Populismo republicano: más allá de «Estado versus pueblo»
Nueva Sociedad 273 / Enero - Febrero 2018
Para comprender más profundamente las experiencias populistas que se desplegaron en América Latina, es necesario construir un marco teórico, en clave populista y republicana, que abandone el legado por el cual se piensa al pueblo como «lo otro» del Estado y que permita pensar una recíproca interpelación. Para ello resulta de utilidad adentrarse en algunos debates clásicos entre populismo y socialismo y en otros más recientes entre populismo y autonomismo, con la finalidad de revisitar el rol del Estado y las instituciones al pensar la emancipación y la autodeterminación popular.
I. Las tensiones entre el socialismo y el populismo en América Latina han moldeado los principales debates políticos latinoamericanos de izquierda en la década de 19801. Tras la crisis del paradigma comunista de los años 60 y 702, la izquierda latinoamericana se vio en la necesidad de replantear en profundidad el modo de comprender la transformación social y el sentido de la emancipación popular. En muchos casos, este replanteamiento se tradujo en el intento de recoger lo mejor del legado de la izquierda en clave gramsciana y en la voluntad de incorporarlo dentro de un proyecto hegemónico de carácter democrático. Podría decirse que es en el interior del debate sobre la hegemonía y la democracia donde nace esta disputa entre el socialismo y el populismo. Ambas corrientes coinciden en concebir la hegemonía como aquella forma de organización capaz de construir una voluntad colectiva alternativa al bloque dominante. Es decir, una propuesta organizada en el seno del mundo plebeyo para transformar la naturaleza de la forma nación. Si el bloque dominante se configuraba bajo la forma de Estado-nación, la hegemonía plebeya debería constituirse bajo la figura de lo nacional-popular. Y la construcción de lo nacional-popular se consolidaría mediante una articulación entre el pueblo y los intelectuales –en sentido amplio–, vínculo que permitiría diferenciar las sedimentaciones conservadoras de las posibilidades transformadoras propias de toda experiencia popular. Pero para que esta transformación tuviera lugar, era necesario delimitar el verdadero origen de las relaciones de subordinación. Podríamos decir que precisamente en relación con este problema –cómo definir el origen de las formas de dominación y los tipos de antagonismos a los que estas dan lugar– se produjeron las principales tensiones entre el populismo y el socialismo latinoamericano de corte gramsciano3.
Ahora bien, es importante resaltar que estas tensiones entre el socialismo y el populismo tienen un antecedente en los debates latinoamericanos: las discusiones entre José Carlos Mariátegui y Víctor Raúl Haya de la Torre. Por la misma época en que Antonio Gramsci configuraba un marxismo heterodoxo para la Italia meridional, estos intelectuales peruanos expresaban sus reparos a la idea de aplicar sin más el programa comunista en lugares tan abigarrados como América Latina e intentaban pensar formas de articulación plebeyas e interclasistas heterodoxas. La tensión aparece por el rechazo que experimenta Mariátegui ante la propuesta de Haya de la Torre de convertir el movimiento popular a la forma partido y lograr, así, la configuración de una forma estatal. Es esta tensión, entonces, la que vuelve a instalarse de manera desplazada en los debates de los años 804. Mientras el socialismo identificaba el Estado como la forma originaria de la dominación capitalista, el populismo hacía de la forma estatal un espacio para la irrupción plebeya y un instrumento de conquistas populares. Alrededor de la cuestión del Estado girará, entonces, uno de los mayores desencuentros entre estas dos corrientes de pensamiento latinoamericano. Si para muchos socialistas el Estado funciona como un arquetipo de dominación, resulta evidente –como intentaron demostrar Portantiero y De Ípola– caracterizar el populismo como un movimiento de traición a lo popular.
Es como si la crisis de los Estados oligárquicos hubiera abierto una ventana de oportunidad que el populismo obturó al volver a poner en el centro de la escena al Estado y las instituciones. Si bien es aquí donde aparecen todas las dicotomías entre una y otra corriente –dado que mientras la hegemonía socialista se asume como una propuesta verdaderamente popular, pluralista y democrática, la populista aparece como un cesarismo que «traiciona» lo popular, organicista y antidemocrático–, lo cierto es que la pertinencia de esta caracterización depende de cómo se lea el tipo de oportunidad que abrió la crisis, es decir, si el populismo operó como una recomposición o como una transformación de la naturaleza del Estado.
