¿Por un mundo mejor?
En diálogo con «Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y olvidos», de Hugo Vezzetti
Nueva Sociedad 238 / Marzo - Abril 2012
En los últimos años ha crecido el número de documentales, libros, conferencias y artículos que promueven balances y miradas más o menos críticas sobre la violencia revolucionaria de los años 60 y 70. Sin embargo, prevalecen narrativas nostálgicas de la experiencia revolucionaria y relatos que han aprendido a conjugar –en forma alternativa o simultánea– las figuras del héroe bélico y la víctima martirizada. En este marco, \"Sobre la violencia revolucionaria\" busca reponer en las memorias autocomplacientes lo que hay de olvidos, postergaciones y hechos y debates sepultados, desmenuzando los puntos nodales de las autocríticas amables y poniendo en discusión tanto problemas éticos como políticos con reflejo en las izquierdas contemporáneas.
Ahora esta masa es la que empieza a entrar definitivamente en su propia historia, la empieza a escribir con su sangre, la empieza a sufrir y a morir. Porque ahora, (…) se empieza a estremecer este mundo lleno de razones, con los puños calientes de deseos de morir por lo suyo (…). Ahora, sí, la historia tendrá que contar con los pobres de América, con los explotados y vilipendiados de América Latina, que han decidido empezar a escribir ellos mismos, para siempre, su historia (…). Porque esta gran humanidad ha dicho «¡Basta!» y ha echado a andar. Y su marcha de gigantes ya no se detendrá...
2º Declaración de La Habana, 4 de febrero de 1962Así se iniciaba la década de 1960 en América Latina: con el anuncio –que era, en rigor, promesa– de una inminente emancipación colectiva. Si tras el fin de la Segunda Guerra Mundial los distintos procesos de liberación nacional que tuvieron lugar en Asia y África parecían colocar al Tercer Mundo en los albores de un nuevo tiempo que ponía fin a la invencibilidad de los más poderosos, en América Latina la Revolución Cubana ratificaba el comienzo de esa etapa para el continente y, al mismo tiempo, indicaba un camino preciso en la prosecución del cambio: la voluntad y las armas.
Quedaba claro, en principio, que la transformación revolucionaria era posible incluso en sociedades donde el capitalismo industrial no había alcanzado su madurez; pero más importante aún, el tiempo de espera de las llamadas «condiciones subjetivas» quedaba arrasado por la urgencia de las voluntades, puesto que la acción de los revolucionarios podía crearlas. Y esa acción, se entendía, llevaba el signo de la violencia; de una violencia nueva y necesaria, destructora de la opresión y creadora de un nuevo orden y de un hombre nuevo. Una violencia aceleradora de los buenos tiempos venideros y que, para muchos, llevaba el sello del sacrificio de sangre.
La experiencia de Cuba –que a menos de tres años de la toma del poder por el Ejército Rebelde declaraba el carácter socialista de su revolución– no podía menos que trastocar profundamente el mundo de las izquierdas latinoamericanas y erigirse como fuente de debates y modelo de referencia de distintas organizaciones revolucionarias que, en nombre de los aplastados por el hambre y el poder, se lanzaban al combate.
Así, en el continente, la década de 1960 se iniciaba con un salpicado florecer de guerrillas, en su mayoría rurales. En Venezuela, surgían las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN), dirigidas por Douglas Bravo, y el Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR), liderado por Américo Marín. En Guatemala, Turcios Lima conducía las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y el Movimiento Revolucionario 13 de Noviembre se internaba en la Sierra de las Minas conquistando a los campesinos; su comandante, Marco Antonio Yon Sosa, proclamaba «a todas las masas de América Latina (...) que Guatemala está en pie de lucha por el socialismo, con las armas en la mano, y Guatemala no fallará»1. En Colombia, Fabio Vázquez Castaño lideraba el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y Manuel Marulanda Vélez («Tirofijo»), las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).«Desde las montañas del Perú milenario, con las armas a la mano y con la fe revolucionaria fortalecida»2: así Luis de la Puente Uceda, al mando del Movimiento de Izquierda Revolucionaria del Perú, iniciaba las acciones guerrilleras en la Sierra Central; y lo hacía con un manifiesto programático de contenido socialista. También se organizaba en Perú el Ejército de Liberación Nacional, dirigido por Héctor Béjar, y en Nicaragua, lo hacía el Frente Sandinista de Liberación, al mando de Carlos Fonseca.
