Coyuntura
NUSO Nº 289 / Septiembre - Octubre 2020

La derecha chilena en su laberinto

Para recuperar la iniciativa, en medio de la crisis por la pandemia de covid-19 y de las dificultades para disciplinar a su propia coalición, el presidente Sebastián Piñera reordenó el gabinete incorporando a figuras emblemáticas de la derecha dura. Entretanto, el país se encamina a votar el 25 de octubre en un referéndum para decidir si deja atrás la Constitución de 1980.

La derecha chilena en su laberinto

«Hemos vivido tiempos de adversidad y esta noche todos los chilenos y chilenas son merecedores del reconocimiento por el coraje, la resiliencia que han demostrado durante estos tiempos difíciles». Así comenzaba el discurso de rendición de cuentas durante el tercer año del presidente Sebastián Piñera, marcado por la pandemia, el derrumbe en las encuestas y un reciente cambio de gabinete en el que sectores más duros de la derecha asumieron roles protagónicos, sintetizado en la llegada al Ministerio del Interior de Víctor Pérez, conocido por su histórica cercanía al pinochetismo. Un cambio al que se vio forzado ante el desfonde de su coalición, con una inédita rebelión de parlamentarios oficialistas contra su propio gobierno al momento de votar el proyecto, impulsado por la oposición, que permite a los chilenos retirar 10% de los fondos ahorrados en manos de las administradoras de fondos de pensiones (afp). Todo esto se da en medio de un clima constituyente, con un referéndum que debió postergarse por la pandemia y que finalmente se realizará el 25 de octubre, cuando la población decidirá si quiere dejar atrás la Constitución aprobada en 1980, durante la dictadura pinochetista.

Poco quedaba de ese lema optimista de la campaña electoral, que lo acompañó los primeros años de gobierno: «Arriba los corazones, que vienen tiempos mejores». En aquellos momentos que parecen tan lejanos, el gobierno de Piñera se veía como el puntal de una nueva derecha que había llegado para dominar el escenario político, ante una centroizquierda dividida y debilitada. Pero ¿qué explica el tránsito de esa promesa de «tiempos mejores» al reconocimiento de los «tiempos difíciles»? ¿Por qué el proyecto piñerista de una nueva derecha terminó derrumbándose?

Las explicaciones son varias y se entremezclan. Hubo aspectos de largo plazo que se originan en el arduo camino recorrido por la derecha chilena desde su pasado pinochetista hasta su reedición como fuerza de gobierno sostenida en una mayoría democrática. También hubo aspectos de gestión y diseño del propio gobierno de Piñera. Y, debajo de todo, estaban las fuerzas tectónicas de un Chile que cambiaba, que se rebelaba contra lo que había sido su cauce durante, al menos, 30 años.

La derecha chilena

Luego de la dictadura de Augusto Pinochet, la derecha chilena ingresó en el debate democrático marcada por el clivaje que nació del plebiscito de 1988 y que puso fin al régimen militar. Todas las tensiones del pasado se vieron de pronto subsumidas en la definición ante este plebiscito. Los que apoyaron la opción del «No» a la continuidad del régimen iban a formar la coalición de centroizquierda que gobernaría el país durante la lenta transición democrática, bautizada Concertación de Partidos por la Democracia. Los que apoyaron el «Sí» se constituyeron en una fuerza de resistencia, protegiendo el legado de la dictadura, su sistema económico, político y social, un modelo simbolizado, sobre todo, por la Constitución de 1980. Desde la posición de trinchera y defensa del legado pinochetista, no es sorprendente que los primeros resultados de la derecha en elecciones presidenciales (1989 y 1993) fueran notablemente exiguos. De hecho, en ambas contiendas la centroizquierda ganó en primera vuelta, con más de 50% de los votos. Sacudida por estos malos resultados, la derecha comenzó una progresiva adaptación programática, acercando sus posiciones a las de la Concertación. Esta moderación programática dio resultado, y en las elecciones de 1999 logró forzar una segunda vuelta. Finalmente, el gran salto en la historia de la derecha se dio con la primera candidatura presidencial de Piñera en 2009, en la que, por primera vez en 50 años, llegó al gobierno por vía electoral. Quizás no casualmente, Piñera había sido de los pocos referentes de la derecha que se había unido a la opción del «No» en 1988, y con su victoria, parecía consolidar el desmarque de la derecha de la historia pinochetista.

