La desintegración andina.
Nueva Sociedad 204 / Julio - Agosto 2006
Creada con el objetivo de fortalecer la sustitución de importaciones y consolidar un mercado común, la Comunidad Andina (CAN) atraviesa hoy una gravísima crisis generada por la decisión de Venezuela de abandonar el bloque. El artículo sostiene que en las últimas cuatro décadas los países andinos crearon una sofisticada institucionalidad pero no consolidaron una visión estratégica de largo plazo ni construyeron una base sustantiva, económica, política y social, sobre la cual impulsar la integración. Por eso, la crisis de la CAN no solo hace necesario un replanteo profundo de la estrategia, sino que arroja lecciones para otras iniciativas en problemas, como el Mercosur y el Grupo de los Tres, al tiempo que plantea el desafío de lecturas adicionales a la naciente propuesta de integración sudamericana.
La decisión de Colombia, Ecuador y Perú de adelantar negociaciones con Estados Unidos para acordar Tratados de Libre Comercio (TLC) bilaterales ha originado el retiro de Venezuela del proceso de integración andina. Se trata de uno de los tantos eventos con los cuales los países socios de la CAN han socavado la iniciativa común. Y aunque se esperaba un desenlace de esta naturaleza, no se sabía cuál iba a ser el detonante definitivo de esa muerte anunciada.
Ante ese panorama, el presente ensayo tiene dos propósitos: el primero es hacer un recorrido por la historia de la integración andina, desde la creación de la CAN en 1969 hasta el presente, indicando las condiciones que originaron su nacimiento y su relación con las dinámicas de un entorno internacional cambiante; el segundo propósito es esbozar algunas ideas sobre su incierto futuro; finalmente, el artículo concluye con algunas reflexiones en torno del Mercosur y la naciente –y también incierta– integración sudamericana.
Cuatro décadas de vaivenes
Los antecedentes que dieron origen al Pacto Andino, luego Comunidad Andina, se remontan a la crisis de la economía estadounidense de los años 30 y la posterior inflexión de la economía planetaria como consecuencia de la Segunda Guerra Mundial, lo que deterioró los términos de intercambio para los países latinoamericanos y disminuyó la demanda de bienes primarios.
En el periodo de posguerra, esta nueva realidad generó en América Latina un movimiento tendiente a transformar su patrón de especialización, induciendo un proceso que durante cuatro décadas (desde los años 50 hasta finales de los 80) se conocería como «industrialización por sustitución de importaciones» (ISI). Esto significa que, cuando se gestó la integración, los países andinos llevaban más o menos veinte años de derrotero en la ISI.
Mientras tanto, en otro lado del mundo, las economías asiáticas también adelantaban un proceso de ISI, con barreras de protección en el marco de un modelo que apuntaba a su inserción dinámica en el comercio mundial, algo que empezó a constatarse en los años 70. El esquema de ISI latinoamericana también erigió barreras de amparo a la naciente industria. Sin embargo, el enfoque adoptado a partir de los 70, en lugar de evolucionar hacia un modelo exportador diversificado, se sumergió en un proteccionismo que se agotó en los 80 debido a factores internos (continuos errores) y externos (primacía de los factores de mercado).
La CAN, entonces, se planteó con la idea de consolidar la sustitución de importaciones de los países signatarios, protegiendo su producción pero liberando barreras en su interior para fortalecer la transformación productiva. Se inspiró en la experiencia de la Comunidad Económica Europea, luego Unión Europea, y fue la primera iniciativa que apuntaba a una integración profunda entre países subdesarrollados a través de dos objetivos fundamentales: la unión aduanera y el mercado común.
Estas dos grandes metas, sin embargo, no se lograron, y hoy, luego de cuatro décadas, el incremento del intercambio intracomunitario es el hecho más reconocido, aunque no el único. Cabe preguntarse, entonces, si los países andinos estaban en condiciones políticas e institucionales para asimilar la experiencia europea, y cuáles eran los propósitos de la dirigencia política y empresarial. Es decir, si había coherencia entre las condiciones internas y una visión propia del entorno externo, clave para impulsar un proceso que implicaba objetivos comunes y una apuesta de inserción internacional autónoma y, por lo tanto, basada en la interdependencia regional. Para hacer esto posible, era necesario adoptar políticas industriales en cada uno de los países socios y elaborar una estrategia industrial común, amparada en correctas políticas macroeconómicas, sociales y de generación de conocimiento que contribuyeran a eliminar gradualmente el rezago productivo y social.
