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Espiritualidades del yo en el nuevo capitalismo


Nueva Sociedad 317 / Mayo - Junio 2025

Las versiones actuales de las tecnologías de gestión de uno mismo como la meditación, el yoga, el neochamanismo, la astrología, el tarot o el amplio y complejo mundo postpsicológico delimitan una zona de la cultura contemporánea que está reconfigurando las separaciones convencionales entre cuerpo, mente y espíritu. Aunque se las suele asociar, sin más, al «neoliberalismo», estas espiritualidades del yo resultan políticamente polisémicas.

Espiritualidades del yo en el nuevo capitalismo

Se suele afirmar que los vaticinios sobre el fin de la religión, por lo menos en las sociedades euroamericanas atravesadas por los denominados procesos de secularización y modernización, no previeron los renacimientos cristianos, judíos y musulmanes contemporáneos. La religión, desde esta perspectiva, no habría desaparecido, sino que solo estaría transformándose. Si bien este fenómeno es innegable y muy relevante, existe otro paralelo que tal vez sea socialmente mucho más significativo y que recibe menor atención: las versiones contemporáneas de las tecnologías de gestión de uno mismo como la meditación, el yoga, el neochamanismo, la astrología, el tarot o el amplio y complejo mundo postpsicológico. Todas ellas delimitan una zona de la cultura contemporánea que está reconfigurando las separaciones convencionales entre cuerpo, mente y espíritu, en una propuesta que promueve una concepción al mismo tiempo centrada en el trabajo «interior» y en una trama «holística» de reconexión con el entorno. A su vez, esta aparente diversidad se organiza en valores, prácticas y redes bastante coherentes ente sí y, sobre todo, se manifiesta en la consolidación de la expresión «Soy espiritual, no religioso», que gana predicamento social. 

Los estudios cuantitativos que suelen medir identificaciones insisten a menudo en clasificar el «campo religioso» con las categorías convencionales: católico, evangélico, judío, musulmán, entre otras. Esto proyecta sobre el mundo social una mirada corporativa de lo religioso e invisibiliza procesos culturales mucho más relevantes desde el punto de vista sociológico. Con todo, algunos trabajos han comenzado a cartografiar en el lenguaje público la persistencia, la complementariedad y el abandono de categorías como «religión» y la emergencia de afirmaciones como «Soy espiritual, no religioso». Una serie de estudios recientes del Pew Research Center señalan el aumento de quienes se autoperciben como «espirituales» en Europa occidental, donde 24% de los entrevistados se consideran de algún modo bajo esa categoría sin excluir la posibilidad de sentirse también «religiosos», y 11% se consideran excluyentemente «espirituales y no religiosos»1. Considerando este proceso, el problema no sería captar la mutación de la dimensión religiosa, sino la crisis misma de la religión y la emergencia de otras formas de relación humano-más que humano. 

¿Por qué y cómo consiguen fuerte adhesión este tipo de espiritualidades? ¿Qué transformaciones en nuestra vida común están produciendo? La espiritualidad contemporánea ¿es un agente del individualismo capitalista extremo o, por el contrario, es una forma de contenerlo? Esas son algunas preguntas que sobrevuelan la espiritualidad contemporánea. A riesgo de pretender dar respuestas demasiado definitivas, sabemos al menos qué caminos evadir. Si algo aprendimos de los intentos fallidos de comprender formas de vida como «creencias» es que su eficacia social, su éxito, no debería intentar explicarse por interpretaciones que reduzcan su despliegue a razones exclusivamente psicológicas o sistémicas (culturales o socioestructurales). Quienes apuestan por la variable psicológica, por ejemplo, creen ver en esas formas de adhesión un «sesgo cognitivo»: un efecto distorsionado de creencia errónea como sustituto de una confianza en la razón empírica2. En el caso de quienes buscan una explicación sistémica, observamos que algunos enfoques sociológicos ven a los actores sociales como corderos que siguen un espíritu de época. De este modo, las espiritualidades contemporáneas suelen ser muy rápidamente identificadas con el «neoliberalismo», como si fueran una expresión simbólica de segundo orden destinada a reproducir un orden socioeconómico dado y políticamente más relevante. 

