Ensayo
NUSO Nº 290 / Noviembre - Diciembre 2020

Sartre: hacia una moral de la ambigüedad

Conmemorando los 40 años de la muerte de Jean-Paul Sartre, este artículo se propone revisar algunos de sus conceptos fundamentales, partiendo de zonas poco exploradas de su obra, como es el caso del teatro, y en particular de la pieza El diablo y el buen Dios. En ella se condensa toda una «ética de la ambigüedad», donde no tienen cabida categorías como el Bien y el Mal en términos abstractos y totalizadores, sino que también ellas son el producto de una praxis histórica y material.

Sartre: hacia una moral de la ambigüedad

En abril pasado se cumplieron en cuarentena 40 años de la muerte de Jean-Paul Sartre. Otrora paradigma del «intelectual comprometido», su nombre es hoy poco más que un objeto arqueológico. Es imposible olvidar, sin embargo, la conmoción que en su momento produjeron sus monumentales obras filosóficas, sus insólitas biografías, sus obras de teatro, sus novelas y cuentos, sus ensayos sobre teoría literaria y crítica estética, sus potentes artículos políticos, sus grandes debates con las figuras más relevantes del pensamiento de su época (Camus, Merleau-Ponty, Lévi-Strauss, Althusser, Foucault, etc.), su fundación de la más importante revista intelectual durante décadas, Les Temps Modernes, y del diario Libération. ¿Y qué decir de sus intervenciones «prácticas» en las grandes controversias de buena parte del siglo xx?: Sartre participando en la resistencia contra la ocupación nazi de Francia; viajando a Cuba para entrevistarse con Fidel Castro y el «Che» Guevara en apoyo a la Revolución (pero luego encabezando la protesta contra el encarcelamiento de Heberto Padilla); clamando contra la verdadera guerra de exterminio contra los independentistas argelinos y apoyando a la Red Jeanson de ayuda clandestina al Frente de Liberación Nacional (fln), al costo de dos bombas en su departamento, de las que escapó milagrosamente; presidiendo el Tribunal Russell contra los crímenes de guerra en Vietnam; apoyando los movimientos de liberación en América Latina; protestando activamente contra las invasiones soviéticas de Hungría y Checoslovaquia; acompañando el movimiento estudiantil de Mayo del 68; arengando a los obreros en huelga de la empresa Renault; haciéndose llevar preso por vender en la calle la prensa clandestina de los maoístas; rechazando el Premio Nobel, y un largo etcétera. En fin, no importa lo que se piense de él, de sus ideas y de sus actos, y más allá de los equívocos de la «moda» existencialista, o de los de la relación con el marxismo, el «olvido» de Sartre es un síntoma de cierta decadencia del espíritu político-intelectual en la «posmodernidad». No obstante, como diría un psicoanalista, lo que se olvida no desaparece, sino que cada tanto «retorna lo reprimido». También sucede, inevitablemente, con figuras poderosas como la de Sartre. En este aniversario, y recordando una frase célebre de Roland Barthes –«Cuando necesitemos de nuevo una ética, volveremos a Sartre»–, intentaremos aquí rendirle un humilde homenaje, abordando ciertas zonas de su obra que han sido menos exploradas de lo que merecen.

* * *

Con la excepción de los apuntes fragmentarios reunidos en los Cahiers pour une morale [Cuadernos para una moral], Sartre nunca terminó de escribir su proyectada Ética. En cierto sentido es lógico: el problema ético, la «moral», es para él la arquitectura implícita, o el andamiaje, de su obra no solo filosófica sino también –y quizá, sobre todo– literaria. En lo que sigue, trataré de mostrarlo brevemente, señalando un rasgo central de la posición ética: el de la ambigüedad. Y es que ese es uno de los grandes temas de la obra de Sartre. A saber, el del carácter en principio, y en abstracto, indecidible del lugar que les corresponde al Bien y al Mal. Pero, vayamos despacio. Quisiera empezar por una de las obras de teatro más complejas y extrañas de Sartre, que se llama El diablo y el buen Dios.

Sería imposible que yo intentara resumir aquí una obra, repito, sumamente difícil y cuya representación completa demanda más de cuatro horas. Permítanme que me concentre, por ahora, en un breve diálogo que se produce al inicio mismo de la obra, entre su protagonista principal, Goetz, y su amante, Catherine.

