Chile: el segundo suicidio de la centroizquierda
Nueva Sociedad 274 / Marzo - Abril 2018
La derrota de la centroizquierda chilena y la vuelta al poder de Sebastián Piñera reponen la necesidad de un debate profundo acerca de la coalición que marcó la transición democrática en el país. El programa reformista de Michelle Bachelet –cambio constitucional, reforma impositiva y reforma educativa– perdió impulso en su implementación, y la Nueva Mayoría, heredera de la Concertación, presentó un candidato débil e improvisado, mientras emergía una nueva izquierda que la desafiaba. La experiencia chilena muestra, en todo caso, problemas de los progresismos a escala global, en un contexto latinoamericano incierto y marcado por reemergencias conservadoras.
La centroizquierda chilena ha sufrido una dura derrota. Con seguridad, la más profunda y dolorosa de una historia larga que arranca a mediados de la década de 1980. La Concertación de Partidos por la Democracia que se organiza para enfrentar la dictadura de Augusto Pinochet es por lejos la coalición política más longeva de la historia de Chile. Supera incluso a los gobiernos del Frente Popular1 que, a imagen de Francia y España, encabezaron los destinos del país hasta su derrota en 1952 a manos del general Carlos Ibáñez del Campo, un caudillo populista que ya había gobernado de manera dictatorial entre 1927 y 1931.En la segunda vuelta de la elección celebrada en diciembre de 2017, Sebastián Piñera obtuvo cerca de 55% de los votos, con lo que superó ampliamente a Alejandro Guillier, el candidato de la coalición oficialista Nueva Mayoría. Este es el mejor resultado obtenido por las fuerzas de derecha en cerca de un siglo de vida republicana. Allí donde se preveía un resultado estrecho, la gran movilización del electorado de derecha hizo posible un triunfo indiscutido a partir del 36,6% obtenido por el empresario y ex-presidente en la primera vuelta. Este resultado parecía dejar al descubierto las debilidades de la candidatura de derecha ya que, sumados, los candidatos del centro y la izquierda (Guillier, Beatriz Sánchez, Carolina Goic, Marco Enríquez-Ominami y Alejando Navarro) alcanzaron más de 54%. Estos números dieron por un momento la sensación de que el triunfo de Piñera no era inevitable y de que podía ser derrotado en el balotaje. Todo dependía de la capacidad de reunificación de las fuerzas hasta entonces oficialistas. Pero, como se sabe, la política no tiene demasiado que ver con la aritmética. En la segunda vuelta, Guillier, que había obtenido apenas 22,7% en el primer turno, alcanzó solo 45,4%. Uno de cada tres electores de la nueva izquierda articulada en torno del Frente Amplio votó por Piñera en segunda vuelta, y algo parecido ocurrió con la votación de Enríquez-Ominami, mientras que en el caso de Goic, la candidata de la Democracia Cristiana (dc), se estima que tres de cada cuatro lo hicieron por Piñera. Es claro que un frente unido del centro y la izquierda desde el inicio del proceso habría hecho posible un mejor resultado, e incluso, ¿por qué no?, una victoria. Predominó sin embargo la dispersión. Fue una especie de suicidio cuyo resultado era previsible. Lo patológico del caso es que algo muy semejante había ocurrido en las elecciones presidenciales de 2009. Entonces, la suma de la votación del centro y la izquierda (Eduardo Frei, Enríquez-Ominami y Jorge Arrate) alcanzó el 55%. Sin embargo, por un estrecho margen se impuso Piñera en la segunda vuelta. La de 2017 es una historia que se repite, un segundo suicidio en beneficio, en ambos casos, del mismo candidato: Piñera. La derecha vuelve a gobernar Chile. El anterior gobierno de Piñera pasó en verdad sin grandes penas, pero también sin mucha gloria. Para importantes sectores de derecha fue una decepción, a punto tal que algunos lo consideraron despectivamente como una especie de «quinto» gobierno de la Concertación, luego de los de Patricio Aylwin, Eduardo Frei, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet. Para la izquierda fue una sorpresa constatar que un gobierno de derecha no arrasaba con las conquistas sociales alcanzadas en democracia y que era incluso capaz de avanzar en algunas de ellas, como la extensión del post-natal a seis meses o la eliminación del 7% de cotización de salud para los jubilados, medidas ambas muy demandadas por la ciudadanía que los anteriores gobiernos no habían querido satisfacer argumentando su alto impacto presupuestario. Las condiciones actuales son muy distintas. Por un lado, la derecha está mucho más unida y motivada y el liderazgo de Piñera es más sólido e indiscutido. Por la otra, la tradicional dc enfrenta una crisis muy severa luego de sus magros resultados en la elección presidencial (5,8%) y parlamentaria (bajó de 21 a 14 diputados en una Cámara que aumentó de 120 a 155 diputados). Por su lado, la izquierda es una especie de archipiélago en el que predominan las divisiones. La gran novedad de esta elección es la irrupción del llamado Frente Amplio que, contra todo pronóstico, obtuvo con su candidata Beatriz Sánchez más de 20% en la presidencial y consiguió elegir a 20 diputados y un senador. El fenómeno del Frente Amplio tiene muchas similitudes con el movimiento Podemos de España. Tanto en este último país como en Chile, surge desde la movilización social una nueva fuerza como respuesta a las graves insuficiencias de los partidos tradicionales de la izquierda y cuyo principal objetivo es desplazar a estos para ocupar ese lugar.