Si se considera por ejemplo el caso de Colombia, hay que recordar que el gobierno de Carlos Lleras Restrepo (1966-1999), que impulsó el Pacto Andino, implementó reformas económicas coherentes con la integración. Sin embargo, los siguientes no perfeccionaron ni consolidaron estas políticas como objetivo de desarrollo de largo plazo. Lo mismo se puede decir del resto de países socios, en su mayoría sumergidos en una enorme crisis política en los años inmediatamente posteriores al surgimiento de la iniciativa. En un ambiente político precario, los gobiernos posteriores a aquellos que suscribieron el Acuerdo de Cartagena no lograron consolidar el proceso ni preservaron la integración como un poderoso instrumento para perfeccionar la sustitución de importaciones y avanzar hacia el desarrollo.En un contexto de discontinuidades, crisis múltiples, falta de una visión propia del futuro y extravío de los caminos por los cuales avanzaba la economía mundial, los países andinos –a diferencia de las naciones asiáticas– superaron los años 70 sin grandes avances e ingresaron en la famosa «década perdida» de los 80: durante ese periodo, la crisis de la deuda externa y sus «terapias» incidieron en todos los países, incluso en aquellos que no tenían problemas de endeudamiento, como Colombia y Venezuela. Las negociaciones por la deuda derivaron en medidas que modificaron totalmente la senda de crecimiento: apertura de los mercados, privatizaciones, reducción del tamaño del Estado y abandono de toda propuesta de desarrollo endógeno. En suma, al repasar los primeros veinte años de la CAN se puede decir que la integración implicaba adoptar políticas autónomas para transformar la especialización, consolidar la institucionalidad comunitaria, respetar principios de supranacionalidad y, por esas vías, articular la producción para conformar cadenas productivas y clusters transfronterizos, insertarse proactivamente en la internacionalización, desarrollar nuevas industrias, capacidades de aprendizaje y de cooperación, reducir brechas sociales y territoriales, así como adoptar enfoques de acción sistémica, porque la integración, por definición, es sistémica. Desde luego, se concibieron e implementaron algunas acciones importantes en ese sentido: se creó una zona de libre comercio sin restricciones, como ninguna otra en el continente; se desarrollaron programas y foros sectoriales de amplio espectro; se concibió una sofisticada institucionalidad en múltiples frentes y se adoptaron normas comunes en distintos temas: ambientales, de transporte y fronterizos, entre otros.
Pese a este amplio instrumental, se hizo evidente la falta de visión, organización política y emprendimiento sistémico, por lo que cada acción avanzaba por caminos separados. Esto, no obstante, no es argumento suficiente para afirmar que la CAN se ha agotado de manera definitiva, como señaló el gobierno de Venezuela al anunciar su salida. Lo que sí se ha agotado es la voluntad política y la capacidad de efectuar oportunamente correcciones para rectificar rumbos y consolidar la senda trazada. Un proceso de integración no se agota; lo que se agota son las ideas, las voluntades y las capacidades para comprender su importancia y su infinito potencial.
En estas condiciones, mientras los países emergentes de Asia han avanzado y las naciones europeas más atrasadas se han integrado y logrado nuevos procesos de desarrollo, las naciones andinas se rezagaron respecto a las dinámicas globales. Durante los 90 se consolidó el modelo de liberalización desigual y la preponderancia de factores internacionales y transnacionales de mercado en detrimento de los Estados-nación. En América Latina, y en los países de la CAN en particular, se instaló el Consenso de Washington, cuyos postulados iban por caminos contrarios a los de la integración. Como consecuencia de ello, el propósito central de la CAN, tal como fue pensada cuando se creó, ya no era posible.
En esa década, se adoptaron decisiones políticas y económicas que paulatinamente erosionaron a la CAN: incumplimientos de distinto tipo, permiso para negociar otros acuerdos comerciales sin que se hubiera perfeccionado o completado el instrumental comunitario, mandatos de sus órganos rectores que apenas se cumplían (y cuyo incumplimiento no implicaba una autocrítica fundamental), falta de monitoreo, incapacidad para socializar en el tejido ciudadano el proceso de integración, falta de recursos –vía fondos comunes– para impulsar programas comunitarios desde la Secretaría General; en suma, se trataba de iniciativas de las que no se sabía muy bien qué carácter tenían, pues trataban de conciliar objetivos del Consenso de Washington con los de la integración.