Creemos que hay perspectivas más sofisticadas como alternativa a las miradas convencionales, que nos permiten abrir la caja negra de las adhesiones a la espiritualidad contemporánea. Y esos abordajes requieren entender las espiritualidades del yo como productos situados y atravesados por mediaciones materiales concretas. La espiritualidad, como la religión en general, existe sobre una paradoja: lo que supuestamente es un fenómeno ideacional o discursivo es en última instancia algo materialmente muy concreto. Contra la imagen habitual que cree ver allí una ficción o una metáfora, la espiritualidad es un proceso tan real como las relaciones concretas de la sociedad, la economía y la política. Allí radica su verdadera fuerza social. 

En suma, la espiritualidad del yo es un producto político. Y al afirmar que es político, estamos asumiendo que es un fenómeno abierto a la multiplicidad y a la contingencia. En este sentido, si bien la difusión de nuevas tecnologías de gestión de uno mismo tiene un rol clave en la reproducción del capitalismo contemporáneo, como un elemento de manejo de la conflictividad, habilita también nuevas disputas dentro de él. Así, también estas tecnologías que reivindican un horizonte holista pueden establecer conexiones parciales con la imaginación crítica de los lenguajes de lo «común» que pretenden disputar los dualismos individuo/sociedad, cuerpo/mente, naturaleza/cultura, masculino/femenino.

Una genealogía de las espiritualidades del yo

La crisis de la religiosidad no se corresponde necesariamente con la emergencia de un mundo desencantado, sino con nuevas formas de encantamiento como el culto del dinero, la tecnología, la ciencia, la nación, la revolución o el propio individuo. Asimismo, esta crisis trae aparejada una nueva magia moderna que se manifiesta en las versiones contemporáneas de las tecnologías espirituales desarrolladas en el mundo euroamericano durante el siglo xix, a caballo de la revolución científico-tecnológica y la nueva vida urbana. Tanto el espiritismo como la teosofía y los diversos esoterismos que emergieron entre las clases educadas funcionaron como una transposición culta, erudita y con vocación positivista de la cosmología encantada tradicional, la que pasó a convertirse en mera «superstición» o «superchería». Los primeros atisbos de una espiritualidad moderna se dieron en la cultura urbana entre la crisis de una religiosidad cada vez más alejada del componente mágico y la consolidación de un modelo científico que explicaba la experiencia de lo más que humano en términos estrictamente psicológicos o médicos. 

Esta espiritualidad con vocación esotérica de las primeras décadas del siglo xx echó mano de orientalismos diversos y, en América Latina, incluso escarbó en las propias tradiciones indígenas en busca de un modelo crítico de la civilización occidental3. Apeló no solo a los saberes de Oriente que llegaban por medio de viajes e intelectuales que encontraban allí la contracara de una cultura occidental en «decadencia», sino también a las propias cosmologías americanas que resultaban una fuente de creatividad estética. Entre las décadas de 1920 y 1930, emerge el indigenismo estético mexicano, que va de la mano de las vanguardias indigenistas de los países andinos (Perú, Ecuador y Bolivia) o de la célebre «antropofagia» brasileña4 y su síntesis entre el pensamiento europeo y la imagen nacional de lo «tupí». Esas corrientes se centraron en fuertes componentes utópicos que favorecían la transformación social. Esto se manifestó, por ejemplo, en el apoyo de buena parte del espiritismo y las tradiciones esotéricas latinoamericanas al liberalismo democrático, o incluso al socialismo y a los procesos de liberación latinoamericanos. El arco de personajes políticos relevantes que fueron sensibilizados o directamente adhirieron a esta sensibilidad espiritualista abarca figuras tan dispares como Julio Argentino Roca (1843-1914), presidente insignia de la aristocracia liberal argentina de finales del siglo xix, que sin adherir al espiritismo de modo total simpatizaba con su ideario, y Augusto César Sandino (1895-1934), quien además de liderar la lucha antimperialista nicaragüense profesó y promovió la fe espiritista como parte de su ideario revolucionario.

