Tema central

Por fin triunfan los malos
La ilegalidad cool de las series de televisión


Nueva Sociedad 263 / Mayo - Junio 2016

Las series de televisión rompen con lo políticamente correcto: abundan el sexo, las drogas y el alcohol, pero también todo tipo de bajezas. Al final de cada capítulo y de cada temporada, queda la sensación de que el mundo es el teatro de una gran conspiración política y empresarial contra los ciudadanos; de que el capitalismo y los gobiernos y los empresarios nos quieren robar y matar y no nos hemos dado cuenta. Donald Trump sería un mejor personaje de ficción que candidato presidencial: lo amaríamos en una serie, lo odiamos como político real. Las series cuentan los males del capitalismo sin el temor de que los televidentes se subleven.

Por fin triunfan los malos  La ilegalidad cool de las series de televisión

Las series de televisión son una nueva droga. Producen adicción. Lo hacen creer a uno, como televidente, muy inteligente y perteneciente a la cultura pop. Esto es así porque las series expresan esa crisis de representación política que habitamos y expresan el éxito de la representación mediática como nueva forma de la política. Por eso, las series son nuestro mejor relato de época, ahí están todas las claves para crear, pensar, imaginar y comunicar en nuestro tiempo.

Las series son el fenómeno audiovisual del siglo xxi que nos lleva, a los fanáticos, a sentirnos mundializados. En las series se expresa esa crisis de subjetividad que habita nuestro mundo, y ellas nos permiten imaginar un nuevo espacio de opinión pública cool y contracultural. Dicho de otra manera, las series son para los pop-cultos algo así como lo que son las telenovelas para los populares-folk. Los pop-cultos somos, más que hijos de la ilustración y la identidad, herederos de las simbologías pop y las fusiones de pantallas. Para nosotros, las series tipo Breaking Bad, Mad Men, Game of Thrones o House of Cards son nuestra coolture. El escritor, cinéfilo y director de cine Alberto Fuguet lo definió mejor al decir que «las series son una forma de vida. O si lo prefieren, la mejor droga del mundo».

Este ensayo parte de contar el fenómeno de las series, para luego adentrarse en esa moral ilegal o paralegal que celebramos al verlas.

El auge de las series

Twin Peaks (1990) fue la primera de todas; luego vinieron muchas, pero las más famosas son er (1994), Los Soprano (1999), The Wire (2002), Lost (2004) y Mad Men (2007), y la moda se consolidó con Breaking Bad (2008), Homeland (2011), Game of Thrones (2011), Black Mirror (2011), House of Cards (2013), Orange is the New Black (2013), Sense 8 (2015). Los latinos participamos con series más populares que pop, más de las pantallas clásicas de televisión que de las nuevas digitales, con productos como Los simuladores (2002), Ciudad de los hombres (2002), Mujeres asesinas (2005), Sin tetas no hay paraíso (2008) o Pablo Escobar: El patrón del mal (2012).

Con Twin Peaks, un director de culto como David Lynch pasa del cine a la televisión en abril de 1990 y ahí nace esta narrativa en forma de pastiche ajena a toda linealidad; un modo de relato que promueve la confusión y una sensación planificada de improvisación constante; un delirante juego de sentimentalidades al borde de la parodia; el abuso de escenas extrañas por el goce de extrañar. Y, en lo temático, se presentan asuntos aberrantes y sin moral; el humor raro, los freaks y la sobredosis de ironía sobre la realidad conspirativa de nuestros días. Así se da inicio a la adicción de las series.

Nueve años más tarde, llegó Los Soprano de David Chase y todo se confirmó: nacía una televisión que no nos habíamos imaginado, una serie que documenta la mafia del siglo xxi, esa del cinismo ambiguo; Tony Soprano es padre de familia, un gánster italonorteamericano de Nueva Jersey, y va al psiquiatra. Todo pasa, nadie moraliza. Mejor que cine, la televisión toma el reino de los contraculturales. Cinco años más tarde, Lost se convertiría en la más importante serie de adicción globalizada. Su creador, J.J. Abrams, documenta la lucha de los supervivientes del accidente del vuelo 815 de Oceanic por subsistir en una isla del Pacífico. Fue transmedial. Los fans crearon comunidad y la debatieron, la extendieron, la intervinieron. La cultura pop de las series se había creado, una nueva droga surgía en el siglo xxi.