El triunfo de Piñera ha sido jubilosamente saludado por las fuerzas conservadoras de América Latina. Como era de esperar, se presenta como la confirmación del denominado «fin del ciclo» de los gobiernos progresistas que surgieron principalmente en América del Sur. Como lo hemos puesto de manifiesto en un libro reciente2, la teoría del ciclo tiene mucho de publicitario y debe todavía pasar la prueba de las elecciones presidenciales que tendrán lugar en 2018 en los países más grandes de la región (Venezuela, Colombia, México y Brasil). Hay que tener presente además que los principales aliados de Piñera, Mauricio Macri en Argentina y Pedro Pablo Kuczynski en Perú, están decepcionando respecto a las ilusiones de progreso que en su inicio despertaron. El caso de Kuczynski es especialmente dramático, dada su posición minoritaria en el Congreso, que lo tuvo y lo mantiene al borde de la destitución. De este modo, el entorno político regional puede ser menos favorable de lo que la derecha chilena en su momento estimó. Tiene a su favor, en cambio, la coyuntura económica internacional marcada por un crecimiento muy robusto de China, una buena performance de Estados Unidos y un mejor desempeño de Europa, de lo que resulta un alza importante en el precio de las materias primas, en especial del cobre, el principal componente de las exportaciones chilenas.En este cuadro, la derecha chilena derrocha entusiasmo. Piñera habla de un ciclo que debiera prolongarse por al menos dos periodos de gobierno (8 años), mientras que los más optimistas hablan incluso de 12 años. En los tiempos actuales de alta volatilidad, esos pronósticos deben ser tomados como simples declaraciones de intenciones. Sin embargo, en el caso de Chile, dada la crisis profunda del centro y la izquierda, no es descabellado pensar que la derecha tenga esta vez capacidad para asegurar su sucesión en un nuevo periodo presidencial a partir de 2022. Esta vez, la ausencia de una figura de gran popularidad como la que representaba la ex-presidenta Bachelet hace mucho más hipotético un retorno pronto al gobierno por parte de estas fuerzas.
Muchas preguntas y pocas respuestas
¿Será, entonces, este segundo gobierno de Piñera un nuevo paréntesis propio de la alternancia o el inicio de un ciclo más o menos largo de predominio conservador? La pregunta está planteada. Piñera no asumió el riesgo de una nueva candidatura presidencial para simplemente marcar el paso. Tiene una ambición mayor: refundar una derecha democrática que deje atrás la herencia pinochetista3. Es claro que intentará hacerlo, aunque no es evidente que lo consiga. En el interior de la coalición que lo apoya, Chile Vamos, coexisten fuerzas que operan en sentidos divergentes. Tanto en la Unión Democrática Independiente (udi) como en Renovación Nacional (rn), hay pugnas entre sectores conservadores y otros más liberales encabezados por una nueva generación de dirigentes. Recientemente se creó un nuevo partido, Evolución Política (Evópoli), que busca liderar la renovación de la derecha y que, siendo todavía pequeño, obtuvo buenos resultados en la última elección parlamentaria, con dos senadores y seis diputados electos. El desenlace de ese conflicto dentro del gobierno de Piñera y de la coalición que lo sustenta será determinante en la proyección futura de la derecha chilena. El abandono de las políticas económicas ortodoxas clásicas basadas en el «derrame» (trickle down) puede abrir paso a un ciclo largo de gobiernos de derecha. Por el contrario, una gestión gubernamental típicamente conservadora en lo político y en el terreno de los valores, y neoliberal en el campo económico-social, puede ser más fácil de derrotar en las presidenciales de 2021. Todo dependerá también de la capacidad de recomposición de las fuerzas de centro y de izquierda, hoy duramente golpeadas por esta nueva derrota y traumatizadas frente a la obligación de emprender una travesía por el desierto que se anuncia larga.