Tanto el socialismo como el populismo acuerdan en asumir la crisis de la oligarquía como la oportunidad para activar y organizar a los sectores populares bajo la forma de una voluntad colectiva y para que el pueblo recupere el sentido y la percepción de la nación que había sido capturada bajo la forma Estado-nación. No obstante, desde el punto de vista socialista, el populismo habría propiciado esta recuperación de lo nacional para luego expropiarlo, es decir, contribuiría a liberar lo nacional para luego apropiarse de su sentido y ponerlo, otra vez, bajo la custodia de un Estado antipluralista. Por tanto, desde esta interpretación se piensa la irrupción del populismo como una recomposición del Estado (que estatiza lo popular) y así se deja por fuera la posibilidad de leer tal irrupción como una transformación (aparición de una nueva forma de poder) de la naturaleza de lo político ante la crisis de las oligarquías, mutación que también alcanza al retorno del Estado.
Quizá haga falta prestar más atención a las formas de este retorno y a los tipos de desplazamiento institucional que produce cada juego de repetición populista a lo largo de la historia latinoamericana5. La lectura sobre la «traición del populismo al pueblo» solamente tiene sentido si partimos de una premisa: que el pueblo y el Estado son dos producciones sociales antagónicas y autocontenidas. Si el Estado es asumido como un tipo de poder monolítico y cerrado sobre sí mismo, una forma universal inmutable y destinada por naturaleza a la opresión, entonces sí tendría sentido pensar al pueblo como su contraparte. Pero si, en cambio, lo consideramos como una producción social porosa, como el lugar donde los distintos actores políticos pujan por darle forma para determinar su orientación institucional y los tipos de acumulación y distribución, entonces resulta más complicado asumir sin más esta dicotomía. ¿No hay acaso en este movimiento de crisis y recomposición estatal la reiteración de un acto fundante de derecho ejercido mediante una profanación popular?6
En ese sentido, resulta más interesante invertir la cuestión y preguntarse por el tipo de movimiento teológico que autoriza a pensar algo así como lo nacional «liberado» de la «enajenación» estatal y recuperado por el «pueblo». Es como si el socialismo viniera a subsanar la herida de la comunidad causada por la irrupción del Estado, como si de manera inconfesada perviviese una especie de nostalgia sustancialista. Cabría decir que es esta forma de liberación lo que viene a poner en cuestión el populismo, puesto que no habría algo así como una «sustancia nacional» secuestrada por el «Estado» para fines privados. Tampoco habría un pueblo dado como realidad previa, a la espera de su liberación. Si algo permite pensar el populismo es que el Estado no tiene por qué ser, en sentido estricto, una forma de enajenación, sino que puede convertirse en un modo de mediación de lo popular. La confusión estaría en creer que toda forma de mediación es un modo de enajenación que oprime una materialidad dada. Y aquí vemos cómo el problema de fondo no es otro que la ilusión de inmediatez. Es decir, asumir que existe algo no mediado que es sustraído al pueblo, y que solo en el retorno a lo espontáneo estaría la clave de la emancipación. Si el Estado oligárquico era la expresión elitista de una determinada forma estatal, eso no significa que toda forma estatal se reduzca a esto7. O dicho de otra manera, era la oligarquía la que convertía al Estado en la propiedad de unos pocos. Por tanto, por qué no pensar que quizá sea el acto de profanación popular el que convierte las instituciones en un espacio de litigio para los cualquiera. Y es aquí donde hallamos la gran originalidad del populismo: arriesgarse a construir una forma estatal en sintonía con la irrupción de las masas populares en la política8.
