La emergencia del Estado Islámico
Claves geopolíticas, historia y clivajes confesionales
Nueva Sociedad 257 / Mayo - Junio 2015
El Estado Islámico (EI), desconocido hasta hace poco tiempo, ingresó de manera sanguinaria en la actualidad mundial. Aprovechando las crisis que acosan a Iraq y Siria, tomó el control de vastas regiones y hoy dispone de numerosos recursos financieros. A diferencia de Al Qaeda, esta organización sunnita radical busca construir un poder territorial. Comprender
sin justificar es la meta de este artículo, que analiza la emergencia del EI en perspectiva regional.
2014 podría ser el año en que todo cambió. En un tiempo récord, un nuevo actor, el Estado Islámico (EI), se impuso en el centro del escenario político iraquí y sirio y creó una configuración inédita de las relaciones de fuerzas en Oriente Medio. Los medios de comunicación occidentales, asombrados, descubrieron una especie de «ovni político», un ejército yihadista surgido de la nada y que nadie parece poder detener. Sin embargo, había muchos signos precursores de este acontecimiento geopolítico de mayor importancia. Entre 2003 y 2008, durante la ocupación estadounidense, una guerra confesional entre sunnitas y chiitas ensangrentó Iraq. Fue un conflicto sin precedentes en la larga historia de las relaciones entre las dos principales comunidades musulmanas de este país; se tradujo en cientos de miles de muertos, en su gran mayoría chiitas, y en un proceso de fragmentación y «comunitarización» territorial del país. El caso de Bagdad es emblemático: esta metrópolis multiétnica y multiconfesional de siete millones de habitantes se convirtió en una ciudad herida y arruinada con una población 80% chiita.
El poder y la visibilidad del EI aumentaron brutalmente con la extensión de sus ambiciones político-militares a la vecina Siria, también involucrada en una sangrienta guerra civil, consecuencia de la «primavera árabe» de 2011. La proclamación del Califato por el líder de la organización Abu Bakr al Baghdadi el 29 de junio de 2014, en un territorio que cabalga la frontera entre ambos países, ilustra la ambición proclamada de construir un verdadero Estado por quienes eran hasta hace poco un pequeño grupo salafista-yihadista entre muchos otros1.
Con la increíble rapidez de su expansión territorial y la guerra declarada contra todos los regímenes de la región y los poderes «infieles», el fenómeno adquirió una dimensión global. La crisis de los Estados como consecuencia de la «primavera árabe» y de la ocupación estadounidense de Iraq es también una crisis de las autoridades tradicionales sunnitas asociadas a estos Estados. Su desintegración, en un contexto de crisis de su legitimidad religiosa, dejó un vacío que el EI supo explotar.
Aturdidos por los crímenes y masacres espeluznantes puestos en escena por el EI, los países occidentales han promovido precipitadamente una amplia coalición militar a la que se adhirieron todos los Estados árabes que se sienten amenazados (Jordania, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos, Bahrein y Qatar). Sin embargo, la mayor debilidad de esta coalición anti-EI es la falta de un proyecto político para una región en plena reconfiguración. Parece claro que, por sí misma, ninguna fuerza militar podrá doblegar a un enemigo determinado y con recursos significativos.
De poco sirve demonizar el EI si uno no trata de entender en qué se funda su rápido éxito y cómo se explica que las potencias occidentales hayan caído en la trampa tendida por los yihadistas para implicarlos en un conflicto generalizado. Para ello hay que volver a estudiar la historia de la región, y no solo el tiempo breve –o sea, la ocupación estadounidense de Iraq y el estallido de la «primavera árabe»–, sino también la larga duración –o sea, la génesis de los Estados árabes creados bajo la dominación colonial británica y francesa–. Lo que se desenvuelve ante nuestros ojos es un desmoronamiento completo del orden imperante en Oriente Medio desde hace casi un siglo, efecto directo de un resurgimiento brutal –y sin embargo previsible– de la Historia.
Una irrupción fulgurante
Fue en enero de 2014, con la ocupación de Faluya, una de las mayores ciudades de la provincia occidental iraquí de Al Anbar, cuando el proyecto del EI empezó a tomar forma. En este episodio se puede ya identificar un modus operandi característico que se repetirá en junio en las provincias iraquíes más septentrionales, incluida Mosul.
