Colapsología: ¿una mutilación de la ecología?
Nueva Sociedad 303 / Enero - Febrero 2023
El discurso del colapso ha venido ocupando cada vez más espacio. Lejos de arar en el mar, quienes lo promueven tienen cada vez más audiencias, incluso entre los poderosos. Esa toma de conciencia parece alentadora, pero tiene también una dimensión de espectáculo y tiende a opacar parte de la potencia crítica del ecologismo como tradición. En este sentido, la colapsología podría ser una suerte de ecología mutilada.
Un fantasma recorre la crítica social: el de su destrucción programada, al igual que la del mundo que se esforzó por comprender desde hace dos siglos. Porque eso hacia lo cual tiende en adelante la dinámica patológica del capitalismo industrial, obsesionado por el crecimiento, cada vez más voraz en energías naturales y en carburante humano, es la producción final de un planeta enfermo. Un planeta sobre el cual estaría condenada a vagar una humanidad exangüe, desgarrada por catástrofes de todo tipo y pronto reducida a la superfluidad frente a un complejo de procesos automatizados. Colocada en el corazón mismo de esta civilización industrial (en el sentido en que Marcel Mauss entendía el término «civilización»: un fenómeno común a un número más o menos grande de sociedades y a una historia más o menos larga de esas sociedades), la ciencia, o más precisamente las ciencias «duras» cuyo modelo sigue siendo el de la física, documentan en abundancia sus signos de extinción. Solo a título indicativo, recuérdense las principales degradaciones ecológicas que tienen lugar todos los días a un ritmo agobiante, inclusive en la minúscula escala de los pocos meses de la redacción de un ensayo filosófico que, en el momento de ponerle el punto final, verá el medio vital más perjudicado de lo que está en la hora en que se escriben estas primeras líneas. Son conocidos, pues, con un conocimiento más o menos cierto, más o menos teñido de afectos depresivos, las pandemias, el agotamiento de los suelos, la escasez de las energías fósiles, el cambio climático, las extinciones masivas de especies animales y vegetales, los desechos de plástico, la acidificación de los océanos, la deforestación, los megaincendios, los refugiados climáticos que se añaden a los refugiados de guerra, los esclavos de las industrias extractivas, y más generalmente los disfuncionamientos cada vez más marcados de los servicios sociales básicos, incluso en los países opulentos (educación, transporte, cuidados, protección). Se ha vuelto corriente afirmar que todo esto indica una trayectoria de «derrumbe» de la civilización industrial, tal como lo definió el antropólogo y arqueólogo Joseph Tainter, autor en 1988 de un libro que dejó huellas, The Collapse of Complex Societies [El colapso de las sociedades complejas]: la pérdida rápida y determinante de un nivel establecido de complejidad sociopolítica. En otros términos, no se trata tanto de una catástrofe como de un retorno a la «condición normal de menor complejidad»1, como ocurrió con las civilizaciones romana, micénica o incluso maya. Con la salvedad de que esta vez atañe a sociedades industriales que descansan en organizaciones gigantescas.
Precisamente acá aparecen los primeros escrúpulos para quien aún quisiera dar muestras de crítica social y cultural. En efecto, frente a esta aplastante masa de hechos, ¿todavía vale la pena internarse en análisis ceñidos de los mecanismos de explotación económica, de la propiedad privada como robo o de la extorsión de la plusvalía? ¿Vale la pena todavía atarearse en denunciar la unidimensionalidad de la sociedad consumista, sus formas groseras o sutiles de neutralización de toda vida realmente vivida en beneficio del espectáculo triunfante de la mercancía? ¿Vale la pena todavía señalar la desposesión de la autonomía individual y colectiva de las instituciones burocráticas sobredimensionadas y absurdas? Con relación a nuestros abuelos, incluso a nuestros padres, habríamos entrado en una nueva era de la crítica, una era de la urgencia donde la elección que se nos presenta se expresa radicalmente en términos de vida y de muerte. A todas luces, quienquiera que intente circunscribir un poco mejor la naturaleza del curso actual de las cosas y aquello hacia lo cual parece irrevocablemente arrastrarnos debería volverse «apocaliptista», según el sentido que daba a este término el filósofo de la era atómica Günther Anders: comprender que ahora se trata de vivir de la mejor manera posible, soportando los golpes, en un tiempo histórico que se ha transformado en simple «prórroga».