Cuando la derecha perdió en 2013, luego del primer gobierno de Piñera, lo hizo ante una coalición de centroizquierda muy distinta de la que le había tocado enfrentar desde el fin de la dictadura. La nueva coalición, llamada Nueva Mayoría, estaba liderada por Michelle Bachelet, quien competía por un segundo mandato no consecutivo. La alianza incorporaba por primera vez al Partido Comunista y llegaba con un audaz programa de reformas al modelo económico de la transición. Incluso ponía en cuestión la legitimidad de la Constitución que había regido durante ese periodo. En educación, impuestos, pensiones y demás áreas de la política social, la nueva coalición daba la espalda a su pasado concertacionista y abrazaba un programa de reformas contundentes. De pronto, a Piñera y a la derecha parecía abrírseles una oportunidad imprevista. Si la centroizquierda renunciaba al legado concertacionista, la derecha podía tomarlo. Según sus dirigencias políticas y principales referentes, la centroizquierda se había extraviado, arrinconada hacia la izquierda y envalentonada por las masivas movilizaciones estudiantiles de 2011. El bajo crecimiento económico del gobierno de la Nueva Mayoría, las dificultades de gestión política, que terminaron con un quiebre en la coalición, y los pobres resultados en las encuestas durante gran parte de la segunda presidencia de Bachelet fueron interpretados como un espaldarazo a esta interpretación. Y Piñera también se preparó para disputar una segunda presidencia.

De este modo, son dos las ideas fuerza que marcaron la campaña de Piñera en 2017. En primer lugar, desmantelar y detener todos los procesos reformistas que había llevado a cabo el gobierno de Bachelet y, en segundo lugar, devolver a Chile a la senda de transición democrática de los años 90, pero esta vez con la coalición de derecha ocupando el lugar de la Concertación. Este sería el momento para una «nueva concertación de derecha» que generara las mayorías necesarias para gobernar. Como lo explicaba el candidato Piñera: «La tarea nuestra es liderar y lograr una transición tan ejemplar como fue la primera transición, hacia un país desarrollado y sin pobreza». La derecha estaba convencida de que retomando la senda de los años 90 se recuperaría lo más importante, el crecimiento económico, ya que, como había manifestado el ex-presidente socialista e icónico líder de la era concertacionista Ricardo Lagos, «todo lo demás es música». Para reforzar este relato de campaña, la candidatura de Piñera hasta incluyó en su franja televisiva imágenes de archivo de Patricio Aylwin, el primer presidente de la Concertación.

Pese a lo que pronosticaban las encuestas, el resultado de Piñera en la primera vuelta de noviembre de 2017 fue más bien mediocre. El 36,6% obtenido contrastaba con algunos pronósticos que auguraban incluso una victoria sin necesidad de balotaje. El resultado electoral generó un nerviosismo tan fuerte que Piñera debió suavizar la contrarreforma propuesta y comprometerse a, por lo menos, mantener avances del gobierno anterior, como la gratuidad universitaria para 60% de los estudiantes de menores recursos. Además, la segunda vuelta estuvo marcada por un elemento adicional: la utilización del miedo irracional a que, si volvía a ganar la centroizquierda, Chile seguiría la senda de Venezuela, una amenaza que se plasmó en el término «Chilezuela», popularizado por una dirigente de derecha. El cambio de discurso, además de la debilidad del candidato progresista Alejandro Guillier, parece haber dado fruto al posibilitar una importante victoria de la derecha con 54,5% de los votos.