Antes de finalizar la década de 1960, la mayoría de esos movimientos guerrilleros habría de fracasar total o parcialmente. Algunos de ellos, incluso, sin haber logrado animar lazo de solidaridad alguno con campesinos y explotados, como en el caso del Ejército Guerrillero del Pueblo (EGP), liderado por Jorge Masetti en Argentina. Pero ni aun el golpe más sentido por los revolucionarios, la detención y el fusilamiento en Bolivia del comandante Ernesto Che Guevara (en octubre de 1967), hacía mella en la certeza por tantos compartida de que una «gran humanidad», la de los oprimidos, la de los pequeños, la de los postergados, había ingresado definitivamente, y por fin, en los senderos de una historia inexorable que comenzaba a desplegarse.
De esa convicción participaban también numerosos intelectuales de izquierda del Primer Mundo, que no dudaban en afirmar que solo el camino de la emancipación de esa periferia empobrecida y explotada pondría fin a un capitalismo en manifiesta decadencia y extinción, lo que daría lugar entonces a nuevas relaciones humanas. De ahí también que sus plumas, tan estremecidas como estremecedoras, alentaran el alzamiento en armas de los oprimidos, porque allí comenzaba –insistían– la profunda y verdadera liberación del hombre. Así, por ejemplo, desde las cautivantes páginas de Los condenados de la tierra, Franz Fanon, psicólogo caribeño que participó de la guerra de liberación argelina, afirmaba que «el hombre colonizado se libera en y por la violencia»3; al tiempo que, desde el prólogo de la misma obra, el filósofo existencialista francés Jean-Paul Sartre concluía que «en los primeros momentos de la rebelión, hay que matar: matar a un europeo es matar dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: quedan un hombre muerto y un hombre libre»4.
Paralelamente, hacia mediados de la década, se publicaba la obra del joven filósofo francés Régis Debray, quien desarrollaba las ideas implícitas en la corriente castrista en ese momento: ¿Revolución en la Revolución? (1966). La obra de Debray tendría un fortísimo impacto en el continente, y sus principales proposiciones –prioridad de lo militar sobre lo político, el foco de guerrilla como núcleo o reemplazante del partido político y como conductor del proceso revolucionario– serían adoptadas por una parte importante de las organizaciones armadas que procuraban replicar la gesta cubana.
Los fines de la década de 1960 coincidieron con nuevos avances de desobediencia; y no solo, por cierto, debido al surgimiento de nuevas guerrillas –ahora también urbanas–. Los imperativos de la transformación llegaban también a la propia Iglesia católica, lo que daba comienzo a un proceso de concurrencia –entre cristianismo y revolución– que habría de tener profundas implicancias para los imaginarios en formación.
El proceso de renovación que siguió al pontificado de Juan XXIII (1958-1963) y al Concilio Vaticano II (1962-1965), terminó de dar forma a un nuevo cristianismo liberacionista signado por una enfática denuncia moral y social del capitalismo dependiente y por una declarada «opción preferencial por los pobres» y la solidaridad con su «lucha de autoliberación». Quedaba abolida en este nuevo cristianismo, además, la tradicional separación entre el reino de los cielos y el de la tierra: el deber de todo cristiano era, aquí y allá, la construcción de un orden justo. Y este compromiso ineludible con los pobres y la humanidad asumía rápidamente la forma de la acción política revolucionaria. En tierras colombianas, Camilo Torres, el «cura guerrillero», incorporado a las tropas del Ejército de Liberación Nacional (ELN) de Colombia, moría en combate en febrero de 1966. Su muerte, de fuerte impacto emocional y político en los cristianos latinoamericanos, condujo al crecimiento de una poderosa corriente que se identificaba con su legado.