II. Como nos recuerda Gramsci, las experiencias populares se encuentran atravesadas por fuerzas reactivas y emancipadoras9. Y es en el interior de esta difícil dialéctica reactiva y emancipadora donde se juegan la apuesta populista y su forma de construir los antagonismos que traducen la conflictividad social de lo político. Las fuerzas reactivas pujan por configurar un «nosotros» a partir de la creencia de una falta que podría ser restituida, una identidad perdida por recuperar, lo cual implica delimitar una frontera entre los de abajo y una relación de exterioridad con un otro. Esta frontera entre los de abajo es construida mediante un ejercicio claramente inmunitario, puesto que ese otro –el inmigrante, el indígena, el homosexual, etc.– que queda figurado como exterioridad amenazante de lo social es identificado como la anomalía que habría quebrado desde dentro la identidad y armonía de un pueblo. La identificación entre las insatisfacciones populares y un elemento perturbador que es preciso eliminar no es sino la reactivación de elementos fascistas que no han dejado de estar presentes en las sensibilidades populares, un sí mismo que, aunque plebeyo, es refractario a cualquier experiencia que no suponga un repliegue de sí.
La dimensión reactiva que late de manera peligrosa en el interior del populismo no solo apunta a las elites como las responsables de haber permitido esta descomposición, sino que a su vez promete la recuperación de esta pérdida. Este anhelo de una totalidad perdida que venga a remediar esa falta no es otra cosa que un cierre en una identidad que se presupone como algo previamente garantizado y vulnerado. Las fuerzas emancipadoras del populismo, por el contrario, erosionan este tipo de frontera antagónica y consiguen desactivar la identificación inmunitaria mediante otro tipo de lazo plebeyo: la igualdad entre los de abajo. A su vez, el antagonismo solamente apunta a los de arriba de un modo no inmunitario, es decir, no ya como aquellos que corrompen la identidad previamente establecida de un pueblo, sino como los responsables que obturan las posibilidades aún no transitadas de este. Y es esta forma emancipadora del populismo lo que conecta con la democracia, puesto que su forma de establecer esta frontera está dada por una profunda voluntad democratizadora10.
Esto nos lleva, entonces, a la cuestión de si el populismo es compatible o no con la democracia. La afirmación de que es contrario a la democracia solamente tiene lugar cuando aceptamos una noción restringida de esta, una noción que hace de la democracia un procedimiento formal, consensual y alejado de cualquier tipo de conflictividad popular. Una de las grandes dificultades de nuestro tiempo es el predominio de esta concepción y el olvido del sentido original de la palabra democracia: poder del pueblo. La figura de un pueblo activo no solo ha desaparecido de cierto registro democrático contemporáneo, sino que además se postula muchas veces como una amenaza para la democracia. A diferencia de lo que suelen afirmar los defensores de este tipo de democracia, podríamos decir que el populismo es una de las pocas experiencias políticas que mantiene viva la figura de un pueblo empoderado. Por eso, en lugar de decir que el populismo es antidemocrático, habría que ver si reactiva la dimensión constitutiva de la democracia. Más aún, el intento de neutralizar el vínculo entre populismo y democracia obtura todo un campo reflexivo sobre el rol del Estado en nuestro presente.
III. Si tratamos de conectar el problema del Estado con la democracia, habría que indagar sobre el tipo de institucionalidad que propicia el populismo. ¿Acaso es solamente una forma de poder que se rige sin más por la figura dominación-subordinación? ¿No es posible hablar de una institucionalidad populista que no coincida ni con el Estado oligárquico ni con el Estado liberal-conservador europeo? El pensamiento político latinoamericano se encuentra aún hoy atrapado en la respuesta a esta pregunta. Por eso resulta tan importante poner en relación el populismo con la tradición republicana, tal como sugieren Carlos Vilas11 y Eduardo Rinesi12, al momento de delimitar las formas realmente existentes de institucionalidad a las que han dado lugar los populismos de esta última década. María Julia Bertomeu hace una distinción muy importante entre dos tradiciones republicanas, una oligárquica o elitista y otra democrática o plebeya, que puede ayudar a reflexionar mejor sobre este posible vínculo13. Cuando hablamos del republicanismo oligárquico nos referimos a la forma de gobierno que hace del derecho un mecanismo de conservación de privilegios. Es decir, una manera de restringir el campo de oportunidades de los de abajo y de ampliar el sistema de privilegios de los de arriba. Las instituciones, por tanto, operan como una forma de dominación y perpetuación de las desigualdades sociales. El republicanismo plebeyo, por el contrario, lejos de invisibilizar la dimensión conflictual de las instituciones, apela a ella como mecanismo de ampliación de derechos. Aquí, las instituciones son concebidas en su dimensión igualitaria como el espacio propicio para la expansión de derechos y la desarticulación de la frontera material entre los de arriba y los de abajo.
