Opinión
mayo 2021

Israel-Palestina: la guerra silenciosa

Israel se encuentra en una encrucijada. Los enfrentamientos civiles que desgarran el país son más inquietantes que la guerra militar contra Hamas. Estos ponen de manifiesto las contradicciones internas que Israel no ha querido o podido superar y que tienen su origen en un modelo político imposible: una democracia fundada en la exclusión sostenida de los ciudadanos árabes del aparato de Estado. Hoy algo parece haberse roto en la cultura política israelí, en el marco del crecimiento de una extrema derecha ultranacionalista que busca volver incompatibles identidad judía y democracia.

<p>Israel-Palestina: la guerra silenciosa</p>

¿Por dónde comenzar el relato de una historia tan compleja como la que se desarrolla actualmente en Israel? Cuando dos bandos están enzarzados en un conflicto de tan larga data como el palestino-israelí, cada parte se vuelve experta en el arte de acusar a la otra de «haber empezado». Pero la cuestión de saber qué es exactamente lo que sucedió es aún más acuciante en tanto esta guerra no ha tenido en verdad precedente en la historia de Israel. 

En efecto, nunca antes Israel ha lanzado simultáneamente una operación militar importante contra un enemigo exterior (la organización terrorista Hamas en Gaza) e intentado luchar contra revueltas que involucran a la vez a judíos y a árabes dentro de Israel, manifestaciones palestinas en Cisjordania y manifestaciones árabes pacíficas en Jerusalén Este. (En el momento en que escribimos estas líneas, no se sabe si estos cuatro frentes engendrarán otros o si, por el contrario, la tensión va a disminuir).

Los acontecimientos en curso recuerdan más al Israel previo a la independencia –un periodo durante el cual los pioneros-colonos judíos se vieron enfrentados a enemigos exteriores e interiores– que a cualquier otra conmoción política atravesada por este Estado nación desde su creación. Sin embargo, allí termina cualquier eventual analogía, porque lo que hoy está en juego no es la existencia física del pueblo judío, sino el rumbo político y moral que tomará el Estado de Israel. Cualquiera sea la salida de este enfrentamiento, es posible que estemos en los umbrales de una sociedad que va a decidir una nueva dirección tanto política como moral para Israel. 

Para hacer inteligibles estos acontecimientos, hay varios puntos de entrada posibles. Podríamos comenzar por el video en que un adolescente árabe del barrio de Beit Hanina en Jerusalén Este abofetea en el tren ligero de Jerusalén, sin haber sido provocado, a un adolescente judío ortodoxo. Ese video, subido a TikTok, provocó indignación, alimentando el temor existencial sentido por muchos judíos israelíes, pero también su percepción de que «el odio de los árabes hacia ellos será eterno».

Podríamos sin embargo comenzar también un poco más tarde, el jueves 22 de abril, cuando miembros de la organización de extrema derecha Lehava atravesaron la ciudad de Jerusalén al grito de «muerte a los árabes».

O también podríamos tomar como punto de partida la decisión de la policía de cerrar con vallados la pequeña plaza situada delante de la Puerta de Damasco durante el mes sagrado de Ramadán. Esta puerta lleva a los estrechos y superpoblados barrios árabes de la Ciudad Vieja de Jerusalén, y sus inmediaciones son desde hace ya mucho tiempo un lugar de encuentro de los hombres, mayoritariamente jóvenes (especialmente en las noches de Ramadán). Esto fue visto como una humillación más que venía a sumarse a la privación, en la vida diaria, de los derechos políticos para los árabes de Jerusalén: ellos representan 40% de la población de la ciudad, pero carecen de derechos políticos (pueden votar en las elecciones municipales, pero no pueden votar por un referente palestino ni en las elecciones legislativas; y si bien pueden solicitar la ciudadanía israelí, la mayoría de ellos se niega a hacerlo). 

Luego, cuando los israelíes impidieron, durante el mes de Ramadán, que miles de peregrinos llegaran a la mezquita de Al-Aqsa (el tercer sitio más sagrado del islam), la humillación se convirtió en profanación. En vísperas del Día de Jerusalén, que celebra la conquista de la ciudad por Israel en 1967, y tras una semana de tensión, la policía utilizó gases lacrimógenos y cañones de agua sucia (que empapan a la gente y las calles con un olor nauseabundo insoportable) para dispersar y reprimir a los fieles, provocando cientos de heridos. 

Sin embargo, la guerra contra Gaza (un acontecimiento), a pesar de su atractivo televisivo, no debe desviar nuestra atención de procesos más silenciosos e invisibles que han jalonado la historia de Israel; me refiero a la sostenida privación de la libertad y la soberanía política de los palestinos de Cisjordania, y en consecuencia, al sentimiento de alienación de los ciudadanos árabes en una sociedad que no ha cesado de expresar cuando menos una profunda ambivalencia respecto a su presencia. 