Los ingredientes del éxito inicial del EI no son militares. Sin lugar a dudas, este se manifiesta también como una vanguardia militar capaz de expulsar al ejército iraquí de una serie de ciudades y territorios, pero al contrario de lo que hizo Al Qaeda en 2003 y 2004 –en particular en Faluya, Ramadi y otras ciudades de la provincia de Al Anbar–, el EI no se impone a la población local como una fuerza de ocupación extranjera o percibida como tal. Su estrategia es muy diferente, y en cada ciudad conquistada, se apoya en la restitución del poder a actores locales: jefes tribales o clánicos, notables barriales, líderes religiosos sunnitas y antiguos oficiales del ejército de Saddam Hussein, a quienes se confía la responsabilidad de la gestión de la ciudad bajo una serie de condiciones. Entre ellas, la lealtad exclusiva al EI y la prohibición de desplegar otros emblemas oficiales que no sean la bandera de esta organización, así como la obligación de cumplir con las exigencias de un orden moral ultrafundamentalista. Se trató de un proceso muy rápido en las ciudades iraquíes conquistadas en 2014, mientras unos meses antes, en 2013, varias ciudades sirias del valle del Éufrates, como Raqqa y Deir Ez-Zor, habían pasado por la misma experiencia.
Esta transferencia de poder satisface las aspiraciones de los actores locales que percibían al ejército de Bagdad al servicio del gobierno del chiita Nuri al Maliki como un verdadero ejército de ocupación. El año anterior, en Faluya como en Tikrit o Mosul, las tropas iraquíes habían reprimido con bombardeos indiscriminados manifestaciones pacíficas organizadas para protestar contra la marginación política y económica de la comunidad árabe sunnita (20% de la población iraquí), retomando una serie de consignas de la «primavera árabe»: rechazo al despotismo y al autoritarismo, libertad de expresión, igualdad ciudadana, etc. De hecho, la represión en Iraq tenía muchos parecidos con la violencia desplegada por el régimen de Bashar al Asad contra su pueblo, incluso con fuego de artillería pesada y lanzamiento de barriles de TNT en zonas residenciales, hospitales y escuelas. En Mosul, las ejecuciones extrajudiciales se contaban por docenas.
Por lo tanto, es comprensible que los combatientes del EI hayan sido acogidos por gran parte de la población local como un ejército de liberación. Inseguridad, corrupción generalizada y fenómenos de escasez artificial para hacer subir los precios caracterizaban el régimen anterior, mientras el nuevo orden islámico era marcado por un retorno a la seguridad, mercados regularmente abastecidos, una caída general de los precios y una lucha sin cuartel contra la corrupción. El EI logró presentarse como un verdadero Estado de derecho comparado con el dominio mafioso del gobierno de Bagdad.
Además de la represión y de las actividades delictivas del gobierno central, la población sunnita tenía que sufrir la persecución «legal» sistemática contra varios de sus representantes en Bagdad. Algunos políticos sunnitas fueron incluso obligados a exiliarse, como el vicepresidente Tareq al Hashemi, que huyó a Turquía para escapar de la pena de muerte. Para los sunnitas, esto significaba el fracaso de cualquier esperanza de integración en el sistema político iraquí, pese a que muchos habían creído en él. Para colmo, las autoridades de Bagdad, como lo admitió el primer ministro Nuri al Maliki, no estaban dispuestas a integrar en el ejército más de 20% de la milicias sunnitas que el ocupante estadounidense había armado y pagado desde 2006 para voltear a la población contra Al Qaeda: los famosos «Consejos del Despertar».
Desde junio de 2014, la expansión asombrosa del EI le permitió conquistar casi sin combate más de tres cuartas partes de las áreas sunnitas árabes de Iraq, con todo el peso político y simbólico que constituye la toma de Mosul, la segunda ciudad del país, con más de dos millones de habitantes, prácticamente abandonada sin lucha por el ejército iraquí. En el papel, las tropas de Bagdad en Mosul reunían 30.000 combatientes, pero en realidad, no pasaban de 10.000 hombres. Minado por la corrupción, el ejército tenía el aspecto de una cáscara vacía: muchos reclutas entregaban la mitad de su sueldo a sus superiores para escapar del campo de batalla.Además del desmoronamiento de un ejército muy poco motivado, el avance del EI se benefició también de la «comunitarización» del escenario político iraquí. Hubo en particular un acuerdo explícito entre algunos líderes kurdos (Masud Barzani, presidente del gobierno regional del Kurdistán iraquí y su séquito) y el EI para compartir los territorios abandonados por el ejército iraquí: Mosul y su llanura pasaban a control de los yihadistas, mientras Kirkuk y una serie de territorios en disputa ricos en petróleo quedaban en manos de los kurdos.
Así, los árabes sunnitas empezaron a percibir que su futuro en el sistema político iraquí no podía ser otro que el de una comunidad minoritaria marginada y sin recursos, lo que facilitó su aceptación del EI. Si en 1920 la comunidad sunnita había acogido con entusiasmo la fundación del Estado iraquí fue porque los británicos le habían otorgado el monopolio del poder, y ahora no quería volverse un grupo minoritario en un sistema multiconfesional consociativo de tipo libanés, dominado por la mayoría chiita.