El proyecto utópico de una transformación social que acompañaba espiritismo y esoterismos de la primera parte del siglo xx ya suponía una estética de la existencia singular. En esas corrientes, la idea de cambio colectivo estaba íntimamente anudada a la transformación personal y la superación. La evolución, la vocación de «ser mejores», era al mismo tiempo social y personal. El perfeccionamiento físico, moral y espiritual era un lenguaje y una práctica central que ofrecía una alternativa postsecular a los catolicismos latinoamericanos. 

Sobre esa matriz se conformó una suerte de plebeyismo espiritual, inspirado en el principio igualitarista de una sacralidad que era al mismo tiempo socialmente transformadora y una tecnología de uno mismo centrada en el proyecto individual. Fue además una forma de religiosidad moderna alineada con la matriz ideológica de un proceso de ascenso social. Esta configuración, con sus matices, perduró con notable estabilidad hasta mediados del siglo xx.

Desde la década de 1960, un movimiento de cambio cultural alteró los modelos de familia, los usos de la industria cultural en expansión, los modos de afectividad y sexualidad y las prácticas religiosas, sobre la base de un proceso de autonomización que supuso un nuevo capítulo en la historia del individualismo en las clases medias de América Latina. La llamada «crisis generacional» de los años 60 habilitó nuevos modos de establecer relaciones con los otros y con uno mismo, amparándose en recursos de autoconocimiento entre los que el psicoanálisis resultó paradigmático. Esto no era contradictorio con un proceso de politización creciente de las generaciones más jóvenes, en el que la transformación colectiva descubría a un «otro» en las clases populares, en los mundos indígenas o en América Latina como un todo. En realidad, el proyecto de autoindagación que las técnicas psi popularizadas habilitaban era parte de un mismo cambio cultural. Articulaba nuevos modos de expansión del yo hacia un «otro social y cultural» y hacia las zonas inexploradas de «uno mismo».

El ciclo social que se inició en la década de 1980 garantizó libertades individuales que la década siguiente profundizó en una versión ampliada. Literatura del yo, lenguajes audiovisuales al ritmo de videoclips, estética camp y «estrategias de la alegría» llevaron la intimidad y las micropolíticas al centro de la innovación estética y las industrias culturales. Allí se concentraron tanto la desregulación del mercado como las nuevas ideas de autonomía y libertad sexogenérica, étnica y religiosa que identificaron el multiculturalismo de las décadas de 1980 y 1990.

Necesitamos leer en conjunto las reemergencias indígenas, las reivindicaciones de mujeres y disidencias sexuales y el amplio y diverso espectro nueva era, asociado tanto con los denominados «nuevos movimientos religiosos» como con terapias alternativas. La importancia de la felicidad y el bienestar, de la creatividad y de la confianza en uno mismo fue un nuevo lenguaje de época. En el caso argentino, no por casualidad la revista por excelencia que difundía estas prácticas e ideas supo llamarse Uno Mismo, fundada y dirigida en sus primeros años por el periodista Juan Carlos Kreimer, que también fue uno de los pioneros en la divulgación de contraculturas juveniles como el punk y la new wave. En esa época, otros medios masivos como la radio y la televisión tuvieron programas que se llenaron de «testimonios», de personas que hablaban de su vida y de sus padecimientos privados en una espectacularización del «yo» que traducía en el lenguaje nueva era el modelo del testimonio evangélico pentecostal estadounidense. Baste recordar dos programas emblemáticos de la década de 1990: Te escucho, un programa de radio con altas audiencias, que fue pionero en difundir testimonios de sufrimiento personal y de «autoayuda» y era conducido por la periodista Luisa Delfino; y Me gusta ser mujer, conducido en televisión abierta por la actriz, cantante y performer Nacha Guevara, que había sido una figura central de la contracultura de la década de 1960 en Buenos Aires y luego se había exiliado durante la dictadura militar. 