La guerra civil que desgarra a Israel es mucho más inquietante que la guerra militar contra Hamas, porque pone de manifiesto las contradicciones internas que Israel no ha querido y quizá no ha podido superar. Esta guerra encuentra su origen en el modelo político imposible que Israel ha intentado promover: una democracia fundada en la exclusión sostenida de los ciudadanos árabes del aparato de Estado. Cualesquiera sean las buenas razones (de seguridad) de una exclusión estructural de esa naturaleza, ellas siguen siendo una fuente de profunda tensión, amplificada y multiplicada por la persistencia del control militar sobre los palestinos. 

Esta exclusión no es un mero efecto involuntario de la situación militar israelí. No, ha sido ratificada por numerosas leyes que diferencian entre ciudadanos judíos y árabes. Por esa razón, el punto de entrada más pertinente para entender la actual guerra civil es el intento ininterrumpido de los colonos judíos de expulsar a las familias palestinas del barrio de Sheikh Jarrah, en Jerusalén Este. 

Este intento de expulsión se funda en una estructura jurídica que ilustra la disparidad de las leyes según se las aplique a árabes o a judíos. Las «propiedades de ausentes», definidas como aquellas propiedades abandonadas por los árabes al huir en 1948, no pueden en ningún caso ser reclamadas por sus propietarios árabes; en cambio, una propiedad abandonada par sus propietarios judíos puede ser reclamada incluso 70 años más tarde, y la ley autoriza la expulsión de familias palestinas de su casa (esta cuestión se discute actualmente en los tribunales).

En el fondo, la historia de Sheik Jarrah solo refleja la ley sobre el Estado nación adoptada en 2018 como ley fundamental (es decir que goza de un estatuto casi constitucional). Esa ley estipula que Israel es la nación de los judíos, lo que contribuye a dar aún más legitimidad a la exclusión de los árabes de un país construido sobre en una tierra de la que estos se consideran expropiados. Esta ley es la conclusión natural de la campaña implacable de provocación que Netanyahu y el bloque de la derecha han llevado adelante durante una década contra la población árabe, que equipara progresivamente a los ciudadanos árabes con los enemigos de Israel. 

Es la conclusión asimismo de 50 años de ocupación y de control de la población palestina: ni los judíos israelíes ni los árabes israelíes pueden disociar el estatuto de los palestinos en los territorios ocupados de aquel de los árabes dentro de la Línea Verde. Prueba evidente de esto es sin duda la alianza reciente entre el Likud, el partido de Netanyahu, y la extrema derecha radical, telón de fondo sin el cual es imposible comprender la explosión de odio de los últimos días en las calles de Israel. 

Evidentemente, los árabes no son solo víctimas desdichadas. Criminales y ultranacionalistas árabes han incendiado sinagogas y atacado a civiles sin recibir una condena real de sus dirigentes. Esto va a dejar una herida traumática en la historia de las relaciones entre judíos y árabes. Por otra parte, Hamas, que sigue siendo una organización terrorista, instrumentalizó cínicamente una manifestación pacífica en el barrio de Sheikh Jarrah para desencadenar una guerra, con el fin de ganar apoyo político en el marco del vacío dejado por los líderes de la Autoridad Palestina. 

No se debe subestimar el cinismo mortífero de Hamas. Pero como israelí judía, me parece más oportuno que mi reflexión se dirija a las fallas de mi propia colectividad, siendo aun así consciente de que el otro bando no es solo una víctima inocente y angelical (y a esto sumaría que la autocrítica no es uno de los puntos fuertes del campo árabe). 

El lector extranjero ignora que la extrema derecha israelí a la cual Netanyahu se ha aliado es de una naturaleza diferente de los partidos que habitualmente reciben esa calificación en Europa. Itamar Ben-Gvir, dirigente del partido de extrema derecha Otzma Yehudit (Fuerza Judía), tenía hasta hace poco en su casa un retrato de Baruch Goldstein. Goldstein fue un médico estadounidense que, mientras vivía en la colonia de Kiriat Arba (Hebrón), asesinó a 29 musulmanes que rezaban en la Cueva de los Patriarcas. Ben-Gvir, por su parte, es abogado y defiende a terroristas judíos y autores de crímenes de odio. La organización Lehava, estrechamente asociada a Otzma Yehudit, tiene como misión impedir los matrimonios interconfesionales y la mezcla de «razas».

El presidente de Israel, Reuben Rivlin, alguien de quien sin embargo no puede decirse que lleve la izquierda en el corazón, ha descripto históricamente los ataques de Lehava contra los matrimonios interconfesionales en términos inequívocos: los integrantes de ese movimiento, ha dicho, son como «roedores que socavan desde el interior el fundamento común democrático y judío de Israel». Asimismo, Lehava hace públicos (con el objeto de exponerlos a la vergüenza) los nombres de judíos que alquilan viviendas a árabes. Una ideología tal solo es comparable con la del Sur profundo estadounidense de principios del siglo XX. 