Dos años más tarde, se reunía en Medellín la Conferencia Episcopal Latinoamericana. En sus resoluciones, no solo se advertía acerca de la injusticia estructural del sistema y se ratificaba la solidaridad de la Iglesia con la lucha de los pueblos para «liberarse de su esclavitud». Al afirmar que la «violencia de abajo» era la respuesta a la «violencia institucionalizada» del poder, quedaba legitimado el camino de la insurrección. Comenzaba a tomar cuerpo, así, una nueva teología que se proponía «de liberación».
Entre tanto, en Argentina, se conformaba hacia 1968 el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo (MSPTM), y en 1969, desde la cárcel de Villa Devoto, Juan García Elorrio, director de la revista cuyo nombre cristalizaba aquella radicalización, Cristianismo y Revolución, de gran influencia en los círculos militantes, exclamaba: «¿Es necesario repetir que estamos en tiempo de guerra? El combate liberador se libra en todos los frentes, en todas las naciones, en toda la humanidad (...) Nuestro deber como cristianos y revolucionarios es asumir nuestro compromiso total con esta lucha de liberación (...) ¡Porque ya llega el día de la matanza!»5.
Décadas más tarde de aquella terrible advertencia, el escenario de la revolución comenzaba a caer en el mundo entero, y con él los sentidos que lo habían sostenido y signado.
En Argentina, esa caída fue precedida y acompañada por una dictadura militar signada por una ferocidad represiva sin precedentes: los miles de detenidos-desaparecidos, asesinados, presos políticos, exiliados, los centenares de niños apropiados, y un lazo social sensiblemente desarticulado, fueron parte del saldo material de un régimen que hizo del terror la herramienta fundamental de dominación política y de disciplinamiento de la sociedad.
A partir de entonces, de manera más pronunciada en los últimos 15 años, el problema del pasado reciente en general y el de la experiencia revolucionaria de los años 70 en particular han suscitado un interés creciente en espacios académicos, intelectuales y político-culturales. Este interés se ve reflejado en una abundante y muy heterogénea producción bibliográfica en la que –bien desde la literatura testimonial y ficcional, bien desde el ensayo político o aun desde las producciones provenientes del campo académico– parecen prevalecer las narrativas nostálgicas de la experiencia revolucionaria; en todo caso, se constata una generalización aparentemente inconmovible de memorias centradas en la glorificación de militancias y militantes, memorias y relatos que han aprendido a conjugar –a veces en forma alternativa, a veces en forma simultánea– las figuras del héroe bélico y la víctima martirizada.De ahí que no puedan sino emerger el reclamo y la necesidad de una memoria y de una historiografía que se adentren con sistematicidad (y, ¿por qué no decirlo?, con honestidad e irreverencia) en la dimensión de las responsabilidades que les cupo a las organizaciones revolucionarias armadas en el saldo de ese pasado trágico. Es en este escenario donde la intervención de Hugo Vezzetti en Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y olvidos6 adquiere su gran aporte y resalta su valor. Se trata de un ensayo tan implacable como riguroso sobre la violencia revolucionaria o, más precisamente, sobre la configuración guerrillera que emerge tras la Revolución Cubana: una cultura revolucionaria de la violencia, advierte Vezzetti, que en Argentina llevó sus prácticas a un límite extremo:
El pasado de la violencia insurgente y los mitos y leyendas de la guerra revolucionaria persisten como un núcleo duro, intocado, en la recuperación que buena parte de la izquierda hace de esa experiencia. Es cada vez más notoria la insuficiente deliberación sobre la violencia de las organizaciones armadas y sobre las responsabilidades del conglomerado revolucionario en las condiciones que favorecieron la irrupción del terrorismo de Estado. Con escasas excepciones no ha habido una elaboración política del fracaso de ese proyecto.7
Y entonces, gran parte del ensayo de Vezzetti se centrará en la impostergable tarea de revisar las memorias militantes lejos de las visiones maniqueas y los eufemismos que ocultan mal los costos terribles de la muerte detrás de las estampas del heroísmo o las coartadas de las buenas intenciones. Y lo hará, por un lado, reponiendo lo que en esas memorias y narrativas autocomplacientes hay de olvidos, de postergaciones, de hechos y debates sepultados; y, por otro, desmenuzando los puntos nodales de las autocríticas amables, que no dejan de constituir una suerte de historia oficial de la militancia armada.
