Coyuntura
NUSO Nº 228 / Julio - Agosto 2010

Venezuela: anatomía de una recesión profunda y prolongada

Tras el impacto generado por la crisis económica mundial en 2009, América Latina ha comenzado a mejorar su situación. Las estimaciones para este año anuncian un crecimiento de alrededor de 4%, con todos los países de mediano y gran tamaño en franca recuperación. La única excepción es Venezuela, con una caída estimada de 2% y una inflación en aumento. El artículo analiza las causas de esta situación, atribuibles a la crónica vulnerabilidad a los cambios en los precios del petróleo pero también a las inadecuadas reacciones de política implementadas, la ausencia de un modelo de desarrollo productivo y las crecientes dificultades que encuentra la iniciativa privada.

Venezuela: anatomía de una recesión profunda y prolongada

En 2008, con el advenimiento de la crisis económica global, se cerró para América Latina y el Caribe una fase de cinco años de expansión económica sin precedentes en los últimos 40 años. Para la mayor parte de los países de la región, esta etapa significó no solo elevadas tasas de crecimiento económico y descensos de los niveles de pobreza, sino también mejoras en varios aspectos significativos de la gestión macroeconómica y una reducción de la vulnerabilidad externa. Pero en 2009 las fuentes de dinamismo atadas al comercio y las finanzas globales desaparecieron: el valor del comercio de la región se desplomó, los flujos de remesas cayeron significativamente, se inició una intensa volatilidad en los mercados de capital y la inversión extranjera directa se paralizó. Según estimaciones preliminares de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), América Latina experimentó una caída del producto de 1,8%. México, los países de Centroamérica y Venezuela fueron los más afectados: los primeros como resultado de su interdependencia y sus fuertes vínculos con la economía estadounidense; y en el caso de Venezuela, como argumentaremos con mayor detalle, como consecuencia de la combinación de una creciente vulnerabilidad a los shocks externos y un menú absolutamente contraproducente de políticas reactivas a la crisis. Esto ha sumido la economía venezolana en una recesión profunda, sin que la situación permita vislumbrar una recuperación o una salida clara en el corto y mediano plazos. Así, la economía venezolana registró en 2009 una caída del producto de 3,3%, bastante por encima de la caída promedio de la región.

El caso venezolano luce particularmente singular en la región, al menos si se contrasta con el potencial de reacción que están mostrando la mayor parte de las economías de mediano y gran tamaño. Ciertamente, las perspectivas de recuperación mundial parecen ahora condicionadas por los problemas fiscales y financieros de la zona del euro. Sin embargo, el Fondo Monetario Internacional (FMI) proyecta para América Latina un crecimiento de 4% para este año, mientras que la Cepal estima 4,1%. Según las estimaciones del FMI, con excepción de Venezuela, todos los países latinoamericanos de mediano o gran tamaño crecerán en 2010. En el caso venezolano se proyecta una caída de 2,6% (a lo que se suma la tasa de inflación más alta del continente). La cifra preliminar de crecimiento dada a conocer por el Banco Central de Venezuela (BCV) para el primer trimestre de 2010 fue de -5,8%, lo que no ha hecho más que corroborar perspectivas de una recesión que luce ya profunda y que amenaza con ser prolongada.

Para explicar este desempeño tan negativo de la economía venezolana frente a la crisis y dar cuenta de las sombrías perspectivas que sobre ella se posan, tres aspectos esenciales merecen ser destacados. Por una parte, es evidente que la economía se ha hecho más dependiente y vulnerable a los acontecimientos de origen externo. Esta creciente vulnerabilidad se explica, en buena medida, por elementos de economía política: en particular, la combinación entre el liderazgo político –y su proyecto hegemónico y de largo plazo– y la presencia determinante de un recurso mineral exportable en manos del Estado. En segundo lugar, y de cara a la crisis, las autoridades económicas han adoptado un conjunto de decisiones de política económica que, en lugar de contrarrestar o mitigar los efectos de las perturbaciones externas, más bien los han amplificado. En tercer lugar, un clima de crecientes dificultades y hostilidad sobre el capital nacional está dejando a la economía sin fuentes de dinamismo productivo interno de largo plazo.