Las redes sociales y la expansión digital disolvieron las fronteras de lo público y lo privado, pero haciendo de la intimidad un código de época. Contra la idea del sacrificio, marca tanto de una moral del esfuerzo y el mérito como de una generación abnegada por la transformación social y personal, surgían diferentes reivindicaciones del placer «aquí y ahora». En las dos últimas décadas del siglo xx, los nuevos estilos de vida que llegaban tardíamente a América Latina como parte de una contracultura a destiempo, críticos de la jerarquía y el autoritarismo de las dictaduras militares, se masificaron y entraron en las relaciones cotidianas, en los medios de comunicación y en las instituciones. Este proceso trajo una nueva etapa de adaptación de la espiritualidad alternativa y, en un sentido más amplio, de una «cultura terapéutica» que ponía la indagación y la superación de uno mismo como eje de una ética de vida. En suma, la espiritualidad no cristiana y su articulación con una red más amplia que incluye la terapeutización de la vida adquieren una centralidad que podría ser identificada con lo que en otro momento hemos llamado «nueva era de la nueva era»5.

Una espiritualidad política

Frente al supuesto rechazo del mundo moderno que la mirada secular atribuye al universo «religioso», la espiritualidad encarna lo moderno en sí mismo: la posibilidad de ser otra cosa de lo que la familia y la sociedad han hecho de nosotros. La espiritualidad del yo se basa en la construcción de la autonomía, que va de la mano con otros procesos asociados a la vida moderna: la búsqueda de movilidad social, la migración y el viaje, la posibilidad de cambio de amor e incluso de género. La espiritualidad hoy encierra uno de los modos posibles de un proyecto de vida diferente. A la luz de estas dimensiones, a menudo paradójicas, de la espiritualidad contemporánea, podemos interrogarnos si esta es liberadora o alienante. Pero una pregunta de este tipo está, desde el comienzo, mal formulada, porque la nueva espiritualidad centrada en el yo no tiene una función sociopolítica definida, ya que es parte constitutiva de la experiencia contemporánea, es parte del lenguaje y de la práctica con que se definen hoy el bienestar, el malestar, el cuerpo y el deseo. La espiritualidad es el lenguaje moral de nuestra época. 

Existe una primera imagen de la espiritualidad del yo asociada desde la década de 1990 a los procesos de mercantilización e individualización de la vida. En ese sentido, pueden encontrarse rasgos o componentes de esa nueva espiritualidad o, en su defecto, elementos de una «cultura terapéutica» centrada en la autonomía y en la «experiencia personal» como locus de la vida misma, en la cultura en general. Las nuevas pedagogías, el mundo del trabajo y la empresa, la política institucional y la circulación del conocimiento científico ya están hoy atravesados por la desjerarquización de la autoridad y los lenguajes prácticos de un «yo terapéutico» que profundiza su singularidad en un entorno «reconectado en red», muchas veces identificado como «holista». 

Ejemplos de ello son el auge entre las clases medias y medias altas urbanas de modos educativos y pedagógicos alternativos, como las escuelas Waldorf y otras tantas experiencias similares, que son hoy una opción altamente buscada por padres de estos grupos sociales para una educación «emocional» y «creativa» de sus hijos. También ilustra ese proceso en el mundo laboral la incorporación de tecnologías como el yoga, la meditación mindfulness o diferentes recursos asociados con el coaching que tienen como objetivo flexibilizar las relaciones en el mundo del trabajo y la empresa, en busca de vínculos más igualitarios, «emocionales» y acordes con las necesidades individuales. 