Si prestamos atención a las formas de institucionalidad y a los usos del derecho posibilitados en las experiencias populistas contemporáneas, ¿no es posible encontrar casos en los que pareciera materializarse un republicanismo plebeyo? Esto implicaría revisar algunas de las premisas actuales de la teoría populista que, al haber identificado el populismo con una lógica de lo político de carácter rupturista, presenta algunas dificultades para pensar el vínculo entre este y las instituciones14. La cuestión es si acaso la lógica rupturista del populismo no puede hacerse extensiva a una determinada forma de institucionalidad que combine dinámicas instituyentes de los gobiernos populares con decisionismo y movilización popular15. Para ello es preciso abandonar el prejuicio por el cual se considera que las experiencias políticas populistas habrían descuidado el papel de las instituciones, dado más peso a la figura de los líderes y desmantelado la división de poderes propia de las repúblicas. Lo que cabría preguntarse aquí es si esta imposibilidad de pensar una articulación entre populismo e instituciones no se debe a una concepción de las instituciones todavía heredera de la matriz liberal y procedimental16. Posiblemente sea una lectura «cosificada» de las instituciones lo que nos impide abordarlas desde otras perspectivas. La dialéctica entre poder instituyente y poder instituido, algo que atravesó las experiencias populistas de los países andinos de esta última década, abriría las puertas para desarrollar una matriz de institucionalidad diferente de la clásica liberal y podría generar un marco de análisis para pensar el juego entre lo instituido y lo instituyente en las instituciones populistas. En lugar de concebir los afectos y liderazgos políticos –dos elementos claves de la lógica populista– como obstáculos para la institucionalidad, habría que preguntarse cómo intervienen en su construcción. O también cómo los conflictos colectivos van gestando, a través de una concepción plebeya del derecho, formas de institucionalidad que no pueden ser concebidas desde la matriz liberal del individuo posesivo. Y si de una concepción popular del derecho se trata, se comprende mejor cómo la tradición republicana puede ser clave para hacer inteligible la dimensión institucional del populismo.
IV. Es sabido que tanto la tradición liberal17 como la socialista18 han tratado de tender puentes con los estudios del republicanismo. Sin ánimo de simplificar los debates, podría decirse que el principal desencuentro entre los estudios sobre el republicanismo se vincula con la bifurcación entre un republicanismo de corte liberal y otro de carácter popular. El primero trata de aunar las premisas del liberalismo clásico –el individualismo metodológico, la división de poderes y la libertad negativa– con una reflexión sobre las instituciones republicanas y sobre cómo estas podrían garantizar esos principios. Este tipo de vínculo procura centrarse en la dimensión consensual de las instituciones y abandona un rasgo que será clave para la otra vía: el conflicto y las formas de organización de la soberanía popular. Desde esta perspectiva, el conflicto es experimentado como una falla o debilidad de las instituciones y la democracia, y su existencia supone un signo de deterioro. El populismo, al considerarse no solo como una experiencia que construye poder a partir del conflicto –bajo la figura de lo nacional-popular–, sino también como una forma de conflicto inerradicable19, es visto por la corriente liberal como la antítesis de cualquier proyecto republicano20. Pero si nos centramos en aquellas investigaciones que identifican el republicanismo con el poder popular, es posible establecer un diálogo fructífero con el populismo. Como sugieren Eduardo Rinesi y Matías Muraca, podríamos ver tanto en el populismo como en el republicanismo una concepción del conflicto diferente de la matriz consensualista y liberal21. Si la lectura liberal concibe las instituciones como un espacio de regulación del conflicto –con la esperanza de una futura neutralización–, la matriz populista-republicana, en cambio, interpreta el conflicto como constitutivo de las instituciones. Es decir, el rol de las instituciones no consistiría tanto en neutralizar el conflicto como en expresarlo y regularlo de un modo específico. Dicho de otra manera, las instituciones mismas pueden ser concebidas, en términos gramscianos, como un campo de fuerzas, donde el problema de la hegemonía adquiere toda su importancia analítica para pensar la república en su dimensión conflictual. Así, también aparece una dimensión consensual, pero inseparable del conflicto. Esta vía conflictual para pensar las instituciones sienta las bases para que pueda empezar a tejerse un vínculo analítico entre los estudios del populismo, el republicanismo y las instituciones. Esta articulación entre la dimensión práctica y la dimensión teórica nos podría ayudar a explorar cómo han funcionado las instituciones en las experiencias progresistas latinoamericanas. Es decir, qué formas de institucionalidad y gobernabilidad han posibilitado las experiencias populistas de la última década y cuáles han sido sus fortalezas y debilidades, sus logros y contradicciones. A la vez, nos permitiría preguntarnos acerca de las posibilidades (o no) de coexistencia entre figuras de liderazgo y fortalecimiento institucional, articulación (o no) de movimientos sociales e instituciones del Estado.