La creciente vulnerabilidad externa y fiscal

En el segundo semestre de 2008, el ambiente de creciente efervescencia en las cotizaciones internacionales de los precios de los commodities y otras materias primas de origen minero se vio seriamente interrumpido por las secuelas de la crisis económica global desatada a partir de la quiebra de Lehman Brothers. En este contexto, y ante la perspectiva de una recesión económica global profunda y con desconocidas implicaciones, los precios de los principales productos básicos, especialmente el petróleo, comenzaron a disminuir a una velocidad y profundidad nunca antes vistas. En diciembre de 2008 el precio de la cesta de petróleo crudo venezolano se ubicó en 31,55 dólares por barril, cuando seis meses atrás rondaba los 130 dólares. En solo seis meses, el precio del barril para Venezuela había caído 75%.

Aunque el precio comenzó a recuperarse gradualmente a partir del primer trimestre de 2009, durante ese año Venezuela sufrió una caída en los ingresos externos de origen petrolero de casi 40%. Vale precisar que las exportaciones petroleras representan hoy cerca de 94% de los ingresos por exportaciones totales, cuando tan solo diez años atrás constituían 68% de ellos. Con una acumulación crónica de déficits en los movimientos de capital a lo largo de los últimos años, esta creciente dependencia hace de los ingresos petroleros la principal fuente de generación de divisas y el factor clave para explicar el posicionamiento externo de la economía. La caída estrepitosa de las exportaciones no petroleras (en razón de la disminución del comercio mundial y de la interrupción del comercio con Colombia), la permanente salida de capitales y un saldo neto negativo de inversión extranjera directa (IED) han coadyuvado a la reaparición de la restricción externa. Así, repentinamente, los enormes saldos superavitarios acumulados en la cuenta corriente del sector externo quedaron atrás, y la balanza de pagos, por primera vez en seis años, generó déficit en 2009. El primer efecto de la caída de los precios del crudo fue entonces una presión en la disponibilidad de divisas, cuyas repercusiones ulteriores quedaron condicionadas al «colchón» o el stock disponible de reservas internacionales en poder de las autoridades monetarias.

A lo que parecía vislumbrarse como un complicado cuadro en las cuentas externas se añadió, en segundo término, y al menos potencialmente, una significativa merma en los ingresos fiscales de origen petrolero. Es necesario destacar que cerca de 49% de los ingresos fiscales del presupuesto de ingresos del gobierno central proviene hoy del canal petrolero, por la vía de impuestos, regalías y dividendos. En 1999, diez años atrás, el aporte petrolero no iba más allá de 37%.

Desde luego, la interrogante fundamental es por qué Venezuela, en lugar de trascender y romper la dependencia del modelo primario exportador, se ha visto envuelta, en particular en los últimos años, en una dinámica de creciente sujeción a los vaivenes de un mercado tan volátil como el petrolero. En otros trabajos hemos sostenido la tesis de que, en los Estados patrimonialistas como el venezolano, la emergencia de un liderazgo político «no transaccional» eleva la probabilidad de que se termine priorizando la maximización de la renta en relación con el sector petrolero. El recurso adquiere un sentido estratégico interno para el gobierno, pues su uso con fines «distribucionistas» permite mantener la legitimidad de desempeño aun en condiciones muy agudas de enfrentamiento con otros grupos y sectores de la sociedad. Esta condición no solo tiende a prolongar la dinámica clientelar, sino que además alinea los incentivos para seguir profundizando el patrón rentista y dependiente del petróleo.

La reacción de políticas: el ajuste ortodoxo

La reacción de las autoridades económicas a la caída de los precios del petróleo y los shocks gemelos en el ámbito externo y fiscal se orientó inicialmente a trasmitir una sensación de optimismo y de invulnerabilidad frente a los acontecimientos. No obstante, las primeras medidas se dieron a conocer en los hechos. La Comisión de Administración de Divisas (Cadivi), el órgano encargado de administrar el control de cambio y las divisas para importaciones, comenzó a racionar los montos autorizados al sector productivo y a los importadores en el último trimestre de 2008. Pero más allá de esta primera y más o menos inmediata reacción, fue en la tercera semana de marzo de 2009, casi nueve meses después de haber comenzado el desplome de los precios del petróleo, cuando el Ejecutivo anunció públicamente un conjunto de medidas fiscales y de ingresos para enfrentar la crisis.

