¿Un Trump progresista?
febrero 2017
Según algunos líderes políticos y analistas de la izquierda latinoamericana, Trump no constituiría un verdadero peligro. Evidentemente, se equivocan.
Ninguno le dio su apoyo, afloraron los «peros» y las precauciones o corrieron el eje hacia sus rivales del Partido Demócrata. Y sin embargo, resultó obvia la distancia entre los posicionamientos de muchos de los principales referentes de la izquierda sudamericana y los de sus homólogos norteamericanos. Desde Bernie Sanders hasta Elizabeth Warren y desde Michael Moore hasta Paul Krugman advirtieron con insistencia los enormes peligros que acarreaba la posibilidad de que Donald Trump se convirtiera en presidente de Estados Unidos.
Como de costumbre, la
declaración más explosiva de nuestra región provino del presidente venezolano: «Peor
que Obama no será», dijo Nicolás Maduro,
tras evaluar la trayectoria de aquel. Cristina Fernández de Kirchner tampoco ahorró críticas al
presidente saliente. Ubicándolo dentro del consenso neoliberal e
imperial, Trump habría venido a personificar su ruptura:
«Que quien lo encarne sea una persona con determinadas
características personales no puede oficiar de árbol para taparnos
el bosque», sentenció. Álvaro García Linera celebró que la victoria de Trump
dejara «sin agenda» a la oposición de su país, e Ignacio Ramonet señaló algunos aspectos supuestamente
progresistas de la plataforma de Trump que explicarían en
parte su victoria y que habrían sido silenciados por la prensa.
Sin embargo, ninguna de
estas expresiones confirma, en modo alguno, las comparaciones
vulgares que proliferaron en varios medios de prensa, pintando un
Donald Trump cercano a Juan Perón o a Hugo Chávez, sino que deben ser
leídas en relación con las estrategias globales de inserción de la
izquierda sudamericana y el modo en que entraron en conflicto con la
última administración demócrata.
Los choques entre los
proyectos progresistas sudamericanos y Estados Unidos fueron,
hasta cierto punto, estructurales. Sin embargo, el promisorio
comienzo de la relación entre el primer presidente estadounidense
negro y sus pares sudamericanos hacía pensar en un replanteo
posible de los términos de la relación. No sucedió así.
El resentimiento
paulatino pero constante de la relación con Brasil, su principal
interlocutor –y cuyas ambiciones de liderazgo, alimentadas durante
los años de esplendor de Luiz Inácio Lula da Silva, parieron iniciativas
políticas autónomas, como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur) y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), con el objeto de disminuir
el peso de la Organización de Estados Americanos (OEA)–, la importancia que el gigante otorgara al grupo
BRICS y algunos intentos encomiables en la arena global, como la
iniciativa conjunta de Lula y Recep Tayyip Erdoğan para sellar un
acuerdo sobre el plan nuclear de Irán, determinaron un objetivo
conflicto entre las metas de uno y otro.
La aproximación de Argentina, sobre todo a partir del segundo mandato de Cristina
Fernández, a la postura del bloque bolivariano (Venezuela, Bolivia y
Ecuador) implicó un desinterés por cualquier acercamiento a Estados
Unidos y un deslizamiento, junto con ese bloque, a Rusia y China. No
extraña que Estados Unidos se volcara a apoyar agrupamientos
rivales, como la Alianza del Pacífico, un acuerdo centrado
exclusivamente en el comercio y alineado con sus intereses.
Con el empeoramiento de
los términos del intercambio sudamericanos, el gobierno
norteamericano se mostró en sintonía con las oposiciones
derechistas, al tiempo que los gobiernos adoptaban una retórica más
confrontativa. Con todo, ni los resultados electorales, ni la
inestabilidad interna, ni las maniobras antidemocráticas como las
que terminaron con los gobiernos democráticamente elegidos de
Fernando Lugo y Dilma Rousseff, se explican por la intervención
extranjera.
En un contexto de choque
con el gobierno de Barack Obama, la agenda de Trump trajo algunas novedades
que resultaron de interés. El proteccionismo radical, que constituyó
la pata económica del «America First», ponía al candidato
republicano en la vereda de enfrente de las expectativas de las
derechas regionales, ávidas de inversión extranjera directa y
endeudamiento barato como mantra para superar las dificultades
económicas. El rechazo a los acuerdos de comercio que regulan el
proceso de globalización, así como a los acuerdos militares
moldeados luego de la Segunda Guerra Mundial y la caída del Muro de
Berlín, ponían a Trump como rival de un sistema percibido como
hostil en su corazón mismo.