Más allá del traspié en la primera vuelta (y de las bajas tasas de participación electoral que han marcado las elecciones chilenas de la última década), el segundo gobierno de Piñera asumió con el convencimiento de haber recibido un mandato claro. Esta convicción fue reafirmada por una nota en The Economist que parecía darle toda la razón al novel presidente en su proyecto. Según este medio, la victoria contundente de Piñera reafirmaba las tendencias centristas de los chilenos. No solo eso: como si el medio hubiese basado sus análisis en la campaña del candidato de centroderecha, la nota explicaba el éxito de Piñera por los mal diseñados proyectos del gobierno de Bachelet y su izquierdización. La nota concluía aclarando que el éxito del nuevo gobierno dependería de su capacidad para retomar la senda concertacionista. Para un presidente conocido por sus obsesiones con la imagen en el extranjero, no podía haber un artículo más favorable a su proyecto.

El primer tiempo de Piñera

La primera parte del segundo gobierno de Piñera estuvo marcada por la puesta en acción del proyecto desmantelador de las reformas de Bachelet. Una de las primeras acciones importantes, a pocos días de asumir, fue desechar el proyecto de nueva Constitución del gobierno anterior. En el Instituto Chileno de Administración Racional de Empresas (icare), el ministro de Interior, Andrés Chadwick, explicó sus definiciones para 2018 del siguiente modo: «Tenemos una clase media amplia, sólida y estable, que es clave para construir un proyecto futuro (...) es una clase media moderada que cree en sí misma (...) Tenemos una democracia muy estable, que ha permitido la alternancia y épocas de desarrollo (...) no queremos que avance el proyecto de nueva Constitución presentado por Michelle Bachelet».

De modo similar, se descartó la reforma al sistema de pensiones propuesta por Bachelet, que incluía un pequeño suplemento de solidaridad junto al pilar de capitalización individual en manos de las afp. Además, el gobierno ingresó una contrarreforma fiscal que buscaba deshacer el aumento de tributos del gobierno anterior, rebajando impuestos por un monto en torno de los 800 millones de dólares principalmente al 3% de las empresas más grandes del país. Este programa de contrarreforma se daba en el contexto de un Parlamento en el que la derecha era minoría. Sin embargo, el gobierno contaba con dos grandes fortalezas: por un lado, el hiperpresidencialismo del sistema chileno le permitía controlar la agenda legislativa y, por otro, la oposición se encontraba debilitada y resquebrajada, casi sin capacidad de marcar el debate público o siquiera de coordinarse para frenar estos retrocesos. Es más, desde la Democracia Cristiana (dc), que había constituido parte esencial primero de la Concertación y luego de la Nueva Mayoría, había un sector importante que compartía el diagnóstico de la derecha en cuanto a la crítica a lo alcanzado con la Nueva Mayoría y la voluntad de retornar al camino concertacionista. No eran los grandes acuerdos que Piñera añoraba de la época de la transición democrática, pero de este modo, con votos de la dc, el gobierno logró sortear el Legislativo y avanzar en varios de sus proyectos, a la vez que profundizaba el quiebre de la oposición.

Poco después de asumir, los niveles de popularidad del presidente comenzaron a caer bruscamente y se acercaron a los de la ex-presidenta Bachelet. Después de todo, como era de esperar, una mera agenda de desmantelamiento de lo realizado por el gobierno anterior no cautivó particularmente. Por otro lado, los resultados económicos alcanzados distaron de lo prometido y el gobierno se vio enfrentado a un crecimiento débil y un desempleo que empezaba a escalar peligrosamente. Así, ante la ausencia de cifras económicas que mostrar, el gobierno encontró tres vetas para explotar y mantener satisfecha, al menos, a su base de apoyo: delincuencia, inmigración y agenda internacional. El tema que fue explotado con más vehemencia por parte del presidente fue la agenda internacional. Además de participar activamente en la campaña de denuncia del régimen de Nicolás Maduro (que resonaba con las advertencias sobre «Chilezuela» de su base de apoyo), Piñera tuvo un rol protagónico en la conformación del Foro para el Progreso de América del Sur (ProSur). El mandatario vio en el surgimiento de estas instancias la posibilidad de cimentarse una figura de estadista, dentro y fuera del país. 2019 iba ser el momento de los hitos con los que esta figura se terminaría de constituir. En particular, se esperaban con ansias dos eventos que se realizarían en Chile: la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (cop25) y el encuentro del Foro de Cooperación Económica Asia Pacífico (apec, por sus siglas en inglés). Es más, en la previa de estos encuentros, Piñera hizo una serie de declaraciones, un tanto exaltadas, a la prensa extranjera, en las que hablaba del «oasis chileno» en medio de una América Latina convulsionada y anunciaba cómo, frente a los cantos de sirena del populismo, él haría como en el relato de Ulises, poniéndose tapones de cera para no caer en la tentación.