A diferencia de Al Qaeda, el EI tiene un proyecto de construcción estatal que pone en práctica en los territorios conquistados. Para ello cuenta con importantes recursos: fondos privados provenientes de los países del Golfo, sumas recuperadas en los bancos –en particular, del Banco Central de Mosul–, explotación de pozos petroleros bajo su control, rescates por la liberación de los prisioneros cristianos y yazidíes2, así como el sistema de recaudación tributaria islámica promovido por las nuevas autoridades. Lo que pretende establecer el EI es un auténtico Estado de derecho, aunque no se trate de los derechos humanos de tipo occidental, sino de los que define una interpretación salafista de la sharia. En cuanto al equipamiento militar, le bastó recuperar las armas sofisticadas de fabricación estadounidense abandonadas por el ejército iraquí.
Así fue como el EI se mostró capaz de avanzar hasta las puertas de Bagdad, cuya toma era su siguiente objetivo. Sin embargo, a partir de finales de junio de 2014, su expansión encontró un límite que lo obligó a cambiar de estrategia. El primer obstáculo fue la movilización general del campo chiita: el viernes 13 de junio, el gran ayatolá Ali al Sistani llamó a la yihad contra el EI. Decenas de miles de voluntarios acudieron en masa a las ciudades santas chiitas y a Bagdad para alistarse en las milicias confesionales organizadas para la ocasión. Estas milicias formaron un muro de protección impenetrable en torno de la capital iraquí, que obligó a las tropas del EI a retirarse. Mientras tanto, en un giro de 180 grados, los kurdos rompieron su alianza táctica con los yihadistas sunnitas y los obligaron a abandonar varias ciudades de la provincia multiétnica y multiconfesional de Diyala, al este de Bagdad.
Los dirigentes del EI entendieron rápidamente que el país chiita y el Kurdistán estaban fuera de su alcance y que tendrían que conformarse con el territorio tradicional de la comunidad sunnita. Esta toma de conciencia explica la lógica de la segunda fase de la expansión militar del EI y del nuevo proyecto político que la acompaña: la proclamación del Califato y la puesta en escena de «la abolición de la frontera Sykes-Picot» entre Siria e Iraq. Con esta última iniciativa, el EI adopta una agenda justiciera que pretende vengar la violación de las promesas hechas a los árabes por los aliados después de la Primera Guerra Mundial. Este recurso a la «larga duración» histórica resuelve las limitaciones del proyecto yihadista en Iraq, en el marco de una especie de «salida hacia arriba»: se elige deliberadamente la regionalización y la internacionalización del conflicto, así como la construcción paralela de un Estado transnacional. En su propaganda ampliamente difundida en internet, el EI empieza entonces a denunciar a los Estados «impostores» de la región como la raíz de los problemas de la comunidad musulmana. La entidad yihadista cambia de nombre: ya no es «el Estado Islámico de Iraq y el Levante», sino simplemente «el Estado Islámico», o sea un Estado sin fronteras, con todo lo amenazador que esto puede representar.
Simultáneamente, el EI declara la guerra a las democracias occidentales con una destructiva «política de lo peor». Esta escalada del terror tiene como objetivo provocar y atemorizar a las opiniones públicas occidentales con una serie de actos que se sabe que serán universalmente rechazados. Para el EI, se trata de trascender los límites de su avance territorial actuando como la vanguardia del mundo musulmán contra los «cruzados», una estrategia que facilita el progresivo reagrupamiento de todos los grupos yihadistas-salafistas bajo la bandera del califato de Abu Bakr al Baghdadi. Violación de los derechos de las mujeres, de las minorías, de los homosexuales, ejecuciones masivas, decapitaciones y crucifixiones, retorno a la esclavitud, todo ocurre como si los dirigentes del EI hubiesen hecho un lista concienzuda de las provocaciones que podían arrastrar a los países occidentales a una intervención bélica apresurada, sin que se haya pensado o elaborado alguna forma de solución política para acompañar una campaña militar que se limita a bombardeos aéreos.
De Sykes-Picot a Yaaroubiya, el retorno de la Historia
La puesta en escena de la supresión de la frontera entre Iraq y Siria en Yaaroubiya es un intento deliberado de explotar simbólicamente elementos de la larga historia de Oriente Medio que se remontan a la desintegración del Imperio Otomano y a la creación de los Estados-nación árabes bajo mandato colonial europeo.