Goetz: Arrasaré la ciudad.
Catherine: Pero ¿por qué?
Goetz:
Porque hacerlo está mal.
Catherine:
¿Y por qué hacer el Mal?
Goetz: Porque el Bien ya está hecho.
Catherine:
¿Quién lo ha hecho?
Goetz:
Dios padre. Yo, invento.1

El personaje Goetz es un mercenario cuya única finalidad, al principio, es hacer el Mal por el Mal mismo. La acción se sitúa durante las guerras religiosas y las revoluciones campesinas que se producen en Alemania a principios del siglo xvi. Goetz ha puesto su ejército al servicio del arzobispo, quien se propone aplastar a sangre y fuego la rebelión de los campesinos. No es que Goetz crea que el arzobispo tiene razón, sino, insisto, que él quiere hacer el Mal, sin importarle las motivaciones. No obstante, en un determinado momento lo asalta la duda y se pregunta si no debiera operar en sí mismo un giro radical y dedicarse a hacer el Bien. Puesto que Dios no le envía señal alguna en uno u otro sentido, no sabe cómo resolver el dilema, y entonces le propone a Catherine jugar una partida de dados. Si gana, seguirá haciendo el Mal; si pierde, hará el Bien. Primera constatación extraordinaria: hacer el Bien o el Mal depende de un azar, o –para decirlo en la jerga propiamente sartreana– de una contingencia. Segunda constatación extraordinaria: Goetz hace trampa para perder; es decir: transforma la contingencia azarosa en una elección necesaria. Invirtiendo a Mallarmé, con un golpe de dados decide abolir el azar.

Primera conclusión: elegir es, en última instancia, elegir contra sí mismo, es ir en contra de la propia naturaleza. Puesto que, si ganar significaba seguir haciendo el Mal y perder, hacer el Bien, tenemos que entender que Goetz quiere hacer el Mal y solo está dispuesto a cambiar forzado por el azar; sin embargo, repitamos, hace trampa: se fuerza a sí mismo a hacer el Bien. Su elección «ética» es consecuencia de un acto de mala fe, y el Bien, si logra hacerlo, será entonces el efecto de su inautenticidad. ¿Se puede, pues, hacer el Bien queriendo hacer el Mal? ¿Por qué no, si lo contrario –hacer el Mal queriendo hacer el Bien– es siempre posible, y más aún, sucede tan a menudo?

Avancemos con la historia. Ahora lo tenemos a Goetz del lado del Bien, fundando una comunidad utópica, la Ciudad del Sol, basada en el amor y la igualdad, con las tierras fértiles en manos de los propios campesinos, y donde reinan la paz, la libertad, la amistad y la belleza (una suerte, pues, de recuperación de ese comunismo primitivo imaginado por Marx). No tengo espacio aquí para relatar todos los avatares que se precipitan, limitémonos a decir que todo termina en un desastre apocalíptico. ¿Qué es lo que ha sucedido? Meditando sobre ese resultado, Goetz tiene una súbita iluminación. Tanto queriendo hacer el Mal como obligándose a hacer el Bien, para él se trataba de elegir entre dos absolutos, entre dos universales abstractos, para decirlo a la manera hegeliana.

Desde ya que no es la primera vez que aparece en Sartre la cuestión, por supuesto en su filosofía, pero incluso en su dramaturgia. El propio autor ha declarado que consideraba El diablo y el buen Dios como una nueva versión de Las manos sucias, donde al bienintencionado intelectual burgués Hugo se le presenta el dilema de obedecer o no la orden de una sección del Partido de matar al supuesto traidor Hoederer; y algo semejante ocurrirá en la que es, en mi opinión, la obra maestra del teatro de Sartre, Los secuestrados de Altona: allí Franz, oficial alemán atrapado en una encrucijada junto con su batallón durante el sitio de Stalingrado, tendrá que elegir entre torturar a los dos guerrilleros rusos que ha capturado para que digan cuál de los dos caminos de salida es el que no está vigilado, o condenar a su batallón al riesgo de morir por no traicionar su principio moral de no recurrir a la tortura. No voy a revelar cuál es la elección de Franz. Lo importante es que tanto en el caso de Hugo como en el de Franz, así como en el de Goetz, elijan lo que elijan harán necesariamente un Mal. Y eso es porque para ellos el Bien y el Mal, repito, son dos valores absolutos con los que hay que contar de antemano, porque están hechos de una vez y para siempre, aunque no siempre sea evidente su contenido preciso.