Y entonces llegó el estallido social de octubre.

Todo comenzó con la convocatoria de un grupo de estudiantes secundarios. Llamaban a evadir el pago del metro como forma de protesta ante el alza del precio del pasaje en 30 pesos. como ya lo había hecho ante protestas previas. Piñera las catalogó como una forma de vandalismo y, sobre el tema de fondo, se limitó a responder que había sido un panel de expertos el que determinó el aumento en virtud del mayor costo de la energía y del cambio en el valor del dólar. Cinco días después, la evasión y la ola de revueltas se expandieron más allá del metro y derivaron en la quema y el saqueo de varios establecimientos, incluido el edificio corporativo de una de las principales empresas de energía de Chile. Protestaban contra el gobierno, contra el modelo, pero sobre todo, contra los últimos 30 años. Su principal consigna se volvió «No son 30 pesos, son 30 años». Esa clase media, que Chadwick había elogiado por su moderación, salió a la calle y quería cambios de fondo, desbordando la institucionalidad. El gobierno declaró el estado de emergencia y recurrió a los militares para vigilar las calles de Santiago y reprimir el movimiento. Incluso se declaró un toque de queda total, lo que no ocurría en la ciudad desde la dictadura militar. De nada sirvió. El 25 de octubre, casi tres millones de personas salieron a las calles a marchar, más de un millón solo en Santiago, posiblemente la marcha más masiva de la historia del país. La agenda del gobierno daría un vuelco total. Sobra decir que tanto el encuentro de la apec como la cop25 se suspendieron. El primer tiempo del gobierno había terminado.

El segundo tiempo de Piñera

Probablemente, ningún gobierno hubiera estado preparado para afrontar una crisis como la del estallido social. Sin embargo, hay pocas dudas de que Piñera y su gobierno estaban particularmente poco equipados para un movimiento como el que se dio en octubre de 2019. El primer intento de marginar el movimiento social, apelando a la existencia de algún «enemigo poderoso» que estaría detrás de los manifestantes, cayó en oídos sordos ante el impresionante apoyo que tenía el movimiento. Asimismo, los intentos de achacar lo acontecido a intervenciones extranjeras o a la izquierda nacional, al Partido Comunista y el Frente Amplio, resonaron igualmente distantes para un movimiento que no obedecía a lógicas políticas tradicionales, mucho menos partidarias. Por otro lado, la brutal represión sacó a la luz los graves problemas de respeto a los derechos humanos que subsistían en Carabineros. Cuatro informes internacionales, incluyendo los de Amnistía Internacional y Human Rights Watch, se pronunciaron al respecto, lo que horadó aún más el apoyo al gobierno. Así, su popularidad y, en particular, la del presidente, llegaban a mínimos históricos con apenas 6% de aprobación. Del «oasis» de Piñera quedaba poco o nada, y el diagnóstico original sobre el que se había levantado la candidatura de derecha se derrumbaba.