En semejante contexto, desde hace cinco a diez años, los discursos sobre el derrumbe a corto plazo de la «civilización» industrial causan furor. La noción de «colapsología», forjada por los investigadores Raphaël Stevens y Pablo Servigne a partir del título de la obra de Tainter, pero también del superventas de historia comparativa del geógrafo Jared Diamond, Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed2, obra muy discutida por la comunidad científica internacional, poco a poco ganó visibilidad. Utilizada primero por sus creadores como una suerte de ocurrencia que permitía poner distancia de la gravedad de los hechos constatados y el peso del campo de estudio explorado, desde entonces se busca una legitimidad epistemológica, como «ejercicio transdisciplinario de estudio del derrumbe de nuestra civilización industrial, y de lo que podría sucederle»3. El caso es que la colapsología parece reforzar esa impresión de militar a la sombra de las catástrofes que, hace todavía algunas décadas, eran atributo de los ecologistas. En todo caso, tal es la tesis del especialista en ciencia política Luc Semal, autor de un ensayo sobre la cuestión, que sostiene que «hoy las redes de la colapsología son la encarnación más dinámica de esta perspectiva catastrofista que irriga las teorías y las movilizaciones ecologistas desde hace medio siglo»4. Algunos podrían ver en esto la reactivación de un milenarismo propio de toda época embarcada en una trayectoria apocalíptica. Es cierto que algunos «colapsólogos» no vacilan en lanzarse en profecías de este tipo. En su última obra, Devant l’effondrement [Ante el derrumbe]5, el ex-ministro de Medio Ambiente francés Yves Cochet llega incluso a suministrar una fecha precisa y describir el contenido de las etapas de ese cambio radical: entre 2020 y 2030, un periodo de derrumbe; entre 2030 y 2040, un intervalo de supervivencia marcado por la desaparición de la mitad de la población mundial; luego, entre 2040 y 2050, un renacimiento de sociedades locales que descansan en fuertes lazos de solidaridad. La pandemia de covid-19, por cierto, ofreció al autor la ocasión de saborear un triunfo siniestro. Así, Cochet no se privó de anunciar que nos situábamos en vísperas de un derrumbe más amplio, que apuntaba hacia el caos social6, al tiempo que citaba un fragmento de su obra donde se preguntaba si «una cepa virulenta tan mortal como el ébola y tan contagiosa como la gripe» iba a propagarse por el mundo sin que se pudiera poner a punto una respuesta sanitaria7.
No obstante, esa entrada milenarista en el discurso de la colapsología no es necesariamente pertinente, ni siquiera fructífera intelectualmente. Porque en todas partes, tanto en la vieja Europa como en el mundo anglosajón (donde no se habla directamente de collapsology), el discurso que emerge es un poco diferente, y en verdad es ese el que da más guerra al pensamiento crítico. En efecto, más allá de los desacuerdos, más allá de las querellas de camarillas políticas, se trataría de ponerse a la altura de una toma de conciencia de un desafío global, que reclamaría movilizaciones masivas y nuevas alianzas para salvar el planeta y preparar una transición hacia un mundo viable. Porque ya no tenemos tiempo, porque se franqueó el punto de equilibrio y nos arrastran procesos irreversibles, habría que acabar con nuestras ilusiones, renunciar a las promesas de la Historia y unir todas las buenas voluntades en un gran esfuerzo que trascienda las fronteras ideológicas. Por otra parte, ¿cómo podría ser de otra manera, a partir del momento en que, como lo indica el filósofo australiano Clive Hamilton, aceptamos «hacer un cambio radical y tomar debida nota del hecho de que muy simplemente no [vamos] a actuar en la medida requerida por la urgencia»8? En Estados Unidos, el periodista y ecologista Bill McKibben, que en 2007 fundó la ong 350 (en referencia al umbral que no se puede superar de 350 partes por millón –es decir, una fracción equivalente a un millonésimo– de co2 en la atmósfera), ¿no llegó a sostener que la humanidad lleva a cabo ahora una Tercera Guerra Mundial, y que sería «razonable preguntarse, frente a la degradación ecológica, si la aventura humana no comenzó a fallar e incluso a perder quizá todo interés»?9 De modo que la esperanza de un cambio residiría en movimientos de gran amplitud para modificar el espíritu de la época. Cuando gigantescos incendios causaron estragos recientemente en Australia, ¿no anunciaba Pablo Servigne, reaccionando a ese ejemplo funesto, que había llegado el tiempo no solo de las movilizaciones masivas, sino incluso de una «economía de guerra, o de excepción, que tome medidas radicales, que busque la emulación de los vecinos»10?