El contexto de la pandemia de covid-19 dejó en evidencia la relevancia social de este tipo de prácticas y saberes alternativos. En esa coyuntura, se puso de manifiesto la relevancia de la configuración espiritual centrada en el yo en relación con las disidencias que disputaban la jerarquía y la autoridad sobre los saberes científicos autorizados. Se reveló una intensa afinidad electiva de la espiritualidad, las terapias alternativas y los modos de vida holísticos con buena parte de la crítica al Estado, al aislamiento y a la vacunación masiva. Los lenguajes de la desconfianza epistémica o incluso teorías conspirativas se montaban en trayectorias biográficas, discursos y prácticas inspiradas en el paradigma nueva era y las terapias alternativas. No fue casual que las primeras marchas contra el aislamiento durante la cuarentena tuvieran entre sus filas a defensores de modelos terapéuticos alternativos centrados en la autoconfianza y el cuidado de uno mismo, luego consolidados de la mano de una enorme cantidad de influencers en redes sociales y medios de comunicación, con un fuerte discurso contra la Organización Mundial de la Salud (oms), los ministerios de Salud y los saberes expertos biomédicos consensuados.

A la luz de todos estos ejemplos, consideramos que es clave reflexionar sobre las razones que llevan a la inercia intelectual dominante hacia críticas ingenuas que solo ven en esto el avance de las pseudociencias, el irracionalismo y las fake news. O que, a veces simultáneamente, construyen un pánico moral alrededor de las nuevas espiritualidades sobrevalorando explicaciones externas a los propios protagonistas, en una asociación unidireccional con el «neoliberalismo», sin ver las mediaciones y la compleja trama existencial que se juega en sus adhesiones y en su eficacia social.

En todo caso, habría que explorar hasta qué punto ese artefacto ideológico llamado comúnmente «neoliberalismo» no es también un tipo de espiritualidad centrada en el yo. Con ello, más que pretender reducir las espiritualidades que ponen el foco en el cambio personal y la gestión de uno mismo a un efecto del neoliberalismo, habría que inscribir estos procesos en una matriz cosmológica más amplia, compleja y abarcadora, con raíces en un cristianismo protestante profético, el romanticismo y la contracultura de mediados del siglo xx, que exacerba al individuo y que compone un mapa cultural por lejos más complejo y diverso que el de una teoría ideada en los think thanks del pensamiento socioeconómico vienés a mediados del siglo xx.

Las espiritualidades contemporáneas que exceden el horizonte del cristianismo, muchas veces identificadas como espiritualidades poscristianas, forman parte del engranaje de las formas de vida del capitalismo contemporáneo, pero esa relación con su entorno social, económico, político y existencial no debería llevarnos a interpretaciones perezosas, como las que creen resolver la cuestión de su eficacia social poniéndoles el sambenito de «neoliberales» como parte de una ideología independiente de la vida misma. Leído a través de este prisma, lo «neoliberal» es una condición existencial del mundo contemporáneo, o por lo menos una condición ampliamente difundida. No obstante, esa misma condición puede encontrar conexiones parciales con otros horizontes ontológicos. En ese juego entre repetición y alteridad realmente existente, se abren escenarios políticos muy disímiles.

Es en el marco del horizonte común donde la espiritualidad del yo despliega la imaginación política de espacios que se quieren emancipadores, como los de las reivindicaciones de un «feminismo espiritual» que echan mano a modelos conexionistas y «holistas» para entender el género, los cuidados y el cuerpo6 o, por otro lado, las reivindicaciones ambientalistas que encuentran en ese lenguaje y prácticas nueva era espacios de disputa socioecológica. Basta recordar el efecto contemporáneo de las apelaciones a Gaia o a la Madre Tierra en el activismo ambiental. Finalmente, ese dispositivo espiritual puede articularse con algunas reivindicaciones étnicas sobre formas de vida «no occidentales», hoy arrasadas por el racismo, el agronegocio y el extractivismo, que son traducidas en clave «holística». Es cierto que todos estos ejemplos pueden devenir formas hipermercantilizadas, e incluso esencialistas, de reivindicación, pero es también cierto que ese ensamblaje es además parte de la forma de visibilización actual de tensiones de género, ambientales y étnicas. 

