Brasil vive momentos
críticos. Hace unas semanas la cámara de diputados aprobó dar
inicio al proceso de juicio político a la presidenta Dilma Rousseff
y el jueves 12 de mayo el senado refrendó la medida, lo cual
significó la inmediata suspensión de la mandataria hasta que se
defina su destino político. De todas formas, todo indica que en seis
meses Rousseff no volverá al Planalto: 55 senadores votaron por
iniciar el impeachment
y para su remoción se necesitarán 54 votos en la cámara alta.
Por su parte, el ex
vicepresidente y hoy jefe de Estado, Michel Temer, está dando
señales de que su gobierno pretende trascender el interinato y
completar el mandato hasta 2018. En su primer discurso con el traje
de presidente, el líder del Partido del Movimiento Democrático
Brasileño (PMDB) manifestó la «urgencia de pacificar la nación,
unificar el país y constituir un gobierno de salvación nacional».
Una gran coalición partidaria, los principales resortes del poder
económico y político y una considerable parte de la ciudadanía
parecen estar dispuestos a otorgarle una luna de miel.
En este marco, la
destitución de Rousseff no solo implicaría eyectar del gobierno al
Partidos de los Trabajadores (PT), sino que además significaría
redefinir los principales lineamientos de política exterior luego de
13 años. A esta altura no sorprende afirmar que por su peso
específico cualquier cimbronazo en Brasil termina afectando a toda
la región. En este sentido, tomando la conocida metáfora puede
decirse que Brasil es un elefante, y Sudamérica, un bazar. Es decir,
cualquiera de los escenarios que puede resultar del proceso de
impeachment
tendrá, sin dudas, un impacto significativo sobre los procesos de
integración y cooperación en Sudamérica. Dado este complejo
panorama, intentaremos trazar algunas perspectivas de hacia dónde
parece ir el gobierno de Temer en materia de política exterior y
cómo esto puede impactar en el ámbito de la integración y la
cooperación regional.
Pero primero veamos
el mapa de posiciones que se vino delineando en los últimos años.
Como señala la politóloga e historiadora Miriam Gomes Saraiva, la
llegada de Luiz Inácio «Lula» da Silva a la presidencia en 2003
significó, en términos de política exterior, una continuidad con
discontinuidades. Y uno de los cambios más notorios fue el ascenso
de los sectores autonomistas dentro de ItamaratyMiriam
Gomes Saraiva: «Brazilian foreign policy towards South America
during the Lula Administration: caught between South America and
MERCOSUR», en Revista
Brasileira de Política Internacional
vol. 53, 2010.
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1.
Así, en los últimos años convivieron en la clase dirigente
brasileña tres perspectivas de política exterior: la primera de
ellas coloca a Sudamérica como el espacio geopolítico fundamental
del esquema de inserción internacional (Lula, el ex canciller Celso
Amorim o el asesor Marco Aurelio García son algunas de las figuras
más representativas de esta visión). La segunda perspectiva –al
igual que sucede hoy en Argentina– propone un mayor acercamiento
con los países del Norte occidental –especialmente con Estados
Unidos y Europa– y una impronta «aperturista» de los esquemas
regionales, a tono con la Alianza del Pacífico y los mega acuerdos
interregionales de comercio (el PMDB encabezado por Temer, el Partido
de la Social Democracia Brasileña, y la Federación de Industrias
del Estado de San Pablo son algunos de los que expresan esta
postura). Finalmente, el tercer enfoque propone profundizar la
cooperación con los países sudamericanos pero con la idea que
Brasil debe asumir, sobre todo, un protagonismo internacional a
través de los BRICS. Esta última posición estuvo presente en la
era Lula y cobró mayor énfasis durante el gobierno de Dilma,
especialmente en su primer mandato.