Bajo el peso de un drama tan aplastante, la resolución de sostener un discurso crítico parece consagrada a volar en pedazos. Por cierto, no se puede hablar de una forma de intimidación. Está claro que nadie nos apunta con una pistola en la sien. Simplemente, la carga emocional de los hechos descritos, la diferencia inconmensurable entre las capacidades reflexivas e imaginativas de los humanos por un lado, y la dimensión de los fenómenos a los cuales enfrentarse por el otro, en apariencia hace que la situación sea demasiado grave para que uno se dé el lujo de divertimentos teoricistas. Máxime cuando lo real toma la delantera a la anticipación intelectual, como en la crisis del coronavirus. Así, el periodista de New York Magazine David Wallace-Wells, especialista en el calentamiento global, autor en 2017 del artículo «The Unhabitable Earth» [La Tierra inhabitable], que fue el más leído de la historia de esa revista bimensual, de tal modo que luego lo reestructuró para convertirlo en un superventas que apareció en 201911, consideró la pandemia de covid-19 como el «terrible signo anunciador de las pandemias futuras que se desarrollarán si el cambio climático sigue desestabilizando tan profundamente el mundo natural»12: migraciones de insectos, fundición del permafrost y liberación de bacterias sepultadas desde hace millones de años, desplazamiento de las enfermedades, nueva letalidad de bacterias que hasta entonces vivían en simbiosis con los organismos animales y humanos.
Una duda legítima en el tiempo del espectáculo triunfante
Sin embargo, algo no funciona. Precisamente en virtud de las urgencias del tiempo, lo que en verdad se requiere es el esfuerzo de pensamiento más difícil e ingrato. Ya que, por dramática que sea, la situación actual sigue siendo bastante curiosa si se piensa en la manera en que la «opinión pública» se la representa. De ahí proviene una duda legítima. Época extraña, en efecto, donde los «profetas de la desgracia» que tienen la impresión de predicar en el desierto suscitan una gran atención en los círculos del poder y los puestos avanzados del «neoliberalismo». Cyril Dion, autor de los films Mañana (2015) y Pasado mañana (2018), que presentaban al gran público una multitud de experimentaciones «de transición», heraldo de la petición «L’affaire du siècle», que justifica llevar a la justicia al Estado francés por «inacción climática» (una petición cuya cantidad de firmantes terminó en casi dos millones en un poco más de cinco días, a fines de diciembre de 2018), participó muy cerca del poder en un Consejo de Defensa Ecológica. Las actividades de esta instancia apuntaron en particular a supervisar la constitución de una «Convención Ciudadana para el Clima», compuesta por 150 ciudadanos elegidos al azar e invitados a asumir las cuestiones ecológicas candentes, al tiempo que ofrecen al poder un contrapeso bienvenido frente al movimiento de los «chalecos amarillos». Según el testimonio mismo del documentalista, se trataba «para el gobierno de una manera de desviar la coerción de proposiciones radicales, de evitar así ser cuestionado directamente»13. En cuanto al entonces primer ministro Édouard Philippe, cuyas antiguas funciones de director de relaciones públicas en Areva14 dan testimonio de una participación activa en el desastre en curso, no vaciló en confesar, como bombero pirómano, que estaba obsesionado por la cuestión del derrumbe, a tal punto que la obra de Jared Diamond sería uno de sus libros de cabecera. Como es usual entre los tecnócratas, en realidad no admite la eventualidad de la catástrofe final sino para impugnarla inmediatamente, confiando en las inagotables soluciones técnicas que ofrecerá una «transición ecológica avanzada» para salvaguardar el progreso humano. Al leerlo, lo que queda es que «ya nadie [tendría] el monopolio de lo verde»15.
Y piensen todavía cuando el diario Le Monde, «diario oficial de todos los poderes» (según la fórmula de la Internacional Situacionista), consagraba en julio de 2019 una semana de tribunas libres a la cuestión del derrumbe, o ponía a Pablo Servigne encabezando el afiche de su festival Imagine en octubre de 2019, alrededor de la cuestión «¿Cómo vivir en un mundo colapsado?». Y eso cuando un año antes arrojaba la crítica del industrialismo (que, si se apela al sentido común, encarna lo que de otra manera se llamaría «ecología política») a la alcantarilla de los grupúsculos primitivistas, ligados de cerca o de lejos a la reacción16. Una amplificación mediática que por otra parte no se limita a Francia. En eeuu, una tribuna publicada en 2013 en uno de los blogs de The New York Times por el veterano de la Guerra de Iraq Roy Scranton, titulada «Learning How to Die in the Anthropocene» [Aprender a morir en el Antropoceno]17 dio mucho que hablar muy rápidamente, hasta ser seleccionada para el premio al mejor ensayo de nature writing, para luego ser prolongada en la forma de un librito exitoso. Todo esto (pero ¿aún es necesario señalarlo?), sobre un fondo de fascinación hacia la musa ecologista Greta Thunberg, capaz de administrar lecciones de sabiduría a todas las Christine Lagarde del mundo. Todavía recientemente, el peatón común y corriente podía cruzarse con una fotografía gigante de la joven «huelguista» del clima junto a imágenes del derretimiento de hielos, de incendios forestales o de la cara rubicunda y rencorosa de Donald Trump en los carteles publicitarios de la radio Europa 1, en plena estrategia de reconquista del rating con su eslogan «Cambiemos el mundo».