En realidad, las conversaciones secretas iniciadas en 1916 entre el negociador británico Mark Sykes y el francés François-George Picot para definir las respectivas áreas de influencia de sus países en Oriente Medio no delimitaban la frontera entre Siria e Iraq en el lugar donde el EI quiso borrarla simbólicamente. En ese entonces, la región de Mosul no estaba separada de la de Alepo y ambas pertenecían a la esfera de influencia francesa. Esto no impide que los yihadistas se refieran explícitamente al fin del «orden geopolítico injusto impuesto por los acuerdos Sykes-Picot».
Por eso es importante volver a la historia de la formación de los Estados árabes de la región para entender por qué la formula «Sykes-Picot» simboliza la traición de las promesas hechas a los árabes –y a otros pueblos y comunidades– por los aliados durante la Primera Guerra Mundial. En vísperas de la guerra, el Imperio Otomano unificaba el conjunto de Oriente Medio en el marco de una serie de entidades administrativas provinciales. Para la región que nos interesa, se trataba de las provincias de Basora, Bagdad, Mosul, Deir Ez-Zor, Alepo, Damasco y Beirut. Cada provincia tenía su propio gobernador, pero todas obedecían las mismas leyes (con la notable excepción del Monte Líbano, donde las grandes potencias europeas habían impuesto en el siglo XIX un estatuto especial bajo pretexto de proteger a los cristianos). Los Estados-nación que se crearon después de la guerra –y que se comportaron muy rápidamente como Estados-fortalezas– rompieron muchas de las continuidades geográficas y humanas de la región, tales como el valle del Éufrates o la Yazira. El Imperio Otomano era transnacional y se basaba en la lealtad religiosa de los musulmanes sunnitas al sultán-califa de Estambul, ya fueran turcos, árabes o kurdos. Es esta unidad relativa lo que las potencias europeas trataron de socavar desde principios del siglo XIX, apoyándose sobre las minorías étnicas y religiosas a las que ofrecían «protección» y haciendo todo lo posible para fomentar el surgimiento de un nacionalismo étnico de tipo europeo.
Hay que detenerse en el papel específico y especial de Gran Bretaña en la región, notoriamente de la Oficina Árabe en El Cairo, organismo colonial británico que estaba a favor de promover el nacionalismo árabe y el islam contra el Imperio Otomano. Un documento clave de este proceso histórico es la famosa correspondencia entre el alto comisionado británico en El Cairo, sir Henry McMahon, y el jerife Hussein de La Meca, custodio oficial de los Santos Lugares y soberano de la mayor parte del Hiyaz. En este denso carteo, el jerife Hussein, solicitado por los británicos, se comprometía a fomentar el levantamiento de todas las provincias árabes a cambio del establecimiento de un reino árabe unificado en todas las regiones liberadas del dominio otomano. Incluso se hablaba de transferir el Califato a la familia del jerife. Las consecuencias estrictamente militares de las promesas hechas por los británicos a Hussein son conocidas en Occidente a través de la saga de Lawrence de Arabia. En 1916, el jerife Hussein encabeza la rebelión árabe y libera Damasco en 1918, después de conquistar Aqaba y Jerusalén. En Damasco, su hijo Faisal es coronado como «rey de Siria», un título que incluye en su mente y la de sus contemporáneos árabes casi todo Oriente Medio, incluidos Líbano, Jordania, Palestina y parte de la provincia de Mosul, en el futuro Iraq. Por supuesto, en ese entonces, los protagonistas árabes de esta épica no sabían nada de los acuerdos secretos Sykes-Picot.
El destino de la región se selló rápidamente en la conferencia de San Remo del 25 de abril de 1920, en ausencia de cualquier representante árabe: el Consejo Supremo Aliado otorgó un mandato a Francia sobre Siria y Líbano y a Gran Bretaña sobre Iraq, Palestina y Transjordania. Estas decisiones, que violaban los principios proclamados en 1918 sobre el derecho de los pueblos a la autodeterminación y las promesas hechas a los árabes, despertaron una intensa sensación de traición en Damasco. Faisal perdió su trono sirio después de una derrota militar a manos de los franceses, que dividieron el Levante entre una «pequeña» Siria y Líbano, y fue trasladado por los británicos a Bagdad, donde se convirtió en un títere del Estado iraquí bajo mandato británico. Esta nueva entidad, cuya independencia formal fue proclamada en 1920 por el residente británico en Bagdad sir Percy Cox, era el resultado de la convergencia de dos proyectos políticos: el de la potencia colonial británica y el de las elites de la minoría árabe sunnita en Iraq. Su construcción bajo el dominio de esta comunidad minoritaria alimentó una relación de antagonismo permanente entre el Estado iraquí y su propia sociedad (mayoritariamente chiita), que fue reproducida por todos los regímenes hasta 2003. El sueño de un reino árabe unificado naufragó frente al cinismo de las grandes potencias, y el gesto transgresor del EI tiene por vocación recordar esta traición.