La hegemonía no es una batalla cultural por los símbolos en la esfera pública, sino un conflicto capilar que se desarrolla en el magma existencial que le da sustento. Las formas de producción de subjetividad contemporáneas impulsadas por este tipo de espiritualidades «holistas» son, por lo tanto, una máquina de producción privilegiada de esa red existencial. La espiritualidad no es una cuestión exclusivamente simbólica, sino que también es material: es un régimen de mediaciones concretas, que incluye ideas, cuerpos, tecnologías de producción, objetos, dispositivos digitales y presenciales, así como palabras y emociones. Contra la imagen de la religión como un fenómeno metafórico del mundo social o del capitalismo, asumimos que es necesario no proyectar la separación entre dos planos independientes e interconectados. Para pensar la espiritualidad contemporánea centrada en el yo, es necesaria una mirada renovada que no asuma la separación –incluso la articulación– entre lo «social» y lo «ideológico», sino que ponga el foco en las mediaciones situadas concretas que producen realidad en sus propios términos. En ese sentido, resulta particularmente estimulante el concepto de «espiritualidad política» acuñado por Michel Foucault. Entusiasmado con la Revolución Islámica iraní de 1979, Foucault pensó la espiritualidad como algo que no se reduce a una iglesia o a un canon teológico, sino como un dispositivo que «no es algo abstracto, sino cuerpos e ideas fundidas en una acción transformadora que está en las calles, las consignas y en la superficie sensible de la piel»7. Se trata de una definición de la espiritualidad como práctica concreta que este autor también supo ver en las tradiciones contraculturales del Occidente contemporáneo8.

El nuevo espíritu del capitalismo

Contra todos los pronósticos que vieron el proceso de secularización como un camino de dirección única, las últimas décadas no solo muestran una persistencia de lo religioso en sentido estricto, de la mano del islam en los países noratlánticos o de los nuevos cristianismos protestantes y un catolicismo que se debate entre la tradición y el cambio en el llamado Sur global, sino también nuevas formas de pensar la experiencia moderna como ineludiblemente cosmológica. Considerando este último sentido, el universo cosmológico o religioso en sentido amplio no se restringe a la grilla de las instituciones religiosas habitualmente identificadas con los monoteísmos, las religiones del libro, el vínculo con una divinidad trascendente y las burocracias eclesiales, sino que habilita una forma singular de relación inmanente, material y concreta entre humano y más que humano. Bajo esta nueva lente, la espiritualidad contemporánea (o incluso sus límites con su dimensión terapéutica) emerge como hecho sociocultural que está entre nosotros desde hace mucho y que posee una relevancia social y cultural abrumadora, pese a que las grillas convencionales utilizadas por analistas de lo religioso (compartidas incluso por la mirada secular) quieran ver allí solo una colección de prácticas dispersas, pseudociencias, eclecticismo o una religiosidad soft. Estas formas de encantamiento de uno mismo son aún un campo poco explorado. Los estudios de sociología, historia e incluso antropología de la religión han insistido, sobre todo en América Latina, en subrayar la persistencia de «lógicas otras» en las formas de religiosidad campesinas y de los sectores populares urbanos en general, e incluso de las cosmologías indígenas. Estas temáticas dominaron y aún dominan el análisis de las alteridades ontológicas que conviven con más o menos conflicto con el naturalismo moderno occidental hegemónico. Pero este esquema binario, en el que la magia o la lógica encantada es parte de los «otros» y la racionalidad técnica «nuestro» modelo dominante, se vuelve borroso. Y –algo que es política y epistemológicamente más relevante– aparece aún latente el propio estatuto mágico de una porción importante de la cultura dominante, o lo que se ha definido, siguiendo un análisis clásico de Ernst Troeltsch, como la «religión secreta de las clases educadas»9

Si la espiritualidad, entonces, es una parte constitutiva de la cultura contemporánea, que incluso afecta a las religiones tradicionales, podría ser tal vez pensada en relación con el propio capitalismo, ya que sus formas de subjetivación y de producción de mundo son sincrónicas con una forma de existencia capitalista, más allá de las declaraciones a favor o en contra del «capitalismo» que sus seguidores puedan hacer. Haciéndonos eco de la clásica reflexión sobre el capitalismo como una forma de vida o una ética secular inspirada en matrices religiosas que le dieron origen o, incluso, de tesis más radicales sobre el carácter religioso del propio capitalismo que sacraliza (o fetichiza, para usar un lenguaje que Karl Marx tomaba de la antropología de la religión del siglo xix) el dinero, el mercado y el individuo, podemos asumir que no podría existir experiencia humana sin religión, ya que en ella radica la fuente misma de la semiosis humana10.