Buena parte de esos olvidos y postergaciones remite a las impugnaciones tanto éticas como políticas que desde el propio campo de la izquierda, al calor de los hechos o ya evidenciada la derrota, recibía el accionar guerrillero, especialmente allí donde su metodología y rutina incluían recursos «del arsenal del terrorismo, sobre todo el asesinato político como una práctica incorporada a la acción revolucionaria»8. Vezzetti repone rigurosamente en su obra aquellas voces impugnadoras, emanadas tempranamente ya de la izquierda no guevarista, ya de los círculos de ex-miembros o simpatizantes de las organizaciones armadas que desde el exilio, ante la constatación del sangriento desenlace de la aventura revolucionaria, afrontaban con pesar y osadía balances críticos, cuando no implacables. Y esos balances no solamente arrojaban un manto de sombra sobre los fundamentos éticos de los métodos y las prácticas de la militancia armada –sobre todo, de las ejecuciones de los considerados enemigos políticos–; apuntaban, también, al núcleo duro de sus formulaciones político-ideológicas, especialmente aquellas derivadas de un «foquismo vanguardista» que terminaba reduciendo la política a un problema de aparatos y sustituyendo al sujeto social por «un programa, una idea o una bala».
La importancia de la reposición de esas voces no es menor; por un lado, porque –como se ha señalado– pone en evidencia lo que las memorias militantes olvidan o callan (y que inevitablemente retorna) y obstaculiza así una necesaria reconstrucción política y moral y la elaboración de una conciencia histórica que salde las cuentas con aquel pasado terrible. Por otro lado, porque permite hacerse eco de aquellos cuestionamientos y revisar algunos de los clisés del guión establecido, presente tanto en los relatos reivindicativos de la experiencia guerrillera como en los pretendidamente autocríticos.
Los tópicos corrientes de ese guión son bastante conocidos: a) la violencia revolucionaria fue de carácter reactivo, esto es, fue la respuesta legítima, «de abajo», a la violencia del poder; b) en el despliegue de esa violencia hubo efectos no deseados, decisiones desacertadas y «errores políticos» que determinaron una suerte de «desviación militarista» o «proceso de militarización» que, empujado y alimentado al mismo tiempo por el recrudecimiento de la represión, terminó por sellar la suerte de las organizaciones armadas al aislarlas de las masas. He ahí la autocrítica repetida que, aunque devenida ya en lugar común de aquellas memorias, pareciera de todos modos quedar opacada por el giro de una evocación que destaca la vida intensa, los ideales y las virtudes personales de abnegación y entrega en detrimento de las prácticas y las acciones. En esa evocación, la organización puede ser cuestionada siempre y cuando remita exclusivamente a sus dirigentes, responsables últimos en todo caso de aquellos desvíos, y nunca a las bases…En su ensayo, Vezzetti desmenuzará los tópicos de ese guión. La intensificación del accionar armado, la regularización de fuerzas y la colonización bélica de las prácticas, de la discursividad y de los imaginarios de estas organizaciones son fenómenos innegables, pero difícilmente puedan considerarse producto de determinaciones que «desviaron» a las huestes armadas de lineamientos teóricos que postulaban un rumbo distinto; antes bien, parecen constituir el resultado terriblemente fiel de sus premisas nodales. La mirada de Vezzetti, en todo caso, se vuelve sobre el núcleo original de las formulaciones político-ideológicas que aquellas organizaciones abrazaron, sobre sus connotaciones, sentidos e implicancias más profundos.