A inicios de los años 1920, la mayoría chiita en Iraq y sunnita en Siria habían combatido con energía el nuevo orden impuesto por las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial. Pero una vez derrotadas militarmente por Gran Bretaña en Iraq y por las tropas francesas cerca de Damasco, las elites políticas de cada región se adaptaron a las nuevas entidades estatales y a su nuevas fronteras. El sueño panárabe se refugió cada vez más en un mero discurso, en cuanto retórica legitimadora de grupos nacionales estrechos más que como verdadero proyecto transnacional. El tropismo favorable a las minorías de las potencias coloniales hará de estos nuevos Estados y de la ocupación de sus instituciones el principal objetivo estratégico de las asabiyya (grupos de solidaridad familiares y regionales), abriendo la vía al sectarismo confesional y, con raras excepciones, a una sucesión de regímenes cada vez más autoritarios.
No fueron solo las poblaciones árabes las traicionadas por las potencias europeas tras la Primera Guerra Mundial. Los kurdos también fueron víctimas de falsas promesas. El Tratado de Sèvres (10 de agosto de 1920) preveía no solo una amplia autonomía local para los kurdos de Turquía, sino la posible formación de un Estado independiente en la parte kurda de la provincia de Mosul, donde un líder religioso, el jeque Mahmud Barzinji, se había proclamado rey del Kurdistán desde la gran ciudad de Sulaymaniyya. Estas promesas no se cumplieron, como tampoco las promesas de autonomía hechas a los asirios, y en el Tratado de Lausana (1923), que consagraba la victoria de Mustafa Kemal Atatürk en Anatolia, ya no se hablaba de los derechos de los kurdos.
Si el orden estatal regional amenaza con colapsar el Oriente Medio árabe de hoy, se debe principalmente a su agotamiento y a contradicciones internas que se volvieron insostenibles. Más que de sus propios recursos, el EI saca su fuerza y su vitalidad de la debilidad de sus oponentes y del desmoronamiento de las instituciones existentes. Este largo proceso de deslegitimación y descomposición de los Estados árabes tiene sus raíces en una génesis defectiva desde el origen.
Iraq, un Estado construido en contra de la sociedad
La «cuestión iraquí», tal como se impuso desde 1920 hasta 2003, se puede resumir en una dominación religiosa de los sunnitas sobre los chiitas y étnica de los árabes sobre los kurdos. El primer Estado iraquí no solo era sunnita en su composición, sino también en su diseño. Sus orígenes coloniales y confesionales se disimulaban bajo un barniz de legitimación ideológica que se sostenía en el discurso del arabismo y en la importación de un modelo de nación étnica inspirado en el ejemplo europeo. Esto permitió a las elites árabes sunnitas que se sucedieron en el poder manejar a la mayoría chiita en Iraq como si se tratara de una minoría: hablar en el nombre de la «nación árabe», es decir, una comunidad transfronteriza mayoritariamente sunnita, era una buena manera de negar la realidad iraquí. Desde el principio, el Estado iraquí hizo de los chiitas ciudadanos de segunda clase, a menudo acusados de ser una quinta columna iraní en tierras árabes. Esta visión discriminatoria sobrevivió a todas las revoluciones internas hasta 2003.
Entre 1914 y 1920, los chiitas se habían levantado en masa contra la ocupación británica bajo el llamado a la rebelión de sus grandes ayatolás. Una vez más, en 1920, habían tomado las armas contra el mandato británico. Entre 1920 y 1925, sus líderes religiosos habían luchado con uñas y dientes contra la consolidación de las instituciones del nuevo Estado, que simbolizaba para ellos la sumisión a Gran Bretaña y el monopolio de poder de las elites árabes sunnitas. Derrotado por las armas británicas, el movimiento religioso chiita comenzó entonces un viaje de varias décadas a través del desierto; durante ese periodo, el Partido Comunista iraquí se convirtió en fuerza hegemónica dentro de la comunidad chiita. Solo a finales de los años 1950, una nueva camada de jóvenes clérigos chiitas con espíritu militante inició una gran campaña de reconquista de su comunidad. En los años 1960 y 1970, las ciudades santas chiitas de Nayaf y Karbala se convirtieron en incubadoras de los futuros movimientos islamistas chiitas en el mundo árabe y en Irán. De hecho, es desde la misma Nayaf, donde se encontraba exiliado, desde donde el imán Jomeini preparó la Revolución Islámica. Mientras tanto, los sucesivos gobiernos iraquíes conocían una drástica reducción de su base política y social. Desde 1968, el clan de los Takritis, cuyo principal representante era Saddam Hussein, fue la última encarnación de un sistema político con base cada vez más minoritaria. A finales de los años 1970, lógicamente, el régimen de Saddam hubiera tenido que caer frente a una combinación sin precedentes de movimientos hostiles: el regreso de los kurdos a la lucha armada, la entrada del Partido Comunista en la clandestinidad y, sobre todo, el renacimiento de un movimiento religioso chiita galvanizado por el triunfo de la Revolución Islámica en Irán (1979). Sin embargo, fue rescatado in extremis por el boom petrolero de la década de 1970, que permitió a Bagdad participar en una carrera armamentista desenfrenada con el apoyo activo de Estados Unidos. Se trataba de contener lo que Washington y sus aliados percibían como el principal peligro regional: un posible contagio de la Revolución Islámica. El ejército iraquí se volvió así el brazo armado de las grandes potencias occidentales frente a la joven república islámica.
