Opinión
abril 2021

AMLO, inamovible

El presidente mexicano, que asumió el poder en diciembre de 2018 impulsa la denominada «Cuarta transformación» de la historia mexicana y continúa condenando al neoliberalismo. Si bien su gobierno no logra construir una alternativa eficaz, el apoyo social que concita parece inalterable.

<p>AMLO, inamovible</p>

Cuando Andrés Manuel López Obrador (AMLO) fue electo presidente de México en 2018, prometió un gobierno en el que «por el bien de todos» irían «primero los pobres». Se comprometió a poner fin al neoliberalismo y a la desigualdad, violencia y corrupción que le han sido consustanciales. Después de más de dos años en el poder, AMLO continúa retóricamente comprometido con un ideal de igualdad. Sin embargo, persigue dicho objetivo a través de un conjunto de ideas fijas y no ha sabido adaptarse a los nuevos retos. Su inflexibilidad amenaza con socavar la promesa que representó su elección.

El modo en que su gobierno manejó la crisis del coronavirus es sintomático de ese problema. Cuando los casos de covid-19 comenzaron a aparecer en México la primavera pasada, la respuesta de AMLO rozó la negación. Es cierto que implementar un confinamiento estricto habría resultado difícil en un país donde la mayoría de la población vive del trabajo informal. «No puedo dejar de trabajar», comentó a periodistas un vendedor de hamburguesas. «Si no vendo, no como. Así de simple». No obstante, el hecho de que AMLO mantuviera sus actividades demostró lo poco que le preocupaba la propagación del virus. Al comienzo, no modificó su práctica habitual de viajar por el país, lo cual lo puso en contacto con miles de sus seguidores. También divulgó desinformación que pudo haber costado vidas. A fines de marzo, durante una de sus conferencias diarias matutinas, sacó a relucir un par de «amuletos» y dijo que lo protegerían a él y al país de la pandemia. Incluso después de haberse contagiado y recuperado de covid-19 a principios de 2021, AMLO decidió no utilizar mascarilla en público.

A medida que el número de casos iba en aumento, el gobierno suspendió las grandes reuniones públicas y las clases presenciales, pero evitó imponer un confinamiento obligatorio. Los incoherentes anuncios gubernamentales fomentaron restricciones voluntarias, pidiendo a los mexicanos mantener una distancia social segura. Si bien muchas personas no tuvieron más opción que continuar trabajando fuera de sus hogares para sobrevivir, México experimentó una reducción de 8,5% de su PIB en 2020, su peor contracción económica en casi 90 años.

La asistencia financiera directa ha sido mínima en virtud del compromiso de «austeridad republicana» asumido por AMLO. Los grandes empresarios, anunció, habían evadido impuestos y entonces no merecían apoyo: «Nada de rescates al estilo del periodo neoliberal». Aun así, el gobierno de AMLO también brindó poca ayuda a la gente común. Se distribuyeron inicialmente algunas prestaciones, pero no hubo un esfuerzo a gran escala para brindar un seguro de desempleo o ingreso básico a los millones de personas que se encontraron sin trabajo. El paquete mexicano de ayuda económica por el coronavirus es uno de los menos generosos del mundo: menos de 1% del PIB. La cifra se ve empequeñecida por las políticas de asistencia de otros países latinoamericanos: los paquetes de ayuda de Chile y Brasil, por ejemplo, representaron casi 8% del PIB.

El coronavirus ha devastado a México. En septiembre de 2020, AMLO predijo que lo peor ya había pasado. Pero a fines de 2020, los casos se dispararon y alcanzaron un pico a finales de enero de ese año. Emergió un mercado negro de tanques de oxígeno para aquellos que intentaban cuidar de familiares enfermos que no querían o no podían acceder a los hospitales públicos. Según datos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), entre 32 y 85 millones de mexicanos contrajeron el virus (en un país con casi 130 millones de habitantes). México tiene el índice de testeos más bajo de las Américas y la tasa de positividad más elevada. Hacia fines de abril, el gobierno informó aproximadamente 212.000 muertes por covid-19. Con la décima población mundial, el país se ubicó tercero en número de muertes a escala mundial, solo por debajo de Estados Unidos y Brasil. Pero el «exceso de muertes» revela, comparado con años anteriores, que las cifras oficiales subestimaron enormemente el costo para México: a mediados de diciembre, los fallecidos sumaban 417.000.