Y bien. En el caso de Goetz, tratándose de las guerras religiosas del siglo xvi, esos absolutos, el Bien y el Mal con mayúsculas, están por supuesto referidos a ese súper-absoluto que es Dios. Goetz comprende que ese ha sido su error, y entonces decide (porque es en efecto una decisión, solo que esta vez auténtica, sin trampas ni mala fe) que Dios no existe. Que –para citar una famosa frase del propio Sartre– el cielo está vacío. No hay tal Universal Abstracto, solo están esos particulares concretos que se llaman hombres. Solo nos tenemos a nosotros mismos, y a los otros: que pueden ser el infierno, como ya lo sabíamos por Huis Clos, pero también son mediaciones indispensables para mi existencia terrena. Que pueden, o podemos, ser poca cosa, pero al menos la «cosa» es nuestra y está aquí, no son abstracciones para elevarnos a las cuales hay que trepar a las alturas celestiales, o –lo que equivale a lo mismo– descender a los abismos del averno.

Una vez hecha esa elección, el siguiente paso de Goetz casi diríamos que se desprende naturalmente: vuelve, como Aquiles, al ruedo de la guerra, solo que ahora se pone de parte de los campesinos –esto es importante: elige una parte, y no el Todo abstracto que significaban el Bien o el Mal con mayúsculas; o sea, como se suele decir, toma partido, se compromete–. Se «posiciona», como también se dice, en el campo de la lucha de clases. Se pone de parte de los campesinos y organiza para el combate a las masas rebeldes. Es decir, pasa a la acción política, donde siempre existe el riesgo de hacer el mal queriendo el bien, pero donde la responsabilidad que implica ese riesgo es toda mía, y no la recibo pasivamente desde arriba. Si quisiéramos usar las categorías de la Crítica de la razón dialéctica, diríamos que Goetz ha entendido que estaba atrapado en lo práctico-inerte, de lo cual Dios es el máximo símbolo, y que la manera de romper esa trampa es asumir la libertad de la praxis.

Goetz ya tenía la respuesta al problema desde mucho antes, pero no lo sabía. Retrocedamos un momento al diálogo inicial que citábamos. Ante la pregunta de Catherine –«¿por qué hacer el Mal?»–, Goetz respondía: el Bien ya está hecho: lo ha hecho Dios padre. Yo invento: el mal no es, está, se hace; se dirá que el Bien también, pero él ya está hecho. No tiene vuelta atrás, es una presencia inconmovible en el mundo: en todo caso, nos limitamos a reiterarlo. El mal, en cambio, es algo siempre por hacer, por inventar. Por otra parte, Sartre no descuida su tipografía: Catherine enuncia el Mal con mayúscula –como lo hace Goetz con el Bien–, Goetz no. Ignoramos cómo se podría hacer escuchar esta diferencia en la puesta en escena. De cualquier manera, la minúscula es de Sartre: un Goetz real, si hablara por sí mismo, lo haría con mayúsculas, al menos en esta escena. Porque a esta altura, como dijimos, para él el Bien y el Mal son todavía totalidades absolutas y equivalentes. Para Sartre, en cambio, son del orden de la pura singularidad –o, si se quiere, del universal-singular de Kierkegaard–, por lo tanto, sometidos a las transformaciones de la praxis.

Sartre se inmiscuye aquí –inesperadamente para él– en una controversia teológica. Evidentemente está obligado a hacerlo, porque el contexto histórico de su obra lo demanda. Pero, justamente, él ha elegido ese contexto. Pero es que su «ateísmo» también se debe entender como parte de la praxis. En una entrevista con Claude Lanzmann, Sartre sostiene que, dado el peso que la figura de Dios sigue teniendo sobre nosotros por más que Nietzsche haya decretado su defunción, el ateísmo tampoco puede ser descontado como un dato originario2. Al igual que el mal (con minúscula), es el producto de un arduo trabajo. Solo una malentendida moralina puede creer que tanto la fe como su ausencia pertenecen a no se sabe qué «naturaleza» innata. Y bien: no, ambas cosas deben ser conquistadas, ganadas, incluso contra sí mismo, como decíamos antes. Digamos, con el lenguaje «poshegeliano» de El Ser y la Nada: no son un en-sí, sino un para-sí.