Desde entonces, se desató una serie apocalíptica de conflictos sangrientos (primera Guerra del Golfo entre Irán e Iraq entre 1980 y 1988; segunda Guerra del Golfo entre 1990 y 1991, después de la ocupación iraquí de Kuwait; gran intifada de los chiitas y de los kurdos contra el régimen de Saddam en febrero-marzo de 1991; periodo del embargo occidental en la década de 1990), hasta la invasión estadounidense de Iraq en 2003. EEUU, traumatizado por los ataques del 11 de septiembre de 2001, se volteó en contra de su ex-aliado, chivo expiatorio de una nueva cruzada alimentada con total ausencia de racionalidad estratégica por los ideólogos neoconservadores.
El año 2003 marcó el colapso del primer Estado iraquí. La caída del régimen de Hussein provocó el derrumbe de un sistema político que había llegado al final de su carrera pero se mantenía contra toda lógica con la complicidad culpable del entorno regional e internacional. Después de su victoria, los estadounidenses tomaron rápidamente conciencia de la urgencia de reconstruir las instituciones. Traumatizados por la pérdida de su poder por primera vez en la historia, los árabes sunnitas se refugiaron en el boicot de las elecciones, mientras parte de ellos lanzaba una resistencia armada contra la ocupación, lo que empujó casi naturalmente a EEUU a solicitar el apoyo de los antiguos excluidos de la sociedad iraquí: una frágil y disfuncional coalición entre chiitas y kurdos se instaló en el poder en Bagdad. Pronto, los estadounidenses aprendieron a sus expensas que es más fácil gobernar un país ocupado apoyándose en una minoría (como lo habían hecho los británicos) que con mayorías fuertes y, por lo mismo, indóciles. Se reconstruyó el Estado iraquí «a lo libanés», lo que significa que la lógica de las carreras políticas y administrativas no responde a ideas políticas sino a pertenencias comunitarias. El vicio de este tipo de sistema es que siempre hay excluidos: ahora es el turno de la minoría árabe sunnita. Casi desde el inicio, esta reconstrucción patrocinada por Washington se enfrentó no solamente a una oposición armada sunnita, sino también al movimiento miliciano sadrista que, entre los chiitas, rechazaba la ocupación extranjera. Una primera guerra confesional ensangrentó Iraq entre 2003 y 2008, con cientos de miles de muertes. Desde 2013, el país soporta una segunda guerra confesional que crece, ya que los árabes sunnitas se dieron cuenta de que les iba a se imposible alcanzar su integración a las instituciones iraquíes sobre la base de la igualdad ciudadana. Hoy en día, el territorio iraquí está dividido entre tres entidades con pretensiones estatales: el gobierno de Bagdad, reconocido por la comunidad internacional, pero que tiene como única base de sustento los partidos religiosos chiitas; el gobierno regional kurdo, cuya independencia de facto solo carece de un reconocimiento internacional explícito; y el EI, en las áreas árabes sunnitas. Pocas instituciones han generado tantas tragedias como los dos Estados que se sucedieron en Iraq.
El Estado sirio, capturado por el confesionalismo
Si la cuna del EI es Iraq, es en Siria donde el Estado Islámico de Iraq y el Levante (su nombre oficial hasta junio de 2014) conquistó sus primeros territorios. Raqqa y Deir Ez-Zor, en el valle del Éufrates, cayeron bajo el control de los yihadistas en diciembre de 2013, un mes antes de la caída de Faluya. A diferencia de Iraq, donde el Estado siempre tuvo una tonalidad religiosa, Siria fue capturada por el confesionalismo solo en los últimos años. El Estado sirio nació del desmembramiento del Bilad al Sham (la Gran Siria histórica, que incluía Líbano, Palestina y Jordania) y nunca logró conformar una forma de ciudadanía igualitaria y compartida, por lo que la población siria se remitió a formas de solidaridad primarias, las asabiyyah y las comunidades.