La derrota de 2009 obligó a la Concertación de la época a una reflexión profunda acerca de sus causas. Así como se había ahogado el debate de finales de los 90 entre «autoflagelantes» y «autocomplacientes», tal como los denominó entonces la prensa4, se escamoteó también en ese entonces un examen a fondo de los factores de la permanente decadencia de la coalición de centroizquierda. La razón electoral estuvo detrás de ese bloqueo. En efecto, a poco andar la dirigencia concertacionista advirtió que existía la posibilidad de volver rápidamente al poder en brazos de la gran popularidad alcanzada por la ex-presidenta Bachelet. Desde el punto de vista electoral, la estrategia fue magistral. Bachelet, instalada en Nueva York al frente de onu Mujeres, disponía de una excelente tribuna para mantenerse vigente sin correr los riesgos propios de una refriega doméstica. El necesario debate debía congelarse. El regreso triunfal de Bachelet requería de una coalición ordenada, a la cual se agregó sin grandes exigencias el Partido Comunista, el gran excluido de la esfera institucional desde 1990. El precio pagado por los partidos para hacer posible su regreso al poder fue, sin embargo, enorme, y tuvo algo de vergonzoso: la subordinación completa a la autoridad de la segura futura presidenta.
Bachelet se impuso en la elección presidencial de 2013 de manera apabullante. Aunque obligada a una segunda vuelta, la ex-presidenta la ganó con 62,16%, porcentaje inédito en la historia electoral chilena, y dispuso por primera vez, desde el inicio de la transición, de mayoría en ambas cámaras. Su programa representaba un cierto quiebre con los anteriores gobiernos de la Concertación, incluido su primer periodo (2006- 2010). Esta vez, las grandes movilizaciones, en especial las de 2011, habían conseguido modificar la agenda nacional, y el programa de Bachelet asumió las reivindicaciones de la calle y definió como su columna vertebral tres grandes reformas: constitucional, tributaria y educacional.
La secuencia de las reformas fue, no obstante, extraña. A la nueva Constitución, la madre de todas las reformas, se la dejó para el final. Se dio incluso el absurdo de que la reforma tributaria y la educacional debieron acomodarse a la Constitución que se trataba justamente de modificar. La reforma tributaria fue aprobada con grandes modificaciones respecto del diseño original a finales de 2014. Los resultados de la negociación parlamentaria condujeron a un sistema híbrido extremadamente engorroso, que a poco andar debió ser modificado. La reforma educacional será sin duda el principal legado del segundo gobierno de Bachelet, en particular la gratuidad para el 60% más pobre de los estudiantes en la educación superior. En materia constitucional, los avances fueron muy menores.
Las razones de la derrota
Ampliamente populares durante la campaña presidencial de 2013, las reformas fueron perdiendo apoyo ciudadano en la medida en que se entraba en un debate más pormenorizado. Los grandes titulares perdían relevancia frente a una ingeniería de detalle marcada por la improvisación. Aunque el grueso del incremento de la recaudación de la reforma tributaria provino de los sectores de más altos ingresos, el aumento del impuesto a los combustibles, los alcoholes y el tabaco impactó también en los más pobres. La idea de que con la reforma se trataba de hacer pagar a los que más tenían se diluyó, y a poco andar se constituyó una mayoría más bien crítica. De manera aún más aguda, lo mismo ocurrió con la reforma educacional. Llegó incluso un momento en que la reforma había logrado concitar el rechazo de todos los actores del sistema: profesores, estudiantes y apoderados.
Un recurso obvio para explicar la derrota consiste en endosar lo esencial de la responsabilidad a las insuficiencias de la gestión gubernamental. Se trata ciertamente de un factor importante, pero no es el único ni el más determinante. Mal que mal, hubo un segundo gobierno de Bachelet porque así lo determinaron los partidos que conformaron la Nueva Mayoría. Su responsabilidad es, en consecuencia, mayor e ineludible. La lista de las razones de la derrota es larga. Se trata además de un hecho muy reciente. Las explicaciones tienen todavía que decantarse. En todo caso, la línea argumental pasa por lo que Manuel A. Garretón ha denominado la «gran ruptura»6. Para bien y para mal, la institucionalidad política que se construyó a lo largo de más de dos décadas de iniciada la transición es obra de la Concertación. La historia de este periodo no termina de escribirse. El proceso chileno tiene particularidades que no se encuentran en otras transiciones de la dictadura a la democracia; se trata de una transición mal pactada, que les permitió a la derecha y a las Fuerzas Armadas ejercer una influencia completamente desmedida7. Aunque fueron desalojadas del poder, las Fuerzas Armadas y de orden han mantenido una gran autonomía, que es por lo demás lo que explica los grandes escándalos financieros en los que están comprometidos actualmente el Ejército y el Cuerpo de Carabineros.