En principio, no puede sostenerse que la opción por las armas fuera estrictamente reactiva o «defensiva»; no al menos si se atiende a los debates teñidos de esperanza que la Revolución Cubana despertó en los círculos de izquierda: «Había ingredientes de la configuración guerrillera que dibujaban, a partir de la Revolución Cubana, un camino de radicalización armada, una decisión que no era solo la reacción a eventos decididos por otros, sino que se proponía forjar un mundo a su medida»9.
Más importante aún, la particular apelación guevarista a la acción política no podía menos que implicar la captura de todas las luchas en un imaginario de «guerra total». En palabras de Guevara: «Hay que llevar la guerra hasta donde el enemigo la lleve: a su casa, a sus lugares de diversión; hacerla total. Hay que impedirle tener un minuto de tranquilidad, un minuto de sosiego fuera de sus cuarteles, y aun dentro de los mismos: atacarlo dondequiera que se encuentre; hacerlo sentir una fiera acosada por cada lugar que transite»10.
Como señala Vezzetti, ese llamamiento de guerra no puede considerarse defensivo ni en el plano militar ni en el plano político. Es más, en el paradigma guevarista la guerra revolucionaria debía ser desencadenada antes de que el enemigo actuara y se presentara militarmente como tal; la acción armada, la guerra revolucionaria, rezaba la premisa foquista, obliga al enemigo a exhibir su costado más sanguinario. El gran mito de la violencia revolucionaria, sintetiza Vezzetti, conjugaba un mito político (esto es, «la violencia agudiza las contradicciones»), un mito epistemológico («la violencia es reveladora de la verdadera naturaleza de las relaciones de poder») y un mito moral («crea conciencia», «capitaliza la conciencia popular», «activa a los sujetos y saca lo mejor de ellos: coraje, sacrificio, heroísmo»).
Paralelamente, y atendiendo a la dimensión de las subjetividades colectivas, se advierte que la configuración de la acción política como «guerra total» no podía menos que determinar que las distintas tramas de la discursividad revolucionaria quedaran sensiblemente implicadas en una semántica bélica. Palabras, símbolos, imágenes y mandatos propios de una cultura atravesada por la figura de la guerra ocuparon, así, un lugar decisivo en el proceso de construcción identitaria de estas organizaciones y determinaron, en palabras de Vezzetti, «una formación política y moral combatiente».
De esa formación participan jefes y subordinados. Resalta allí una pertenencia común a una estructura de sensibilidad, a una cultura de grupo y a una comunidad de creencias signadas por el motivo del sacrificio, el coraje, el «jugarse la vida» y una hermandad de sangre que es, a la vez, una deuda con los caídos.
Lo más importante en esa memoria mítica de la sangre y de la guerra, señala Vezzetti, es la afirmación de que el valor supremo del combatiente es la ofrenda de la propia vida. De allí nace la figura del héroe: de «la caída en combate». «El topos es conocido en las narraciones épicas: la ‘muerte bella’ es la victoria final del héroe sobre sus enemigos moralmente inferiores. Morir combatiendo es la culminación de la moral del guerrero»11.