A comienzos del presente siglo, los países miembros encomendaron un «Nuevo Diseño Estratégico» a la Secretaría General de la CAN. Era una oportunidad para implementar una nueva agenda de integración, que combinara algunas orientaciones ineludibles del Consenso de Washington con las necesidades de desarrollo de los integrantes del bloque. Sin embargo, diferentes factores derivaron en un nuevo punto de inflexión en el proceso de integración andina: entre otros, podemos mencionar las crisis de distinto tipo en los países socios; las crecientes diferencias ideológicas entre algunos de ellos; la falta de acuerdo sobre la importancia de una política externa común independiente, multilateral y, por tanto, interdependiente; y, finalmente, un cambio geopolítico en cuyo contexto algunos países privilegiaron negociaciones bilaterales impulsadas por EEUU a partir del estancamiento del Acuerdo de Libre Comercio de las Américas.
Hoy, en un momento de crisis del proceso de integración, algunas voces minimizan la salida de Venezuela de la CAN sobre la base de los antecedentes de Chile, que se autoexcluyó del proceso de integración a comienzos de los 70, y Perú, que salió en los 80 y reingresó en los 90. El argumento es que en aquellas oportunidades el proceso continuó. Se trata, sin embargo, de expresiones carentes de fundamento si el objetivo es minimizar el estado de disgregación andina: en efecto, las decisiones de Chile y Perú se dieron en condiciones diferentes de las actuales y sus impactos no se pueden medir con el mismo rasero. Es igualmente incorrecto minimizar los reclamos de Bolivia por los efectos que podrían generar en algunos de sus productos los TLC firmados con EEUU, con el argumento de que las compras de ese país son de poca cuantía: en el proceso de integración no solo importan los aspectos económicos, sino, y sobre todo, los políticos. Si no fuera así, las grandes naciones de Europa no hubieran acogido a pequeños países como Portugal y Grecia.
Del mismo modo, asegurar que la oferta que deje de comprar Venezuela (aproximadamente 2.500 millones de dólares anuales, en su mayoría manufacturas) será adquirida por EEUU constituye un argumento igualmente débil, ya que no hay una normativa que obligue a ese país a hacerlo ni existe tampoco una condición competitiva de la oferta andina. La producción manufacturera de Perú, Colombia y Ecuador, los tres países andinos que están negociando TLC con EEUU, ya tiene acceso preferente al mercado estadounidense gracias a la Ley de Preferencias Arancelarias Andinas y la Ley de Promoción Comercial Andina y Erradicación de la Droga. Por lo tanto, no es correcto esperar un incremento importante en este tipo de exportaciones, que además deberán competir con las de economías más productivas. Por otro lado, los efectos económicos –y sobre otras normativas de la CAN– generados por la salida de Venezuela no esperarán los cinco años que la estructura comunitaria ordena respetar cuando un país socio decide emigrar. Si las decisiones del Tribunal Andino de Justicia no se cumplían en tiempos de integración, menos se respetarán en tiempos de desintegración.
En este recorrido por la historia de la CAN es necesario destacar el hecho de que no ha habido un país capaz de asumir el liderazgo e impulsar la integración en términos políticos y económicos. Colombia, con la estructura industrial más diversificada y la mejor ubicación geoestratégica, debió ocupar este lugar, entre otros motivos, porque ha sido el más beneficiado por la CAN. Venezuela tenía la capacidad económica, pero la evidencia muestra que los países petroleros en desarrollo no se han caracterizado precisamente por sembrar a futuro los beneficios de sus gigantescos recursos. Perú, sede de la Secretaría General, tampoco ha sabido actuar de manera correspondiente con este privilegio cuando asumió la iniciativa de financiar la infraestructura operativa de este organismo. Para este país, el comercio intracomunitario representa un porcentaje menor de su comercio total y por eso manifiesta que la CAN es poco importante, anteponiendo la visión económica a la política. Bolivia y Ecuador son países pequeños con crisis sucesivas de distinta índole y, por tanto, cuentan con menores márgenes de maniobra para asumir la vanguardia de la integración. Además, durante el periodo analizado, la CAN desaprovechó la oportunidad de firmar acuerdos de integración con Centroamérica y el Caribe, que hubieran sido relativamente fáciles de negociar y podrían haber generado crecientes oportunidades para consolidar un liderazgo en el centro del continente. Estos pequeños países ya firmaron su adhesión comercial incondicional a EEUU. En suma, el panorama demuestra que no existen miradas más amplias sobre los beneficios de la integración, cuya crisis no se debe analizar desde el punto de vista económico sino, y sobre todo, con un enfoque político.
¿La CAN tiene futuro?