En el ámbito fiscal se fijó una nueva premisa de precios del petróleo para 2009 (40 dólares el barril), se anunció un recorte de 6,7% en el presupuesto nominal de gastos gubernamentales (de 167.470 millones de bolívares a 156.250 millones) y se autorizó un incremento de tres puntos en la alícuota del Impuesto al Valor Agregado (IVA) para llevarlo a 12%. Asimismo, se estimó un incremento del endeudamiento interno de 12.000 a 37.000 millones de bolívares. Por el lado de los ingresos, el Ejecutivo anunció un aumento de 20% del salario mínimo en dos fases: la primera a partir del 1o de mayo de 2009 y la segunda hasta elevar el ingreso básico mensual a 967,5 bolívares. A pesar de las crecientes presiones sobre el mercado cambiario y la marcada sobrevaluación de la moneda, el Ejecutivo descartó cualquier ajuste del tipo de cambio oficial, que se mantuvo por los siguientes nueve meses en torno de 2,15 US$/Bs.

Ninguna de estas medidas encaja en lo que podría ser considerado como un programa diseñado para atenuar el impacto potencialmente recesivo de la crisis externa. En lugar de atender el shock con una combinación de ajuste de reservas y modificación ágil en el tipo de cambio, se tomó la determinación de ajustar las importaciones, que solo en 2009 cayeron 22%. Dado que cerca de 75% de los bienes que importa Venezuela son insumos intermedios y bienes de capital, no cabía más que esperar un impacto negativo sobre la producción. Por otro lado, las medidas fiscales se inscriben en la lógica de un típico ajuste ortodoxo: atender y cuadrar en lo posible las cuentas públicas a costa de la amplificación interna de los efectos del shock externo y fiscal. En este contexto, lo más impactante es que el gasto primario real durante 2009 cayó 15% con respecto al ejecutado en 2008. Al atender los datos acerca de la caída de la Formación Bruta de Capital, buena parte del ajuste fiscal recayó en la inversión pública. Esta observación es importante pues denota la ausencia de una estrategia contracíclica, bien sea por la falta de espacio fiscal (por carecer de financiamiento, de fondos o de recursos para estabilizar el ciclo) o por la carencia de una visión al respecto. Por último, la decisión de limitar los incrementos salariales a solo 20%, y con desfase, en una economía que ya había acumulado en los 12 meses previos una tasa de inflación de 26%, sugiere un ajuste a la baja en el salario real.

Pero ¿podían acaso las autoridades hacer otra cosa? La respuesta es afirmativa. Frente a los menores ingresos externos, Venezuela presentaba, al cierre de 2008, un nivel de reservas nunca antes visto, de 42.299 millones de dólares. La existencia de un control administrado de divisas con un nivel alto de reservas parecía entonces una combinación bastante disuasiva a la hora de considerar un ajuste contractivo en las asignaciones de divisas hacia el resto de la economía.

En lo que concierne a la gestión fiscal, la ausencia de una política contracíclica es otro misterio. Lo cierto es que, durante la bonanza que comenzó en 2004, se crearon varios fondos de riqueza mixtos y soberanos. El Fondo de Desarrollo Nacional (Fonden), con creces el más importante de todos, recibió muchos recursos, pero nunca presentó estados financieros periódicos y menos aún un registro específico de proyectos e inversiones. La única información, incluida en el Informe Económico del BCV de 2008, señala que, desde su creación y hasta el cierre de ese año, el Fonden recibió 46.131 millones de dólares, de los cuales ya había ejecutado y comprometido 38.200 millones. En otras palabras, las disponibilidades del Fonden al cierre de 2008 eran de solo 7.900 millones de dólares, poco más de dos puntos del PIB. Así, la ausencia de un comportamiento fiscal «responsable» en la bonanza dejó poco espacio para evitar un ajuste contractivo en tiempos de penuria.

