Cuba: crónica de una Constitución anunciada
febrero 2019
Cuba tiene una nueva Constitución. Más allá de los cambios y de las continuidades, la pregunta es qué cambiará en la vida ciudadana. ¿Cómo y por qué se aprobó el nuevo texto constitucional que regirá los destinos de los habitantes de la isla?
Tal y como siempre ocurren las cosas en la política posrevolucionaria cubana –sin sobresaltos y con finales predecibles– el referéndum del pasado 24 de febrero refrendó una nueva Constitución para la República. Solo que lo hizo, fiel al signo de los tiempos, de una manera particular.
A lo largo de su historia republicana, iniciada en 1902, Cuba había conocido tres Constituciones. Aunque se redactaron en circunstancias históricas muy diferentes, todas cerraban ciclos revolucionarios (un recurso político usual en la historia cubana) y estuvieron precedidas por lo que Roberto Gargarella y Christian Courtis, en su libro El nuevo constitucionalismo latinoamericano, denominaron «momentos constitucionales» muy densos en que las elites acordaban nuevas condiciones y las poblaciones esperaban beneficios.
La última de estas Constituciones (1976) cerró el ciclo revolucionario de 1956-1965. Su contenido era muy similar a la Constitución de la Unión Soviética estalinista de 1936. No fue el resultado de un debate democrático de la naturaleza que acompañó a las precedentes. Pero habría que reconocer que se produjo en un contexto marcado por grandes expectativas en el marco del llamado «proceso de institucionalización» y de la inserción económica en el bloque soviético. Obrando en función de las circunstancias, la eite posrevolucionaria sometió el texto constitucional a una consulta nacional controlada y a un referéndum que le otorgó al proceso cuotas significativas de legitimidad. Desde la década de 1990 –desparecidos los pivotes económicos e ideológicos de la postrevolución subsidiada por el bloque soviético– esa Constitución fue sometida a varias reformas o anuncios de ellas, lo que evidenció su deterioro como Ley de leyes. En 1992 se produjo una reforma sustancial (algunos hablan de una nueva Constitución) y una década después se le agregó una tremebunda clausula pétrea que decretaba la inamovilidad del sistema político, posiblemente el último legado de Fidel Castro en el poder.
La nueva Constitución –que deberá ser promulgada en un plazo de pocos meses– no tuvo el glamour de las precedentes. No fue anunciada como el inicio de una nueva época sino simplemente como una puesta al día legal respecto a los cambios ocurridos y reconocidos como legítimos por la elite. Y, en consecuencia, ha sido un «momento constitucional» cansado, sin las expectativas de los anteriores. Y esto es, sin dudas, algo curioso. Porque se trata de la primera Constitución cubana que no se deriva de una disrupción revolucionaria.
La sociedad y el momento constitucional
El momento constitucional se inició a mediados de 2018, cuando una comisión designada por el Partido Comunista presentó una propuesta a la Asamblea Nacional que, tras algunas enmiendas, la sometió a consulta popular. La consulta se realizó mediante asambleas barriales controladas y sus resultados fueron compactados por comisiones estatales, de forma tal que sus resultados nunca explican exactamente qué sucedió. Según el periódico oficial Granma, se produjeron 133.681 asambleas y se hicieron 783.174 propuestas que incidieron en 760 cambios sobre 134 artículos. La mayor parte de estos cambios fueron muy formales: la modificación de una palabra o de una frase. Los cambios solo resultaron sustantivos en la eliminación de algunas cláusulas progresistas –como un controvertido artículo 68 que abría espacio para un reconocimiento del matrimonio igualitario– o en la incorporación, tras un intento de quitarlos, de atavismos como el que consigna como meta constitucional el arribo al comunismo. La discusión barrial del texto, por consiguiente, sirvió para ultimar detalles, derribar puntos fuertes de disenso que pudieran afectar el voto plebiscitario y socializar los contenidos.
Concluido este proceso, se abrió una etapa de dos meses en la que los cubanos pudieron leer la versión final del texto y alimentarse con una campaña en torno a la votación. Teniendo en cuenta que se trataba de un referéndum con dos opciones, hubiera sido razonable que cada una de ellas hubiese sido publicada y debatida. Pero no fue así: hubo una sola campaña permitida: la del «Sí» a la nueva Constitución. Todas las opiniones negativas fueron prohibidas y sus sustentadores fueron reprimidos. El momento constitucional, por consiguiente, fue escorado y unilateral. En términos democráticos, fue un «antimomento».
Lo curioso es que, a pesar de la represión y de la coacción, hubo grupos que lograron manifestarse públicamente –aunque fuera en los márgenes de los espacios virtuales– en contra de la aprobación de la Constitución. Ello habla de campos políticos emergentes que están remodelando la esfera pública cubana por fuera del sistema.
Un primer campo ha estado conformado por las iglesias. La jerarquía católica –regularmente condescendiente con el poder político– dio un paso de ruptura sobre la base de que «el cristiano no puede ser obligado a someterse a una concepción de la realidad que no corresponda a su conciencia humana iluminada por la fe». Esto se expresó en discrepancias con varios puntos del texto constitucional, en particular con el monopolio del poder por el Partido Comunista, con el matrimonio igualitario (al final no incorporado) y con la exclusión de la comunidad emigrada de derechos ciudadanos. Las iglesias evangélicas –una novedad en el escuálido espacio público cubano– no solo se manifestaron verbalmente con igual fin, sino que sacudieron algunos barrios donde organizaron actos públicos. Aunque no se manifestaron explícitamente por el «No», lo hicieron implícitamente y proclamaron el rechazo al matrimonio igualitario como un principio innegociable.