Como ya se señaló, la CAN nació en un contexto internacional distinto del actual, en el que los países en desarrollo se encontraban articulados en iniciativas políticas que ya no existen: muchos países que hace dos, tres o cuatro décadas eran impulsores activos de la causa tercermundista han avanzado y hoy están próximos a constituirse en naciones del Primer Mundo, con una agenda que los aleja de sus antiguos socios. Se pueden mencionar, entre otros, los casos de las economías no desarrolladas de Europa que hoy forman parte del proceso comunitario, y algunos países de Asia Oriental. En este grupo, ciertamente, no se encuentran las economías andinas, que se quedaron en la canasta de economías rezagadas. En esas circunstancias, la desintegración de la CAN las volverá cada vez más vulnerables y aisladas y las consolidará como actores marginales en el teatro global.
Quienes le quitan importancia a la desintegración andina argumentan que Chile logró erigir una estrategia de inserción internacional independiente. Sin embargo, hay que aclarar que Chile ha estructurado un modelo de desarrollo y de inserción singular en un momento distinto del actual, optando por la interdependencia, construyendo instituciones y definiendo su especialización internacional. Por su parte, los países de la CAN optaron por un alineamiento internacional en una sola dirección, no han consolidado sus instituciones, y su especialización estratégica no ha variado ni se ha consolidado. Países como Colombia y Perú carecen de un instrumento estratégico de negociación internacional, como sí lo tiene Venezuela con su potencial energético.
Desde luego, la eventual decisión de no firmar los TLC con EEUU definiría un escenario totalmente novedoso. Se trata, de todos modos, de algo improbable desde cualquier perspectiva política, ya que implicaría convertir a Venezuela en un claro ganador, algo que no pasa por la mente de los congresistas estadounidenses ni de la mayor parte de los legisladores de los países andinos. En la eventualidad, muy poco probable, de que se llegue a esta situación, la CAN no podría proseguir sin hacer un alto en el camino y elaborar una profunda reflexión.
Si, en cambio, se firmara un único TLC entre los socios de la CAN y EEUU, asumiendo criterios estrictamente técnicos, el proceso de integración no podría apuntar a la unión aduanera, preservar la totalidad de la normativa andina ni buscar la armonización de políticas estratégicas comunes. Sería necesario revisar el andamiaje normativo e institucional comunitario para explorar un probable escenario futuro común, «coherente» con las nuevas condiciones. El problema es si existe voluntad política para encarar un ejercicio de esa magnitud y si habrá visionarios que, pese a los márgenes de maniobra más reducidos, sigan dispuestos a comprometerse con un nuevo desafío autonomista.
Al mismo tiempo, la tendencia a firmar TLC bilaterales con contenidos distintos socava la posibilidad de consolidar un área de libre comercio común. Ésta se verá perforada una y otra vez, porque una y otra vez quedará rebasada por los nuevos acuerdos suscriptos con países más desarrollados, que tienen intereses de largo plazo claramente establecidos.
Las menores restricciones de los organismos multilaterales para que algunos países implementen políticas activas crean un escenario propicio para elaborar una agenda estratégica de integración que complemente el esquema de un área andina de libre comercio: se podría avanzar en el desarrollo de nuevas áreas productivas y políticas estratégicas en materia de ciencia, tecnología e innovación, así como mejorar la conectividad entre los países, incorporar las regiones como actores clave y profundizar la integración energética. Esto, que implicaría hacer lo que durante cuatro décadas no se hizo, es de todos modos una idea cargada de voluntarismo: los rumbos geopolíticos de los países andinos apuntan a otro tipo de inserción internacional.
Insistiendo en la posibilidad de preservar la CAN, el camino no se puede construir únicamente con los gobiernos. Sería necesario convocar también a otras instancias con vocación andina que hoy no forman parte del andamiaje institucional comunitario a una cumbre de amplia participación que derive en una nueva propuesta consensuada. Una opción, que puede incluir esta sugerencia y que fue reclamada por el presidente de Bolivia, es celebrar una cumbre de presidentes. Esta reunión debe generar un mandato para conformar una comisión de alto nivel que proponga una nueva ruta, como lo ha hecho la UE en más de una oportunidad.
La importancia de las decisiones de alto nivel es evidente. En la reciente reunión de mandatarios europeos y latinoamericanos celebrada en Viena, los cuatro países que hoy conforman la CAN no lograron llegar a un sólido consenso para definir los criterios básicos que conduzcan a un acuerdo de asociación con Europa que incluiría el componente comercial y de cooperación. Al final, se llegó a una frágil conciliación, inducida por la UE con el propósito de que la cumbre no se viera políticamente empañada. Esto demuestra que dentro de la CAN las heridas están frescas y que, mientras no se adopten decisiones políticas de alto nivel, cualquier intento de avanzar en negociaciones internacionales conjuntas será infructuoso.