IV. A modo de conclusión, que se pretende provisional, podríamos afirmar que esta matriz plebeya, de corte republicano-populista, debería ser asumida dentro de los debates actuales entre autonomismo y populismo, entendidos como una reactualización diferida de las viejas tensiones entre el populismo y el socialismo. Podríamos decir que el lugar asignado a los movimientos sociales por parte del autonomismo es equivalente al que el socialismo atribuía a la voluntad colectiva nacional-popular. Según esta nueva perspectiva, consolidada sobre todo en la «larga noche neoliberal» de los años 90, los movimientos sociales serían la expresión plebeya liberada del Estado, los sindicatos y los partidos políticos22.
Esta irrupción plebeya llevaría en sí una demanda de autonomía que abriría las puertas para la autodeterminación y la emancipación. Si los populismos de la primera mitad del siglo xx fueron concebidos como una traición a la voluntad colectiva popular, los de inicio del siglo xxi se asumirían, desde la perspectiva autonomista, como una traición a los movimientos sociales. O dicho de otra manera, la transformación plebeya de los movimientos sociales se encontraría reificada por la forma populista; la demanda de autonomía, subordinada por la interpelación del Estado, y la búsqueda de emancipación, reducida a un cesarismo o revolución pasiva de carácter decisionista, verticalista y carismática. Trazadas estas coordenadas, el Estado quedaría identificado con la opresión, el verticalismo y la desdemocratización, y los movimientos sociales, con la emancipación, la horizontalidad y la democracia. La pregunta que puede hacerse aquí es por qué la ampliación de derechos que propicia el populismo no puede ser leída como una forma de autonomía, en los términos de capacidad de autodeterminación de un pueblo a partir de sí mismo mediante el uso del derecho. Una forma de autonomía que contribuiría, aunque sea formulada desde arriba –algo que se vuelve paradójico cuando es un líder indígena, un profesor universitario o un líder social quien accede al gobierno– a la emancipación (posibilidad de autorrealización de nuestras capacidades), la horizontalidad (todos somos iguales en derechos) y la democratización (ampliación del poder popular). Que una medida sea tomada desde arriba ¿supone necesariamente subalternizar lo plebeyo? ¿Por qué, entonces, determinadas conquistas sociales, muchas veces logradas mediante la articulación entre Estado y movimientos sociales –como lo fueron la ley de medios o el matrimonio igualitario en Argentina, la nacionalización del agua en Bolivia o la regulación de las empleadas domésticas en Ecuador– no pueden ser comprendidas desde el autonomismo como pasos hacia la autodeterminación y la emancipación de ciertas formas de opresión popular23?
¿No son estas las exigencias de los movimientos sociales cuando reclaman educación universitaria gratuita o regulación de la tierra para evitar los desplazamientos forzados? ¿No son acaso las interpelaciones de los movimientos sociales una forma de exigir más institucionalidad y presencia del Estado en lugares a los que históricamente este no ha llegado?