De esa moral no podrán sino emanar mandatos de trágicas implicancias. Y basta recorrer las páginas de la prensa de estas organizaciones para que se destaquen sin dificultad las apelaciones en las que la figura del militante caído se erige como héroe glorificado que impulsa a otros, con su muerte, a sumarse a esa guerra revolucionaria cuyo triunfo inminente parece no dejar lugar a dudas. La celebración de la muerte en combate no solo refuerza los lazos simbólicos del grupo, no solo renueva el compromiso de sangre; también deja traslucir la función movilizante-pedagógica del mito revolucionario. El héroe muestra un camino por seguir, dinamiza voluntades, enseña con su ejemplo. Solo la muerte garantiza la pureza y la integridad del compromiso revolucionario: únicamente los héroes y los mártires pueden ofrecer un ejemplo sin tacha.
Esa recuperación legendaria, advierte Vezzetti, cuanto más mide las conductas y las prácticas pasadas a la luz de las cualidades que vuelven sobre la figura del sujeto pleno, más se muestra incapaz de analizar y pensar lo que estaba en juego en esas luchas. El impacto del guevarismo sostenía la retórica de la revolución a toda costa, la voluntad de ser un revolucionario a contramano de las evidencias que mostraban que faltaban las condiciones para hacer una revolución. Lo que quedaba era la bandera del hombre nuevo y el motivo de la guerra total:
El malentendido queda expresado de un modo revelador en la identificación con el Che Guevara y su ejemplo revolucionario, en el que solo se toman las cualidades personales y no los resultados de su desastrosa aventura en Bolivia. Es la leyenda del «guerrillero esencial», en la que el ejemplo personal y la moral del sacrificio absoluto arrasan con la razón política.12
En el final trágico del Che en Bolivia quedaba plasmado el destino de la empresa de los ejércitos guerrilleros… En la misma dirección se orientan los sentidos implicados en esa otra figura referencial de la constelación simbólica revolucionaria: el «hombre nuevo», figura erigida como modelo ideal y, en consecuencia, como fuente de valores, modelo de conducta y mandatos irrenunciables. Fue esta una figura de fronteras: entre el tiempo presente y el porvenir, entre la vida y la muerte, entre el cuerpo individual y el colectivo, entre el guerrero y el asceta. Fue, también, figura de horizonte: guía, promesa y, finalmente, imposibilidad.
En su ensayo, Vezzetti explora la genealogía del hombre nuevo, desde sus orígenes cristianos –paulinos, en particular– hasta sus variaciones en las tradiciones políticas modernas, en especial, en el humanismo, en el marxismo y en el fascismo. Lo que interesa destacar aquí, en todo caso, es que en el guevarismo, el hombre nuevo reabsorbe la fisonomía del guerrero y se reúne con el topos clásico de la muerte bella.
En efecto, si se atiende a los escritos de Guevara13, se observa un encadenamiento de sentidos que anuda «conciencia y moral» con «vanguardia», y «vanguardia» con «ejemplo de sacrificio». Es ese encadenamiento lo que permitirá en el imaginario revolucionario encontrar en el guerrillero heroico la encarnación anticipada del hombre nuevo. Y más aún si se considera la forma en que el propio recorrido biográfico del Che fue leído y simbolizado. En ese recorrido (de funcionario del nuevo poder en construcción a la experiencia guerrillera en África primero y en Bolivia después), el empeño ingenieril y constructor de la tradición marxista había cedido terreno al arrojo sacrificial.