Luego de recuperarse de su enfermedad a comienzos de febrero, AMLO habló con optimismo sobre el lanzamiento del plan de vacunación, a pesar de contar con un suministro de vacunas mucho más limitado que el de países más ricos, como Estados Unidos. Pero la información pública ha sido escasa y contradictoria, y las prioridades parecen cambiar con la llegada de cada nuevo cargamento. El plan de vacunación incluye la organización de «brigadas» integradas no solo por personal médico, sino también por miembros del Ejército y operadores políticos de la Secretaría de Bienestar, una decisión que ha despertado preocupación ante potenciales casos de favoritismo y manipulación en el programa de inmunización. A pesar de las recomendaciones epidemiológicas, en un principio el gobierno anunció que priorizaría zonas rurales alejadas en lugar de zonas urbanas más densamente pobladas, donde el contagio es más frecuente. Las autoridades intentaron justificar esta decisión apelando a la justicia social, aunque ya sobre la marcha no se ciñeron a ella. Con todo, una campaña de vacunación ineficiente solo terminará profundizando y prolongando la emergencia, que ha golpeado a los sectores más pobres con mayor fuerza.

Además de las fallas particularmente graves que se ven en la respuesta del gobierno frente al coronavirus, surgen patrones similares en otros ámbitos. AMLO continúa denunciando las fallas del neoliberalismo, pero su gobierno no logra construir una alternativa efectiva. Si bien antiguos partidarios han comenzado a alejarse lentamente del gobierno y las críticas han aumentado, el nivel de apoyo popular de AMLO continúa siendo alto. Para marzo de 2021, su índice de aprobación rondaba el 63%. Su popularidad duradera depende, en parte, de sus promesas cumplidas, pero todavía más de aquello que AMLO aún representa.

Los primeros dos años de gobierno de AMLO no han sido solo palabras. Si bien sus opositores destacan su falta de transparencia y las amenazas que representa para la autonomía de las instituciones democráticas, su gobierno ha implementado con éxito políticas diseñadas para reducir la desigualdad. El gobierno federal ha establecido tres aumentos de salario mínimo: 16% en 2019, 20% en 2020 y 15% en 2021. Estos aumentos son un paso importante para comenzar a revertir décadas de estancamiento salarial, durante las cuales el poder adquisitivo de los trabajadores y las trabajadoras disminuyó significativamente. El escenario temido por los detractores de esta política –un aumento de la inflación– no se ha materializado. Además, el gobierno federal estuvo trabajando para revertir la precariedad del mercado laboral, especialmente en el sector informal. En 2020, ratificó el Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre los derechos de las trabajadoras y los trabajadores domésticos, una medida que las organizaciones de la sociedad civil venían reclamando desde hace casi una década.

La coalición de AMLO, liderada por el Movimiento Regeneración Nacional (Morena), cuenta con mayoría en ambas cámaras legislativas. En 2019 aprobó también una ley que podría transformar el movimiento sindical del país al facilitar la formación de sindicatos verdaderamente independientes y democráticos. Bajo el antiguo sistema de gobierno corporativista, los sindicatos eran accesorios del poder del Partido Revolucionario Institucional (PRI) y otorgaban privilegios a cambio de votos y de la supresión de reclamos laborales más radicales. Muchas organizaciones sindicales nunca cumplieron con los estándares democráticos y hubo prácticas injustas y autoritarias que sobrevivieron al fin de la larga hegemonía del PRI. Las reformas laborales de Morena incluyen nuevas leyes para regular la libertad y la democracia sindical, establecer la independencia de los jueces laborales y mejorar la capacidad de negociación de los trabajadores.