Por lo tanto, si se puede admitir que un «viento de colapsología» sopla sin lugar a duda en la ecología política (Luc Semal), este también ofrece un reordenamiento inesperado de las condiciones generales del espectáculo. Afirmar esto es aplicar una regla de higiene intelectual enunciada por Jacques Ellul, uno de los analistas más perspicaces de las técnicas de propaganda: «En una sociedad, cuando se habla en exceso de cierta circunstancia humana, es porque esa circunstancia no existe»18. Por ejemplo, expresaba, si se habla incesantemente de libertad, es porque la libertad fue suprimida. Para el caso que nos ocupa, hay que entenderse: hablar cada vez más del derrumbe y de los contornos de la vida humana «después» ciertamente no significa que la realidad en el centro de tales discusiones no existe. El problema se presenta de otra manera. Considerar esa trayectoria como la ocasión de una toma de conciencia ecológica inédita, bajo el aspecto de la colapsología, bien podría contribuir a derogar la herencia misma de la ecología política, es decir, la parte que es irrecuperable para el poder. Se puede dilapidar una herencia de diferentes maneras. Es posible tratar de liberarse de ella decididamente, lisa y llanamente negando el legado. Pero también es posible exhibirse como legatario al tiempo que se rechazan las obligaciones que eso presupone. A mi juicio, esa es la naturaleza del lazo ambiguo que mantiene la colapsología con la crítica de la «civilización» industrial. La colapsología es la ecología mutilada.
Propongo pues tomar al revés el discurso de numerosos partidarios del derrumbe (para mayor comodidad, se los podrá llamar los «derrumbistas») que estiman que, en general, los poderosos temen las comprobaciones irrefutables del desastre venidero. Cosa que contraría el estado normal del sistema político y económico, así como la tranquila confianza en una continuidad del progreso humano bajo la égida de las democracias representativas y de una economía globalizada. Para el profesor de Ciencias Políticas Carlos Taibo, en un libro varias veces reeditado en España, el asunto parece entenderse de la siguiente manera: si el gran público fue sensibilizado en el tema del derrumbe, es más por el sesgo del cine hollywoodense (Mad Max, Armageddon, World War z, I Am Legend), de las series (The Walking Dead, etc.) o de la literatura postapocalíptica (La carretera, de Cormac McCarthy) que por un debate intelectual y político sobre la catástrofe ecológica, que sigue estando ampliamente marginado. Evidentemente, conviene tener en cuenta las particularidades de la recepción de la ecología en España19, donde el debate está en efecto muy poco abierto en comparación con lo que ocurre del otro lado de los Pirineos. Pero, más en general, esta manera de oponer el interés suscitado por la cuestión del derrumbe en la forma del divertimento y la ocultación del debate de fondo sobre sus implicaciones políticas reales da que reflexionar. En vez de una oposición, ¿no habrá que hablar más bien de una continuidad, con los medios culturales masivos preparando la acogida de las tesis de la colapsología, en el seno del mundo invertido del espectáculo y de su fábrica de sensacionalismo? El hecho de que esto probablemente se efectúe para el gran perjuicio de ciertos derrumbistas no cambia nada de la realidad de las transformaciones de la ideología dominante: más que nunca, con el espaldarazo mediático de la colapsología, ahí lo verdadero es un momento de lo falso. Todo lo cual contribuye a pasar por alto lo mejor que el pensamiento crítico construyó desde los años 60, se trate de análisis tajantes del derrumbe ya presentes o de prospectivas estetizantes, tales como la tetralogía de John Brunner20 o los «cuatro apocalipsis» de James Graham Ballard21.
La trampa de los Lotófagos
Quien ya leyó u oyó discurrir a colapsólogos, tanto en el área francófona como anglófona, ciertamente observó su propensión a arraigar sus reflexiones sobre el desastre ecológico en anécdotas personales, instantes de impacto emocional (cuando su corazón, por ejemplo, se encoge en el momento de preguntarse si hacer hoy un hijo, en definitiva, no equivale a agregar algo a la desdicha de este mundo), o consideraciones en vivo y en directo engendradas por el derrumbe. Me tomaré aquí la licencia de hacer otro tanto, exponiendo una imagen que se me apareció a fuerza de frecuentar la literatura derrumbista.