Cuatro años después, la confirmación del fenómeno llegó con Breaking Bad, que cuenta cómo una persona común con poco éxito en su vida profesional y con dificultades en su vida familiar y emocional –como la mayoría de las personas– trata de mantener hasta el último minuto un proceder civilizado, pero no lo logra y finalmente se convierte en un delincuente profesional y meditabundo. Un personaje ambiguo y detestable, que hizo sentir muy inteligentes y cínicos a los consumidores de esta «droga». Walter White, el protagonista de Breaking Bad, fue elevado a la categoría de mejor actor del mundo. Sus fans llegaron a enterrarlo en un cementerio real.

Las series no son cine, tampoco televisión, son una experiencia audiovisual transversal que entra en secuencia con otros saberes, prácticas y referencias y que genera nuevas vivencias de lo pop en los universos digitales. Una experiencia mundializada y «transpantalla», que pone en secuencia todas las usanzas del audiovisual a la manera televisiva y que solo puede ser disfrutada por ciudadanos globalizados. Las series son el mejor audiovisual que reúne las herencias del cine pero se toma en serio la televisión, y por eso narra sobre la base de personajes y asume la serialidad como recurso, abordando asuntos que requieren del largo aliento televisivo.

Las adicciones producidas

Las series se caracterizan por estallar la moral del televidente clásico. Se abandona la moral conservadora de la televisión tradicional que promovía amor, familia, religión y propiedad. Ya los buenos no serán los policías o los periodistas; es más, ya no habrá buenos, los protagonistas viven al margen de la ley y expresan esa amargura del existencialismo pop que consiste en asumir que el capitalismo y la democracia son un fraude y que todos somos sobrevivientes de esta conspiración cósmica montada por Estados Unidos, los gobiernos cínicos, los empresarios desalmados y los políticos corruptos. Todo hiede menos nosotros, los individuos pensantes que nos hemos dado cuenta de que esta sociedad conspira contra nosotros. Por esta razón, estas series celebran personajes moralmente ambiguos, las temáticas son atrevidas, las estéticas son sublimes, permiten gozar lo prohibido y celebrar lo que está al margen de la ley.

Todo producto cultural inventa su propio público, y las series crean un televidente más allá del gusto construido por la industria cultural nacional para pasar a habitar los referentes mundializados, a pensar el sistema societal desde un existencialismo pop (sabemos que todo anda mal, nada se puede hacer, a no ser ensayar la crítica irónica y la producción de un estilo de vida que se ríe de la política en el consumo y el sarcasmo). Las series exigen como único requisito para su disfrute tener una cultura mundo, porque para verlas hay que saber de referencias globales, de cultura pop, y habitar el cinismo hipster.

El espectador es quien pone los límites «morales» de lo que desea ver, por eso aparecen temáticas más audaces y actuales; la televisión se libera de su moral conservadora y construye una nueva agenda pública. El mafioso va a la psiquiatra (Los Soprano), el publicista está lleno de mentiras (Mad Men), la chica buena es perversa (Orange is the New Black), el médico es cínico (Dr. House), el hombre existencialista cool hace limpieza social (Dexter), el político es corrupto con nuestra bendición (House of Cards), el hombre anónimo se desquita de una sociedad que no lo reconoce (Breaking Bad), están todos locos (Lost), los zombis testimonian la actualidad (The Walking Dead), la política social es matar pobres (The Wire), el poder criminal es made in usa (Homeland), los investigadores buscan orgasmos como experimento (Masters of Sex), nada es higiénico, todo es perverso pero seductor (Black Mirror), somos habitantes de cofradías de extraños mundializados (Sense 8), mucho sexo y desnudos y sangre (Game of Thrones).