Poco a poco, el presidente se encontró cediendo en cada uno de los aspectos centrales de su programa. La primera renuncia fue a la subida del precio del pasaje del metro. Solo algunos días después de negarse a ella en términos absolutos, el presidente reculaba y anunciaba que había «escuchado» al pueblo. Pero esto fue solo el comienzo. La reforma tributaria que pretendía deshacer lo avanzado en el gobierno anterior y disminuir impuestos a los más ricos se modificó completamente, removiendo los descuentos tributarios y agregando nuevos tributos (un impuesto a los grandes patrimonios inmobiliarios), para financiar un nuevo impulso del gasto social. Del mismo modo, la nueva reforma de pensiones de Piñera incluía ahora un importante elemento de solidaridad, incluso mayor que el del proyecto propuesto por Bachelet. Por último, en una de las renuncias más dolorosas para la derecha, el gobierno aceptó comenzar un proceso constituyente para poner fin a la Constitución de 1980. Un proceso, por cierto, mucho más audaz en los niveles de participación ciudadana que el de Bachelet. El proyecto desmantelador había quedado completamente desmantelado. Es más, dentro de la misma coalición de derecha se empezó a instalar con fuerza la idea de que había sido un error bloquear y combatir las reformas planteadas por el gobierno anterior, que no se trataba de un desvarío o envalentonamiento simplemente, sino que en realidad había habido cambios en lo sociedad chilena para los que una «Concertación de derecha» no daba abasto. Enfocarse exclusivamente en las mejorías económicas en su sentido estrecho, reflejado en las cifras macroeconómicas de aquellos 30 años, escondía lo intolerables que se pueden volver las bases sociales sobre las que se sostiene la economía. Esta vez, escuchar esa «música» que mencionaba el ex-presidente Lagos era lo más importante.

Como para demostrar de manera definitiva que el proyecto de una Concertación de derecha estaba muerto, The Economist, que tan certeramente había apoyado el proyecto piñerista de revivir la moderación concertacionista, se preguntaba por qué los chilenos estaban tan enojados y declaraba, como desafío en Chile, «remodelar el modelo», con reformas a la salud, pensiones y una importante expansión en el gasto fiscal. El desafío según el medio sería nada menos que Chile «se reinvente a sí mismo».

El segundo tiempo de Piñera significó el fin de buena parte de su proyecto, aquella parte que buscaba detener los cambios progresistas. Sin embargo, la aguda crisis y el decantamiento de esta en el proceso constituyente, gracias a un amplio acuerdo que incluyó desde la derecha hasta sectores del Frente Amplio, pasando por toda la ex-Concertación, le entregaron cierta épica refundacional al relato presidencial, aunque de a ratos esto ocurriera a pesar del presidente. En particular, el proceso constituyente incluía un plebiscito de entrada en el que la ciudadanía se pronunciaría a favor o en contra de formular una nueva Constitución. A diferencia de lo que había ocurrido en 1988, un segmento importante de la derecha se encontraba a favor del cambio. La figura presidencial estaba alicaída a un nivel pocas veces visto; sin embargo, de una forma impredecible, si el proceso salía bien, Piñera podría coronarse como el líder de la derecha que permitió, definitivamente, que esta dejara atrás su pasado pinochetista y de resistencia y que la abriera a las mayorías nacionales. Piñera no tendría la apreciación popular ni el reconocimiento de estadista que buscaba, pero al menos se aseguraba un lugar en la historia.

Y entonces llegó la pandemia.

La llegada de la pandemia cambió el escenario en varios aspectos. En primer lugar, las aglomeraciones de personas se terminaron, junto con las movilizaciones callejeras. En segundo lugar, el foco de atención de la opinión pública cambió y varios, ante el inminente peligro vital, les volvían a dar una oportunidad al gobierno y al presidente. Como para terminar de confirmar el paréntesis, se acordó transversalmente y con apoyo popular correr la fecha del plebiscito del proceso constituyente de abril a octubre de 2020. Un inesperado shock externo le había dado un tiempo extra al gobierno de Piñera.

El tiempo extra

El mejor momento del primer gobierno de Piñera se dio con el rescate de 33 mineros atrapados en una mina derrumbada. Durante el largo procedimiento de rescate, la atención del país completo estuvo sobre los esfuerzos del gobierno por salvar a los mineros y se catapultó la aprobación presidencial. Algo así esperaban algunos que ocurriera con la pandemia. Esta era la oportunidad para demostrar que, más allá de la gestión política o del proyecto de país, la derecha podía ser eficiente y eficaz en la contención del covid-19. No solo controlarían el virus, sino que lo lograrían poniendo restricciones mínimas, afectando lo menos posible la economía. Para un gobierno obsesionado con la imagen internacional, fue fundamental una nota de la bbc que confirmaba estas percepciones. Fue tal el ímpetu por demostrar que Chile, una vez más, era el alumno ejemplar, que se preocuparon de hacer una minuta en la Moneda, aclarando por qué Chile lo había hecho mejor que Argentina. Esta estrategia pareció dar frutos con un aumento de la popularidad del presidente que, según algunas encuestas, volvía al mismo nivel previo al estallido del 18 de octubre.