El hecho esencial es que, una a una, las principales bases sociales de la Concertación y luego de la Nueva Mayoría fueron abandonando el apoyo que inicialmente le habían brindado. El movimiento sindical, protagonista de las luchas democráticas de mediados de los años 80, fue distanciándose poco a poco de una coalición que privilegió el diálogo y el entendimiento con el mundo empresarial. El movimiento estudiantil no encontró tampoco un espacio de interlocución fluida con los gobiernos de centroizquierda, a punto tal que la primera de las grandes movilizaciones estudiantiles, la de los «pingüinos» de la educación secundaria, tuvo lugar en 2006 en el inicio del primer gobierno de Bachelet. Otro tanto ocurrió con los maestros, el principal sindicato del país, los trabajadores de la administración pública y suma y sigue.
Al mismo tiempo, el notable dinamismo de la economía chilena hizo posible una gran disminución de la pobreza. De más de 40% al término de la dictadura, la pobreza disminuyó a poco más de 10% en la actualidad. Como consecuencia de este proceso, emergieron nuevos sectores medios, altamente demandantes, formados en una cultura esencialmente individualista en virtud de la cual todo lo que han logrado es el producto de su esfuerzo y todas las dificultades que enfrentan para mantener su posición y no volver a la pobreza son responsabilidad del sistema político.
En este sentido, la centroizquierda es de alguna forma víctima de sus propias realizaciones. Su gran éxito en la lucha contra la pobreza hizo posible el surgimiento de sectores que finalmente terminaron dándole la espalda. Las apelaciones a los grandes temas de la transición, los derechos humanos, la libertad, la democracia o la equidad terminaron siendo menos decisivas que los discursos del crecimiento, el empleo y la mano dura frente a la delincuencia. Se trata de un libreto conocido que en Chile, ampliamente orquestado por los principales medios, hizo posible el nuevo triunfo de Piñera. A fin de cuentas, y esto es lo más delicado, se trata de una derrota cultural de las fuerzas progresistas. Pero en este contexto intervienen además otros factores que contribuyen a explicar la derrota. Entre los más evidentes, cabe destacar la fatiga y el empobrecimiento ideológicos de los partidos, la erosión de los liderazgos históricos y la mala campaña de Guillier, candidato más bien improvisado que no fue capaz de reanimar a una fuerza de centroizquierda dividida y poco motivada.
Las tareas del progresismo
El debate sobre las causas del triunfo de la derecha recién comienza. Será largo, turbulento y doloroso. Las responsabilidades son ampliamente compartidas. Los que nos situamos del lado de la reflexión autocrítica de la Concertación y del proceso de transición no asumimos con la fuerza que correspondía la defensa de sus importantes logros, en condiciones por lo demás extremadamente difíciles. Inversamente, quienes no quisieron reparar en las enormes insuficiencias del proceso no hicieron posible la generación de un debate que permitiera la necesaria rectificación. Por razones subalternas, este debate se silenció8 y las posiciones más conservadoras dentro de la coalición se impusieron por la vía de los hechos.
La confluencia entre el centro y la izquierda, expresada en la alianza entre la dc y el Partido Socialista (ps), había sido crucial para enfrentar y derrotar a Pinochet. En torno de ese eje se constituyó la Concertación. Una alianza pensada inicialmente para abrir paso a la democracia y constituir un gobierno de transición terminó transformada en una coalición que le dio gobiernos a Chile durante 20 años consecutivos. Nadie, ni el más optimista, imaginó que algo así podía suceder. Sin embargo, el gran consenso en torno de la necesidad de terminar con la dictadura se fue diluyendo a medida que la democratización avanzaba y la figura de Pinochet se eclipsaba hasta terminar en el más bajo fondo de la historia, acusado de graves atropellos a los derechos humanos y, lo que era más grave aún para muchos chilenos, de ser culpable de apropiación indebida de enormes recursos públicos.
