Opinión
septiembre 2017

¿Del «consenso de los commodities» al «consenso antiindígena»?

Viaje al corazón de Vaca Muerta

Los proyectos hidrocarburíferos, junto con el acaparamiento de tierras, son algunas de las fuentes del agravamiento del conflicto indígena.

<p>¿Del «consenso de los commodities» al «consenso antiindígena»?</p>  Viaje al corazón de Vaca Muerta

El no reconocimiento de la responsabilidad de la Gendarmería nacional en la desaparición forzada de Santiago Maldonado, y más aún, la negación sistemática del hecho, ocurrido en una solitaria ruta de la Patagonia argentina el pasado 1º de agosto, en el marco de una protesta en reclamo por la liberación del lonko (líder) mapuche Facundo Jones Huala, ha generado en el gobierno de Mauricio Macri una inesperada crisis política. Por un lado, la desaparición puso en el tapete no solo el endurecimiento del contexto represivo, sino también el desconocimiento y la indiferencia del actual gobierno respecto de los consensos forjados en la sociedad argentina en torno de los derechos humanos, luego de la experiencia del terrorismo de Estado y la desaparición forzada de miles de personas bajo la última dictadura. Por otro lado, en medio de una enorme campaña política mediática de carácter antiindígena, la crisis terminó por dar visibilidad a los reclamos de los mapuches sobre la propiedad de las tierras, hoy en disputa.

Vaya a saber cómo evolucionará la indagación de la justicia, ante el llamado a declaración de los gendarmes presentes en la represión que culminó con la desaparición de Maldonado y cómo esto impactará en las elecciones parlamentarias de octubre, que –supuestamente– confirmarían el triunfo del oficialismo a escala nacional. En lo que respecta a los reclamos mapuches, desde el principio el oficialismo dejó en claro una estrategia política que retoma y potencia las lecturas demonizadoras de los grandes propietarios rurales, que asocia a los mapuches con la violencia e incluso el terrorismo, además de desempolvar viejas acusaciones como aquella de que «los mapuches no son argentinos, sino chilenos» o que «han exterminado a los tehuelches», los supuestamente verdaderos «originarios» de la región. La campaña de demonización está ligada a la apuesta explícita que el gobierno de Macri hizo por la profundización del modelo extractivo, basado en la explotación de combustibles no convencionales, la megaminería a cielo abierto, la multiplicación de represas hidroeléctricas y la expansión de cultivos transgénicos, a lo cual hay que añadir los emprendimientos inmobiliarios, emplazados en territorios que defienden comunidades indígenas y no indígenas, muchos de ellos en manos de propietarios extranjeros.

El caso es que desde fines de 2015 la situación de las comunidades indígenas que reclaman tierras ancestrales ha empeorado. Ha habido numerosos desalojos y varios dirigentes indígenas encarcelados en situación irregular, entre ellos el wichi Agustín Santillán, detenido y encarcelado en la provincia norteña de Formosa, contra quien se reactivaron causas anteriores, así como el dirigente mapuche Facundo Jones Huala, a quien se le atribuyen crímenes de una enorme gravedad y está en proceso el pedido de extradición de Chile. La agresiva campaña político-mediática que apunta a asociar a grupos mapuches con la violencia política, supuestamente articulada por el grupo radicalizado Resistencia Ancestral Mapuche (RAM), del cual se sabe poco y se inventa mucho sin rigor investigativo alguno, arrancó a principios de año y fue nota central de dos de los principales diarios del país.

Las comunidades mapuches están repartidas por el inmenso territorio patagónico, en las provincias de Neuquén, Río Negro y Chubut. Después de la llamada «campaña del desierto», en 1878, que exterminó a una parte de los indígenas del sur, muchos de los sobrevivientes fueron reclasificados como «trabajadores rurales», considerados ciudadanos de segunda y arrinconados en la estepa y la cordillera, en territorios en ese entonces no valorizados por el capital.

