Opinión
abril 2017

Drogas: ¿qué sucederá en la era Trump?

Las políticas progresistas en materia de drogas se ven amenazadas por el gobierno de Trump. Los avances de América Latina están en peligro.

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El arribo de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos cimbró al mundo entero. Las vibraciones se hicieron sentir en un amplio número de temas de la agenda pública, incluyendo –como era de esperarse– la reforma de la política de drogas. Vale la pena preguntarse cómo se espera que la nueva administración afecte los esfuerzos realizados para la regulación de la marihuana en Estados Unidos, así como los impactos para América Latina.

Durante los últimos años, la llamada «agenda de drogas» dio pasos agigantados. Por un lado, se destacan los avances de diversos estados en la Unión Americana. Por el otro, las importantes reformas legales que se produjeron en muchos países en América Latina. Adicionalmente, una ola reformista tocó a las puertas de foros multilaterales en el hemisferio, así como de las Naciones Unidas, incluyendo a muchas de sus agencias e incluso la nueva agenda de desarrollo aprobada en 2015.

Con respecto a Estados Unidos, existen ya 28 estados en los que el uso medicinal del cannabis es legal y son nueve los territorios en los que se permite el uso con fines personales (California, Massachusetts, Maine, Nevada, Oregon, Washington, Colorado, Alaska y el Distrito de Columbia). Un importante número de estas leyes se aprobaron a través de votación directa, lo que hace mucho más complejo que la nueva administración federal busque derogarlas. Hacerlo implicaría ir en contra de la voluntad mayoritaria de varios estados y, por lo tanto, poner en entredicho la libertad que los estados tienen dentro de la federación.

Uno de los aportes más importantes del proceso de legalización en Estados Unidos ha sido la instrumentación de diversos modelos de regulación. Con ello, el debate global sobre las políticas públicas que pueden servir para responder al fenómeno de las drogas se ha enriquecido. Ahora, los tomadores de decisión deben ofrecer propuestas complejas que incluyan reglamentaciones en todos los segmentos de la cadena de mercado de una determinada droga. Tomemos como ejemplo la marihuana. Hay que preguntarse: ¿quién produce? ¿Quién empaqueta, transforma y vende? ¿Quién puede comprar y/o consumir?

¿Y bajo qué controles sanitarios, de seguridad y con qué tasas impositivas?

Ese mismo debate llegó a América Latina con intención de quedarse. Muchos países impulsaron la apertura de un debate completo y progresista, que no se había dado nunca en la historia regional. Bolivia dio el primer paso al renunciar a la Convención Única de Estupefacientes en el 2011 y adherirse a ella nuevamente en el 2013 con una reserva con respecto a la hoja de coca. Evo Morales argumentó, en su momento, que la penalización del uso ancestral de la hoja de coca iba en contra del derecho de los pueblos originarios de su país.

El siguiente paso (el más progresista que haya visto el mundo hasta el día de hoy) fue el de Uruguay. El pequeño país del Cono Sur decidió aprobar la regulación de la marihuana a nivel nacional con cualquier fin de uso. Si bien la instrumentación del modelo ha tenido obstáculos políticos y técnicos importantes, el hecho contribuyó a generar una coalición de países (liderada por Colombia, México y Guatemala, además del propio Uruguay) que demandó un cambio en los términos del debate rumbo a la revisión de alto nivel que se llevó acabo en la Asamblea General de la ONU en abril de 2016.

Desde entonces, los cambios han sido muchos. Se pueden mensurar, por ejemplo, los procesos de despenalización como el de Ecuador, a través del cuál se liberó de sus penas a 1.500 personas privadas de libertad y sentenciadas por ser «mulas» del narcotráfico. Se destaca, también, la regulación medicinal para aliviar la necesidad de cientos de miles de pacientes en Chile, Colombia y México, y los amplios debates sobre el uso tradicional del cannabis, en países como Jamaica.

Es justo en este contexto en el que se produce la llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos, amenazando las conquistas realizadas y el futuro mismo del debate político. Si bien la administración de Trump se ha pronunciado a favor de mantener y proteger los avances con respecto a la marihuana medicinal, su discurso en torno al uso personal ha sido mucho más vago, e incluso ha señalado una mayor aplicación de la ley por parte del Departamento de Justicia.

Por lo pronto, y hasta que no se realice un cambio al respecto, el llamado Cole Memorandum de 2013 se mantiene como guía para fiscales y fuerzas de seguridad en Estados Unidos. Con el texto se busca prevenir la distribución de marihuana a menores; evitar que los ingresos por marihuana financien empresas criminales, pandillas o cárteles; evitar que la marihuana se traslade fuera de los estados donde es legal; prevenir el uso de las ventas legales de marihuana como cobertura de actividades ilegales; prevenir la violencia y el uso de armas de fuego para cultivar o distribuir marihuana, y prevenir la conducción bajo la influencia o la exacerbación de otras consecuencias adversas para la salud pública asociadas con el uso de esa droga.

Sin embargo, el panorama se antoja sombrío en los Estados Unidos. Si bien es muy poco probable que Donald Trump quiera abrir más frentes de debate de los que ya tiene, y por lo tanto evitará cuestionar la independencia de los nueve territorios que han avanzado por el momento con modelos de regulación de marihuana, existen leyes federales en torno a los sistemas policiales, carcelarios y bancarios que podrían afectar el buen desarrollo de estos aún jóvenes ejercicios de política pública.

La falta de liderazgo de la flamante administración Trump sobre esta materia ya se hace palpable en los debates internacionales. Este mensaje se ha leído de manera clara entre los gobiernos de América Latina que, más allá de impulsar sus debates nacionales, se encuentran actualmente estancados en la implementación de políticas aprobadas (como en Uruguay), en la aprobación final de políticas propuestas (Brasil, Colombia y México), ante procesos electorales que han producido discursos e iniciativas conservadoras con la clara intención de captar votos (Ecuador) o, incluso, ante un cambio de estrategia por parte del titular del ejecutivo (Guatemala).

Pero no todo está perdido. Un viejo refrán alerta sobre la posibilidad de reinvención y apelación a los nuevos caminos que presenta cualquier crisis. Esto no podría ser diferente en el caso de la política de drogas y, de hecho, parece que el reto por delante es uno que transformará a América Latina durante la próxima década.

El planteamiento de nuevas y mejores políticas de drogas es un desafío complejo que debe trabajarse bajo la lógica transnacional del fenómeno. En este sentido será importante observar lo que realice la flamante Comisión de Política de Drogas del Hemisferio Occidental, una comisión independiente del gobierno estadounidense que evaluará las políticas de drogas en América Latina y el Caribe y formulará recomendaciones al Presidente y al Congreso de EU. Asimismo, los países latinoamericanos deben plantear ambiciosas reformas que coloquen al ser humano como eje central de la política pública.

A quienes formamos parte de la nueva generación de defensores de la reforma de la política de drogas nos queda la inmensa tarea de mantener abierto el debate en la región, y seguir avanzando en reformas legales a pesar de los complejos contextos políticos y electorales por venir durante los próximos años. La construcción de una América Latina más pacífica y sin violencia, donde primen los derechos humanos y la salud pública, depende de ello.


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