Es evidente, por lo demás, que los discursos e imágenes producidos tras su muerte contribuyeron, también, a reforzar un mito en el que el guerrillero heroico se emparentaba con el hombre nuevo allí donde encarnaba un «modelo de hombre que pertenece a los tiempos futuros (…) sin una sola mancha en su conducta, sin una sola mancha en su actitud, sin una sola mancha en su actuación», como aseveraba Fidel Castro en el discurso pronunciado durante el anuncio de la muerte de Guevara en Bolivia. De modo que la doctrina y los mandatos del guevarismo
insistían en una conversión personal más radical que las apelaciones castrenses a la moral integral del soldado. La idea de un renacimiento subjetivo parecía no dejar nada por fuera de las obligaciones que definían una identidad y un objetivo revolucionario. Pero, al mismo tiempo, dado que, nuevos o viejos, eran hombres de carne y hueso, esa figura heroica resultaba incompatible con la vida. El hombre nuevo era finalmente el héroe, y el héroe era sobre todo el que dio su vida por la revolución. El nuevo hombre, al menos hasta la victoria, se encarnaba en el héroe muerto, porque solo una muerte heroica terminaba de completar y suturar el sentido de esa militancia en una imago compacta, sin defectos (…) los mandatos últimos de la organización (…) solo encontraban su realización plena en el culto a los caídos.14
Finalmente, por irritante o irreverente que resulte, es necesario insistir en que la gesta guevarista y su extensa prolongación en los combates del foquismo latinoamericano no estuvieron hechas solo de hermosos sueños; también se cubrieron de sangre y de cadáveres. Y no se trata solo por cierto de aquella sangre ofrendada y derramada en las propias filas de la revolución; y aun en un gesto fácil podrían excluirse aquellas otras que tuvieron lugar en el furor de los combates. Pero ¿qué hacer con esas otras muertes perpetradas voluntaria y selectivamente por las fuerzas guerrilleras entre las filas «del enemigo»?
Si, como advierte Vezzetti, jurídicamente los crímenes de la guerrilla no son equiparables a los del terrorismo de Estado, eso no significa que sean prescindibles para la conciencia histórica y la búsqueda de reparación de un pasado de violencia despiadada. Esas muertes relegadas retornan una y otra vez de un modo imprevisto e inquietante. Muertes en venganza, muertes ejemplificadoras, muertes perpetradas para cambiar el rumbo de una pulseada política, muertes vitoreadas, ¿qué lugar tendrán en las reconstrucciones políticas y éticas esas otras muertes que hoy parecieran ser finalmente insignificantes para las memorias militantes?
El aura de heroicidad que rodea la muerte propia, cuando es buscada con valor y determinación, se borra cuando es desplazada a la muerte de los otros, particularmente si se trata de ejecuciones. Allí, la moral del guerrero y la ética del combate quedan trastocadas en la posición siempre siniestra del verdugo. La muerte heroica es única, la muerte ejercida como ejemplo o como instrumento del terror es siempre banal, incluso administrativa.15
Las ejecuciones llevadas a cabo por las organizaciones guerrilleras no pueden ser consideradas exabruptos finalmente amparados o justificados por la impotencia de los oprimidos o por los vientos arrasadores de una época. Esas muertes interpelan los propios imperativos emanados del seno y de la historia del conglomerado revolucionario.
¿O acaso no se alimentaron del reclamado «odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar»16?
Es necesario pensar conjuntamente la genealogía del hombre nuevo y la del terror, advierte Vezzetti, en especial en sus proyecciones hacia las revoluciones del siglo XX. Y esa genealogía conjunta hunde sus raíces en la Revolución Francesa, principalmente en la experiencia jacobina en la que la práctica del terror se justificaba como un dispositivo que excedía el objetivo de la guerra contra los enemigos de la revolución e imponía el programa de una pedagogía del miedo. Los jacobinos dejaron un legado perdurable, casi un paradigma para las revoluciones futuras, continúa Vezzetti: imponían un modelo de acción política que reunía miedo y virtud, despotismo y libertad, fuerza y razón. A partir de esa mirada histórica sobre las pasiones jacobinas, Vezzetti señala las diferencias sustantivas que las separan de la experiencia guerrillera:
Robespierre y Saint-Just buscaron siempre estar en organismos acusadores; en ese nuevo orden era la representación efectiva del pueblo la que pronunciaba la sentencia y un verdugo el que la ejecutaba. Hay un abismo entre esa concepción de la violencia instituida y la antifilosofía que alaba el poder desnudo de las armas según un modelo que ya no es el del legislador sino el del guerrero (…). En la configuración guerrillera, cuando se implanta el patrón de una guerra decidida por la voluntad de un círculo que se arroga la facultad de dirigir los tiempos de esa ruptura lanzada a un futuro indefinido, el terror tiende a separarse definitivamente de la razón, y la violencia queda exaltada como un instrumento que por sí mismo es capaz de engendrar un mundo y un sujeto.17
¿Fue finalmente capaz de engendrarlos?
