias, simplemente se opta por dejar que se estanque y se crea uno nuevo, con objetivos parecidos (y a veces hasta más exigentes). No es sorprendente que así no se logren progresos consistentes.

Las causas de la falta de integración

Para entender mejor las dificultades latinoamericanas para construir estructuras y mecanismos colectivos que contribuyan a lograr los objetivos mencionados más arriba conviene considerar, desde un punto de vista teórico, cinco factores que pueden fomentar la cooperación entre países y contribuir a la construcción de una verdadera comunidad política: un mínimo de intereses comunes entre los actores (países) que participan; un mínimo de interdependencia económica y política; la perspectiva de obtener ventajas para todos los participantes; un núcleo de países que impulsan la cooperación y que están dispuestos a pagar los costos del liderazgo (en vez de tratar de maximizar solo sus beneficios); y la existencia de protectores externos.

El éxito relativo del proceso de integración europeo se explica en buena medida por estos cinco factores. En primer lugar, la integración fue posible porque los países europeos compartían el objetivo de superar el desastre de la Segunda Guerra Mundial, limitar las posibilidades de que estalle una futura guerra, incorporar a Alemania a Europa para impedir futuros caprichos de su parte y mejorar la posición de la región en el sistema internacional de posguerra. En segundo lugar, la interdependencia, a pesar de las guerras, era importante, pues los países europeos mantenían desde hacía mucho tiempo relaciones económicas, comerciales, culturales y científicas considerables. En tercer lugar, todos los participantes obtuvieron ventajas con la integración, no solo por el logro de una paz duradera, sino también por el fomento al bienestar social a través de la integración económica y la creación de un mercado común. En cuarto término, hubo dos naciones, Francia y Alemania, que en diversos momentos críticos sirvieron como locomotoras de la integración, y de hecho Alemania muchas veces fue considerada como el «pagador» de la integración europea. Finalmente, el proceso contó con el apoyo externo de EEUU.

En América Latina, en cambio, diversos factores dificultan los procesos de integración. Desde los tiempos de la colonia, las orientaciones culturales, políticas y económicas de las elites latinoamericanas se inclinan más hacia actores ubicados fuera de la región (primero Europa y más tarde EEUU) que hacia los vecinos. Las estrategias de desarrollo y los modelos económicos predominantes reforzaron esas tendencias y, como consecuencia, los países latinoamericanos siguen siendo –a pesar de la retórica de la unidad– vecinos distantes y que se conocen poco entre sí. En ese contexto, es natural que no se hayan construido relaciones de confianza entre los pueblos latinoamericanos y que las interacciones intrarregionales sean poco densas, sobre todo las relaciones económicas y comerciales: tras varias décadas de esfuerzos, el comercio intrarregional no supera el 15% del total. Por otra parte, los territorios fronterizos de muchos países latinoamericanos eran, hasta mediados del siglo XX, zonas poco pobladas, que no generaron impulsos significativos para la integración. Las infraestructuras intrarregionales de transporte y de comunicación siguen siendo débiles y, por lo tanto, generan costos de transacción muy altos. Además, los países latinoamericanos tienen acentuadas –y crecientes– asimetrías estructurales en su tamaño, nivel de desarrollo, diversificación económica, diversificación del comercio internacional y situación geopolítica.

Una de las barreras más importantes a la integración es el concepto predominante de soberanía, que genera una fuerte aversión a cualquier tipo de construcción supranacional. En América Latina, ceder soberanía nacional a una institución supranacional se considera una pérdida, y no se acepta la idea de que dotar de autonomía a organismos superiores a los Estados puede contribuir a mejorar la posición e incrementar el poder de los países en el sistema internacional. Finalmente, hay que mencionar el hecho de que EEUU nunca ha apoyado el proceso de integración latinoamericana como lo hizo en Europa. Y los propios europeos, a pesar de su retórica de respaldo a la integración regional en todo el mundo, tampoco han contribuido demasiado a reforzar los lazos intralatinoamericanos. De hecho, los dos únicos acuerdos de asociación entre la Unión Europea y América Latina se firmaron con Chile y México, justamente dos países que se encuentran bastante apartados de los procesos de integración regional. Las negociaciones con el Mercosur se han demorado a lo largo de los años. Y en julio de 2007, la UE, en lugar de mostrarse abierta a las posiciones del Mercosur para lograr por fin un acuerdo de asociación, le propuso a Brasil convertirse en su socio estratégico en la región, una operación simbólica que puede fortalecer las relaciones con ese país pero que seguramente no contribuirá a construir una sociedad duradera con el resto de la región.