Lo cierto es que,
más allá de las convulsiones políticas de estos meses, desde hace
un tiempo considerable que la crisis viene repercutiendo en la
política externa del gigante sudamericano. En primer lugar, porque
las crisis obligan a los gobiernos a redistribuir los esfuerzos y a
menudo esto implica bajar el perfil internacional. Ello se observa en
el repliegue de las principales espadas del Estado brasileño
destinadas a aumentar la influencia en la región –Petrobras y el
Banco Nacional de Desarrollo (BNDES)– así como en la pérdida de
competitividad de las grandes empresas industriales –Odebrecht,
Camargo Correa, Vale o JBS– producto de la falta de crédito y la
paralización de contratos públicos. Además, es difícil que la
debilidad interna no se traduzca en debilidad externa. En este
sentido, hoy en día resulta impensable que un gobierno brasileño
pudiera impulsar la creación de nuevas instancias regionales –como
fue el caso de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y Consejo
de Defensa Suramericano–; confrontar con Estados Unidos –como hizo
cuando Edward Snowden reveló que Washington espiaba al gobierno de
Rousseff– o que intente terciar en Medio Oriente, como en la
ocasión en que se ofreció como, junto a Turquía, como mediador
ante a Irán y su política nuclear.
Pero la crisis
brasileña tiene un condimento distintivo. El peso de político,
económico y militar de Brasil hace que, por acción u omisión, los
vaivenes de política interna y externa incidan directamente en las
dinámicas de conflicto y cooperación regional. Además de afectar
seriamente la balanza comercial de los países vecinos, producto de
la contracción del mercado interno, la destitución de un presidente
por un delito inexistente –haber «maquillado» la cuentas
públicas– establecería un riesgoso antecedente político para la
región, que superaría con creces a las destituciones presidenciales
en Honduras o Paraguay. Pero, sobre todo, la crisis está generando
una situación novedosa: la dinámica política brasileña se
polarizó de tal forma que produjo una grieta externa, forzando a los
países de la región a tomar partido a favor o en contra del nuevo
gobierno. Más que acercar posiciones –como supo hacer con
bolivarianos y neoliberales o con izquierdas y derechas– hoy en día
Brasil fomenta controversias más allá de sus fronteras, algo que
Lula en su afán de convertir a Brasil en un líder regional, siempre
había intentado evitar.
En su primera
alocución como presidente, Temer expresó «que es preciso rescatar
la credibilidad de Brasil en el ámbito internacional»André Ítalo Rocha, Mateus Fagundes y Suzana Inhesta: «‘Não
podemos mais falar em crise’, diz Temer em primeiro discurso», en O
Estado de S. Paulo,
12/5/2016.
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2.
¿Qué puede esperarse del nuevo gobierno en materia de política
exterior? Como primera respuesta tentativa, no caben dudas que Temer
impulsará modificaciones sustanciales enla forma en que Brasil se
proyecta más allá de sus fronteras. Para entender este nuevo rumbo
resulta útil retrotraerse a octubre de 2015, cuando el PMDB elaboró
un diagnóstico sobre la crisis brasileña. Denominado «Uma ponte
para o futuro», el documento afirma la necesidad de insertar
plenamente a la economía brasileña en el comercio internacional,
mediante una mayor apertura comercial y la concreción de acuerdos
regionales de comercio con todas las zonas relevantes –Estados
Unidos, Unión Europea y Asia–. Y agrega que esos acuerdos deben
hacer con el Mercosur o sin el Mercosur
«Uma
ponte para o futuro», PMDB-Fundação Ulysses Guimarães,
Brasília,
29/10/2015.'" @mouseleave="opened=false;footnote=''" >3.
Es decir, en
sintonía con la segunda corriente de política exterior trazada
previamente, cabe esperar que la nueva gestión abandone cualquier
tipo de rispidez con Estados Unidos, se aleje de Sudamérica y adopte
un modelo de inserción internacional que prioriza al mercado
internacional por sobre el regional a través de negociaciones
múltiples en variadas velocidades. El acuerdo de libre comercio
Mercosur-Unión Europea parece ser el objetivo más cercano de esta
estrategia. No por nada el canciller Uruguayo, Rodolfo Nin Novoa,
expresó tras la votación del senado que «la situación política
de Brasil puede tener algún efecto de cambio en la negociación
entre ambos bloques»«¿Qué
dijeron la Argentina, EE.UU. y otros gobiernos y organismos sobre la
salida de Dilma Rousseff?» en
La Nación, 12/5/2016.
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4.