La implementación de las reformas laborales llevará años y existen motivos para pensar que el gobierno podría erosionar algunos de los aspectos más importantes de la ley. El débil sistema de justicia mexicano hace mucho que viene aplicando las leyes y regulaciones de forma intermitente y desigual. El gobierno de AMLO, lejos de fortalecer la capacidad institucional del Estado mexicano, la ha disminuido de manera sistemática. Y si bien Morena aprobó la reforma, esta fue el resultado de la presión externa de la OIT, del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés) y de la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), los cuales exigieron incluir la obligación de adoptar estándares internacionales de independencia sindical. AMLO permanece en muy buenos términos con los gigantes sindicales del viejo orden político, como los sindicatos de los docentes y de los trabajadores petroleros. También tiene un vínculo estrecho con la Confederación Autónoma de Trabajadores y Empleados de México (CATEM), una federación sindical más reciente que podría terminar formando la base de un acuerdo corporativista pro-AMLO. Si bien Morena ha impulsado los derechos laborales en el sector privado, la implementación de medidas de austeridad en la mayoría de las agencias del gobierno federal derivó en recortes salariales y reducción de beneficios en el sector público.

Más allá del mundo del trabajo, la principal política de bienestar de AMLO ha consistido en un ambicioso conjunto de transferencias directas no condicionadas para adultos mayores, madres solteras y personas con discapacidades, y también en pasantías remuneradas para jóvenes. Estos programas están diseñados para brindar apoyo a aquellos que lo necesitan e incorporar a gente marginalizada a la economía nacional. Según las cifras del gobierno, las transferencias llegan a 65% más de beneficiarios que los programas sociales anteriores. Sin embargo, los analistas independientes dudan sobre la veracidad de estas cifras, ya que provienen de un dudoso «Censo de Bienestar» que no ofrece un modo confiable de verificar que las transferencias monetarias estén llegando a destino.

Se ha debatido con vehemencia si las transferencias en efectivo son un caldo de cultivo para la corrupción o si, por lo contrario, pueden reducirla. Los defensores de los programas argumentan que su característica principal consiste en establecer un vínculo directo entre el Estado y los beneficiarios –el dinero va directo a la gente, dejando fuera a los intermediarios–. Pero como sostienen críticas de izquierda como Milena Ang y Tania Islas, las transferencias en efectivo pueden «replicar, de manera perversa, lógicas neoliberales» erosionando las instituciones de apoyo social y «responsabilizando enteramente a los individuos por su propio bienestar y de mantenerse a flote en medio de una economía de mercado competitiva». No es alentador que funcionarios del gobierno hayan desestimado rápidamente casos en que se ha detectado corrupción y malversación, por ejemplo, en la administración de becas destinadas a ayudar a jóvenes sin empleo a adquirir habilidades laborales. Además, debido a recortes presupuestarios en otras áreas, el gasto social en el gobierno de AMLO permanece por debajo de los niveles observados en el periodo 2009-2016. Aun así, cuando se les pregunta a los mexicanos qué es lo mejor que ha hecho AMLO en su gobierno, la gran mayoría responde que los programas sociales.

AMLO pregona el éxito de estos programas durante los informes diarios desde el Palacio Nacional. Estas apariciones, conocidas como «mañaneras», se transmiten completas por YouTube, Facebook Live y muchos medios de comunicación. Todos los días de la semana a las 7, AMLO habla y reacciona a las preguntas de periodistas, en general durante un poco más de 90 minutos. A veces recibe invitados, como miembros del gabinete u otros funcionarios de alto nivel, para que brinden detalles sobre programas o políticas específicas; ocasionalmente presenta gráficos e imágenes. La mayoría de las veces improvisa, compartiendo sus opiniones sobre la actualidad. «No crean que yo vengo aquí ya con ideas analizadas --dijo en agosto pasado--. No, yo vengo aquí a hablarles de manera sincera, decirles lo que siento, lo que conozco, lo que es mi experiencia».