El nuevo espíritu del capitalismo no es una metáfora. Asumir que el capitalismo contemporáneo es no solo un fenómeno socioeconómico-político sino también una metafísica específica centrada en el yo implica aceptar una serie de presupuestos que suelen ir en contra de nuestros sentidos comunes secularizados. En primer lugar, no hay una ruptura radical en las formas de relación entre lo humano y lo no humano, aunque sin duda hay un desplazamiento en la relación entre los discursos expertos y la vida cotidiana. El problema surge cuando asumimos las versiones expertas como el todo y no como una versión entre otras tantas. En segundo lugar, no hay acción humana sin algún tipo de ordenamiento metafísico. No existe el individuo aislado y la acción desconectada del sentido. Si hay sentido, hay cosmología. Pero puede, eso sí, existir una cosmología individualista. En tercer lugar, el desplazamiento de una cosmología transcendente a una diversidad de formas de existencia más cercanas a la vida cotidiana o, para decirlo de otro modo, el movimiento contemporáneo de un mundo jerárquicamente ordenado a uno más horizontal y centrado en el «aquí y ahora», no implica la crisis de la metafísica, sino simplemente su mutación. La tensión estructurante no es entre ciencia y religión, sino entre cosmologías más trascendentes y cosmologías más inmanentes, cada una con sus particulares formas de ciencia y religión. Finalmente, las relaciones humanos y no humanos son formas de mediación, comunicación y tecnológicas. Las relaciones entre personas humanas y agentes espirituales son una forma más de esa tecnología, no son «creencias» o «ficciones», son relaciones material y ontológicamente mediadas. 

Si asumimos que las formas de vida del capitalismo contemporáneo están ensambladas en una configuración existencial amplia, e incluso diversa, entonces deberíamos aceptar también que posee todos los atributos de cualquier cosmología11. Por lo tanto, no es casual que un sistema más horizontal, que promueve al mismo tiempo una autonomía personal y una socialidad expandida que incluye máquinas, plataformas digitales y dispositivos virtuales, sea también el que propicia el vínculo con fuerzas más allá de lo humano, como la «energía cósmica» o la «fuerza de uno mismo», alentado por un corrimiento de las fronteras (nunca del todo eficaces) entre público y privado, real y virtual, sagrado y secular.

Es este capitalismo atravesado por el espíritu inmanente de la nueva era, que promueve un descubrimiento de «sí mismos» en dispositivos descentralizados como el tarot, la astrología, la apertura de los registros akáshicos y el yoga, el mismo en el que las organizaciones jerarquizadas entran en crisis para favorecer organizaciones en red: desde las nuevas familias y los afectos hasta los nuevos modos de trabajo. 

Justamente por esa homología estructural, las experiencias espirituales contemporáneas, con sus tecnologías de gestión de uno mismo y sus sutiles (o incluso radicales) estados de conciencia alterada, son máquinas de experimentación coextensivas de un mundo virtualizado, social y técnicamente diversificado, donde es necesario adaptarse a discontinuidades permanentes, visuales, táctiles, sensoriales. Y tal vez por esa misma razón, las tecnologías destinadas a producir espacios repetitivos y estables, que garanticen desde el mundo corporativo un orden desigual que beneficie el consumismo y la homogeneización existencial, encuentran en la espiritualidad del yo contemporánea un recurso clave. Pero es cierto también que a través de esos mismos recursos de gestión de uno mismo pueden abrirse nuevas formas de imaginación y acción política que produzcan valores, experiencias y proyectos alternativos. Su capacidad de producir efectos novedosos dependerá de su fuerza para movilizar una vida que valga la pena ser vivida, que conecte con la multiplicidad de otras formas de producir mundo en posiciones de subordinación, más allá del puro hedonismo de la experiencia personal. Si en cierto modo nunca hemos dejado de estar atravesados por una espiritualidad política, es posible que en las décadas próximas se revele con más intensidad hasta qué punto el conflicto político es un conflicto metafísico.