El hecho de que la política pública no haya encontrado mecanismos para controlar la inflación es fundamental y se conecta directamente con la recesión. Si el ingreso nominal del gobierno y de los agentes privados no puede aumentar debido al shock externo, para evitar una caída en el poder de compra y una amplificación de la crisis se precisa controlar la inflación. De lo contrario, la demanda agregada interna cae en términos reales, con los consiguientes efectos recesivos. De hecho, la caída en el consumo privado real registrada en Venezuela durante 2009 (y que continúa durante la primera parte de 2010) está ligada a las pérdidas del salario real que provoca la inflación sin control.

La realidad es que en el terreno inflacionario la política económica luce extraviada: lejos de concentrarse en una eliminación gradual de los «cuellos de botella» que corrija las desviaciones de los precios relativos y así la más importante fuente de presiones inflacionarias, se ha orientado a establecer una política masiva de control de precios que termina siendo contraproducente. Por otra parte, la alineación del tipo de cambio a un nivel más ajustado con la paridad real es fundamental. Pudo haberse hecho a fines de 2008, cuando el precio del crudo comenzó a ceder. Sin embargo, la decisión de persistir en una paridad cambiaria oficial fija, a pesar de que no logró controlar la inflación, siguió profundizando un patrón prolongado de sobrevaluación de la moneda y alimentando expectativas de ajustes cambiarios muy cercanos y con secuelas inflacionarias. Paradójicamente, el anclaje cambiario terminó funcionando como un mecanismo de alimentación de la inflación.

En suma, la respuesta gubernamental a los shocks gemelos –se mire por sus efectos sobre la demanda agregada interna o sobre la oferta y el potencial de producción– ha mostrado una faceta claramente recesiva.

Resulta todavía más sorprendente que este sesgo recesivo en la política económica no haya cambiado en lo sustancial durante el curso de 2010, incluso en un escenario de franca recuperación en los precios del petróleo. Para el cierre de mayo, por ejemplo, la cotización promedio del crudo venezolano fue de 68 dólares por barril, 25 dólares por encima del valor promedio registrado entre enero y mayo de 2009. Este aumento de los ingresos de origen petrolero debería, en teoría, haber aliviado las restricciones para las importaciones, así como la restricción fiscal para incrementar el gasto público. Por el contrario, las estadísticas dadas a conocer por el BCV y la Oficina Nacional del Tesoro para el primer trimestre del año indican que las importaciones cayeron 38% con respecto al primer trimestre de 2009 (a un nivel de 6.853 millones de dólares) y que el gasto primario del gobierno en términos reales se redujo 5%.

En cambio, sí se modificó la política cambiaria, esta vez para validar lo que todo el mundo esperaba: que tarde o temprano se ajustaría la paridad. En los primeros días de enero de 2010, el Ejecutivo anunció un ajuste en la tasa de cambio, así como la implementación de un régimen de cambios múltiples, dejando atrás el sistema de cambio único (a 2,15 Bs./US$) que había permanecido inalterado por casi cinco años. A través del Convenio Cambiario No 14, el Ministerio de Economía y Finanzas estableció oficialmente dos paridades cambiarias según el tipo de bienes: una a 2,6 Bs./US$ y otra a 4,3 Bs/US$. La medida corrige, al menos parcialmente, la creciente desalineación del tipo de cambio real con respecto a la paridad real de equilibrio. Sin embargo, la motivación más importante parecía ser la multiplicación de los recursos en bolívares que Petróleos de Venezuela (PDVSA) y el fisco tendrían disponibles para su plan de gastos del año. No obstante, la experiencia de ajustes cambiarios anteriores indica que las devaluaciones tardías suelen generar masivas pérdidas de ingreso y de riqueza (cuando la indexación no es completa o no existe) y, por lo tanto, impulsan agudas contracciones en la demanda y la producción.