Todos los temas dan para hacer una serie, mejor si son la perversión política, económica y social que nos habitan como sociedad del capital; la única condición es revestirlos de ese look de oscuridad y penumbra estética y afectiva que da el tono de serie de culto. Así nacen las territorialidades mundiales del entretenimiento constituidas por los seguidores de series. Por eso se aceptan historias de mafiosos, médicos perversos, policías de limpieza social, políticos corruptos, sujetos revanchistas de su destino, todo adobado con sexo en mil formas, drogas expresivas y éticas del placer. Todo con tal de que se manifieste un desplazamiento lateral de la legalidad y la norma. Las series celebran mil formas de ilegalidad, por eso patean el tablero moral y las expectativas clásicas de disfrute. Crean un nuevo entretenimiento cínico, amoral, desfachatado, más cercano a lo oscuro que a la luz, más de grises que de dualismos; uno en el que la familia es una institución jodida, la religión es perversa, el sexo es expresión y las violencias se liberan.

Las series pueden atreverse a todo porque no son para las masas. No tienen potencial de insurrección, solo de conformidad con la cultura mundializada. Las series son para los jóvenes educados en la ironía del sistema, críticos de pantalla, cínicos hipsters y existencialistas del consumo. Somos los sinvergüenzas del ingenio. Por eso pagamos y exigimos que nos den existencialismo sin ideología, psicoanálisis sin preguntar por el yo interior, placeres que nos lleven a vivir como si fuéramos hermanos de desgracia y decadencia, y ante tanta angustia, solo nos salva el estilo: consumir series, referentes pop, gadgets digitales, amistades de flujo.

El final feliz se les deja a las telenovelas y a las comedias de la televisión abierta. Pero no se trata solo de las temáticas cínico-existenciales, sino de los atractivos modos de comprenderlas en los modos y tonos del narrar. Modos que buscan en cada personaje una forma, un estilo, un tono; en Six Feet Under, la madre solo podía ser plano abierto, ella era muy dura; en House of Cards, los personajes de la corrupción trabajan en los lados oscuros de la imagen; en Mad Men, todo está en los detalles de arte, es publicidad. Cada serie toma la forma audiovisual de sus personajes. Y el tono de narración es el escéptico, el cínico, el existencialista cool, el maravilloso audiovisual.

Alucinaciones usa

Las series norteamericanas son el nuevo espacio de opinión pública sobre este mundo en versión usa, una reflexión acerca de la pesadilla del sueño americano, el gozo de nuestra cultura pop como referente de lo culto, una manera de ser todos hijos de la cultura del entretenimiento estadounidense. Y si las series son el lugar de la nueva opinión pública norteamericana, los que somos habitantes del territorio pop somos también hijos culturales de usa, y por eso gozamos tanto de estos relatos cínicos. La ficción televisiva se convierte en opinión pública ante la decadencia de los informativos y el exceso de internet; por eso, vamos a las ficciones televisivas para ver cómo es que venimos siendo (y es que todos somos los hijos de dos culturas, la gringa y la nuestra, eso dijo Frédéric Martel)1. Las series documentan la opinión pública de la sociedad norteamericana. Allí el gobierno es dominado por cínicos que quieren hacer negocios (House of Cards), o quieren construir poder matando a pobres e inocentes (Homeland, The Americans), o quieren hacer de la política un videogame del poder y el ego (The Wire, The Good Wife), o quieren convertir la justicia en una estrategia para eliminar pobres (Orange is the New Black, True Detective, The Killing), o hacen de la ciencia una virtud justiciera por mano propia (Dexter), o convierten la salud en egolandia (Dr. House), o la sociedad en su conjunto atenta contra los talentos y dignidades del sujeto vinculado (Breaking Bad), o la ética democrática se pierde en la ética del capital (Mad Men), o estamos gobernados por mafiosos (Los Soprano), o habitamos una isla del sálvese quien pueda y el último cierra la puerta (Lost), o huimos al pasado para justificar que siempre hemos sido iguales y nos han gustado el sexo, las drogas y las tetas (Game of Thrones), o que la realidad política es el engaño y el periodismo se vendió a los opresores (The Newsroom). «Las series son el penúltimo intento de los eeuu por seguir siendo el centro de la geopolítica mundial. Como económicamente ya no es posible, los esfuerzos se canalizan hacia la dimensión militar y simbólica del imperio en decadencia», afirma Jorge Carrión2.