Sin embargo, rápidamente emergió un creciente malestar con el manejo económico de la pandemia por parte del gobierno. Este había insistido en una transferencia mínima de recursos, complementada con cajas de alimentos, manteniéndose dogmáticamente fiel al principio de focalización del gasto y ahorro fiscal. Ambas ayudas fueron percibidas por la población como insuficientes en magnitud y, además, solo focalizadas en los casos de más extrema pobreza, dejando fuera a importantes sectores de la sociedad afectados por la pandemia. La idea de que con estos aportes mínimos pudiera bastar para que la gente permaneciera en sus hogares y no saliera a trabajar era absurda, incluso denigrante. Este malestar se tradujo en protestas y, rápidamente, en una importante merma en el apoyo presidencial. El presidente había perdido una oportunidad única y revivía su crisis. Una vez más, el excesivo economicismo le jugaba una mala pasada al gobierno. Además, a medida que las cifras chilenas empezaban a empeorar y Chile pasaba a ser uno de los países más golpeados en el mundo por la pandemia, la presión por tomar medidas más sustanciales con cuarentenas extendidas empezó a crecer y la resistencia del Ministerio de Salud a estas se hacía cada vez más insostenible.

El juicio de los medios internacionales fue unánime en la crítica a la actuación del gobierno, y la explicación parecía retrotraer la discusión al estallido social y la incomprensión de la elite nacional de los nuevos actores sociales. Primero fue el turno de Bloomberg y la revista conservadora National Review, que explicaron el mal manejo de la pandemia, una vez más, por la desconexión del gobierno, que había intentado implementar medidas sin entender la pobreza que existía en el país, sin conocer a la gente que gobernaban. Luego, The Economist criticó el lento e inoperante actuar del gobierno en su entrega de apoyo, nuevamente fruto de una desconexión exitista.

El mayor golpe al tiempo extra del gobierno vendría de su propia coalición. La oposición había empujado un proyecto que permitiría a los chilenos retirar un porcentaje relevante de sus ahorros, que estaban siendo administrados por el sistema privado de pensiones. Detrás había, en parte, una crítica al sistema de pensiones, pero, sobre todo, una demanda popular por el acceso a una ayuda económica que el gobierno nunca entregó adecuadamente. Esta crítica fue especialmente fuerte en sectores de ingresos medios que no cabían dentro del paradigma de focalización del gasto del gobierno. El proyecto tuvo un apoyo ciudadano gigantesco, que rondó el 86% y rompió barreras de derecha e izquierda. Otra vez, la nueva clase media no estaba dispuesta a aceptar las visiones ortodoxas y los márgenes institucionales de los últimos 30 años. Ya que la medida requería una reforma constitucional, se necesitaba un quórum especial para aprobarla. Solo los votos de la oposición no bastaban. Pero ni los llamados del presidente ni los de los principales dirigentes empresariales pudieron evitar que un número importante de parlamentarios se rebelaran contra su coalición y aprobaran el proyecto. El cambio de gabinete que siguió a la derrota del gobierno tenía un solo objetivo: ordenar a los propios. Ante el riesgo de que la coalición se desfondara por la rebelión de sectores de derecha, Piñera decidió incorporar al ala más dura de su coalición a su gabinete. Las consecuencias fueron dos. Por un lado, efectivamente logró recuperar algo de apoyo entre los propios. Pero, por el otro, fue el cierre definitivo del intento renovador de Piñera. Cada vez con más claridad, la coalición de derecha se definía por el rechazo al proceso constituyente, incluidos los que en algún momento habían abierto esa puerta. Y ese alineamiento en torno del rechazo se reflejaba con nitidez en el nuevo gabinete. Se había terminado el tiempo extra del gobierno.