En cualquier caso, trascurridos unos pocos meses de la devaluación, no se conoce ninguna mejoría en los aportes fiscales en bolívares de PDVSA al fisco. Según cifras del Ministerio de Economía y Finanzas para el primer trimestre de 2010, los aportes fiscales que recibió el Gobierno Central provenientes de la petrolera estatal fueron de 7,1 billones de bolívares, contra 7,3 billones transferidos en 2009. ¿Cómo se explica que con precios del crudo sustancialmente más altos y con un tipo de cambio más elevado, el ingreso fiscal petrolero esté bajando incluso en términos nominales? Es una gran incógnita difícil de despejar, al menos mientras las finanzas de PDVSA sigan siendo manejadas en la más absoluta oscuridad y detrás de un muro de silencio.

¿Cuenta la economía con fuentes de dinamismo productivo de largo plazo?

Pero más allá del problema inflacionario, de larga data en Venezuela, el mayor inconveniente de corto plazo que aqueja a la economía es que se ha quedado sin motores para volver a una senda de crecimiento que atienda las necesidades crecientes de la población. La marcada sobrevaluación del tipo de cambio dejó al sector exportable no petrolero sin potencial alguno de crecimiento; el ambiente de incertidumbre que rodea al sector privado difícilmente puede hacer de la inversión una palanca económica; la caída que aún se vislumbra en el salario real tampoco permite que la recuperación repose en el consumo; y, por si fuera poco, las autoridades han renunciado a la política fiscal contracíclica.

Nada mejor puede decirse de las perspectivas de mediano y largo plazo. Lamentablemente, la economía venezolana está apostando a un modelo de desarrollo liderado por el Estado (state-led) cuyo pilar fundamental es la renta petrolera. Apalancado en esa renta, el llamado «socialismo del siglo XXI» parece desarrollarse, al igual que el «socialismo clásico», sobre la base de una enorme cantidad de competencias y compromisos que recaen sobre el Estado, reproduciendo sobre la economía un universo de restricciones y controles administrativos, y en un conflicto frontal y crónico con el capital nacional.

En este contexto, la capacidad de reac-ción del sector privado, aunque paradójicamente muy necesaria, se ve crecientemente disminuida. Por una parte, hay un proceso de cambio estructural en marcha, impulsado por la mortalidad de unidades productivas y una significativa movilidad de recursos hacia sectores de baja productividad. Por otra parte, en los últimos cuatro años el «proyecto socialista» ha girado hacia una política de consolidación de la propiedad y control de unidades productivas por parte del Estado en sectores considerados «estratégicos», un proceso cuya característica principal hasta ahora ha sido «desplazar» (en lugar de complementar) la inversión privada. Todo esto viene ocurriendo, además, en un clima de incertidumbre institucional paralizante, cuyas repercusiones en la acumulación de capital y en el potencial de producción de largo plazo pueden ser nefastas.

En estricta referencia al cambio estructural, vale destacar en primer lugar que entre 2000 y 2007 el sector privado perdió, en términos netos, cerca de 3.000 unidades productivas, una buena parte de ellas en el sector de manufactura. La participación del PIB industrial manufacturero como proporción del producto global se ha desplomado y hoy apenas llega a 11%, muy lejos del pico de 23% alcanzado 20 años atrás. Un estudio reciente sobre la evolución de la productividad en Venezuela indica que, en medio de este proceso de desindustrialización, la economía ha venido transfiriendo recursos desde sectores donde la mejora de la productividad es relativamente elevada hacia aquellos en los que la productividad viene cayendo. En contrapartida, en los últimos años ha avanzado un proceso de terciarización de la economía, apalancada en ambiciosos esquemas de financiamiento de la llamada «economía social» (cooperativas y empresas de producción social). El problema es que en este ámbito las capacidades intrínsecas de aprendizaje y la densidad tecnológica son bajas, los encadenamientos productivos y el potencial de arrastre escasos, y las economías de escala inexistentes. En ese sentido, el estímulo a las nuevas formas de propiedad, en tanto política de desarrollo productivo, luce insuficiente y sin potencial para generar una economía más productiva. Al cambio estructural de sesgo antiindustrial se añade hoy el ingrediente de las nacionalizaciones y expropiaciones, un elemento que está afectando seriamente el clima de inversiones en Venezuela, bastante perturbado ya por un contexto de proliferación desmedida de regulaciones, restricción de divisas, fragmentación del movimiento laboral, fragilidad institucional e inseguridad jurídica. Desde 2005, el gobierno impulsa una política agresiva de expropiaciones y nacionalizaciones de empresas en sectores considerados «estratégicos». La llamada «ofensiva socialista» ha permitido al Estado hacerse del control del sector de telecomunicaciones, la red de generación y distribución del servicio eléctrico, el sector de producción de cemento, la producción de hierro y acero, y las empresas estratégicas de la industria petrolera (tales como inyección de agua, vapor o gas, transporte de trabajadores y prestación de otros servicios conexos). De igual manera, las expropiaciones acentuaron la presencia del Estado en el sistema financiero, la red de servicios de hoteles, la producción, almacenamiento, procesamiento y distribución de alimentos, y las cadenas de hipermercados.