Su énfasis en la autenticidad va más allá de las conferencias de prensa. Cuando AMLO habla en público, suele utilizar un lenguaje coloquial. Se viste de manera humilde. En sus giras por el país, siempre viaja en clase turista, incluso durante el pico de la pandemia. En los viajes, graba videos en los que se lo ve en lugares populares comiendo antojitos, típica comida callejera mexicana. Si bien irradia una solemnidad tradicional, los protocolos no parecen preocuparle ni tampoco su seguridad, sobre la cual ha dicho que no tiene nada que temer porque «la gente me cuida». AMLO es visto como un hombre cercano al pueblo y no como un miembro distante y esnob de las tradicionales clases dirigentes, poco familiarizadas con las dificultades del mexicano promedio.

AMLO utiliza su reputación para sacar brillo a su propia autoridad moral, que luego esgrime como flecha en su carcaj político. El mero hecho de su elección como presidente fortaleció la confianza de algunos mexicanos en la democracia del país. Pero su determinación por concentrar poder moral y político en su figura, sin políticas sistemáticas anticorrupción, no contribuye a restablecer la confianza pública en la institucionalidad democrática. AMLO ha dirigido sus críticas contra las instituciones encargadas de la transparencia electoral, al igual que contra organismos técnicos y de auditoría con el potencial de contradecir o poner en tela de juicio el relato que cuenta sobre sus logros.

De acuerdo con el politólogo Luis Estrada, hasta el 12 de febrero, AMLO lleva hechas cerca de 45.000 declaraciones públicas falsas, engañosas o no comprobables, incluidas frecuentes exageraciones e inexactitudes sobre los logros de su gobierno. A lo largo de su mandato, su relación con la prensa se ha vuelto más antagónica. AMLO ha sido objeto de coberturas injustas por parte de medios hostiles, pero en lugar de responder directamente a las críticas y corregir los dichos con información comprobable, ha instrumentalizado el conflicto como parte de su batalla contra las viejas elites, sus prácticas y sus instituciones. Llama «calumniadores profesionales», «conservadores» o «adversarios» a los periodistas que lo critican por estar supuestamente «perdiendo sus privilegios».

Los medios de comunicación no son el único objetivo de la retórica combativa de AMLO. A menudo arremete contra las organizaciones de la sociedad civil, los ecologistas, las feministas, los intelectuales y las comunidades científicas y artísticas, rechazando la necesidad de realizar esfuerzos concretos para abordar los problemas que plantean. «Toda la violencia que se padece en el país –contra mujeres y hombres– es el fruto podrido de un modelo económico materialista, inhumano, que se impuso durante el periodo neoliberal», dijo en noviembre. Cuando se le cuestionó por lo inadecuado de tales declaraciones ofrecidas como respuesta a las protestas del movimiento de mujeres mexicanas contra el feminicidio y la violencia de género, hizo caso omiso de sus reclamos y acusó a sus detractores de mala fe.

AMLO también aprovecha la lucha contra la corrupción en la política mexicana para perseguir a cualquier figura o institución de la que busca deshacerse. En octubre, ordenó el cierre de 109 fideicomisos bancarios –algunos de los cuales estaban respaldados por el gobierno– utilizados para financiar proyectos a largo plazo en las artes, las ciencias, los deportes, los derechos humanos y otras áreas, argumentando que el dinero debía ser reutilizado para la lucha contra el covid-19, y que los fideicomisos eran un derroche, sospechosos y susceptibles de corrupción. Es posible que algunos lo fueran, pero nunca se presentaron pruebas que respaldaran estas generalizaciones. Según Antonio Lazcano, una de las principales voces de la comunidad científica de México, la cancelación de los fideicomisos implica el colapso de muchos proyectos científicos.