En La Odisea, el retorno hacia la tierra natal está puntuado de encuentros desagradables, de peligros y de historias de devoración. Las escalas de Ulises y de sus compañeros entre los Cicones, los gigantes Lestrigones, en la gruta de Polifemo o en Eolo, donde reside la hechicera Circe, jamás se producen sin una masacre de por medio. Algunos de esos «anfitriones» son comedores de alimentos divinos (Circe o Calipso), otros de buena gana se comen hombres (los Lestrigones o Polifemo), pero todos resultan ser inhospitalarios y pueblan una tierra donde mayoritariamente no aparecen ni sembradíos ni jardines. No obstante, un pueblo constituye una excepción, al que encuentran en los primeros tiempos en el camino del retorno: los Lotófagos, pacíficos y amables. Estos comedores de flores no tienen nada contra la vida de los compañeros de Ulises. Por el contrario, les ofrecen lotos para que los saboreen. Habiendo probado ese «fruto dulce como la miel», a los informantes del héroe les cuesta el mayor trabajo volver a su hogar. Ulises se ve obligado a «llevarlos a la fuerza, aunque lloraban», para «arrastrarlos a las naves y atarlos bajo los bancos». En efecto, «repletos de lotos, los compañeros se olvidan del regreso».
En cierto modo, vistos a través del prisma de la crítica social y cultural, los que anuncian el derrumbe próximo son parecidos a los Lotófagos, a tal punto transpiran una empalagosa benevolencia. En sus diversas «redes», ¿no proponen métodos para dejar aflorar nuestras emociones más profundas respecto del «choque moral» constituido por el descubrimiento del pico petrolero, el cambio climático o la sexta extinción masiva? Gracias a las lecciones de la ecopsicología práctica, ¿no nos incitan a mantener una «expectación en movimiento» para maravillarnos por el espectáculo de nuestras emociones colectivas devueltas a la riqueza de lo viviente? Parecería muy grosero volverles la espalda, máxime cuando sabemos que están rodeados de devoradores atrapados en la negación de la catástrofe. Sin embargo, es lo que me parece necesario hacer, a riesgo de dar muestras de rudeza, para evitar sumirse en un nebuloso olvido. Solo con esta condición se podrá volver a llevar la reflexión ecológica a su suelo primordial, aquel a partir del cual se puede medir la extensión real del desastre en curso y señalar sus causas con precisión.
A este respecto, que se me permita proseguir un poco la analogía mediante observaciones suplementarias sobre La Odisea. ¿Cómo explicar que Ulises renuncie a su exilio, así como a la inmortalidad prometida por su amante Calipso? Es muy posible que, en definitiva, Homero subraye el triunfo del amor y del hogar, es decir, de la comunidad de pertenencia primera: un orden doméstico donde el cuerpo amoroso irradia en y por el cuidado aportado a la tierra (precisamente cuando, en su exilio, Ulises no recorrió jamás un espacio en el cual comer el alimento de los hombres, resultando totalmente decepcionada la esperanza de ver campos cultivados). El mismo lecho conyugal está constituido por un bello olivo a cuyo alrededor Ulises había construido la cámara nupcial, como nos enteramos cuando Penélope intenta verificar de una vez por todas su identidad exhortando a Euriclea a que transporte el lecho fuera de la cámara y lo prepare para Ulises, para el furor de este último. Hasta el mismo encuentro final entre él y su padre Laertes, solo en un vergel cuyas hierbas arranca, puede ser apreciado en función de la defensa de los valores agrarios. Para el escritor ecologista y campesino Wendell Berry, gran comentador del texto homérico, está claro que es «como campesino que Laertes sobrevivió a la ausencia de su hijo (…). En una época de desorden, volvió a cuidar la tierra, fundamento de vida y de esperanza»22. En este sentido, la epopeya homérica sigue exponiendo el revés de la fuerza, que por su parte predomina en La Ilíada. En semejante cuadro, el despiadado castigo reservado a los pretendientes resulta plenamente legítimo en la medida en que ellos despreciaron el orden doméstico que afirma el poeta. Finalmente, Ulises renuncia a la promesa de ser liberado de su condición encarnada, y por el contrario escoge asumirla castigando a quienes intentaron destruir el equilibrio de su oikos.
Salud del cuerpo, salud de la tierra, apego al medio vital, amor de los seres queridos, es lo mismo. Es aquello a lo cual Ulises no quiere renunciar. A pesar de Calipso, que le promete la omnipotencia. A pesar de las distracciones apaciguadoras de los Lotófagos en el duro camino del retorno.