En el sector agroalimentario las políticas también se han concentrado en la propiedad y el control de tierras agrícolas. En ese afán, desde 1999 se han ocupado tres millones de hectáreas de tierra alegando motivos de «utilidad pública» o simplemente cuestionando la titularidad de los predios. En términos de la recuperación del potencial de producción, los logros de esta política han sido muy parciales, y la ofensiva contra el sector privado más bien ha socavado la producción local. Mientras duró la bonanza, los efectos perversos sobre la producción nacional y los precios pudieron ser mitigados con masivas importaciones en casi todos los rubros alimentarios. Pero vale la pena preguntarse si este intercambio de petróleo por alimentos es un síntoma de buena salud económica.

La creciente presencia del Estado en la actividad productiva por medio de la toma de propiedad y control de empresas ya existentes no solo ha generado una deuda de considerables proporciones para el sector público, sino que además debe ser vista y evaluada como desembolsos o inversión pública que no deja como contrapartida nuevas unidades productivas y puestos de trabajo. Así, mientras la dimensión del Estado se agiganta, la gestión pública se hace cada vez más complicada y los compromisos financieros se acumulan. Desde esta perspectiva, la sustentabilidad del «socialismo del siglo XXI» parece depender de ingresos petroleros crecientes. Pero las estimaciones sobre el mercado petrolero mundial indican que en los próximos años los precios del crudo no van a aumentar mucho más allá de los niveles ya alcanzados.

Conclusiones

La crisis económica global no solo encontró a la economía venezolana en una situación de gran vulnerabilidad frente a los embates del mercado petrolero, sino que además ha puesto a prueba la calidad del manejo macroeconómico y de las políticas de desarrollo productivo. Por una parte, la economía venezolana está entrampada en una recesión profunda como consecuencia de una gestión macroeconómica de corto plazo, inapropiada y anacrónica que, en lugar de recurrir al uso contracíclico de los ahorros externos y fiscales, apeló a un ajuste recesivo. Por otra parte, el cuadro de postración económica se proyecta más allá de la coyuntura y parece prolongarse sin horizonte definido, en parte por la carencia visible de una estrategia de desarrollo productivo, pero fundamentalmente por el cuestionable afán de prescindir de las fuerzas económicas que residen en la iniciativa privada nacional. Desde el Ejecutivo, solo se habla de una «guerra económica» contra el empresariado: el mensaje de hostilidad hacia las organizaciones empresariales es muy claro. En mala hora, los capitanes han decidido quemar las naves. El resultado es que, cuando más lo necesita, la economía se está quedando con un sector privado no petrolero estancado, amenazado y sin defensas para salir del atolladero. En abierto contraste, experiencias concretas y recientes en el manejo de la crisis han mostrado que es necesario implementar una estrategia en dos fases: primero, con una fuerte iniciativa pública que ocupe los espacios abandonados por los mercados y lleve a fondo políticas contracíclicas y de reimpulso; y, en segundo término, promoviendo las fuerzas del sector privado para darle aliento y continuidad al crecimiento. Pero Venezuela ha decidido avanzar por un camino distinto.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 228, Julio - Agosto 2010, ISSN: 0251-3552


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