Lo propio y sustantivo de una revolución es su aspecto de instauración de un nuevo orden, de un nuevo comienzo; su promesa y decisión de construir lo nuevo. Advertía Michel de Certeau en 1968 que es ese aspecto el que debe resultar decisivo respecto al uso de la violencia: «es precisamente cuando un hombre es capaz de ordenar la violencia a esta construcción, que se puede decir que ha accedido a la vez al nivel ético y al nivel político»18.
Si la empresa revolucionaria encerraba el problema de los tiempos de excepción que justificaban el empleo del terror y la suspensión de los valores supremos, contenía al menos una promesa: la creación de un nuevo orden de emancipación, de una nueva humanidad. «Por un mundo mejor», era finalmente la consignaba que movilizaba voluntades hasta el horizonte de la muerte propia y ajena.
Después de todo, como señalaba Maurice Merleau-Ponty, el humanismo del Alma Bella y la no violencia practicada desde la buena conciencia no podía menos que implicar la observación pasiva del mal, la complicidad con las múltiples y opresoras formas de la violencia en la historia (es la maldición de la política, dice también Merleau-Ponty, que debe traducir los valores en el mundo de los hechos). De ahí que el humanismo, al intentar realizarse rigurosamente, devino en violencia revolucionaria. El terrorismo revolucionario es o fue, de alguna manera, el humanismo moderno llevado hasta sus últimas consecuencias.
El problema quizás radique en la promesa. Inscribir la violencia en un nuevo orden emancipador: es allí donde quizás –y a pesar del clima de fiesta libertaria que tiñó gran parte de aquellas experiencias– los revolucionarios encontraron su propio fracaso mucho antes de ser derrotados. Y es precisamente allí, en esa promesa incumplida de emancipación y el consecuente naufragio de sentido, donde radica el fragmento más trágico de la historia de la revolución.
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1.
En Adolfo Gilly: La senda de la guerrilla (Por todos los caminos/2), Nueva Imagen, México, df, 1986, p. 88.
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2.
Carta de Luis de la Puente a A. Gilly, agosto de 1965, cit. ibíd., p. 156.
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3.
Fondo de Cultura Económica, México, df, 1963, p. 77.
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4.
Ibíd., p. 20.
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5.
En Teología para el Tercer Mundo. Los cristianos, la violencia y la revolución, Cristianismo y Revolución, Buenos Aires, 1969, p. 12. La frase final corresponde a un párrafo bíblico (Santiago 5, 1-5) con el que se abre el texto de García Elorrio, «Advertencia».
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6.
Siglo xxi Editores, Buenos Aires, 2009.
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7.
Ibíd., p. 43.
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8.
Ibíd., p. 108.
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9.
Ibíd., p. 62.
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10.
Ernesto Che Guevara: «Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental» en Tricontinental, La Habana, 4/1967.
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11.
H. Vezzetti: ob. cit., p. 136.
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12.
Ibíd., p. 139.
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13.
Ver E. Guevara: «El socialismo y el hombre nuevo en Cuba» en Cuadernos de Marcha No 7, 11/1967.
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14.
H. Vezzetti: ob. cit., p. 106.
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15.
Ibíd., pp. 158-159.
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16.
E. Guevara: «Mensaje a los pueblos del mundo», cit.
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17.
H. Vezzetti: ob. cit., p. 179.
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18.
«Construcción revolucionaria y violencia» en Teología para el Tercer Mundo, cit., p. 149.