  • 1.

    Ver Pew Research Center: «Being Christian in Western Europe», 29/5/2018. Para el caso argentino, a pesar de mantenerse en un análisis convencional sobre «identidades religiosas» y «creencias», un estudio del Centro de Estudios e Investigaciones Laborales (CEIL-Conicet) sobre una muestra nacional aporta algunos datos significativos al detectar, por ejemplo, un crecimiento de la creencia en la «energía», que pasó de 64% en 2008 a 76% en 2019. V. ceil-Conicet: «Segunda encuesta nacional sobre creencias y actitudes religiosas», Informe de Investigación No 25, Buenos Aires, 2019.

  • 2.

    Sobre la explicación de modos de vida religiosos que no encajan en la supuesta «racionalidad» esperada que las miradas ingenuas suelen proyectar sobre este tipo de fenómenos, y sobre las formas de confianza «desviadas» en general, v. el ensayo clásico de León Festinger, Henry Riecken y Stanley Schatcher: When Prophecy Fails, University of Minnesota Press, Minneapolis, 1956.

  • 3.

    Alejandra Mailhe: En busca de la alteridad perdida. Indigenismos y mestizajes en Argentina y América Latina entre fines del siglo XIX y la década de 1960, Bernal, Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, 2023.

  • 4.

    Movimiento artístico brasileño asociado al modernismo vanguardista. El nombre refiere a la disolución de la diferencia entre nacionalismo y cosmopolitismo a través de la incorporación del otro en el cuerpo propio.

  • 5.

    Pablo Semán y N. Viotti: «‘El paraíso está dentro de nosotros’. La espiritualidad de la Nueva Era, ayer y hoy» en Nueva Sociedad No 260, 11-12/2015, disponible en nuso.org.

  • 6.

    Karina Felitti: «‘The Spiritual is Political’: Feminisms and Women’s Spirituality in Contemporary Argentina» en Religion and Gender vol. 9 No 2, 2019.

  • 7.

    Janet Afary y Kevin B. Anderson: Foucault and the Iranian Revolution: Gender and the Seductions of Islamism, University of Chicago Press, Chicago-Londres, 2005, p. 202.

  • 8.

    V. Mitchell Dean y Daniel Zamora: Foucault y el fin de la revolución. El último hombre toma lsd, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2024.

  • 9.

    Colin Campbell: «The Secret Religion of the Educated Classes» en Sociological Analysis vol. 39 No 2, 1978.

  • 10.

    Esta mirada ha sido clásicamente sugerida por la tradición germana de la sociología de la religión, encarnada en figuras como Weber y Troeltsch, al asumir un origen religioso del capitalismo secular. El célebre ensayo de Walter Benjamin sobre la religión del capitalismo resulta el más sintomático de una revisión de esa tesis, al asumir que no hay tal secularización sino una mutación de la religión misma. Ver W. Benjamin: «Kapitalismus als Religion» en Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser (eds.): Gesammelte Schriften vol. VI, Suhrkamp, Fráncfort, 1985.

  • 11.

    Menos preocupadas por lo «religioso» como un marco totalizante de sentido y más por las formas de mediación concreta (podríamos decir, entonces, más preocupadas por la magia como fenómeno general del que la religión sería solo un caso trascendente), resultan claves las reflexiones en Bruno Latour: Nunca fuimos modernos. Ensayo de antropología simétrica, Siglo XXI Ediciones, Buenos Aires, 2012, y el original ensayo sobre el rasgo gnóstico en la tecnología digital contemporánea y su imbricación con la espiritualidad nueva era presente en Erik Davis: Tecgnosis. Mito, magia y misticismo en la era de la información, Caja Negra, Buenos Aires, 2023.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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