La ilegalidad cool

En las series norteamericanas, al final de cada capítulo y de cada temporada nos queda la sensación de que habitamos una gran conspiración política y empresarial contra nosotros los ciudadanos; que el capitalismo y los gobiernos y los empresarios nos quieren robar y matar y no nos hemos dado cuenta, el malo siempre es el poderoso, en la telenovela es el rico, aquí es el gran hermano del capitalismo financiero y el terrorismo moral. Sabemos, los que gozamos de las series, que allí donde la democracia estadounidense creyó poder salvar el mundo de la vida, solo existen la corrupción y la maldad. Ante esta realidad escabrosa, solo nos quedan el cinismo hipster, el existencialismo pop y la anarquía cool como salida, y la salida gozosa está en ver series. Vemos series y renunciamos a participar, solo vemos y criticamos con buen estilo y esperamos a que todo el sistema se caiga. La política es la conspiración contra el yo ciudadano moderno, eso dicen las series. El game is over. La salvación está en lo ilegal, el crimen seduce. Así surge el nuevo héroe, que es casi un criminal o un delincuente con estilo. En Mad Men, Don Draper, el protagonista, es un ser cuyo tormento de pasado, misterio e ilegalidad nos va llegando en dosis seductoras; en Los Soprano, Tony es pura oscuridad en busca de alguna visibilidad; en Lost, todos los personajes son oscuros y pueden ser cualquier cosa; en The Wire, todos son conspiradores inspirados; en Breaking Bad, Walter White es el personaje de la inestabilidad que se desplaza con los vientos de su oscuridad; en The Walking Dead, aparecen los zombis como metáfora del humano del siglo xxi; en House of Cards, la oscuridad se hace cínica y corrupta y nos hace cómplices de su perversión; en Homeland, una mujer fuera de quicio convierte una misión patriótica en una obsesión personal; en Orange is the New Black, los latinos y los afros aparecen en su ambiente natural, la cárcel. Relatos civilizados de esta sociedad donde la crítica se hace en el consumo, o el mejor producto de masas es lo contracultural.

Las series presentan hombres ya mayores y malos, que gustan por sus encantadores defectos, su comportamiento cuestionable y su actitud políticamente incorrecta. La seducción de la perversidad. Hay pocas mujeres protagonistas. Al contrario de las subjetividades masculinas (perversos atractivos), las subjetividades femeninas poco atraen, más bien asustan a los hombres: una por fría y bella (la señora Underwood, House of Cards), la otra por ingenua y desubicada (Piper Chapman, Orange is the New Black) y la última (Carrie Mathison, Homeland) por obsesa. Las series producen otra subjetividad femenina distinta de la tradicional, en la cual las mujeres eran víctimas o seductoras, pero siempre bien comportadas. Las mujeres de serie aterrorizan pero no seducen, los hombres de serie atraen porque aterrorizan. El machismo sigue triunfando y, por eso, la mujer liberada mete miedo.

Todos los protagonistas de estas series deberían estar en la cárcel o recluidos en clínicas psiquiátricas. He ahí su seducción: por fin los malos triunfan y se pueden usar los métodos de la paralegalidad para existir. Por eso las series son sobre personajes ambiguos en su moral, oscuros en sus motivos, enigmáticos en sus sentidos. Todas subjetividades oscuras, en dolor, en búsqueda de algo que les otorgue sentido. En las series están todas las claves para crear, pensar, imaginar y comunicar en nuestro tiempo.