En un contexto multiétnico y multiconfesional común al Levante y la Mesopotamia, la diferencia estructural fundamental del espacio sirio –tanto de la Siria histórica como de la «pequeña» Siria moderna– es que, en lugar de tres grandes comunidades, como en Iraq, coexiste un número mucho mayor de minorías frente a una gran mayoría de árabes sunnitas (69% de árabes sunnitas en la Siria contemporánea, más 6% de kurdos también sunnitas). Tomando como modelo su experiencia con los drusos y los maronitas en Líbano, Francia había intentado inicialmente asentar su dominio sobre una Siria «disminuida», reprimiendo el movimiento nacional árabe y apoyándose en las comunidades minoritarias: los drusos y los alauitas. A estas se les otorgó en los años 20 formas de autonomía en el marco de estructuras semiestatales. Pero esta tentativa de gobernar a través de las minorías falló, y esto es una gran diferencia con Iraq. Desde el principio, el Estado iraquí fue diseñado como un proyecto que favoreció a una única minoría: la árabe sunnita; en Siria, todas las comunidades, por diferentes razones, cuestionaban fuertemente el modo de construcción del Estado.
Sin embargo, Francia logró someter las diversas oposiciones armadas, y el sueño de un reino árabe unificado e independiente acabó por desaparecer de los discursos y de las aspiraciones de las elites locales por varias décadas. Los grupos que ocuparon sucesivamente el poder tenían ahora como punto de mira el Estado sirio realmente existente, pero disimulaban este abandono de cualquier perspectiva arabista más amplia detrás de un discurso unitario panárabe o sobre la Gran Siria. Se trataba de encontrar una fuente de legitimidad en el contexto de un Estado donde la mayoría árabe sunnita se percibía a sí misma como la principal víctima del orden colonial, mientras los grupos minoritarios también retomaban discursos panárabes, lo que era una manera de escapar a su condición de minoría. Sin embargo, cuando se presentó la oportunidad de una verdadera unión con la breve experiencia de la República Árabe Unida (1958-1961), que reunía Siria y Egipto, estos mismos actores políticos se encargaron de sabotearla: lo único que les importaba era el control del Estado sirio y el discurso panárabe era solo un pretexto y una máscara.
Poco a poco, las estrategias de las diferentes asabiyya tomaron un giro cada vez más confesional, aunque no fue deliberado. Comunidad pobre y marginada, los alauitas3 empezaron a «colonizar» dos aparatos de poder fundamentales: el ejército y el Partido Baaz. En el transcurso de la década de 1970, las minorías (drusos, ismaelitas y alauitas) llegaron a ocupar 60% de los cargos de oficiales superiores (contra solo 15% en 1963), mientras que la tropa quedaba conformada por soldados sunnitas. Cuando el clan Asad se instaló en el poder encabezando una facción del Partido Baaz, muchos alauitas empezaron a ocupar posiciones de liderazgo. Aunque sea excesivo hablar de «Estado alauita», como lo hace la oposición islamista al régimen de Bashar al Asad, el juego de las estrategias familiares y regionales sí generó un dominio alauita sobre el Estado sirio.
La desafección de los sunnitas llegó a un punto crítico en los años 80. La alianza estratégica del régimen de Damasco con la joven República Islámica de Irán logró convencer a muchos del carácter sectario del poder establecido. Los levantamientos encabezados por los Hermanos Musulmanes en Alepo, Hama y otras ciudades fueron reprimidos de modo sanguinario. En 2011, la onda de la «primavera árabe» alcanzó a Siria. En un principio, existía un fuerte nivel de unidad de la protesta en torno de consignas contra la naturaleza dictatorial del régimen, pero rápidamente prevalecieron las divisiones confesionales. El régimen de Bashar al Asad pudo presentarse hábilmente como el único defensor de las minorías frente a la mayoría árabe sunnita. El engranaje de la guerra entre comunidades estaba en marcha. Finalmente, la ocupación estadounidense de Iraq (2003) y las repercusiones de la «primavera árabe» en Siria (desde 2011) acabarían por tener el mismo resultado: la desintegración del Estado en medio de un conflicto confesional intratable.
¿Hacia el desbarajuste del orden regional?