¿Qué nos inspira esa analogía? Por cierto, es fundamental rehusar las promesas adulteradas de una abundancia industrial que se desarrolla a crédito sobre los medios naturales. Para quien no tuviera ya suficiente confianza en sus sentidos para atestiguar el descalabro producido por la artificialización del mundo, existe una estimación cifrada con el overshoot day, el día del año en que los recursos acumulados para mantener el sistema mundial superan las capacidades anuales de regeneración del «ecosistema». En 2019 se ubicaba en el 29 de julio. No obstante, y esto me parece igualmente crucial, se trata de no extraviarse tampoco a mitad de camino dejándose atrapar en la trampa de una forma de narcosis. Tal debería ser la tarea de una reflexión eco-lógica (en el sentido en que pone a nuestra humanidad en el corazón de nuestra «casa común») que, más allá de las estrategias de transición focalizadas en un futuro sin porvenir, se confrontaría con una comprensión penosa del desastre en curso remontando hasta su lógica fundamental: el proceso de abstracción de la condición encarnada inherente al capitalismo industrial. Casi todos los derrumbistas de hoy sienten o saben eso, pero por lo general lo callan, con fines estratégicos, para no perder a la mayoría. Sin lugar a duda, el ejemplo más impactante es el astrofísico Aurélien Barrau, no exactamente «colapsólogo», pero no menos «lanzador de alertas» mediático que ostenta simpatías libertarias, autor del libro ¡Ahora! El desafío más grande de la historia de la humanidad, quien declaró en un programa televisivo: «Si se formula la deconstrucción [sic] del capitalismo como premisa se pierde de entrada a 80% de la gente»23. No desmovilizar frente a la urgencia. Mantener a todo el mundo en la misma línea del frente, masiva e inclusiva. Es aquí donde los colapsólogos se parecen más a los Lotófagos. Es aquí donde frente a la amenaza del olvido dejan a otros, que se preocupan igualmente por el porvenir, la tarea de salvaguardar y reavivar la memoria del pasado de la ecología radical.
De la importancia de ser consistente
Uno se indignará frente a semejante comparación. Los colapsólogos bien pueden ser considerados como los agentes del olvido de un legado histórico y político, el caso es que parecen tener éxito allí donde sus detractores, supuestamente intransigentes, fracasaron de manera repetida. No contentos con llevar al debate público cuestiones ecológicas y existenciales cruciales, hablan al corazón de una generación que se politiza en torno de esos desafíos. Una generación joven que no solo se manifiesta, sino que también interroga sus privilegios y la idea misma de hacer carrera, a imagen de Clément Choisne, joven diplomado de la Escuela Central de Nantes, en un discurso pronunciado en la entrega de los diplomas, el 30 de noviembre de 2018, en el que señaló:
Como buena cantidad de mis compañeros, cuando la situación climática y las desigualdades de nuestra sociedad no dejan de agravarse, cuando el giec [Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático] llora y los seres se mueren, me siento perdido, incapaz de reconocerme en la promesa de una vida de rango superior como engranaje esencial de un sistema capitalista de sobreconsumo.
La ecología social y libertaria, los neoluditas, los tecnocríticos (poco importa el nombre que se les atribuya), ¿pueden jactarse acaso de haber suscitado semejantes conversiones? Al igual que los colapsólogos, tampoco nosotros quisimos el desastre, pero todo lleva a creer que ellos encontraron un medio de ponerle remedio haciendo vibrar otras cuerdas que las que nosotros acostumbrábamos a tocar. Una vez que la mayoría estuviera a la escucha, repentinamente sensible a la significación profunda de la ecología (que no se limita a la preocupación por el «medio ambiente»), entonces se dispondría de una mayor latitud para refinar los análisis, incluso para radicalizarlos.
Sin embargo, sería un error pensar que mi objetivo es llevar a cabo un juicio por falta de radicalidad. Después de todo, no se puede decir exactamente que un movimiento como Extinction Rebellion, que se formó sobre un fondo de anticipación de la catástrofe, esté desprovisto de ella. En él se discute incluso acerca de la pertinencia de la violencia frente a las estrategias no violentas24, cosa que no lo constituye a priori en un movimiento tibio. El hecho de que pululen los pequeños actos o las acciones notables no es el indicio de una debilidad de actuar, sino más bien de un ardor activista. Las «tristes» épocas –y con seguridad la nuestra lo es– con mucha frecuencia terminan por dar paso a una fascinación por la práctica, donde parece volver a jugarse incesantemente lo absolutamente inédito con militantes neófitos que se consideran como pioneros. Talleres de «trabajo que reconecta» destinados a padecer juntos el impacto moral de la ineluctabilidad del derrumbe; residencias del «Nuevo Guerrero» para encontrar en sí al salvaje oculto; formación y entrenamiento en la supervivencia en bases autónomas sustentables (bad, por sus siglas en francés)25; ocupaciones e impugnaciones por Extinction Rebellion; «huelgas» estudiantiles por el clima; estímulo al «cero desperdicio»; campañas de L21426 contra la industria mundial de la carne; happenings diversos y variados, etc.: el ambiente catastrofista produce reacciones en cadena a diestra y siniestra. Más bien, el problema mayor es saber si esa efervescencia de movilizaciones de todo tipo tiene una coherencia. A este respecto, siempre vale la pena rememorar la advertencia de Max Horkheimer en el prefacio de Éclipse de la raison [Eclipse de la razón], una obra publicada en 1947, al salir de un doble apocalipsis cuyo horror está condensado en los nombres Auschwitz e Hiroshima-Nagasaki. El fundador del Instituto de Investigación Social, más conocido con el nombre de Escuela de Fráncfort, afirmaba allí: «La tendencia moderna a traducir toda idea en acción, o en abstención activa de toda acción, constituye uno de los síntomas de la presente crisis cultural. La acción por la acción, de ninguna manera superior al pensamiento por el pensamiento, incluso le es quizá inferior»27.