Se vende el humo (de la libertad)

El crimen, la ilegalidad, la perversión se venden como contracultura. Solo que todo en la sociedad de mercado se ha convertido en bandera de liberación al consumo. Por eso, con las series regresan los comportamientos incorrectos. Nos liberamos fumando. Las series son un fenómeno industrial masivo que convoca a los ciudadanos cool del mundo para seguir vendiendo humo (de libertad). Y es literal: su mejor mensaje es fumar. Las series son una estrategia de las marcas de cigarrillos para vender cigarrillos como nuevo estilo cool.

Mad Men nace y cuenta la historia de la publicidad desde y en la perspectiva de una marca de cigarrillos; además, todos fuman y mucho. En True Detective, fumar es la mayor obsesión del policía incriminado. Homeland muestra a Carrie, la protagonista, en su lucha por dejar de fumar, pero siempre recae. En House of Cards se fuma poco, pero los Underwood, cuando tienen que celebrar o tramar algo potente, buscan un cigarrillo escondido en alguna parte y se lo fuman como si fuera el máximo placer posible de estos tiempos. Orange is the New Black, en su segunda temporada, convierte el mercado del cigarrillo prohibido en el centro del mejor negocio en la cárcel. Ray Donovan, en su perversión de justicia on demand, lleva a que su frágil esposa se libere vía el cigarrillo. The Killing tiene en el policía mundano a un fumador empedernido y la mujer policía introvertida fuma para hacer posible su momento mágico. Masters of Sex muestra a la esposa del médico, un personaje «perdedor», fumando como una loca cada vez que se siente frustrada. Downton Abbey logra que todas las clases sociales fumen y dialoguen sobre el fumar. The Leftovers también fuma. True Detective fuma y bebe. Las series recuperan los rituales prohibidos por la corrección puritana de la vida civilizada: el fumar, el sexo, las drogas y el alcohol.

Coincidencia, puede ser. Liberación, tal vez. Pero quizás detrás de estas coincidencias esté el hecho de que las compañías de cigarrillos la tienen muy dura para hacer publicidad en estos tiempos del puritanismo correcto, ya no pueden en televisión, tampoco en el deporte, ni en ninguna parte, y encontraron en las series un vehículo para poner el fumar otra vez de moda y convertirlo en tendencia cool. El placer de fumar ha regresado con nuevo glamour. Ver las series da ganas de fumar y de muchos más excesos molestos e lícitos para esta sociedad.

El vicio, el crimen y lo ilegal constituyen la filosofía de lo cool y se compran vía series de televisión. Lo políticamente incorrecto y la lucha contra lo puritano son claves de las series. Tal vez Donald Trump sería un mejor personaje de serie que candidato presidencial: lo amaríamos en una serie, lo odiamos como político de la realidad. Virtud de las series que se atreven a lo que no deja la falsa moral de las televisiones abiertas. Virtud de la televisión que encontró nuevas maneras de hacer posible su negocio. Virtud de nosotros, los drogados, porque las series nos hacen bien: nos cuentan historias sobre nosotros mismos y en narración expandida. Somos los habitantes del humo coolture de la libertad.

La mala noticia es que no hay realidad suficiente para ver tantas series. Y como no hay tiempo suficiente para ver todo, cada uno tiene su droga. La última se llama Vinyl (2016) y viene psicodélica. La droga verdadera es que siempre habrá nuevas formas de contar historias. Las series son la droga contracultural que nos hace tanto bien para sobrevivir con gozo esta sociedad del cinismo. La paradoja es que los que se venden de buenos nos están destruyendo y son criminales en la vida real, y los que nos denominamos críticos y contraculturales gozamos lo perverso, ilegal, criminal y oscuro en televisión. Unos corrompen el mundo real, otros gozamos del mundo corrompido de las series.

  • 1.

    F. Martel: Cultura mainstream. Cómo nacen los fenómenos de masas, Taurus, Madrid, 2011.

  • 2.

    J. Carrión: Teleshakespeare. Las series en serio, Interzona, Ciudad de México, 2014.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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