El Mal –con mayúscula– está del lado de la Nada, el Bien –siempre con mayúscula– del lado del Ser. Semejante fórmula adquiere todo su estatuto teológico en la Edad Media –que pone al Demonio en el reino indeterminado del no-Ser3–, pero se prolonga en los debates del Renacimiento. Las mayúsculas tanto como los artículos determinados (el/la) producen la equivalencia –es decir la intercambiabilidad– lógica y retórica de esas parejas: Bien/Mal: Ser/Nada. De nuevo: totalidades abstractas en relación especular. Pero hemos propuesto que en Sartre no hay para esas dimensiones un registro común compartido y previamente acabado: la «especularidad», justamente, debería prevenirnos contra esa ilusión ideológica. El espejo no es tan solo una inversión de la imagen: es una inversión productora de un imaginario. O, si se quiere, una ficción; que ella dé su estructura a alguna verdad es lo que está por verse.

La distancia que va del personaje Goetz diciendo «Mal» con sobreentendida mayúscula al autor Sartre escribiendo la palabra con minúscula es una diferencia literaria. Ahora bien, la relación entre la literatura y el mal ha sido por supuesto tematizada por Georges Bataille. Los autores implicados en el ensayo de Bataille son más o menos (aunque no siempre) previsibles: Emily Brontë, Baudelaire, Michelet, Blake, Sade, Proust, Kafka, Jean Genet. No tenemos tiempo aquí de analizar este opúsculo notable. Pero no podemos dejar escapar algo: acabamos de mencionar a Genet, y venimos de la relación especular entre el Ser y la Nada. ¿Hace falta decir con quién volvemos a tropezarnos? Es Sartre quien probablemente haya destilado, en su San Genet comediante y mártir, una de las reflexiones más ácidamente hondas sobre el mal, en la existencia tanto como en la literatura.

El propio Bataille percibe con astucia las «motivaciones» de esa acidez:

Jamás como en el San Genet Sartre se negó más a esas exaltaciones discretas, que depara la fortuna, que atraviesan la vida y la iluminan furtivamente: el deseo preconcebido de pintar el horror con complacencia (…) Se trata, según me parece, de volver la espalda a lo posible, por parte de Sartre, y abrirse a lo imposible sin placer alguno4.

Esto está estupendamente dicho, sin duda. Pero todo lo anterior que viene diciendo Bataille ha dejado en claro que él lamenta, o mejor deplora, no sin algún resentimiento socarrón, la elección «estilística» sartreana. Él habría tal vez querido un Sartre más batailliano: más dispuesto a esas «exaltaciones discretas» que operaran de coartada para «el deseo preconcebido de pintar el horror con complacencia»; o sea: que el San Genet fuera –para abreviar– algo así como El erotismo, texto desbordante, cómo no, de «exaltaciones» expresivas del deseo de complacencia en el horror, cualesquiera sean sus otros méritos.

Pero es que casualmente el deseo «preconcebido» de Sartre es el opuesto: él pretende mostrar que la búsqueda del Mal –con mayúscula– que emprende Genet es un necesario y constitutivo fracaso. No simplemente porque se pueda hacer el mal sin intención; sino, justamente al revés, porque la absolutización de las «malas acciones» intencionales –robar, matar, someter a otro a relaciones sexuales sadomasoquistas, lo que fuere– en un Mal genérico conduce, paradójica pero indefectiblemente, a un contrasentido: el Mal querido y elevado, casi kantianamente, a máxima ética universal, es entonces… el Bien. Solo el uno-por-uno de cada uno de los «males» actuados puede ser realmente «malvado». La frontera entre esos dos campos (el Bien, los males) puede desdibujarse únicamente en los bordes «pre-simbólicos» del imaginario especular: una ilusión sin porvenir para la cual Sartre, en efecto, no guarda ninguna complacencia. Imagina a Genet, por ejemplo, frente al mugriento espejo de su celda, diciéndose: «Heme ahí: soy el Mal». Sartre admira el gesto poético de Genet, faltaba más, pero esta versión del Ecce Homo –que se hunde en una identificación con la «santidad del Mal»– se le antoja asimismo ridícula, y aun patética: solo alguien incapaz de reconocer su falta «ontológica» puede confundir el mal –minúscula– con el orden del Ser, cuando en esa pasión identificatoria hay apenas –nada más, nada menos– un revuelo especular5.