AMLO sostiene que la corrupción proviene de un modelo neoliberal inmoral. Prometió una ambiciosa «Cuarta Transformación» de México para acabar con los abusos de poder de los privilegiados. Pero argumenta que será imposible vencer una resistencia profundamente arraigada y construir el «nuevo régimen» por el que votaron los mexicanos y mexicanas sin una Presidencia robusta y reconstituida. Tiene la expectativa de que su ejemplo personal de rectitud genere una especie de moralidad por goteo, pero el modelo que propone podría utilizarse para justificar sus propios abusos de poder. Tomemos el ejemplo de Jaime Cárdenas, quien a los pocos meses de su nombramiento como director del recientemente creado Instituto para Devolver al Pueblo lo Robado renunció a su cargo y brindó detalles sobre las irregularidades administrativas y conductas ilegales de funcionarios públicos que observó durante su mandato. O tomemos como ejemplo a la prima del presidente, quien recibió más de 18 millones de dólares en contratos de Pemex, la empresa petrolera estatal, y dos videos de 2015 que salieron a la luz recientemente en los que se ve a uno de los hermanos del presidente aceptando un sobre y una bolsa de papel marrón llena de dinero en efectivo ofrecido como «aportes» para el movimiento político de AMLO.

Las pocas sanciones que ha habido para casos de corrupción como estos fueron leves. El hecho de que AMLO atribuya la corrupción al neoliberalismo como ideología hace casi imposible pensar en una respuesta institucional adecuada. Y su actitud de no reconocer los errores de su propio partido se extiende también a otras áreas. Apoyó al candidato de Morena a la gubernatura del estado de Guerrero, acusado por varias mujeres de conducta sexual inapropiada, alegando que fue objeto de una «campaña de linchamiento» y que la decisión de rechazarlo o no debe corresponder a los votantes.

A medida que el proyecto político de AMLO se ha consolidado y madurado su coalición, ha surgido otra tendencia preocupante: aunque Morena incluye a sectores históricos de la izquierda mexicana, su gobierno también incluye alianzas con grupos religiosos conservadores y, cada vez más, con los militares. Esta configuración ideológica sugiere que la Cuarta Transformación no será la ansiada por muchos en el sector de la izquierda.

En su campaña, AMLO prometió acabar con la frustrada guerra contra el narcotráfico «regresando al Ejército a los cuarteles». Una vez en el poder, hizo lo contrario: aprobó una reforma constitucional que permite a las Fuerzas Armadas colaborar en acciones de seguridad pública hasta 2024. Y un decreto presidencial de seguridad de 2020 faculta al Ejército y a la Marina a realizar tareas policiales, como detenciones y aseguramiento de bienes, en todo el país, sin una regulación clara ni subordinación a las autoridades civiles. Bajo la supervisión de AMLO, el presupuesto militar se disparó hasta alcanzar niveles de gasto similares o superiores a los de sectores claves como bienestar y salud.

La lógica de AMLO para justificar el aumento del gasto militar no difiere significativamente de los argumentos esgrimidos por gobiernos anteriores en el marco de la «guerra» de México contra el crimen organizado. Sostiene que, dadas las deficiencias de las fuerzas policiales, es necesario recurrir al Ejército para hacer frente al aumento de la inseguridad. AMLO y sus partidarios añadieron una nueva floritura retórica a esta vieja línea de razonamiento: los militares no son más que «pueblo uniformado», una organización fiable cuya mayor presencia no representa una amenaza para las instituciones civiles mexicanas. AMLO presenta al Ejército como prácticamente la única institución gubernamental digna de confianza. Hay más efectivos que nunca involucrados en la seguridad pública, y la Guardia Nacional, creada en 2019 como una organización híbrida cívico-militar, se convirtió rápidamente en la tercera fuerza militar de México. Se le ha acusado ya de violaciones a los derechos humanos.