De acuerdo con esta
lectura, resultaría comprensible que se matizara el peligro de una presidencia de Donald Trump, trasladando el eje a los problemas con
el gobierno de Obama y el orden neoliberal que, sin ningún tipo de
matiz, habría representado.
Pero como parece quedar
demostrado después de las primeras semanas de mandato, asiste razón a quienes advirtieron sobre los inmensos
riesgos, incluso civilizatorios, del triunfo republicano.
Los rasgos
«antineoliberales» del republicano en materia comercial, por los
que se encuentran cuestionados los acuerdos comerciales
internacionales, confluyen con posturas y nombramientos de gabinete
moldeados por la agenda de las corporaciones empresarias y el sector
financiero. La promesa de reducir impuestos a los ingresos
personales y corporativos, la oposición a las regulaciones bancarias
aprobadas en tiempos de Obama, el repudio del sistema de seguro de salud
por el que fue extendida la cobertura a millones de norteamericanos
y la oposición a la elevación –e incluso a la existencia– del salario
mínimo federal marcan su agenda económica al menos en la misma
medida que sus propuestas proteccionistas.
En un mundo en el que el comercio dejó de crecer tras la última crisis finaciera y los países compiten para atraer inversiones reduciendo impuestos y derechos laborales, el presidente del país más poderoso decidió sencillamente sumar palo y aquella zanahoria. Malas noticias para el mundo, expuesto a una posible guerra comercial y, sin dudas, a un aumento de las tensiones globales.
Si no se advierten rasgos
progresivos en su postura económica, su visión del rol
norteamericano en el mundo tiene una potencialidad aún más
perniciosa. El esbozado debilitamiento de las instituciones que
convirtieron a Estados Unidos en garante de la provisión de bienes
públicos globales no contiene una crítica a sus rasgos
imperialistas, sino una percepción de que el país no se beneficia
de ese orden en la medida de sus costos. «America First» no es,
hoy, un mandato de no intervenir, sino de hacerlo solo en función
de la defensa del interés estadounidense. Sumado a los antecedentes
que conocemos de las personas designadas en cargos claves ligados a
la defensa y la seguridad nacional, la consecuencia más probable de
este enfoque sería entonces un aumento de las intervenciones
militares directas en desmedro de las aproximaciones diplomáticas y
multilaterales.
Si las señales de alarma no fueran suficientes, el abandono del multilateralismo y el escepticismo vociferado por Trump respecto de la amenaza ambiental producida por el cambio climático podrían llevar a retrocesos en uno de los pocos ámbitos en los que la era Obama produjo resultados globales espectaculares, desde el Acuerdo de París hasta el avance de las energías limpias, ámbito en el que incluso se detuvo el crecimiento de la demanda norteamericana de combustibles fósiles.
Pero aun si todas estas
apreciaciones estuvieran equivocadas, relativizar el riesgo de una
presidencia de Trump contiene una operación moral sumamente
cuestionable. Poner en segundo plano la llegada al poder de un sujeto
cuyo discurso cuestiona abiertamente gran parte de los avances de la
humanidad desde la suscripción de la Declaración Universal de
Derechos Humanos resulta difícilmente compatible con un
posicionamiento de izquierda.
Ninguna de las medidas que generaron repudio masivo y global durante la primera semana de ejercicio del poder del presidente norteamericano se aparta del tono de su campaña y de sus declaraciones posteriores a la victoria electoral. La discriminación de base religiosa contra los musulmanes, el racismo contra los inmigrantes mexicanos y el célebre muro de la frontera fueron motores de su victoria en las primarias. Trump tampoco se esforzó en ningún momento por ocultar su desprecio hacia las mujeres, y el avance del Estado sobre los derechos reproductivos conquistados hace casi medio siglo es parte de la agenda de cualquier candidato republicano genérico.
Seguramente, la grosería de las
primeras medidas de Trump y la reacción hasta visceral que generaron impulsen un rápido recálculo en las posturas sudamericanas
sobre el presidente republicano. El balance de aquellas, sin embargo,
debería llamar a afinar las lecturas sobre Estados Unidos y
a reconsiderar aquella en la que herramientas muchas veces
legítimas, como el proteccionismo económico o la polarización
política, se convierten en un programa político en sí mismas.