Correr solo y llegar segundo

Se ha vuelto lugar común decir que el gobierno de Piñera, luego del último cambio de gabinete, ha terminado. En realidad, sería más correcto decir que está sufriendo de un fenómeno de «pato cojo» extendido. Es decir, a estas alturas, casi todo el foco del debate público se ha ido concentrando en pensar qué es lo que vendrá una vez concluido el gobierno, qué es lo que espera a Chile después de Piñera.

Eso sí, en algo parece que el diagnóstico del piñerismo estuvo en lo correcto. La nueva clase media está jugando un rol preponderante en el destino de Chile. El error fue asignarle a este grupo social las aspiraciones propias de una parte de la elite chilena, como si el hecho de que repudiaran o temieran seguir la senda de Venezuela fuera equivalente a querer volver a los años de la Concertación y detener todo cambio progresista. A estas alturas, seguir insistiendo en que una mayoría de la clase media se identifica con el centro y que aspira volver atrás a la senda de la década de 1990 no puede sino entenderse como una nostalgia voluntarista de la elite que condujo ese proceso (desde la centroizquierda y desde la centroderecha). Esa clase media no es de centro, ni de izquierda, ni de derecha, lo que se ve reflejado en que, a diferencia de lo que ocurría en los años 90, apenas 7% de la población se identifica con el centro y casi 65% no se identifica con ninguna posición del eje izquierda-derecha. Independientemente del juicio que se tenga sobre esa época, lo cierto es que, a lo largo de los últimos 30 años, ha habido un proceso de desacople entre esa clase media y la traducción política que busca representarla.

Hay una famosa portada de diario que se publicó después del plebiscito de 1988: «¡Corrió solo y llegó segundo!», haciendo referencia a la derrota de Pinochet. Algo así parece haber pasado con la derecha a lo largo de este gobierno. Una oposición en el suelo, quebrada y casi sin liderazgos, ha estado virtualmente ausente de la discusión. El debilitamiento y desfonde de la derecha tiene el especialmente doloroso sabor de haber sido autoinfligido. La máxima culminación de esta impresión se ha dado con el decantar del sector por la opción del rechazo al nuevo proceso constituyente, con un gabinete que, más allá de algunas excepciones, ha sido percibido como un «gabinete del rechazo». La paradoja es que Piñera, quien ha recorrido su vida política empujando a su sector a salir de la trinchera que lo tuvo encerrado en el «Sí» del plebiscito de 1988, puede terminar de atrincherar a la derecha en una nueva posición de resistencia al cambio. Una posición, la del rechazo, que si las encuestas aciertan en sus predicciones, podría concitar una menor adhesión que la del pinochetismo a fines de los años 80.

Para la oposición, la campaña por el «Apruebo» en el referéndum se está convirtiendo en la primera oportunidad en mucho tiempo de generar espacios de unidad. Incluso ha logrado generar una coordinación que agrupa desde el Frente Amplio y el Partido Comunista hasta la Democracia Cristiana y los demás partidos de la ex-Concertación. Todavía está por verse si esta incipiente coordinación desemboca en nuevas articulaciones en el largo plazo.

En cualquier caso, la campaña del referéndum es vista por muchos como una oportunidad para que la fuerza del estallido social pueda estructurarse y expresarse con el ingreso de nuevos actores en la política. Chile se aproxima a un proceso constituyente con un notorio vacío de poder. Ni las izquierdas, ni el centro ni las derechas parecen tener la capacidad de conducir a nuevos actores sociales que desconfían de todos ellos con bastante transversalidad. Todos los sectores de la política chilena atraviesan sus propios laberintos. Quienes quieran liderar este nuevo ciclo que comienza con el proceso constituyente harían bien en observar el desenlace de los últimos dos gobiernos y, en un tenso equilibrio entre convicción ideológica, rigurosidad técnica y voluntad popular, escuchar esa «música».

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 289, Septiembre - Octubre 2020, ISSN: 0251-3552


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