Ahora bien: si el mal no es el Ser, ¿es (la) Nada? ¿Ha retrocedido Sartre a la fórmula teológica canónica? No necesariamente: aunque la sospecha pueda no carecer de apoyo, ahí está el espejo para introducir la duda. Es la imagen del Mal lo que fascina a Genet: es su reflejo el que lo insta a convertirse en Santo a través del Crimen, y es esa fascinación, ese «goce» de su mirar, lo que le impide ver que, es cierto, a la Totalidad «imposible» hay que abrirse «sin placer alguno» (como hace Sartre, para decepción de Bataille): vale decir, admitiendo precisamente su imposibilidad antes de zambullirse en el «sentimiento oceánico» de la serie del Mal/el Ser/el Todo.

Mal que le pese a Bataille, Sartre no le da la espalda a lo posible para abrazar (aunque sea sin placer) lo imposible, sino para mostrar de este imposible su inconsistencia. Se pueden cometer los peores crímenes sin conseguir por eso «ser» el Criminal: una suma de actos incluso genocidas, aunque sean 30.000 o seis millones, no otorgan ninguna esencia6; el que piensa habérsela constituido y cree reconocerse en ella –el que dice «nosotros, los criminales agentes del Mal»7 como quien dice «nosotros los dentistas», lo que sea– ya es, por mucho poder que tenga, un esclavo. Sartre lo dice con una expresión magnífica: «Ese nosotros es su yo, criatura que le chupa la sangre (…) En lo que a mí respecta, me aparto de ellos si puedo: no me gustan las almas habitadas»8. No obstante, es otra clase de posesión la que sufre Genet: el habitante de su alma no es tanto su «yo» como esa imagen en el espejo, que –como sucede con el primer Goetz– superpone su rostro al Mal absoluto, y a la que evidentemente no puede alcanzar: su «aventura ontológica» es tan insensata como la de Aquiles corriendo muy adelante de la tortuga, y por eso mismo impedido de pasarla.

Se insinúa aquí una cuestión enorme: el espejo produce un doble; la «identificación» de mi propio ser con el Mal, dentro del azogue, es al precio del «sí-mismo-como-otro» (ese es un conocido título de Paul Ricoeur, pero el enunciado lo encontramos en el San Genet). Es otra de las dimensiones de su «inalcanzabilidad», e incluso de su inversión en lo contrario: si me empeño en ser la imagen especular del Mal, el resultado paradójico es que él me llega a mí desde el otro, devenido infernal. También aquí «Yo es Otro», como dice Rimbaud.

Sartre no se distrae de esa referencia: Genet asume como proyecto el destino que los otros, o el Otro –Dios, en última instancia– han diseñado para él; creyendo autorizarse por el Mal absoluto, se limita a actuar un guión ajeno. La literatura rebosa de historias de esas: bastaría –al azar de los gustos– citar el William Wilson de Edgar Allan Poe, el Dorian Grey de Oscar Wilde o Los duelistas de Joseph Conrad. En todos ellos, bajo la mirada del Otro, mi Ser, igualado al Mal con mayúsculas, queda congelado en el espejo. Una vez más, en su carácter de práctico-inerte hecho de una vez para siempre, el Mal absoluto es equivalente al Bien. Esos intercambiables pueden ser obra de Dios o del Demonio, pero son igualmente extrahumanos.

Pero –según hemos aprendido desde la mismísima primera página de El Ser y la Nada– ¿no es el trabajo de la introducción de la nada en el mundo lo propiamente humano, el modo constitutivo de intervención del sujeto parlante en la inercia «mineral» de lo real?