Hace unos días tuve la oportunidad de visitar Añelo y Campo Maripe junto con la Confederación Mapuche de Neuquén. Se trata de una de las organizaciones indígenas más solidas y de mayor trayectoria en la Patagonia. Con el apoyo de organizaciones no gubernamentales (ONG) internacionales, ha venido desarrollando un trabajo social y político que apunta a lograr un mayor ejercicio de los derechos, así como el fortalecimiento y la difusión de su cultura. Las relaciones de la Confederación Mapuche con el poder político, económico y judicial de la provincia siempre han sido tensas. En 2006, logró un triunfo histórico, al incorporar en la reforma de la Constitución neuquina un artículo que reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas, así como el reconocimiento jurídico de las comunidades por parte del Estado provincial. Sin embargo, la realidad de los territorios atravesados por la lógica del capital extractivista está lejos de la promesa de la interculturalidad. En 2013, el Observatorio de Derechos Humanos de los Pueblos Indígenas (ODHPI) destacaba que, solo para el caso de Neuquén, había 42 juicios penales (25 de ellos por el delito de usurpación), que criminalizaban a 241 mapuches por sus acciones. Estas luchas están ligadas a derechos reconocidos jurídicamente, como los reclamos de tierras y territorios, que se hallan amparados por la normativa nacional y provincial existente.

Mi presencia en el corazón de Vaca Muerta, junto con organizaciones sociales, activistas e intelectuales de variados países, estuvo vinculada a la realización de un «acto de desagravio» por el cuarto aniversario de la firma del convenio entre la multinacional Chevron y la empresa argentina Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), el cual abrió las puertas al fracking a gran escala en la provincia de Neuquén. Quizá pocos lo recuerden, pero la aprobación de ese convenio por parte de la Legislatura neuquina (que debía refrendar lo firmado por el gobierno nacional entonces presidido por Cristina Fernández de Kirchner) rompió con todos los protocolos democráticos e incluso tiró por la borda la intensa retórica nacional-popular y latinoamericanista desplegada por el oficialismo de entonces. El 28 de agosto de 2013, mientras los diputados neuquinos votaban afirmativamente sin conocer la letra del convenio, fuera del recinto se desarrollaba una interminable represión –una de las peores del ciclo kirchnerista– sobre una nutrida movilización compuesta por organizaciones sociales y ambientales, comunidades mapuches, partidos políticos de izquierda y estudiantes.

Sin embargo, el kirchnerismo no estaba solo: tanto la oposición de centro como la de derecha acompañaron su decisión. Más allá de las desprolijidades, el «Consenso de los Commodities», como hemos caracterizado este periodo, proyectaba a Neuquén como la nueva «Arabia Saudita». En gran medida gracias a la imagen proyectada por Vaca Muerta (la más grande formación de shale o roca de esquisto de Argentina), tuvo la particularidad de mostrar el resistente hilo negro que une en una misma visión sobre el desarrollo a progresistas, conservadores y neoliberales. Como consecuencia, y al igual que con la soja y la megaminería, Argentina apostaría a convertirse en un laboratorio a gran escala en la implementación de una técnica tan controversial a escala global, a través de un marco regulatorio claramente inconstitucional y muy favorable a las inversiones extranjeras.

La historia no es sin embargo lineal. A partir de 2014, la caída de los precios internacionales del petróleo habría de poner freno a la fiebre eldoradista en Vaca Muerta, lo cual no impidió el inicio de un proceso de reconfiguración social y territorial, con sede en Añelo, localidad ocupada por las grandes operadoras transnacionales. Ciertamente, en Añelo todo está listo para (volver a) arrancar, cuando se dé la señal de largada; esto es, apenas aumente el precio el petróleo y proyecte un horizonte de rentabilidad la esperada inversión de las grandes corporaciones globales.