En otros términos, lo que hay que preguntarse a propósito de los discursos y de las prácticas derrumbistas no es cuál es su objetivo político o su resultado esperado sino en verdad: ¿cuáles son su sentido y su coherencia? Por lo tanto, no es en el registro de la eficacia donde nos posicionaremos, sino en el del pensamiento. Sustrayéndose a toda subordinación a la lógica del rendimiento, el pensamiento recupera su filo y responde a su exigencia de consistencia. Porque tal es el principal reclamo imputable a la colapsología: corresponde a un discurso fundamentalmente inconsistente.
En primer lugar, el término de «derrumbe» mismo es suficientemente indeterminado para depender de lo que el lingüista y medievalista Uwe Pörksen llama las «palabras plásticas»28. Iván Illich, que había alentado a Pörksen a escribir sobre este tema, calificaba de «amebas» ese tipo de términos (entre los cuales «desarrollo», «crecimiento», «proyecto», «resiliencia», «sistémico» serían ejemplos contemporáneos). Una palabra plástica cambia de forma en función de los contextos, pero en el conjunto permanece siempre igual de vaga. Puede prestarse a múltiples usos, independientemente del objetivo del comentario. Se emparenta con un bloque en un juego de construcción, utilizable con cualquier fin y susceptible de plegarse a cualquier intención del constructor. Así, la palabra «derrumbe» posee una significación dilatada y una connotación imponente para impactar la imaginación y dejar estupefacto el entendimiento. Pero detrás de la pantalla de humo hay realidades que se deben desenmarañar con paciencia, y lógicas que funcionan y no dependen de un desplome fatal: derrumbe brutal o progresivo (en cuyo caso no se trataría ya estrictamente de un derrumbe sino de una «decadencia»); destrucción integral de la vida social y cultural o caída hacia un nivel de complejidad menor; disfuncionamiento de los servicios públicos básicos o eliminación concertada bajo el efecto de la digitalización creciente de la vida: todas estas alternativas, entre muchas otras, no se vuelven concretas y discutibles a menos que uno se deshaga del dominio de las palabras plásticas.
El movimiento colapsológico es invertebrado, y también lo es en el hecho de que propone (a veces entre los mismos individuos) todo y su contrario: apoyar a la vez la zad29 y la bad30, que es reivindicada por activistas de extrema derecha; hacer presión sobre los gobiernos mediante una batería de peticiones y de manifestaciones masivas; retirarse en una práctica survivalista en forma individual; datar con precisión el derrumbe, en una suerte de «milenarismo laico»31, o considerarlo como algo indeterminable en lo cual se cree para reforzar nuestro actuar en el presente; entablar la transición en grupos de ayuda mutua y de apoyo psicológico; meditar y llorar por la Tierra; rendirse ante lo ineluctable, modelizado por un arsenal de datos científicos; «reconectarse» activamente con el Todo de la vida; predicar el «negarse a medrar» libertario32 o tomar cualquier micrófono o cámara que se pudiera presentar.
Para que se comprenda mejor la trayectoria catastrófica de la civilización «termoindustrial», los partidarios del derrumbe recurren con mucha frecuencia a la imagen de un automóvil que se precipita a una velocidad exponencial precisamente cuando sus frenos están bloqueados33. La situación es tal que habríamos alcanzado el estado de predicamento, en otras palabras, un camino sin salida, una crisis terminal que arrasa con ella «nuestra» civilización y la biosfera en su conjunto. Por mi parte, me referiré a otro objeto muy útil: la brújula. En el seno y sin duda más allá de ese agregado heteróclito de discursos y prácticas, trato de encontrar cómo reorientarse, en primer lugar echándole una zancadilla a esa cultura del olvido de la que participa la colapsología. Así, aunque sin duda alguna tengamos el tiempo contado, séame permitido gastar un poco de ese tiempo para llevar este trabajo a buen término.
Nota: este texto corresponde a la introducción del libro La colapsología o la ecología mutilada (La Cebra, Adrogué, 2021). Traducción de Víctor Goldstein.
-
1.
J.A. Tainter: The Collapse of Complex Societies, Cambridge UP, 1988.
-
2.