Netanyahu se ha convertido en su aliado político natural y ha virado así hacia las formas más extremas del radicalismo de derecha. Estos grupos avivan las llamas de la guerra civil esparciendo el racismo en el seno de la sociedad israelí, al grito de «muerte a los árabes».

Es necesario subrayar que estos grupos no representan al conjunto de la sociedad civil israelí, cuyos integrantes han trabajado con mucho ahínco en la creación de puentes entre las sociedades judía y árabe. Mordechai Cohen, director del Ministerio del Interior, publicó en su página de Facebook un video que recuerda al público israelí los muchos y pacientes años de trabajo que su ministerio ha consagrado a la integración de los árabes en la sociedad israelí y a la creación de lazos profundos entre ambas poblaciones. 

No se trata de las palabras vacías de contenido de un representante del Estado. Y si bien estos lazos han estado quizá lejos de ser totalmente igualitarios, no dejan de ser reales y poderosos, y sugieren que Israel es, en muchos aspectos, un ejemplo en materia de fraternidad entre judíos y árabes, una fraternidad curiosamente extraña en muchos otros países, incluidas naciones como Francia. Los árabes están hoy, en efecto, mucho más integrados a la sociedad israelí de lo que lo estaban hace 50 años (si nos basamos en el número de árabes que cursan estudios superiores y trabajan en instituciones públicas, universidades y hospitales).

Esta fraternidad no ha hecho más que reforzarse con la crisis del covid-19, durante la cual equipos sanitarios judíos y árabes han trabajado codo a codo, sin descanso, para salvar al país. La ironía es aún mayor si se considera que Netanyahu intentó de manera surrealista formar una coalición, por primera vez en la historia de Israel, con el partido islámico Raam (solo el veto del partido de extrema derecha Otzmat Yehudit impidió esta unión inusitada).

Sin embargo, la historia suele gustar poco de su propia ironía. Los acontecimientos recientes demuestran que algo quizá se ha roto en la cultura política de Israel. La frágil coexistencia de dos poblaciones con una historia tan cargada como la de judíos y árabes israelíes exige una atención y un cuidado permanentes. Esa coexistencia está condenada al fracaso, desde el momento en que se encuentra minada por el racismo que alienta activamente la mezcla de religión y ultranacionalismo que define desde hace un tiempo la ideología de los colonos, y que se esparce poco a poco en el resto de la sociedad israelí. 

La sociología sabe hace mucho tiempo que la legitimación es una fuerza social poderosa. El ingreso a la Knéset (Parlamento israelí) de partidos políticos que, en otras épocas de Israel y en otras democracias, habrían sido tildados con facilidad de terroristas constituye en sí una legitimación de su visión apocalíptica. Es bien sabido que las elites juegan un papel clave en alentar sutil o abiertamente la violencia. Incluso un líder «fuerte» (autoritario) como Netanyahu necesita de una red que lo sostenga, y ha llegado a la conclusión de que solo una alianza con los elementos radicales de la derecha le permitirá mantenerse en un poder que hoy busca desesperadamente conservar, a fin de evitar los juicios por corrupción que podrían enviarlo a la cárcel. 

Estos grupos en el poder difunden ondas de choque a través de toda la sociedad israelí, porque su sola presencia en la Knéset sugiere que su visión violenta, xenófoba y supremacista del judaísmo se ha vuelto legítima. Ellos representan una aberración de la historia del pueblo judío. 

Los violentos disturbios de estos últimos días indican que Israel se encuentra en una encrucijada. Es imperioso que el país modifique su política respecto a la cuestión palestina y adopte las normas internacionales en materia de derechos humanos, de lo contrario se verá obligado a endurecer no solo su cultura militar en materia de control sino también su suspensión de derechos civiles, y a extenderla dentro de los límites de la Línea Verde. Esta última opción no será viable. Los árabes israelíes deben convertirse en ciudadanos israelíes plenos, y eso solo es posible si a sus hermanos palestinos se les concede la soberanía política. 

Israel ha intentado construir un Estado democrático y judío, pero su identidad judía ha sido desviada por la ortodoxia religiosa y el ultranacionalismo, ambos incompatibles con la democracia. Estas facciones extremistas han colocado la identidad judía y la democracia en caminos incompatibles, caminos hacia lógicas morales y políticas inconmensurables que conducen directamente a la colisión. En el contexto de un país involucrado en enfrentamientos militares incesantes, la poderosa corriente universalista del judaísmo ha pasado a la historia. 

Israel puede ser un ejemplo como ningún otro para el mundo, no solo por lo que existe de igualdad formal entre judíos y árabes, sino también por los lazos de fraternidad humana que estos pueden tejer. Ambos pueblos son extrañamente parecidos y tienen muchas cosas en común. Esta fraternidad no es un lujo ni un deseo ingenuo. Es la condición misma para la búsqueda de una existencia pacífica y próspera para Israel. 

Nota: La versión original de este artículo en francés se publicó en AOC el 19/5/2021 y está disponible aquí.

Traducción: Silvina Cucchi.


En este artículo


Newsletter

Suscribase al newsletter