Volvámonos nuevamente a nuestro breve diálogo del inicio, ese donde Goetz aún no tiene la conciencia, pero tiene las palabras para hacer las distinciones que estamos proponiendo. Como se recordará, el Bien (con mayúsculas) ya está hecho por Dios, mientras que él, Goetz, se dispone a inventar el mal (con minúsculas). Y es que el mal, como la literatura y como la política, si bien no es la Nada, se hace a partir de ella, tiene que inventarse negando la negación en que se apoya: como dice en alguna parte Faulkner, pone en el mundo cada vez algo que no estaba. Por supuesto, Faulkner lo dice a propósito de la escritura. Pero Blanchot, Bataille y Sartre –de muy diferentes maneras– homologan (sin igualarlos) el acto de escribir al de hacer el mal: ambos parecen constituir una suerte de protesta contra la Nada (famosa frase de El sonido y la furia: «Entre el dolor y la Nada, elijo el dolor»9).

Bien, ¿pero qué clase de «protesta»? David Cooper hace –a propósito del Genet de Sartre– una observación muy sugerente: «A diferencia de los filósofos contemporáneos, como Camus, que creen haber descubierto el absurdo en el mundo y del hombre en el mundo, Genet encuentra que el mundo está demasiado henchido de significación»10. O sea: lejos de abismarse en la abstracción del «absurdo», Genet hace el mal –y escribe– para retirarle al mundo un poco de su excesivo sentido: introduce en ese imaginario, diríamos, una pizca de nadificación; «un desgarrón en el orden espeso de las cosas», hubiera dicho Michel Foucault11. Pero que no alcanza, sin embargo, y ese es el fracaso del que habla Sartre, para licuar su imagen solidificada en el espejo del Otro. Como sea, decir que el mal se hace (a favor o en contra de la Nada), mientras que el Bien ya está hecho, constituye, cómo no verlo, una cierta blasfemia: para la tradición teológica, por supuesto, el Mal también ya está hecho de una vez para siempre: es el pecado original, cuyo embajador terrestre es el Demonio.

Sin embargo, esto nos retrotrae a un dilema: el de la libertad. La tuvimos para hacer el primer mal (comer la manzana, etc.), no para hacer el Bien: eso ya había sido previamente elegido para nosotros por el buen Dios. «En el principio fue la acción», en efecto, como dice Goethe corrigiendo el Génesis; y la acción fue un acto de rebelión a partir del cual otros fueron posibles: una vez más, el Bien es del orden del ser, el mal del orden del hacer. También por ello es que ha podido asociarse el mal a la política: el Bien es hexis –la inercia de lo ya existente–, el mal es praxis, o mejor, cuando es realmente «mala», es una praxis siempre particular que queda enredada en su ilusión de fundar la Totalidad. Roberto Esposito adjudica esta forma del mal político a la primacía de lo filosófico sobre lo propiamente político –detectable al menos desde La república de Platón–, que termina indefectiblemente politizando la filosofía12. Entendemos lo que quiere decir, pero señalamos un peligro: la «mera» política, sin una «filosofía» (un proyecto de communitas, para usar la jerga del propio autor), se resuelve en puro pragmatismo del ejercicio del poder, al que no cabe pedirle cuentas. Es otra forma del mal político –clásicamente señalada por Max Weber–: la del oportunismo o el instrumentalismo sin valores; es diferente decir que el político debería siempre tomar en cuenta que cada una de sus decisiones particulares, hechas al margen de la Totalidad «ideal» o «filosófica», entraña el riesgo de producir un mal, tanto como, a la inversa –y quizá con mayor certeza–, lo entraña la pura referencia a la Totalidad: es la falla de Genet o la de Goetz, cada uno en su terreno.

El hombre está, paradójicamente, «condenado a ser libre», a elegir su propio destino. Pero es precisamente esa paradoja –puesto que Dios ha muerto– lo que lo hace responsable «de todo, ante todos»: de la libertad, de la elección, no hay escape; el compromiso con mi libertad (con mi propia manera de hacer «entrar la Nada en el mundo») solo puede ser circunstancialmente negado por la «mala fe»: más tarde o más temprano, caerá sobre mi cabeza.

