Opinión
octubre 2019

Cuba: ¿hacia un presidencialismo colegiado?

A contrapelo de una tendencia en la región, sobre todo de los gobiernos bolivarianos, Cuba está limitando el periodo presidencial y volviendo más colegiada la primera magistratura. Sin embargo, como ocurre en China, esa renovación generacional en el poder ejecutivo no supone, necesariamente, flexibilización o pluralización ideológica y política.

<p>Cuba: ¿hacia un presidencialismo colegiado?</p>

A buena parte de la comunidad internacional le costó trabajo entender por qué si Miguel Díaz Canel fue elegido presidente del Consejo de Estado y Ministros de Cuba a principios de 2018, cuando sucedió a Raúl Castro, vuelve a ser elegido año y medio después en unas nuevas elecciones presidenciales. La explicación es simple: una nueva Constitución fue aprobada en Cuba a inicios de este año y el Poder Ejecutivo del país fue rediseñado. Se creó el cargo de presidente de la República, elegido por la Asamblea Nacional, el cargo de presidente del Consejo de Estado se separa del depresidente del Consejo de Ministros y se funde con el de presidente de la Asamblea Nacional. Pero, además, la Presidencia de la República se separa de la jefatura del gobierno, que será encabezada por un primer ministro designado por el presidente. (Entre 1976 y 2006, Fidel Castro había presidido el Consejo de Estado y de Ministros, ese era su cargo formal, heredado por Raúl Castro y el propio Díaz Canel).

En los párrafos que siguen intento avanzar en el debate sobre ese rediseño del Poder Ejecutivo en Cuba. Las pocas explicaciones que provienen de los más altos funcionarios cubanos –el propio Díaz Canel, ahora presidente de la República, o Esteban Lazo, ahora presidente del Consejo de Estado y la Asamblea Nacional–, o de los escasos analistas, académicos o periodistas que discuten estos temas, apuntan a que se trata, en esencia, de una separación de funciones que hará más funcional y democrático el sistema. No faltan quienes ven elementos de presidencialismo colegiado o de parlamentarismo en ese formato, aunque voces críticas dentro del constitucionalismo académico han señalado que se trata, en realidad, de un esquema que refuerza la concentración del poder.

Partimos de la observación de que, en el último año, el debate sobre el proceso constituyente y la Constitución cubana de 2019 ha priorizado los avances y limitaciones que se operan en la parte doctrinaria o «dogmática» de la nueva Carta Magna. Los estudiosos han destacado la incorporación del lenguaje de los derechos humanos y la supresión de la institucionalidad estatal como marco único de sociabilidad para el ejercicio de las libertades de pensamiento, conciencia, expresión, manifestación, reunión y asociación, aunque en el caso específico de la libertad de prensa hay que decir que persiste la restricción constitucional para medios independientes del Estado.

Quisiera acercarme, por tanto, a la otra zona de la reconstitución cubana: los cambios orgánicos. Es decir, lo vinculado a la reorganización del Poder Ejecutivo de la isla. Mi propósito es inscribir el nuevo formato para el ejercicio de la autoridad central en el rico debate sobre presidencialismo y parlamentarismo que se ha producido en América Latina desde fines del siglo XX. Como se verá a continuación, hay otro objetivo implícito en este ejercicio: contribuir a la conexión de la experiencia cubana con el entorno del nuevo constitucionalismo latinoamericano.

Presidencialismo, parlamentarismo y otras especies

Hace unos 30 años, en medio de las transiciones a la democracia desde diversos regímenes autoritarios que se vivieron en América Latina, algunos teóricos de la política lograron colocar sobre la mesa la alternativa entre presidencialismo y parlamentarismo en las formas de gobierno de la región. A pesar de que desde las primeras décadas republicanas y liberales del siglo XIX, la mayoría de los regímenes latinoamericanos había optado por el presidencialismo, una importante corriente de las ciencias políticas propuso una ruptura con aquella tradición y un avance hacia el parlamentarismo. Por debajo de aquella inclinación actuaba una certeza, bastante cuestionable desde el punto de vista de la historia política, de que el modelo presidencialista era más proclive al caudillismo y el autoritarismo que el parlamentario.