El campo reformista consentido, que se expresa públicamente a través de varias páginas webs como Cuba Posible, El Toque, la Joven Cuba y algunas otras producidas en la emigración, tampoco adoptaron posiciones explícitas. En algunos casos –como el de la influyente Cuba Posible– no dudaron en elogiar lo que denominaron «numerosas virtudes del nuevo texto» y hasta sugirieron un voto positivo. Sin embargo, hay que reconocer que desde esos espacios se produjeron interesantes análisis, en algunos casos de muy altos quilates intelectuales y políticos que indujeron a la reflexión crítica sobre el documento constitucional.
Finalmente, la oposición –agrupada en pequeñas organizaciones ilegales y reprimidas– se pronunció en contra del referéndum, pero de dos maneras diferentes. El sector más moderado –compuesto, entre otros, por la Mesa de la Unidad Democrática y la Unión Patriótica Cubana– abogó por el voto negativo, mientras que los grupos más radicales –agrupados en el Foro por los Derechos y Libertades– promovieron la abstención.
El resultado plebiscitario
En un escenario tan desigual no sorprende que la nueva Constitución haya sido aprobada de manera contundente. De un padrón de más de 9 millones de personas, no votaron 1,4 millones. Y de los que votaron (el 86%), 4% votó en blanco o nulo. Además, el 9% (706.400 personas) votó «No». Al final, la Constitución fue aprobada por 73% de los votantes potenciales y por el 87% de los efectivos.
Una primera reacción ha sido magnificar la cantidad de personas que no siguieron la indicación del Partido Comunista de votar «Sí» y creer que el 27% un tercio de los cubanos quisieron repudiar la Constitución o al sistema que representa. Pero ello no pasa de ser una lamentable confusión del deseo con la realidad. Una inmensa mayoría de los cubanos no está dispuesta a desafiar al Partido Comunista, ni siquiera en la soledad de una cabina electoral. Y nada indica que quienes no votaron o lo hicieron negativamente lo hayan hecho repudiando al sistema. Había muchas razones –por ejemplo, la homofobia– para votar en contra, y siempre hay muchas para abstenerse. De hecho, el porcentaje de abstención no es diferente al que se ha reportado históricamente en los últimos años en elecciones locales y generales.
La otra ha sido magnificar la aprobación, con los mismos resultados engañosos. Aquí se abulta el dato de la aprobación afirmando que 86% voto «Sí». Pero las más de 700.000 personas que rechazaron explícitamente el texto indica un nivel de desafección nunca antes conocido en la abúlica política cubana. Se trata de algo más que de esa «inmensa minoría» moral a la que había aspirado tradicionalmente la oposición y con la que el sistema puede jugar a la invisibilidad. Pero es más difícil hacerlo con más de medio millón de personas. Los tiempos políticos cambian y las diferencias pueden mostrarse con un simple contraste. En el referéndum para aprobar la Constitución de 1976 votó 98% de los electores y 97,7% lo hizo favorablemente.
Si la elite política cubana tiene buenos asesores, alguno debe estar susurrándole al General Raúl Castro que el escenario está cambiando y que deberá seguir cambiando con los constreñimientos económicos debido a la pérdida del subsidio venezolano y las dificultares crecientes de los cubanos para emigrar a Estados Unidos y acogerse a un régimen favorable de incorporación.
¿Una Constitución para los nietos?
No se pueden desconocer los aspectos positivos de esta Constitución. Hay más espacio para la actividad económica privada, un mejor enunciado de derechos, la aceptación de la doble nacionalidad, un régimen político más desconcentrado y avances descentralizadores en beneficio de los gobiernos locales. Pero se trata de una Carta Magna cocinada en el fogón del pacto de militares y burócratas partidarios en 2009 y amenazada por las nuevas presencias conservadoras en la sociedad cubana. Es una Constitución rezagada respecto, por ejemplo, al constitucionalismo latinoamericano más afín ideológicamente. Nace, en consecuencia, en plena contradicción con la maduración de una sociedad cubana más compleja y plural.
Por un lado, el texto no resuelve –ni siquiera lo intenta seriamente– el asunto de la democracia. Ciertamente este no es un tema explícito, sea porque la cultura política cubana es muy autoritaria o porque ello tiene un costo muy alto. Pero la cuestión está implícita. La sociedad asume nuevos actores y recupera identidades sepultadas por el monismo político, que se expresan en ocasiones de manera anómica y generan una situación que complica las pautas básicas de la propia gobernabilidad. El régimen político sigue siendo regido por un vértice incontrolado, con elecciones indirectas, la oposición reprimida y una sociedad civil maniatada.
Por otro lado, tampoco resuelve un tema clave: la transnacionalidad de la sociedad cubana. Un alto porcentaje de los cubanos cubana vive fuera de Cuba. Buena parte de ellos practica la movilidad circular como la descripta por Alain Tarrius para las sociedades transfronterizas. Ella constituye un segmento muy dinámico, tanto cultural como económicamente, lo que le ofrece a la sociedad cubana nuevas expectativas y oportunidades. Pero la nueva Constitución sigue dejando a Cuba en la retaguardia latinoamericana, al no reconocer los derechos ciudadanos a los emigrados.
El presidente Miguel Díaz-Canel, en un desborde de euforia atemporal, aseguró que se había aprobado una Constitución para los nietos de los actuales votantes. No creo que sea un vaticinio razonable. En realidad, los cubanos aprobaron una Constitución de corto plazo, mediocre, angustiante para una isla que se está despoblando en términos absolutos. Se requiere algo más audaz. Y no parece que podamos esperar a los nietos.