J. Diamond: Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed, Viking Penguin, Nueva York, 2005. [Hay edición en español: Colapso. Por qué unas civilizaciones perduran y otras desaparecen, Debolsillo, Barcelona, 2017].
-
3.
P. Servigne y R. Stevens: Comment tout peut s’effondrer. Petit manuel de collapsologie à l’usage des générations présentes, Seuil, París, 2015, p. 253. [Hay edición en español: Colapsología, Arpa, Barcelona, 2020].
-
4.
L. Semal: Face à l’effondrement. Militer à l’ombre des catastrophes, PUF, París, 2019, p. 23.
-
5.
Y. Cochet: Devant l’effondrement. Essai de collapsologie, Les Liens qui Libèrent, París, 2019.
-
6.
Y. Cochet: «Un effondrement mondial va arriver, j’en suis encore plus sûr» en Midilibre.fr, 23/4/2020.
-
7.
Y. Cochet: Devant l’effondrement, cit., p. 123.
-
8.
C. Hamilton: Requiem pour l’espèce humaine, Presses de Sciences Po, París, 2013, p. 9. [Hay edición en español: Réquiem para una especie. Cambio climático: por qué nos resistimos a la verdad, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2011].
-
9.
B. McKibben: «How Extreme Weather Is Shrinking the Planet» en The New Yorker, 16/11/2018.
-
10.
P. Servigne: «Avec les mégafeux, le projet moderne a trouvé plus fort que lui» en Reporterre, 9/1/2020.
-
11.
D. Wallace-Wells: El planeta inhóspito. La vida después del calentamiento, Debate, Barcelona, 2020.
-
12.
D. Wallace-Wells: «The Coronavirus is a Preview of our Climate-Change Future» en Intelligencer, 8/4/2020.
-
13.
Gaspard d’Allens: «Comment Cyril Dion et Emmanuel Macron ont élaboré l’assemblée citoyenne pour le climat» en Reporterre, 10/5/2019.
-
14.
Conglomerado multinacional francés líder en el sector de la energía nuclear [n. del t.].
-
15.
É. Philippe: «Face à l’effondrement, l’humanité est loin d’avoir dit son dernier mot» en Huffpost, 2/12/2019.
-
16.
Frédéric Cazenave: «Derrière la décroissance, de la gauche à la droite identitaire, une multitude de chapelles» en Le Monde, 2/12/2018.
-
17.
R. Scranton: «Learning How to Die in the Anthropocene» en The Stone (blog), The New York Times, 10/11/2013.
-
18.
J. Ellul: Ce que je crois, Grasset, París, 1987, p. 91.
-
19.
C. Taibo: Colapso. Capitalismo terminal, transición ecosocial, ecofascismo, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2016.
-
20.
John Brunner (1934-1995) es el autor de cuatro novelas mayores ilustradas por los cuatro jinetes del apocalipsis del mundo moderno, que tratan alternativamente de los efectos catastróficos de la superpoblación, de la colusión entre Estado y mafia, de la polución y de las tecnologías de la información: Todos sobre Zanzíbar (1968), Órbita inestable (1969), El rebaño ciego (1972) y El jinete de la onda del shock (1975).
-
21.
En orden cronológico: El huracán cósmico (1961), El mundo sumergido (1962), La sequía (1964), El mundo de cristal (1966).
-
22.
W. Berry: The Unsettling of America: Culture and Agriculture [1977], Counterpoint, Berkeley, 2015, p. 133.
-
23.
Entrevista en el programa Interdit d’interdire, conducido por Frédéric Taddeï en RT France, 12/6/2019.
-
24.
Jonas Lum: «La non-violence, ‘une résistance molle’ qui ne provoque pas de changement profond» en Reporterre, 10/1/2020.
-
25.
BAD, base autonome durable [base autosuficiente sostenible], un concepto del survivalismo [n. del t.].
-
26.
Organización francesa de derechos de los animales [N. del T.].
-
27.
M. Horkheimer: Éclipse de la raison, Payot, París, 1974, p. 10.
-
28.
U. Pörksen: Plastic Words: The Tyranny of a Modular Language, Penn State up, State College, 1995.
-
29.
Zone à defendre: zona por defender, para referirse a una ocupación militante que pretende bloquear físicamente un «proyecto de desarrollo» con consecuencias ambientales o sociales negativas y da lugar a formas autónomas de organización [n. del e.].
-
30.
V. nota 25.
-
31.
Y. Cochet: Devant l’effondrement, cit., p. 229.
-
32.
Sobre este punto, v. Corinne Morel Darleux: Plutôt couler en beauté que flotter sans grâce, Libertalia, París, 2019.
-
33.
La primera parte de la obra Comment tout peut s’effondrer, de Servigne y Stevens, está construida sobre esta imagen.