La región de Vaca Muerta está lejos de ser un «territorio vacío», tal como es concebido por las autoridades provinciales y nacionales. Allí se asientan de modo disperso unas 20 comunidades indígenas. Y en función de los derechos colectivos reconocidos por la Constitución nacional y las normativas internacionales, los mapuches están lejos también de ser meros «superficiarios», como los tildara sin sonrojarse uno de los directores de YPF, en un debate reciente. Así, a raíz de las protestas llevadas a cabo por la Confederación Mapuche, en 2014 el gobierno del Neuquén debió reconocer a la comunidad de Campo Maripe, asentada en la zona desde 1927. El territorio en disputa, señala el Observatorio Petrolero Sur, son 10.000 hectáreas, aunque el gobierno solo acepta como parte de la comunidad unas 900. Pero en esta extensión es imposible realizar las tareas de pastoreo extendido y agricultura, las dos actividades de las que viven las 120 personas que forman parte de ella.

Desde 2015, los conflictos se agravaron y son muchos los dirigentes mapuches judicializados: en julio de este año, la Gendarmería irrumpió en Campo Maripe, por pedido de YPF, para sitiar y resguardar la zona de explotación de YPF-Chevron; y hace unos días, un fiscal declaró en rebeldía a seis integrantes del lof Campo Maripe, sobre quienes pesa la acusación de «usurpar» un camino privado que conduce al yacimiento Loma Campana.

Este es un ejemplo, pero son muchos más los territorios en disputa, hoy recuperados por comunidades mapuches que alertan sobre una extendida cartografía del conflicto frente al avance de las diferentes modalidades del extractivismo y el acaparamiento de tierras. Cierto es que compañías como Chevron o Halliburton, propietarios como el británico Joseph Lewis o el grupo Benetton, se expandieron notablemente durante el ciclo progresista, pero en aquellos años el avance de la lógica depredadora del capital debía convivir con una narrativa oficialista de los derechos humanos que, aun en contra de lo que las propias políticas del kirchnerismo impulsaban, también incluía los derechos de los pueblos indígenas. No por casualidad, en 2006 y en un contexto de creciente conflictividad, se sancionó la ley 26160, que prohíbe los desalojos de las comunidades indígenas de las tierras que ocupan y ordena la realización de un relevamiento territorial.

Sin embargo, hoy el doble discurso, sus tensiones y contradicciones, parecen parte del pasado. El racismo contra los indígenas no solo sigue operando como dispositivo disciplinario y fuertemente criminalizador en las ciudades, sino que cobra nuevas dimensiones en las crecientes disputas por los territorios. La campaña antiindígena contra los mapuches es una clara ilustración, pues elimina matices y complejidades, lo que es facilitado por la mirada simplificadora y agresiva de ciertos grandes medios de comunicación. Su objetivo es claro: se trata de disociar los reclamos de los mapuches del discurso de los derechos humanos, asociándolos a la violencia y creando las bases de un consenso antiindígena que avale ante la sociedad el avance del capital sobre los territorios en disputa. A este contexto de creciente demonización se agrega que hace unos días el Senado de la Nación, con el voto activo del oficialismo y la abstención de una parte de la oposición (que incluyó al kirchnerismo), rechazó tratar con urgencia la prórroga de la ley 26160, que vence a fines de 2017.

Hoy más que nunca la prórroga de esa ley exige el fin de la indiferencia y la adopción de un compromiso decidido de la sociedad civil en apoyo de los pueblos indígenas. Esta intervención no solo permitiría desmontar el consenso antiindígena que se pretende instalar; también habilitaría un diálogo necesario y democrático con las comunidades indígenas sobre el lugar que estos pueblos deben tener en el Estado argentino. Al mismo tiempo, la intervención de la sociedad civil posibilitaría abrir el esperado debate sobre el avance de modelos de mal desarrollo en los territorios y el rol que las resistencias sociales hoy existentes tienen en defensa de la vida.



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