Ahora bien, si la libertad es un Bien absoluto, el mal al que ella puede conducir, por ejemplo el Terror, no lo es, pues está fundado en un momento de libertad que siempre puede retornar para impedir el terrorismo del Terror13, es decir: su absolutización hasta el punto de que se vuelva incluso –y sobre todo– contra quien ha empezado por ejercerlo; es el caso de Robespierre y Saint-Just, o de los líderes soviéticos que acompañaron el Terror estalinista hasta el extremo de encontrarse ellos mismos con él: como lo dice estupendamente Blanchot, el auténtico «terrorista» es aquel que ejerce su libertad absoluta de matar hasta el punto de morir él mismo por ejercerla, como única manera de realizarla totalmente14.

Y es que Sartre, contra lo que suele decirse para simplificarlo –y peor aún, para domesticar su radicalidad–, no es el filósofo de la «libertad» en abstracto. No se trata solamente de la, a esta altura, obviedad de que la libertad está siempre en situación –y esa es una de las acepciones posibles de la paradoja de que la libertad sea una condena–. Sino de que la libertad debe, casi obligatoriamente, atravesar el potencial momento del mal que ella implica, antes de llegar a la «autenticidad» de la conducta moral, como ocurre en el ejemplo de Goetz. También la libertad es, entonces, el producto de una praxis. Es –en la jerga de la Crítica de la razón dialéctica– una perpetua totalización/destotalización.

Sartre es tanto un pensador de la libertad como un pensador del Mal, que para él es, claro, una categoría que tiene dimensiones históricas, sociales, políticas –el Mal es también la explotación colonial o de clase, el racismo o el sexismo, la opresión en todas sus formas–, pero tiene también condiciones ontológicas: el mal es constitutivo del Ser, y basta: hay que aprender a vivir con eso, si bien rebelándose todo el tiempo. No es algo, pues, de lo que nos libraremos por un acto de buena voluntad, por una disposición de la mera «conciencia», ni siquiera por una «revolución», por más radicalmente transformadora (y deseable) que sea. El mal lo permea todo: incluso –quizá, en un sentido, sobre todo– la literatura: en el tomo iii de El idiota de la familia, encontramos este enunciado asombroso, aplicado a Flaubert: «El contenido de la obra será pues su forma: se trata de reproducir el Mundo como si él fuera la obra de una libertad que se hubiera dado por finalidad realizar el Mal radical»15. El contenido, en Flaubert (especialmente en Flaubert, el supuesto «formalista»), es inmediatamente la forma. Y esa forma absoluta, ese Universal Abstracto, es el Mal.

¿Cómo hay que entender esto? Tenemos que habérnosla con lo mismo. Cito siempre el Flaubert de Sartre: «La Totalidad (a la que, en el fondo, aspira toda literatura como acto de libertad) se manifiesta desnuda y revela en este instante final que ella es simplemente la Nada (…) el Mal radical no es sino una designación ética de esa otra norma absoluta, la Belleza». La aspiración a la Belleza total, contrapartida del Bien sin impurezas, es la misma cosa que el Mal radical, tal como lo conciben Genet o el primer Goetz. Si ambos «valores» son meramente tomados en su relación de oposición binaria, caemos en el peor de los autoengaños. Por el contrario, hay que saber soportar la dialéctica irresoluble entre ellos. Dice Sartre:

Como el Mal no puede identificarse con el Ser en tanto Ser, que es pura positividad, ni tampoco al No-Ser, que, tomado como tal, es inexistencia pura e incualificable, es necesario que el Mal resida en el movimiento dialéctico que va del uno al otro: él es el no-ser del Ser expresado por el ser del no-Ser. El no-ser del Ser: es el resultado profetizado de la Totalización cuando ella se encuentra todavía en curso, el sentido de la historia narrada en tanto queden personajes para vivirla y que se la presente a través de sus pasiones tumultuosas.

Escúchese el enunciado «final» del Genet: «Traducido esto en el lenguaje del Mal: el Bien no es más que ilusión; el Mal es una Nada que se produce a sí misma sobre las ruinas del Bien»16.Cuando hace un momento hablábamos del mal como ontología, entonces, hay que entender que eso significa un modo de ser de la Historia, actuado en el permanente movimiento progresivo-regresivo que le imprime la praxis.