Cada vez más alejados de una integración proactiva, los países andinos tienen en el contexto sudamericano la mejor opción para una agenda de cooperación estratégica y de libre comercio. Si bien Brasil no es aún una potencia capaz de direccionar decisiones internacionales, sí es uno de los nuevos jugadores globales emergentes. Si logra consolidar una alianza estratégica duradera con Argentina, podría liderar un bloque de 220 millones de habitantes y un ingreso per cápita por encima de la media latinoamericana. Por eso, en lugar de adoptar una actitud prevenida, lo más sensato es que la CAN, al existir un acuerdo de libre comercio de bienes con el Mercosur, construya una sólida y creativa estrategia sudamericana de desarrollo, complementaria a las ineludibles relaciones con EEUU. No obstante lo expresado, los recientes acontecimientos ocurridos en la CAN aún están frescos y, además, nuevos hechos se suceden todos los días: el último fue la amenaza de EEUU de no firmar el TLC con Ecuador como consecuencia de la decisión de ese país de «castigar» a una transnacional petrolera estadounidense que cedió su participación a una empresa canadiense sin consultar al gobierno ecuatoriano. En estas circunstancias, no es fácil –ni tampoco procedente– definir inmediatamente una nueva estrategia de integración andina.
La integración, en suma, no se ha percibido como un instrumento determinante para una inserción internacional digna. En un mundo globalizado, en el cual todo sucede a una escala mayor, la CAN constituía una opción para construir economías de escala de distinto tipo: políticas, productivas, sociales y de conocimiento. Pero el subdesarrollo a veces acaba con los sueños.
Conclusión: lecciones para el Mercosur y la Comunidad Sudamericana
El derrotero de la CAN y su situación actual pueden funcionar como espejo para que el Mercosur emprenda una mirada crítica de su proceso, en un momento en que atraviesa una grave crisis de confianza. En un contexto de débil supranacionalidad, la Secretaría Técnica, creada hace menos de dos años, podría convertirse en una instancia adecuada para motivar una profunda reflexión política que permita construir los instrumentos necesarios que conduzcan a una nueva etapa en la integración. Al mismo tiempo, el gran peso político y económico de Argentina y Brasil no debería ejercerse de modo de perjudicar los intereses de los socios de menor tamaño, como está ocurriendo con la discusión entre Argentina y Uruguay por la construcción de dos plantas papeleras.
Pero el Mercosur y la CAN no son los únicos procesos de integración en crisis. La decisión de Venezuela de retirarse del Grupo de los Tres (G-3), conformado con Colombia y México, es un nuevo ingrediente de desintegración latinoamericana, con efectos importantes en el área andina. Venezuela, con un importante potencial petrolero y metalúrgico y debilidades en otros sectores productivos, acumula déficits comerciales con sus socios del G-3: de los aproximadamente 4.400 millones de dólares de intercambio anual, la factura de Venezuela es la menor. Éste es el argumento que utilizó a la hora de abandonar el bloque, sin esperar los resultados de las elecciones presidenciales de los otros dos socios. Esto resulta notable sobre todo en relación con México, donde hay muchas posibilidades de que triunfe el candidato presidencial de la izquierda, Manuel López Obrador, con quien seguramente sería posible superar las diferencias políticas que han surgido entre el gobierno de Venezuela y el del presidente Vicente Fox.
La incidencia del gobierno venezolano en las elecciones presidenciales de Perú, al proclamar su apoyo a uno de los dos candidatos que disputaron la Presidencia, es un elemento más que dificulta el proyecto político sudamericano. Alan García, quien finalmente se impuso en la segunda vuelta, es un personaje que no goza de la simpatía del presidente Chávez, aunque todavía hay que esperar para comprobar cómo evolucionan las relaciones entre ambos países. Aun desconociendo el futuro de la CAN, la crisis que hoy atraviesa podría servir para revisar y fortalecer la agenda de la Comunidad Sudamericana de Naciones. Todo apuntaría a una gran zona de libre comercio, complementada con estrategias o programas clave, como la Infraestructura Regional Sudamericana, desarrollos complementarios en materia productiva, ambiental, del conocimiento y de integración de la Red Andina de Ciudades y la red de ciudades del Mercosur (Mercociudades), que se podrían convertir en un nuevo elemento estratégico de la integración.
Como síntesis, podría afirmarse que la integración política y estratégica latinoamericana se ha quedado sin libreto. A pesar de ello, las crisis deben servir para nuevas acciones políticas, visionarias, creativas y equilibradas. ¿Será factible este sueño?