El impacto regional del desmoronamiento de ambos Estados –el sirio y el iraquí– y del surgimiento del EI es prácticamente incalculable. Además, otros dos Estados árabes, también herederos de un mandato colonial, se ven particularmente afectados: Líbano y Jordania. Por su fragilidad o sus contradicciones internas (fragmentación multiconfesional en Líbano, extrema artificialidad de su génesis y peso de la cuestión palestina en Jordania), difícilmente podrían sobrevivir a un brutal colapso de Iraq y Siria. Pero Arabia Saudita también está muy preocupada por la configuración regional emergente. El régimen saudita ha perdido sus vectores de influencia religiosa tradicionales, primero los Hermanos Musulmanes, después los salafistas; estos receptores de la ideología wahabita4 se voltearon contra sus antiguos patrocinadores. El EI ha designado al régimen saudita como un cómplice y aliado de Occidente que hay que combatir a muerte. Dentro del mismo reino, se percibe una intensificación de la oposición chiita en el marco del antagonismo creciente entre sunnitas y chiitas en toda la región. La intervención de Arabia Saudita en el conflicto yemení ilustra la dificultad de su posición, atrapada entre un mundo chiita con aspiraciones expansionistas y movimientos salafistas (incluyendo a Al Qaeda y el EI) no menos hostiles y ambiciosos. Yemen se convirtió de hecho en el principal refugio para los militantes sauditas de Al Qaeda. Turquía puede a su vez estar contaminada: la cuestión kurda y el despertar de las reivindicaciones religiosas de los alevitas5 (entre 15% y 20% de la población turca) se ven agudizadas por la confesionalización agresiva de las contradicciones regionales fomentada por el EI. Según todas las encuestas, la política del Partido de la Justicia y el Desarrollo (en el poder) hacia los países árabes vecinos es condenada por la mayoría de los turcos. Muchos acusan a sus dirigentes de haber jugado con fuego al permitir el paso a Siria e Iraq de miles de candidatos yihadistas.
¿El primer Estado salafista?
Lo que distingue al EI de todos los otros movimientos yihadistas es su deseo de aplicar su visión de la sharia en un territorio específico con su propio gobierno y sus propias instituciones. Hay una ruptura fundamental con la práctica de Al Qaeda, en la medida en que ofrece a las comunidades sunnitas que quiere seducir una «salida hacia arriba» de su situación de marginación o frustración. El EI logró establecer una sinergia paradójica entre los problemas locales y los desafíos del escenario internacional. Por lo tanto, permite a grupos tribales o minoritarios (como los árabes sunnitas en Iraq) acceder a una forma de universalidad, integrándolos en una yihad global contra los «malos creyentes» y los «infieles»: por un lado, los musulmanes que siguen apoyando los regímenes establecidos en el mundo árabe, y por otro lado, las democracias occidentales designadas como responsables de las injusticias cometidas contra los musulmanes desde la época colonial.
La «trampa Daesh» consiste en provocar la implicación apresurada del mayor número de actores estatales en un enfrentamiento que el EI espera azuzar a escala mundial. Sus provocaciones cruentas y sistemáticas parecen responder a un listado consciente y diligente de todo lo que puede provocar reacciones emocionales y fomentar la guerra. Esta trampa ya funcionó en parte con la formación de una coalición bélica antiyihadista liderada por EEUU. Pero una guerra de este tipo no se gana solo con bombardeos aéreos, sin proponer ninguna solución política a los pueblos y comunidades de la región. Delegar los combates terrestres a fuerzas como los peshmerga kurdos y el ejército iraquí, que defienden intereses a menudo parcializados en el conflicto y tienen también una grave responsabilidad en la desintegración de las instituciones estatales existentes, solo puede conducir a un empeoramiento de la confrontación. Frente a la coalición antiyihadista, el EI multiplica las «franquicias», aliándose con grupos salafistas que cada día juran su lealtad al califato autoproclamado de Abu Bakr al Baghdadi –desde Boko Haram en Nigeria hasta ex-combatientes de Al Qaeda en Yemen, pasando por varios grupos insurgentes en Libia y en el Sinaí–. Y no le importa mucho si pierde algo del terreno conquistado en Kobané (Siria) o en Tikrit (Iraq), ya que por definición no tiene fronteras.
- 1. El salafismo es un movimiento sunnita rigorista y fundamentalista que promueve un supuesto retorno a los orígenes del islam [N. del E.].
- 2. Grupo etnorreligioso de habla kurda que practica un culto de origen preislámico, considerado satánico por los yihadistas [N. del E.].
- 3. Religión practicada en el norte de Siria que mezcla elementos esotéricos y lejanas influencias chiitas. El nombre refiere a Alí, primo y yerno del profeta Mahoma [N. del E.].
- 4. Corriente ultrarrigorista del islam sunnita, predominante en Arabia Saudita [N. del E.].
- 5. Corriente del islam turco, con algunas influencias preislámicas, que incorpora elementos gnósticos y chiitas [N. del E.].