La estrategia aún no ha reducido la violencia de manera significativa. El primer año del gobierno de AMLO fue el más violento de las últimas dos décadas, con 34.582 homicidios. El año pasado hubo una ligera disminución, con 34.523 asesinatos. Como candidato, AMLO prometió una ruptura con la desastrosa respuesta militarizada al crimen organizado llevada a cabo por sus predecesores. Pero su creciente dependencia del Ejército –no solo para la seguridad, sino también para el desarrollo de infraestructura e incluso para la provisión de servicios sociales– se volvió una parte esencial de su coalición. Más que una desmilitarización, su gobierno parece ir camino a lo que la politóloga argentina Rut Diamint denominó el «nuevo militarismo» de América Latina: las Fuerzas Armadas no intervienen solo en cuestiones de seguridad sino en todo tipo de actividades políticas, no con fuerza autónoma sino como aliadas de gobiernos elegidos democráticamente que, sin embargo, terminan politizando la lealtad del Ejército.

La alianza de AMLO con los militares no es la única relación que sorprendió a sus seguidores de izquierda. Después de ser bastante crítico con Donald Trump como candidato, AMLO se acercó al ex-presidente. En julio pasado, viajó a Washington, DC para una ceremonia de firma por la renegociación del TLCAN. «Durante mi mandato como presidente de México», dijo AMLO, de pie junto a Trump, «en vez de agravios hacia mi persona y, lo que estimo más importante, hacia mi país, hemos recibido [de usted] comprensión y respeto». Sus declaraciones no tardaron en verse reflejadas en los anuncios de campaña de Trump dirigidos a la comunidad latina, de la que este se benefició en las elecciones de 2020.

Queda por ver cuáles serán las repercusiones en las relaciones con Estados Unidos en el futuro. Los elogios de AMLO a Trump probablemente fortalecieron a quienes, dentro de los círculos demócratas, ven al presidente mexicano como un populista irresponsable y peligroso similar a Trump. Aunque AMLO siempre enfatizó sus diferencias ideológicas con el ex-presidente estadounidense, algunos de sus partidarios se han acercado a una visión más favorable a Trump, a quien ven, al igual que a su presidente, como un líder nacionalista tratado injustamente por instituciones fallidas. La decisión de AMLO de no reconocer a Joe Biden como presidente electo hasta mediados de diciembre agudizó estas tensiones, al igual que su oposición pública a la decisión de Twitter de cancelar la cuenta de Trump tras los disturbios en el Capitolio.

Muchos de los partidarios de AMLO también se han hecho eco de la oposición de los conservadores estadounidenses a las energías renovables. La retórica de AMLO sobre el sector energético pone el foco en la soberanía mexicana, dejando de lado cualquier interés en los problemas ambientales. Siguiendo las prescripciones de una política de «proteccionismo energético» basada en combustibles fósiles, el gobierno planea aumentar la producción de hidrocarburos y la capacidad de refinamiento de petróleo para reducir la dependencia mexicana de Estados Unidos en la importación de gasolina y diésel. Al mismo tiempo, ha reducido el apoyo a las energías limpias a pesar de su menor costo, argumentando que las energías renovables representan una amenaza para el funcionamiento del sistema eléctrico. El gobierno también está intentando restaurar el monopolio de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) sobre la generación de electricidad. Por otro lado, AMLO pretende convertir a Pemex, la empresa petrolera estatal fuertemente endeudada, en la «palanca del desarrollo nacional» con la ayuda de inversiones multimillonarias. Incluso si es exitoso, el plan profundizará la dependencia económica de México de los combustibles fósiles.