La causa de la democracia era un gran factor de unidad. Por el contrario, las tareas del desarrollo abrían paso a múltiples divergencias. La Concertación logró sobrevivir generando un sistema de vetos cruzados en virtud del cual se iban dejando fuera de la acción gubernamental todas aquellas propuestas que producían grandes divisiones. El mínimo común denominador se fue haciendo cada vez más exiguo. La capacidad de transformación de la Concertación se fue agotando. En este cuadro se produjo su primera derrota en 2009. Como se sabe, transformada en Nueva Mayoría con la inclusión del Partido Comunista, la centroizquierda volvió al poder en 2014. Bachelet hizo un esfuerzo por abrir un nuevo ciclo de reformas profundas. Sin embargo, la coalición que en un primer momento se subordinó a la candidata presidencial, por razones de conveniencia electoral, comenzó a mostrar discrepancias cada vez más profundas a medida que el gobierno ponía en práctica su programa. La historia del segundo gobierno de Bachelet es en gran parte la historia de las discrepancias crecientes en su interior, protagonizadas en la mayoría de los casos por la dirigencia de la dc. Estas divisiones jugaron un papel importante en la derrota de 2017. El hecho de que la dc decidiera excluirse de las elecciones primarias y levantar una candidatura propia hizo aún más fácil el camino por el cual avanzó la derecha encabezada por Piñera.
La lógica de funcionamiento de la Concertación llevó a que el entendimiento entre el centro y la izquierda derivara en una especie de fuerza única de «centroizquierda». A la postre, el resultado fue fatal. Tratando de asimilarse a la izquierda, la dc se fue desangrando por su costado derecho. Al mismo tiempo, la izquierda, tratando de salvaguardar la alianza con la dc, fue desangrándose por su flanco izquierdo. Así, como quedó en evidencia en las últimas elecciones, la Nueva Mayoría perdió su condición de tal y se abrió un nuevo periodo. Cada fuerza está ahora obligada a ver de qué manera reconstruye su identidad. La situación de la dc es la más compleja. De partido eje de la política chilena respaldado por cerca de un tercio del electorado, ha pasado a ser una fuerza de 10%. Su futuro está en cuestión. Ronda en su interior el fantasma de su gran referente, el Partido Demócrata Cristiano italiano, que terminó estallando en múltiples fragmentos. La izquierda tiene a su vez la obligación de hacer las cuentas consigo misma. Su existencia no está amenazada. Su papel preciso en la construcción del futuro aparece, por el contrario, mucho más difuso. ¿Será una fuerza de vanguardia que se pondrá a la cabeza de los cambios que trae consigo el advenimiento de una nueva época de grandes avances tecnológicos? ¿O será más bien una fuerza de retaguardia, que trate de resistir los efectos de los vientos de la historia? Ese es, sin duda, un gran debate, no saldado por la izquierda a escala global. En este sentido, la discusión chilena es parte de un debate mucho más amplio. Todo o casi todo está en cuestión. Es evidente que es necesario actualizar las propuestas poniéndolas a tono con las coordenadas mayores del siglo xxi, la democracia, la globalización y la economía de mercado. ¿Eso debe hacerse como izquierda, como socialdemocracia reinventada o simplemente como progresismo? Desde la izquierda, sostengo que son de derecha todos los que afirman que el eje derecha-izquierda ha perdido significación. Pero es necesario reconocer, sin embargo, los grandes límites de la izquierda para dar cuenta de todos los desafíos que el siglo xxi nos plantea. La lucha por la igualdad, la gran bandera de la izquierda, mantiene toda su actualidad, pero al mismo tiempo han surgido nuevos desafíos frente a los cuales las izquierdas tradicionales no tienen gran capacidad de respuesta. Más aún, la práctica de la izquierda es en muchos sentidos opuesta al gran desafío de la profundización de la democracia. Su tradición productivista choca con el imperativo de un desarrollo sustentable. El machismo típico de las izquierdas tradicionales colisiona con las demandas de igualdad de género, y su tradicional estatismo se acomoda mal con las nuevas realidades en materia de innovación y emprendimiento. A falta de un mejor término, progresismo parece ser la categoría más inclusiva. Es ciertamente ambigua y, como dicen algunos, «da para todo». Esa es precisamente su virtud frente a una izquierda que, a pesar de su coraje y aporte histórico, «da para poco».
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1.
Coalición constituida por socialistas, comunistas y radicales que ganó la elección presidencial de 1938 con Pedro Aguirre Cerda como candidato.
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2.
C. Ominami: Claroscuro de los gobiernos progresistas. América del Sur: ¿fin de un ciclo histórico o proceso abierto?, Catalonia, Santiago de Chile, 2017.
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3.
C. Ominami: «Obras son amores…» en La Tercera, 3/2/2018.
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4.
C. Ominami: El debate silenciado, IOM, Santiago de Chile, 2009.
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6.
M.A. Garretón: La gran ruptura. Institucionalidad política y actores sociales en el Chile del siglo XXI, IOM, Santiago de Chile, 2016.
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7.
C. Ominami: Los secretos de la Concertación, Planeta, Santiago de Chile, 2011.
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8.
Ibíd.