Algunos avances y retrocesos

A pesar de todas las dificultades, pueden mencionarse también algunas tendencias positivas. La primera es el cambio en los enfoques de la política exterior a partir de los procesos de democratización. Con el fin de las dictaduras, una nueva generación de políticos y asesores llegó al poder, con opiniones y actitudes más orientadas a la cooperación que al conflicto. Los enfoques geopolíticos perdieron importancia y algunas viejas rivalidades quedaron atrás, como lo demuestra el acercamiento entre Argentina y Brasil: desde mediados de los 80, las relaciones bilaterales entre ambos países se ampliaron y profundizaron, se superaron las hipótesis militares de conflicto y la confianza mutua se incrementó, aunque siguen existiendo restos de tensiones y rivalidades tradicionales, sobre todo debido a las diferentes ideas en cuanto a la naturaleza del sistema internacional y el papel a desempeñar en él. Otro desarrollo positivo es el incremento de las relaciones en los ámbitos no gubernamentales transnacionales. En los últimos años, creció enormemente el número de actores de las sociedades civiles latinoamericanas que se interesan por temas de política exterior. Comenzaron a funcionar redes transnacionales, por ejemplo durante las negociaciones por el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) y las protestas contra esta. A mediano y largo plazo, las redes de este tipo pueden contribuir a la creación de identidades regionales más sólidas.

Por otro lado, si bien el comercio intrarregional sigue siendo modesto, las grandes empresas de algunos países latinoamericanos, sobre todo de Chile, Brasil y México, han comenzado a invertir en otras naciones de la región, lo cual ha contribuido a fortalecer las interdependencias económicas. Los proyectos de integración física y energética iniciados en los últimos años, algunos de ellos como parte de la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Sudamericana (Iirsa), brindan enormes potenciales y pueden ayudar a crear las condiciones básicas para una mayor articulación política y económica. Pero también hay aspectos preocupantes que tienden a forzar la «desconcertación» latinoamericana. Me refiero al creciente peso de factores ideológicos en la política exterior de algunos países, sobre todo de Venezuela. Otra tendencia negativa son los desencuentros y divergencias político-diplomáticas de los últimos años entre países vecinos, como Argentina y Uruguay, Colombia y Venezuela, y Chile y Perú. La creciente inclusión de los temas de integración regional y de política exterior en controversias políticas y electorales genera el riesgo de una creciente polarización que podría contribuir a consolidar estrategias cortoplacistas en lugar de planes sólidos de mediano y largo plazo.

Otro escollo que enfrentan los procesos de integración es la falta de potencias dispuestas a pagar los costos del liderazgo y que además sean aceptadas como tales en toda la región, tal como revela un análisis de los tres países que podrían funcionar como fuerzas motrices de la integración: Brasil, México y Venezuela. Brasil, con la política exterior más profesional de América Latina, es un actor internacional pragmático y confiable, que juega un papel importante en un número considerable de procesos de cooperación regional e internacional. Integra el Mercosur, la Unasur, el Grupo de los 4 (junto con Alemania, la India y Japón, países que reclaman un lugar como miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas), el Grupo de los 20 (un bloque de países en desarrollo que busca modificar las pautas del comercio internacional) y el foro trilateral IBSA (Brasil, la India y Sudáfrica, creado en 2003 como consecuencia del fracaso de las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio en Cancún), por mencionar solo algunos de los más importantes. Pero ¿podemos hablar de Brasil como una potencia líder en América Latina? La respuesta dependerá del campo de acción considerado: en los 90, Brasil fue uno de los grandes precursores de la cooperación regional en temas de seguridad y uno de los impulsores de la integración sudamericana. Ha jugado un papel de liderazgo en la fuerza de paz de las Naciones Unidas en Haití y se ha comprometido como mediador en las crisis políticas de Colombia, Venezuela y Bolivia.