Momento clave del debate fue el coloquio sobre reforma política y estabilidad democrática de 1987, en el Fortín de Santa Rosa, Uruguay, donde se discutieron las tesis de Juan Linz, Dieter Nohlen, Aldo Solari y Giovanni Sartori, entre otros. Desde las posiciones más abiertamente favorables al parlamentarismo europeo hasta las más escépticas, aquel consenso relativo giraba en torno de la necesidad de balancear el poder presidencial con una forma de representación que reforzara el papel de los congresos o que adaptara mejor los sistemas de partidos a legislaturas electoralmente sólidas.

Desde la Constitución nicaragüense de 1987, la brasileña de 1988 y la colombiana de 1991 pudo observarse que aquella apuesta parlamentaria generaba múltiples resistencias. Ya en los 90, la teoría política de la región comenzó a reaccionar contra la transitología académica y a reivindicar las posibilidades de gobernabilidad democrática del presidencialismo. Autores como Luis Sánchez Agesta, Germán Bidart Campos, Antonio Colomer Vidal o Humberto Nogueira Alcalá propusieron diversificar las tipologías del presidencialismo antes que desaconsejar ese tipo de régimen. En México, Jorge Carpizo, un clásico de los estudios presidencialistas e importante funcionario del gobierno de Carlos Salinas de Gortari (secretario de Gobernación y procurador general de la República), reiteró su preferencia por una división de poderes favorable a la rama ejecutiva.

En 1996, cuando el presidente mexicano Ernesto Zedillo emprende la reforma electoral, largamente postergada, una rama de la teoría política –pienso en los estudios de Alonso Lujambio, José Woldenberg, María Amparo Casar e Ignacio Marván– argumentó a favor de un gobierno dividido, donde un jefe de Estado con amplias facultades ejecutivas cohabitara con un Congreso de mayoría opositora. El ejercicio del poder, sin mayorías legislativas hegemónicas, era visto entonces, en México y buena parte de América Latina, como una prueba de la fortaleza del presidencialismo. Sin embargo, en casi todas las constituciones latinoamericanas, a mediados de aquella década, había acuerdo en torno de la idea de que la viabilidad del presidencialismo debía darse acompañada de un impulso a la alternancia en el poder y el control de la reelección.

La nueva fase del constitucionalismo latinoamericano que arranca con la Constitución bolivariana de 1999 no alteró, en lo sustancial, los protocolos básicos de la división de poderes construidos durante las transiciones. Sin embargo, a mediados de la primera década del siglo XXI, en medio de la hegemonía regional de la izquierda bolivariana, aquellos consensos de la transición se vieron rápidamente desestabilizados por la segunda generación del nuevo constitucionalismo latinoamericano. Aunque se mantenía la preferencia por los regímenes presidencialistas y, a la vez, se avanzaba explícitamente hacia una consolidación de los roles de fiscalización parlamentaria del Poder Ejecutivo –juicios políticos, convocatoria a referendos, plebiscitos y otros mecanismos de democracia directa, además de la interrelación entre las cuotas de representación legislativa y las autoridades electorales–, la hegemonía de la izquierda regional, a mediados de la primera década del XX, liderada en buena medida por Hugo Chávez, avanzó hacia un reforzamiento inédito del presidencialismo por medio de la reelección indefinida en algunos gobiernos bolivarianos. La tendencia al reeleccionismo se volvió generalizada en América Latina a mediados de la década pasada, aunque en su versión extrema, la del reeleccionismo indefinido, solo logró concretarse en Venezuela y Nicaragua (y recientemente en Bolivia, de la mano de un fallo del Tribunal Constitucional Plurinacional).

Es interesante analizar la nueva organización del poder central cubano a la luz de ese giro reciente en el constitucionalismo latinoamericano, entre otras cosas, porque el repertorio de alianzas geopolíticas del gobierno de la isla incluye algunos de los regímenes que más claramente han apostado por el reeleccionismo en la región. En ese sentido, lo primero que salta a la vista es que la reestructuración del poder ejecutivo cubano parte de una limitación del mandato presidencial a dos quinquenios, como máximo, que se aparta de esa tendencia regional, y se acerca al modelo de sucesión presidencial con Partido Comunista chino, el único legal en la potencia asiática.

Distribución y concentración del poder

A contracorriente del neopresidencialismo latinoamericano, el nuevo texto de febrero de 2019 en Cuba distribuye el poder central entre varias figuras de peso administrativo: primer secretario del Partido Comunista, presidente de la Asamblea Nacional que es ahora también presidente del Consejo de Estado, primer ministro del gobierno y presidente de la República. De una estructura de poder hiperconcentrada en las figuras de Fidel y Raúl Castro se ha pasado a una ramificación de la autoridad central, que hay que analizar con cuidado. La introducción de la figura del primer ministro, que sustrae potestades administrativas al presidente de la República y al Consejo de Estado, no corresponde a un desplazamiento hacia el semiparlamentarismo, ya que no hay avances mínimos en la profesionalización de los representantes ni un reforzamiento de la autoridad legislativa y electoral de la Asamblea Nacional del Poder Popular.