Parafraseando al propio Sartre hablando de Marx, digamos que este sigue siendo el horizonte irrebasable de nuestro tiempo. Lo práctico-inerte de la alienación burguesa ha alcanzado un punto de saturación tal que requerirá una nueva forma de praxis para reiniciar el ciclo. En ella, siempre existirá el riesgo de malentender aquella dialéctica entre el Bien y el Mal, que es el núcleo de la moral sartreana, y, por lo tanto, y por la misma razón, de su idea de libertad. Y el riesgo, la asunción plena y decidida del riesgo de vivir (de escribir, de hacer historia) es la médula misma de lo que Sartre llama la libertad: «La idea que nunca he dejado de desarrollar», dice en una entrevista, «es que, en último análisis, una persona es siempre responsable por lo que se ha hecho de él»17.

Esa responsabilidad, y la moral histórica y particular que implica, ya lo sabemos, es fuente de angustia, pero esta es la que nos hace humanos. No obstante, para Sartre la ambigüedad no es en modo alguno relativismo, sino una elección que se hace responsable de sus efectos. Como decíamos, de nada vale escudarse en las determinaciones del Inconsciente, de la Sociedad o de la Infancia (mucho menos, podemos agregar ahora, en las predicciones de un pleno Bien futuro, o de un Mal sin fisuras): ellas sin duda explican, pero no necesariamente justifican, el haberse transformado en un canalla, en un mediocre, en un cobarde, en un reaccionario, en un fascista, en un traidor, en un opresor de cualquier especie. Goetz y Genet tuvieron que aprenderlo muy duramente. No hay nada que indique que a nosotros nos va a salir más fácil.

  • 1.

    J.-P. Sartre: Le Diable et le Bon Dieu, Gallimard, París, 1951.

  • 2.

    «Jean Paul Sartre contesta» en vvaa: Sartre, el último metafísico, Paidós, Buenos Aires, 1968.

  • 3.

    Cfr. Jeffrey Burton Russell: The Prince of Darkness: Radical Evil and the Power of Good in History, Cornell UP, Ithaca, 1988

  • 4.

    G. Bataille: La literatura y el mal, Taurus, Madrid, 1959, p. 126.

  • 5.

    J.-P. Sartre: San Genet comediante y mártir, Losada, Buenos Aires, 1967, p. 104.

  • 6.

    Es la posición de Sartre y, con matices, la nuestra. Pero admitimos que no se trata de una evidencia, sino de un debate harto complejo. Sin salirnos del ámbito de la literatura, se puede ver la postura exactamente opuesta en Brighton Rock, del católico Graham Greene, donde el personaje Pinky no es malvado porque asesina: asesina porque es malvado. Genet no logra esa esencialidad a la que aspira.

  • 7.

    Pero ¿puede alguien imaginar a Hitler o a Videla diciendo eso? Es otra prueba de que no se pueden cometer actos realmente malvados en nombre del Mal: para eso está el otro nombre, el Bien.

  • 8.

    J.-P. Sartre: San Genet comediante y mártir, cit., p. 98.

  • 9.

    Esto no es tan evidente. Cuando Jean Seberg, en Sin aliento de Jean-Luc Godard, le cita esa frase a Jean-Paul Belmondo, este se indigna y califica a Faulkner de pequeño burgués cobarde: «Yo hubiera elegido la Nada sin vacilar».

  • 10.

    Ronald Laing y David Cooper: Razón y violencia. Una década de pensamiento sartreano, Paidós, Buenos Aires, 1973, p. 72.

  • 11.

    M. Foucault: Las palabras y las cosas, Siglo Veintiuno, Ciudad de México, 1972.

  • 12.

    R. Esposito: «Mal» en Confines de lo político, Trotta, Madrid, 1996.

  • 13.

    Puesto que no podría ser a la inversa –la libertad no podría fundarse en el Terror, como este en aquella–, se ve que no hay reversibilidad posible entre esos dos términos: como no la hay entre el Bien y el mal.

  • 14.

    14. Cfr. Maurice Blanchot: «La literatura y el derecho a la muerte» en De Kafka a Kafka, FCE, Ciudad de México, 1991.

  • 15.

    J.-P. Sartre: L’idiot de la famille, Gallimard, París, vol. 3, p. 178.

  • 16.

    16. J.-P. Sartre: San Genet comediante y mártir, cit.

  • 17.

    J.-P. Sartre: El escritor y su lenguaje, Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1971.


En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad 290, Noviembre - Diciembre 2020, ISSN: 0251-3552


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