Opinión
agosto 2018

Proteccionismo para liberales

La repulsión que sienten los liberales hacia la grosera política del presidente estadounidense Donald Trump se extiende a una rígida defensa de la globalización libremercadista. Estos liberales consideran lque el libre comercio económico es inseparable del programa político liberal, así como el proteccionismo de Trump es inseparable de su aberrante programa político. Pero se equivocan porque el mayor riesgo de destrucción del programa político liberal deriva de la hostilidad inflexible al proteccionismo comercial.

<p>Proteccionismo para liberales</p>

La repulsión que sienten los liberales hacia la política mendaz y grosera del presidente estadounidense Donald Trump se extiende a una rígida defensa de la globalización libremercadista. Consideran los liberales que el libre comercio de bienes y servicios y el libre movimiento de capital y mano de obra son inseparables del programa político liberal, así como el proteccionismo de Trump (resumido en el eslogan «Estados Unidos primero») es inseparable de su aberrante programa político.

Pero en esto hay un peligroso malentendido. En realidad, el mayor riesgo de destrucción del programa político liberal deriva de la hostilidad inflexible al proteccionismo comercial. El ascenso de las «» en Occidente es, al fin y al cabo, resultado directo de las pérdidas (absolutas y relativas) sufridas por los trabajadores occidentales como consecuencia de la búsqueda de la globalización a toda costa.

La opinión liberal en estas cuestiones se basa en dos creencias muy extendidas: que el libre comercio beneficia a todos los participantes (es decir, que a los países que lo adoptan les va mejor que a los que restringen las importaciones y limitan el contacto con el resto del mundo) y que la posibilidad de comerciar bienes y exportar capital libremente es un elemento constitutivo de la libertad. Los liberales suelen desestimar la poca firmeza del sustento intelectual e histórico de la primera creencia, así como desestiman el perjuicio que su compromiso con la segunda creencia causa a la legitimidad política de los gobiernos.

Los países siempre han comerciado, porque los recursos naturales no están distribuidos igualmente en todo el mundo. «¿Sería razonable», se preguntóAdam Smith, «prohibir la introducción de vinos extranjeros sólo con el fin de fomentar la producción de clarete o borgoña en suelo escocés?». Históricamente, el principal motivo para el comercio internacional ha sido la existencia de ventajas absolutas, por las que los países compran al extranjero aquello que no pueden producir o sólo pueden producir a un costo exorbitante.

Pero el argumento científico en favor del libre comercio depende de la doctrina, mucho más sutil y contraria a la intuición, de las ventajas comparativas, perteneciente a David Ricardo. Es evidente que ningún país puede producir carbón si no tiene yacimientos. Pero suponiendo posible la producción de ciertos bienes pese a alguna desventaja natural (por ejemplo, vino en Escocia), Ricardo demostró que si los países con desventajas absolutas se especializan en producir aquello para lo cual están menos en desventaja, entonces el bienestar total aumenta.

La teoría de las ventajas comparativas extendió en gran medida el alcance potencial del comercio internacional provechoso, pero también el riesgo de que las importaciones destruyan producciones locales menos eficientes. Dicha destrucción se desestimó bajo el supuesto de que el libre comercio llevaría a una asignación más eficiente de recursos y a un aumento de la productividad (y con ella, de la tasa de crecimiento) «a largo plazo».

Pero la historia no termina aquí. Ricardo también creía que la tierra, el capital y la mano de obra (lo que los economistas llaman «factores de producción») estaban indisolublemente unidos a cada país y no podían trasladarse por el mundo como si fueran mercancías. Escribió:

«La experiencia (…) demuestra que la inseguridad, real o imaginaria, del capital, cuando no está bajo la inspección inmediata de su poseedor, junto con la resistencia natural de todo hombre a abandonar el país donde ha nacido y tiene sus relaciones y a confiarse con todos sus hábitos adquiridos a un gobierno extraño y a nuevas leyes, contiene la emigración de capitales. Estos sentimientos, que yo no quisiera ver debilitados, inducen a la mayor parte de los hombres que tienen capital a contentarse con un tipo inferior de beneficios en su país antes que buscar un empleo más ventajoso de su riqueza en un país extranjero.»

Pero conforme el mundo se hizo más seguro, esta barrera prudencial a la exportación de capital desapareció. En nuestro tiempo, la emigración de capital llevó a la emigración de puestos de trabajo, conforme la transferencia tecnológica hizo posible el traslado de producción local al extranjero, agravando el potencial de pérdida de empleo.

El economista Thomas Palley considera que el traslado de producción al extranjero es el rasgo distintivo de la fase actual de la globalización. Dice que es una «economía en barcazas», donde las fábricas se van flotando de un país al otro en busca de menores costos. Se ha creado una infraestructura legal y política para sostener la producción en el extranjero y la importación de lo producido al país que exporta capital. Palley considera, con razón, que esta extranjerización es una política deliberada de las corporaciones multinacionales para debilitar la mano de obra local y aumentar beneficios.

La capacidad de las empresas para redistribuir puestos de trabajo por el mundo cambia la naturaleza de la discusión sobre las «ganancias del comercio». En realidad, ya no hay «ganancias» garantizadas, ni siquiera en el largo plazo, para los países que exportan tecnología y puestos de trabajo.

Hacia el final de su vida, Paul Samuelson, decano de los economistas estadounidenses y coautor del famoso teorema de Stolper-Samuelson sobre el comercio internacional, admitió que si países como China combinan la tecnología occidental con menos costo de mano de obra, el comercio internacional deprimirá los salarios en Occidente. Es verdad que los ciudadanos occidentales tendrán bienes más baratos, pero ahorrarse un 20% haciendo la compra en Wal-Mart no compensa necesariamente la pérdida salarial. No es seguro que al final del túnel del libre comercio haya un cofre lleno de oro. Samuelson incluso se preguntó si no habrá cosas por las que se justifica tolerar «un poco de ineficiencia».

En 2016, The Economistconcedió que entre «los costos y beneficios a corto plazo» de la globalización hay un «equilibrio más sutil que el que dan por sentado los manuales». Entre 1991 y 2013, la participación de China en la exportación mundial de manufacturas creció del 2,3% al 18,8%; algunas categorías de la producción fabril estadounidense fueron totalmente desplazadas. Los autores aseveraron que «a la larga» Estados Unidos saldría ganando, pero tal vez antes de eso pasarían «décadas», y las ganancias no se repartirían equitativamente.

Hasta los economistas que admiten las pérdidas derivadas de la globalización como respuesta. ¿Pero qué alternativa proponen? La solución preferida es hallar el modo de desacelerar la globalización para dar a los trabajadores tiempo para recapacitarse o pasarse a actividades más productivas. Pero esto es poco consuelo para quienes se ven atrapados en viejas áreas industriales destruidas o transferidos a empleos poco productivos y mal remunerados.

Está bien que los liberales ejerzan su derecho a atacar la política trumpista. Pero deberían abstenerse de criticar el proteccionismo trumpista hasta que tengan algo mejor que ofrecer.


Fuente: Project Syndicate


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