La elección indirecta del presidente de la República es otra peculiaridad del sistema político de la isla en el contexto latinoamericano. Los códigos electorales predominantes en la región, derivados en su mayoría de los procesos de transición democrática de fines del siglo XX, reafirmaron la elección directa de los mandatarios, aún cuando ampliaran las facultades de los congresos o los grupos parlamentarios en las instituciones nacionales electorales. Tampoco la elección indirecta del poder ejecutivo en Cuba está acompañada de un avance mínimo hacia al semiparlamentarismo en lo concerniente a la normatividad electoral, no solo por la ausencia de un sistema pluripartidista, sino por la falta de competitividad, que impide el debate público entre aspirantes a puestos legislativos o la distinción entre candidatos uninominales y plurinominales.

Al momento del cambio de siglo, en América Latina el orden constitucional se inclinó por las tesis de Scott Mainwaring, Mattew Sobert Shugart y otros autores, que recomendaban solidificar el poder ejecutivo para administrar los conflictos del pluralismo. En las primeras décadas del siglo XXI, a aquel argumento se han sumado otros, relacionados con los nuevos focos de ingobernabilidad: violencia, inseguridad, corrupción, narcotráfico, desigualdad, regionalismo.

Algunos de esos factores se manifiestan también en Cuba, aunque no de una manera tan pronunciada. Eso podría explicar la lógica de la desconcentración del poder ejecutivo, pero uno de los elementos centrales de la defensa del presidencialismo en las décadas de 1980 y 1990, en América Latina, parece perfectamente aplicable a Cuba: la sucesión de poderes, de una autoridad fuertemente simbólica, como la de la generación histórica de los líderes de la Revolución, a una nueva clase política civil, nacida después de 1959. El escenario de la sucesión cubana crea retos similares a los de las transiciones latinoamericanas de fin de siglo.

La nueva estructura del poder ejecutivo podría generar una superposición de roles. La Constitución cubana no especifica cuál es la función del primer secretario del Partido Comunista, pero indica que ese partido único «es la fuerza dirigente superior de la sociedad y el Estado, que organiza y orienta la construcción del socialismo». No es poco. El presidente de la República «representa al Estado y dirige su política general». También «propone, presenta, conoce, otorga, recibe y evalúa» (son los verbos más repetidos en el artículo 128), y ejerce la jefatura suprema de las Fuerzas Armadas. Sin embargo, al presidente del Consejo de Estado, que es a su vez el presidente de la Asamblea Nacional, se le concede la potestad de anular los decretos presidenciales que «contradigan la Constitución y las leyes». Según la Constitución la declaración del «estado de excepción o emergencia» corresponde al Presidente de la República, pero en el artículo 144 (Inciso I) se dice que el primer ministro «puede adoptar de forma excepcional decisiones de tipo ejecutivos-administrativos».

Concluyo sugiriendo que el cambio constitucional que se ha producido en Cuba gravita hacia una dispersión del poder ejecutivo nacional que, sin cierta asimilación de elementos parlamentarios, de autonomización de la sociedad civil o, eventualmente, de pluralismo político, puede ser más conflictivo que armonioso en un escenario, como el que inevitablemente vendrá, de reemplazo generacional de la clase dirigente del país. Un presidencialismo colegiado como el que aspira a construirse en Cuba requiere, para su propia eficacia, de una flexibilidad mayor en las dimensiones del pluralismo político y la competencia electoral.

El avance hacia un esquema de sucesión presidencial, cada dos quinquenios, bajo un Partido Comunista único, como en China, busca una renovación generacional permanente en el máximo liderazgo, que se asegura con el límite de 60 años de edad para ser candidato presidencial en el primer periodo. Eso significaría que en diez años la gran mayoría de la clase política cubana actual quedará fuera del máximo liderazgo del país. Pero como en China, esa renovación generacional en el poder ejecutivo no supone, necesariamente, flexibilización o pluralización ideológica y política, dadas las premisas inamovibles de un Partido Comunista único que apuesta prioritariamente a la continuidad.



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