Opinión
septiembre 2018

¿Quién crea realmente valor en una economía?

Tras la crisis financiera global de 2008, surgió un consenso respecto de que el sector público tenía la responsabilidad de intervenir para rescatar a los bancos con importancia sistémica y estimular el crecimiento económico. Pero fue un consenso efímero. Pronto, las intervenciones del sector público en la economía pasaron a ser vistas como causa principal de la crisis, y se consideró necesario revertirlas. Nuevamente, parece haber vuelto a imponerse un paradigma ortodoxo según el cual solo el sector privado es el único creador de riqueza.

<p>¿Quién crea realmente valor en una economía?</p>

Tras la crisis financiera global de 2008, surgió un consenso respecto de que el sector público tenía la responsabilidad de intervenir para rescatar a los bancos con importancia sistémica y estimular el crecimiento económico. Pero fue un consenso efímero. Pronto, las intervenciones del sector público en la economía pasaron a ser vistas como causa principal de la crisis, y se consideró necesario revertirlas. Fue un grave error.

En Europa, en particular, los gobiernos quedaron en la picota por sus elevadas deudas, pese a que la causa del derrumbe había sido la deuda privada, no la pública. A muchos se les pidió que introdujeran medidas de austeridad, en vez de estimular el crecimiento con políticas anticíclicas. En tanto, se esperaba que el Estado implementara reformas del sector financiero que supuestamente, en conjunto con una reactivación de la inversión y la industria, restaurarían la competitividad.

Pero las reformas financieras en realidad fueron muy pocas, y en muchos países, la industria todavía no se recuperó. Pese a una mejora de las ganancias en muchos sectores, la inversión sigue siendo débil, debido a una combinación de atesoramiento de efectivo y creciente financierización; y hay un récord de recompra de acciones (que busca impulsar las cotizaciones y con ellas, las opciones de compra).

La razón es sencilla: al tan vapuleado Estado sólo se le permitió una respuesta muy tímida. Esto muestra hasta qué punto la formulación de políticas sigue guiándose no por la experiencia histórica, sino por la ideología; en concreto, por el neoliberalismo, que propugna un papel mínimo para el Estado en la economía, y su pariente académica, la teoría de la «elección pública», con su énfasis en los fallos del gobierno.

Para que haya crecimiento se necesita un sector financiero funcional, que recompense las inversiones a largo plazo en vez de jugadas de corto plazo. Pero en Europa, hubo que esperar a 2016 para que se introdujera un impuesto a las transacciones financieras, y en casi todas partes sigue habiendo escasez de «financiación paciente». Esto lleva a que el dinero que se inyecta en la economía por medio de, por ejemplo, la flexibilización monetaria termine otra vez en los bancos.

El predominio del pensamiento cortoplacista evidencia malentendidos fundamentales en relación con el correcto papel económico del Estado. Contra lo que indicaba el consenso post‑crisis, una inversión estratégica activa por parte del sector público es esencial para el crecimiento. Por eso todas las grandes revoluciones tecnológicas (ya sea en medicina, informática o energía) fueron posibles gracias a la actuación del Estado como inversor de primera instancia.

Pero seguimos idealizando a los actores privados en las industrias innovadoras e ignorando su dependencia de los productos de la inversión pública. Por ejemplo, Elon Musk no sólo recibió más de 5 000 millones de dólares en subsidios del gobierno estadounidense, sino que sus empresas, SpaceX y Tesla, se han construido sobre el trabajo de la NASA y del Departamento de Energía, respectivamente.

El único modo de lograr una recuperación plena de nuestras economías es que el sector público retome su función crucial de inversor estratégico, a largo plazo y con sentido de misión. Para ello es esencial refutar narrativas erróneas respecto del modo en que se crean el valor y la riqueza.

El supuesto habitual es que el Estado facilita la creación de riqueza (y redistribuye la que ha sido creada), pero que en realidad no crea riqueza él mismo. En cambio, a los líderes empresariales se los considera actores económicos productivos (una idea que algunos usan para justificar el aumento de la desigualdad). Como las actividades (a menudo arriesgadas) de las empresas crean riqueza (y por tanto empleo) sus directivos merecen ingresos más altos. Estos supuestos también dan lugar a un uso erróneo de las patentes, que en las últimas décadas han impedido la innovación en vez de incentivarla, conforme tribunales favorables a protegerlas han ido ampliando excesivamente su alcance, lo cual implica privatizar las herramientas de la investigación, en vez de sólo los resultados finales.

Si estos supuestos fueran ciertos, los incentivos fiscales alentarían un aumento de la inversión empresarial. En cambio, esos incentivos (por ejemplo las rebajas del impuesto de sociedades aprobadas en Estados Unidos en diciembre de 2017) reducen el ingreso del Estado en términos generales, facilitan ganancias récord para las empresas y producen poca inversión privada.

No es sorprendente. En 2011, el empresario Warren Buffett señaló que en realidad el impuesto a las plusvalías no desalienta las inversiones ni reduce la creación de empleo. Según Buffett: «Entre 1980 y 2000 se creó un total neto de 40 millones de puestos de trabajo. Sabemos qué vino después: impuestos más bajos y mucha menos creación de empleo».

Estas experiencias contradicen las creencias plasmadas por la «Revolución Marginalista» del pensamiento económico, que sustituyó la teoría clásica del valor‑trabajo con la moderna teoría subjetiva del valor basada en los precios de mercado. En síntesis, damos por sentado que toda organización o actividad que reciba un precio genera valor.

Esto refuerza la noción de que los que ganan mucho deben estar creando muchísimo valor (una noción que normaliza la desigualdad). Por eso el director ejecutivo de Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, tuvo el descaro de declarar en 2009, sólo un año después de la crisis que su propio banco contribuyó a generar, que sus empleados estaban entre «los más productivos del mundo». Y es también la razón por la que las farmacéuticas pueden seguir usando la «fijación de precio por valor» para justificar subas astronómicas de los precios de las medicinas, pese a que el gobierno de los Estados Unidos invierte más de 32.000 millones de dólares al año en los eslabones de alto riesgo de la cadena de innovación de la que aquellas medicinas surgen.

Cuando el valor no lo determinan métricas específicas, sino el mecanismo de mercado de la oferta y la demanda, el valor se convierte en algo que «está en los ojos de quien lo mira» y se confunde la renta (el ingreso no ganado) con la ganancia (el ingreso ganado); aumenta la desigualdad; y disminuye la inversión en la economía real. Y cuando la formulación de políticas se guía por posturas ideológicas erradas respecto de la forma en que se crea valor en una economía, el resultado es la adopción de medidas que inadvertidamente recompensan el cortoplacismo y debilitan la innovación.

Una década después de la crisis, subsiste la necesidad de resolver debilidades económicas persistentes. Eso implica, antes que nada, reconocer que el valor es una creación colectiva en la que participan empresas, trabajadores, instituciones públicas estratégicas y organizaciones de la sociedad civil. De la interacción entre estos diversos actores depende no solamente el ritmo del crecimiento económico, sino también que este sea innovador, inclusivo y sostenible. El único modo de poner fin a esta crisis es reconocer que el papel del Estado no es solamente subsanar fallos del mercado cuando se producen, sino también participar activamente en la definición y la creación de los mercados.


Fuente: Project Syndicate

Traducción: Esteban Flamini




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