Estas son malas noticias para un país en el que el sector energético es responsable de alrededor de 70% de las emisiones de gases de efecto invernadero. La situación podría empeorar aún más tras la decisión de AMLO, tomada el verano pasado, de comprar dos millones de toneladas de carbón para la generación de energía. También ha pedido priorizar la refinación de petróleo en seis instalaciones existentes y en una nueva en construcción en el puerto de Dos Bocas, en Tabasco, en lugar de importar combustibles del extranjero. El proceso de refinación produce de manera residual combustóleo altamente contaminante, gran parte del cual se utilizará posteriormente en las plantas termoeléctricas de la CFE, lo que representa un gran peligro para la salud de las poblaciones vecinas.

La política energética de AMLO va en contra del compromiso asumido por México en el Acuerdo de París de reducir emisiones en 22%. Como sostuvo Fernando Tudela, académico y ex-representante de México en las negociaciones de París, estos retrocesos forman parte de los «daños colaterales» del objetivo declarado de AMLO de restaurar el monopolio del Estado en la generación de energía –un objetivo perseguido a cualquier costo–. Tras renunciar a su cargo de titular de la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales el año pasado, el biólogo Víctor Manuel Toledo anunció su distanciamiento de un gobierno que afirma estar interesado en garantizar el bienestar social sin entender la importancia de la protección ambiental. El presupuesto de su ministerio para el año 2020 representó solo 2,5% del «presupuesto de combustibles fósiles» designado para Pemex, CFE y la Secretaría de Energía.

En términos de efectos a largo plazo, la incapacidad de AMLO para responder de modo adecuado a los desafíos ambientales como el cambio climático podría involucrar un fracaso todavía mayor que su dificultad para lidiar con la pandemia. Pronto, México estará más expuesto a diversas vulnerabilidades relacionadas con el calentamiento global, desde la escasez de agua hasta los problemas con los cultivos y la creciente presión de los refugiados climáticos.

Durante su mandato, AMLO ha enfrentado un conjunto de circunstancias inusualmente abrumadoras. Las encuestas muestran que los mexicanos son perfectamente conscientes de los puntos débiles de su gobierno, lo cual explica sus bajas calificaciones en economía y mediocres en la gestión de la crisis sanitaria. Con todo, AMLO sigue teniendo una imagen más positiva que la de su gobierno. «Los mexicanos no están locos», sostiene la encuestadora Lorena Becerra. «Están ciertos de que el gobierno de AMLO no ha dado los resultados que ofreció, y también de que la situación país está mal. Pero eso no quiere decir, que la mayoría lo repruebe completamente». Los resultados favorables de las encuestas destacan la importancia de algunos aspectos de su programa, especialmente el gasto social y las reformas laborales. Aunque queda mucho camino por recorrer antes de que estos cambios sean realmente transformadores, los mexicanos y mexicanas pobres y de clase trabajadora tienen razones válidas para creer que AMLO se preocupa por ellos y por su bienestar.

Su mala gestión en otras áreas amenaza con socavar esos elementos de su programa. Su posición respecto a temas como el feminismo y el medio ambiente es anticuada. Sus políticas para enfrentar la pandemia y la violencia social no han sido exitosas. Ha dañado el sector público de México; su gobierno carece de transparencia y confiabilidad y él no se muestra receptivo a las críticas.

Los seguidores de AMLO sopesan estas deficiencias con los fracasos de sus antecesores. «Muchos mexicanos», dice Becerra, «mantienen la esperanza que AMLO les dio y siguen muy enojados con los presidentes anteriores. El hecho de que no haya dado buenos resultados no significa que la gente esté dispuesta a rechazarlo y volver a lo que teníamos antes». No obstante, está por verse cómo gobernará durante la segunda mitad de su mandato. Su trayectoria desde que asumió el cargo no es especialmente tranquilizadora. «La esperanza de México» sigue siendo el lema de Morena, y la razón por la que muchos se mantienen leales al gobierno. Pero dos años en el poder han demostrado que la esperanza, en sí misma, no es suficiente.

 

Nota: La versión original de este artículo en inglés se publicó en Dissent el 24/3/2021 con el título «The Immovable AMLO» y está disponible en aquí.Traducción: Rodrigo Sebastián



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