Opinión
marzo 2016

Simpatía por el diablo Obama, Raúl, Venezuela y los Rolling Stones

Simpatía por el diablo  Obama, Raúl, Venezuela y los Rolling Stones

Las imágenes eran demasiado contundentes como para que los venezolanos no las miráramos con asombro: Obama con la silueta del Che Guevara al fondo, en la Plaza de la Revolución; la familia Obama caminando por las calles de La Habana mientras el pueblo los ovacionaba; Obama jugando dominó con Pánfilo, el humorista que hoy es célebre en todo el continente; Obama yendo a un juego de pelota (como en Cuba y Venezuela llamamos al béisbol); Obama despidiéndose de la isla solo para que a los pocos días, como remate de los prodigios, llegaran los Rolling Stones… Especialmente esto último. La verdad no sabemos con qué sorprendernos más, si con la visita o con el concierto de rock. ¡Esos mismos Rolling Stones que enfáticamente se negaron a venir a Venezuela en esta gira ahora tocan ante miles de personas en La Habana! «Los tiempos están cambiando», dijo Mick Jagger y los venezolanos pudimos entender el núcleo de nuestro asombro: simplemente, como pasó con su gira, sentimos que algo importante pasó y nos hemos quedado por fuera. Mientras en Caracas el gobierno parece aferrarse a sus esquemas de siempre, en Cuba ocurre lo que parecía imposible. Por ejemplo, que el presidente de Estados Unidos bromee con Raúl Castro y que den un concierto los Rolling Stones.

Por supuesto, todo hay que verlo con cuidado porque las apariencias engañan. Ni en Cuba las cosas están cambiando tanto ni en Venezuela han cambiado tan poco, pero ese ha sido el primer efecto de la visita de Obama entre los venezolanos. Los memes, caricaturas y chistes que han circulado en estos días insisten en presentar a un Nicolás Maduro burlado, al que han dejado jugando fuera de lugar. Incluso su viaje a Cuba unos días antes de la visita de Obama para ratificar la alianza y recibir la Orden José Martí, fue visto como un acto desesperado y la medalla como un premio de consolación. Aunque seguramente no fue del todo así, que a la semana «el jefe de los diablos», como Maduro llamó a Obama, anduviera de la mano con su mayor aliado y mentor ideológico, no podía sino producir una reacción en una ciudadanía que de por sí tiene ya grandes dudas sobre el «socialismo del siglo XXI»: si hasta los cubanos sienten ya simpatía por el Diablo, ¿para qué, entonces, seguir insistiendo en él?

De poco sirve afirmar, como han hecho los medios y voceros oficiales, que ha sido un triunfo para la Revolución; que a Estados Unidos, después de cincuenta años tratando de destruirla, no le ha quedado otra alternativa que reconocerla y entenderse con ella. Que no es poca cosa tratándose del país más poderoso del mundo frente a una isla más bien pobre y de once millones de habitantes frente a sus costas. Una isla, además, a la que humilló de muchas formas en el pasado. Todo eso es verdad, pero Raúl, adelantándose a los Rolling Stones, ya le ha dicho «please to meet you» al «jefe de los diablos» y eso vale para la gente que hace cola para comprar comida más que cualquier explicación histórica. Con seguridad habrá otras consecuencias internas, tanto en la triangulación de las relaciones con Cuba y Estados Unidos como en el modelo de transición que está en marcha y que debe estar siendo visto con atención por Venezuela. Todo indica que, con la bendición norteamericana, podrán legarles a sus hijos el poder y las fortunas que tal vez ya acumularon o en breve podrán acumular con los negocios que se abren.

Pero mientras eso ocurre, hay un segundo tipo de consecuencias para Venezuela, las de carácter externo. Nicolás Maduro no estuvo del todo desencaminado cuando aseguró que «Obama encabeza un plan para reconquistar América Latina». Su mea culpa admitiendo en Cuba que «nunca ha existido» una relación de verdadera amistad entre su país y la isla; y pidiendo disculpas en Argentina por el rol de los Estados Unidos durante la Guerra Sucia, no sólo ha sido una propuesta de borrón y cuenta nueva con la región, sino que le ha abierto las puertas para recuperar un liderazgo que parecía completamente perdido. Cuando Chávez muere, el ALBA y Petrocaribe, las dos puntas de lanza de su política exterior, estaban en pleno funcionamiento; la Celac, como una especie de OEA sin los capitalistas e imperiales Estados Unidos y Canadá se acababa de constituir en Caracas; había gobiernos aliados en Argentina, Uruguay, Brasil, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Guyana, Cuba y en algunas Antillas menores. Por otra parte las alianzas con Rusia, China e Irán se traducían en inversiones, compras de armas y otras formas de intercambio comercial, mientras Estados Unidos, empantanado en sus guerras de Medio del Oriente, no tenía tiempo para mirar a la región.

Cuatro años después, todo parece haber cambiado. Chávez está muerto y una seguidilla de reveses electorales del chavismo y sus aliados —las victorias de Mauricio Macri y de la oposición venezolana en las parlamentarias, la derrota de Evo Morales en el referéndum — hablan de un cambio en el mapa de la región. Si a eso le sumamos la caída de los precios del petróleo y la práctica bancarrota del Estado venezolano y los aprietos que enfrentan Lula y Dilma Rousseff, la ofensiva de Obama parece llegar en un momento propicio. Aunque no se puede decir que la Celac y Petrocaribe estén resquebrajándose (no es el mismo caso, naturalmente, del ALBA), e incluso podríamos apostar a que el nuevo tipo de relación que ha propuesto Obama para Cuba se extienda a una región más unida y organizada para defenderse, en parte, hay que admitirlo, por las iniciativas de Chávez; es innegable que un nuevo momento ha llegado y que los venezolanos, dentro de nuestro asombro, sentimos que tarde o temprano nos afectará. No sabemos cuándo ni exactamente de qué forma pero, para decirlo de alguna manera, aunque aún no hay fecha para el concierto de los Rolling Stones en Caracas, después de lo de La Habana, parece mucho más probable que seis meses atrás.





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