Incluso un coqueteo con el Acuerdo Transpacífico de Cooperación
Económica (TPP) o con el
Acuerdo
de Comercio de Servicios (TISA) podrían entrar en el nuevo menú de
opciones internacionales.
Sumado a lo
anterior, la decisión de convocar a José Serra –referente del
PSDB y candidato a presidente en 2002 y 2010– para comandar la
diplomacia brasileña en esta nueva etapa es otro indicio del viraje
en curso. En efecto, el nombramiento de Serra puede leerse como que
Itamaraty –quien suele preferir tener un canciller «de la casa»–
está cabalmente alineado con el nuevo gobierno; o que el PMDB
necesita de una figura con peso político para legitimar su gobierno
en el exterior. Pero sobre todo, el nombramiento de Serra representa
un avance hacia la flexibilización del Mercosur, un acercamiento
hacia la Alianza del Pacífico y un debilitamiento de la cooperación
Sur-Sur. Entre tantos exabruptos, Serra llegaría a calificar al
Mercosur como un «delirio megalómano», como «un escenario para
aparentar que el presidente está trabajando» y como «la causa
principal de la parálisis comercial brasileña».
El viraje de la
política brasileña y su impacto en las instancias regionales debe
también encuadrarse dentro de lo que está sucediendo en América
Latina. La llegada de Mauricio Macri a la presidencia en Argentina,
sumada a las dificultades que atraviesan los gobiernos de Rafael
Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia y Nicolás Maduro en
Venezuela y al reacercamiento de México hacia Sudamérica están
corriendo el eje de la integración hacia el Pacífico. En ese marco,
sea por factores ideológicos (privilegiar los vínculos con Europa y
Estados Unidos), por razones políticas (diferenciarse del gobierno
petista) o por motivaciones económicas (favorecer a los sectores
competitivos más allá de la región) es más que probable que el
gobierno encabezado por el PMDB reduzca la participación brasileña
en los bloques regionales. A esta contracción contribuiría, además,
la necesidad de Temer de reforzar el frente interno ante los
escándalos de corrupción que involucran a casi todos los jerarcas
de su partido. El riesgo para los procesos regionales como el
Mercosur o la Unasur es, entonces, el de una ralentización
deliberada o, en una visión más pesimista, el de una parálisis.
Finalmente, hay dos
escenarios con remotas chances de suceder, pero que pueden ser
mencionados. El primero de ellos es que Dilma salga airosa del
impeachment
y logre quedarse al frente del Planalto. El segundo, que los
presidentes de la región concluyan que hay una interrupción del
orden democrático y que, al igual que sucedió con Paraguay en 2012,
se decida la suspensión de Brasil de la Unasur y/o el Mercosur. El
primer escenario parece ser el de menor impacto negativo sobre la
integración y la cooperación regional, pero aun así tiene sus
complejidades. La crisis económica, la imagen negativa de Rousseff y
la minoría de su partido en el Congreso son variables que
seguramente vayan a perdurar por más que el PT continúe en el
gobierno. Es decir, para el resto de los países de la región
seguirá habiendo un gobierno débil, lo cual dificulta la concreción
de iniciativas a mediano plazo. En caso de una suspensión temporaria
de Brasil, la ausencia del país más grande de la región dejaría
huérfano al proyecto regional más importante de la última década
–la Unasur– y acarrearía un bloqueo de muchas de las iniciativas
en curso. Por ejemplo, la fabricación conjunta de un avión militar
de entrenamiento sudamericano que se está llevando a cabo resultaría
imposible sin la presencia del entramado industrial brasileño.
En suma, el juego y
las posibilidades de torcer el rumbo en Brasil y la región parecen
estar acotándose. Es probable que sea poco lo que pueda hacer el
resto de los países sudamericanos para definir la suerte del
gobierno brasileño. La amenaza de una eventual sanción o un apoyo a
un gobierno encabezado por Temer no parecen ser variables que puedan
torcer el rumbo político. Por el contrario, lo más factible es que
los movimientos del gigante sudamericano repercutan con fuerza más
allá de sus fronteras. En definitiva, ningún proceso de integración
regional está seguro frente a golpes de elefante.