Pero algunos factores, incluida su enorme desigualdad social, limitan su potencial. Al ser el país más grande de América Latina y el quinto del mundo en territorio y población, Brasil juega en una liga distinta de la del resto de las naciones latinoamericanas, lo que define una asimetría estructural que genera consecuencias en la percepción de sus vecinos, en permanente tensión entre el deseo de que Brasil asuma una mayor responsabilidad y el temor a posibles ambiciones hegemónicas. Aunque durante la mayor parte del siglo XIX y buena parte del XX Brasil se mantuvo distante de América Latina, hoy la región (al menos América del Sur) cumple un papel importante en su estrategia de inserción internacional. Sin embargo, Brasil no se limita a jugar un papel importante en la región, sino que quiere ser un jugador global (global player), para lo cual busca intensificar sus lazos con poderes ubicados fuera de América Latina. Y en ese sentido, no está dispuesto a aceptar restricciones a su autonomía nacional debido a los procesos de integración regional o subregional. Por eso, aunque Brasil exige en voz alta –y con mucha razón– un multilateralismo efectivo y democrático en el mundo, no parece tan interesado en involucrarse en procesos que implican renunciar a algunos derechos de soberanía en su propio vecindario.

El segundo país que podría funcionar como motor de la integración es México, que pertenece geográficamente a América del Norte y culturalmente a América Latina. La región juega un papel importante en el imaginario político mexicano. Sin embargo, más allá de la larga tradición de discursos latinoamericanistas, México nunca logró desarrollar una política de largo plazo para la región, y sus iniciativas se han concentrado en América Central y el Caribe. Desde los años 80, y sobre todo desde la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el país ha profundizado enormemente sus vínculos económicos con EEUU. Y si bien el gobierno de Felipe Calderón está buscando un acercamiento a sus vecinos latinoamericanos, parece difícil que un país cuyo comercio se concentra en un 90% en EEUU pueda convertirse en una fuerza motriz de la integración latinoamericana.

El tercer país, la Venezuela de Hugo Chávez, es el que en los últimos años ha desplegado más iniciativas integracionistas. La Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), al igual que otros proyectos, enfatiza algunos factores que en general se encuentran ausentes en los procesos de integración regional, como la solidaridad financiera entre los más ricos y los más pobres. Este principio está en las bases de la UE y es el que ha permitido que, gracias a considerables transferencias, países como España o Irlanda hayan podido lograr enormes progresos de desarrollo en pocos años. Pero, además de la petrodependencia de la nueva política exterior hiperactiva de Venezuela, su enorme ideologización y la estrategia schmittiana de Chávez de reconocer –en su propio país, en América Latina y en el mundo– solamente a amigos y enemigos no contribuyen a unificar la región, sino más bien a dividirla.

Conclusión

¿Debería América Latina actuar como un solo actor en el sistema internacional? No es necesario hablar con una sola voz en absolutamente todos los foros internacionales. La UE es un buen ejemplo de las dificultades para lograr una política exterior y de seguridad coordinadas. Lo que sí es esencial es que América Latina logre presentarse como un interlocutor único en aquellos temas que son de interés común para todos los países de la región, o al menos para subgrupos como la CAN o el Mercosur. Pero para lograr este avance crucial será necesario, en primer lugar, identificar sobriamente los intereses comunes y las discrepancias, en lugar de tapar las divergencias reales con la retórica de la unidad. En vez de imaginarse nuevas instituciones cada tantos años sería mejor repensar y reactivar las que ya existen. En caso contrario, la unidad latinoamericana seguirá siendo un proyecto faraónico.Bibliografía

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 214, Marzo - Abril 2008, ISSN: 0251-3552


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