Si la actual crisis del neoliberalismo –entendida como un nuevo pacto posdemocrático– se expresa como una distorsión del sentido de la democracia y aleja cada vez más a los sectores populares del acceso a los derechos y las instituciones, quizá resulte sumamente provechoso detenernos a pensar cómo los usos populares del derecho, dentro de una matriz populista-republicana, ayudan a imaginar una alternativa a este escenario. Es claro que muchas veces los populismos no han estado a la altura de esta sinergia entre las demandas populares y la ampliación de derechos, pero hacer del vínculo entre las demandas y el Estado la quintaesencia de la opresión no nos habrá hecho avanzar un ápice en las reflexiones sobre las formas realmente existentes de emancipación social y, menos aún, en las posibilidades que esta articulación abre para seguir radicalizando la democracia en nuestra región.
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1.
Valeria Coronel: es doctora en Historia por la New York University (nyu). Coordina el Centro Maria Sibylla Merian de Estudios Latinoamericanos Avanzados en Humanidades y Ciencias Sociales (calas, por sus siglas en inglés) para la región andina. Es profesora e investigadora en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso)-Ecuador. Su investigación aborda la transición del Estado oligárquico al Estado nacional social en la región andina y formas de movilización e integración del campesinado indígena en partidos políticos en los siglos xix y xx. Correo electrónico:
.Luciana Cadahia: es doctora en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid. Es profesora e investigadora de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso)-Ecuador. Entre sus líneas de investigación se destaca la teoría política contemporánea vinculada a las transformaciones del rol del Estado, la democracia y las experiencias emancipadoras de carácter populista. Correo electrónico: .Palabras claves: democracia, Estado, populismo, republicanismo, socialismo, América Latina.. Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero: «Lo nacional popular y los populismos realmente existentes» en Nueva Sociedad Nº 54, 5-6/1981, disponible en www.nuso.org. -
2.
V. Coronel: La última guerra del Siglo de las Luces. Revolución Liberal y formación del Estado nacional en el Ecuador (1880-1926), Flacso, Quito, en prensa.
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3.
E. De Ípola y J.C. Portantiero: ob. cit. y Ernesto Laclau: Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo, populismo, Siglo xxi, Madrid, 1978.
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4.
Excedería los propósitos de este trabajo establecer una genealogía que permita comprender cómo se transfirieron estos debates entre Mariátegui y Haya de la Torre, propios de la primera mitad del siglo xx, a las discusiones de los años 80, por lo que nos limitamos a resaltar la coincidencia temática.
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5.
Gerardo Aboy Carlés: «Las dos caras de Jano: acerca de la compleja relación entre populismo e instituciones políticas» en Pensamiento Plural No 7, 7-12/2010 y L. Cadahia: «Hacia una nueva crítica del dispositivo» en Utopía y Praxis Latinoamericana vol. 19 No 66, 7-9/2014.
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6.
James Sanders: Contentious Republicans: Popular Politics, Race, and Class in Nineteenth-Century Colombia, Duke University Press, Durham, 2004.
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7.
V. Coronel: «Justicia laboral y formación del Estado como contraparte ante el capital transnacional en Ecuador 1927-1938» en Illes I Imperis No 15, 2013.
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8.
Gino Germani: Autoritarismo, fascismo y populismo nacional, Temas, Buenos Aires, 2003.
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9.
A. Gramsci: Cuadernos de la cárcel tomo 6, Era, Ciudad de México, 2000.
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10.
L. Cadahia: «Populismo y democracia: una alternativa emancipadora» en Cuba Posible, 23/5/2017.
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11.
C. Vilas: «¿Populismos reciclados o neoliberalismo a secas? El mito del neopopulismo latinoamericano» en Estudios Sociales No 26, 2004.
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12.
C. Vilas y E. Rinesi: «Populismo y república. Algunos apuntes sobre un debate actual» en E. Rinesi, Gabriel Vommaro y Matias Muraca (comps.): Si este no es el pueblo. Hegemonía, populismo y democracia en Argentina, iec, Buenos Aires, 2010.
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13.
M.J. Bertomeu: «Republicanismo y propiedad» en Sin Permiso, 5/7/2005.
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14.
E. Laclau: La razón populista, fce, Buenos Aires, 2009.
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15.
L. Cadahia, V. Coronel y Franklin Ramírez (eds.): A contracorriente: materiales para una teoría renovada del populismo, Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, La Paz, en prensa.
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16.
L. Cadahia: «Espectrologías del populismo en Ecuador: materiales para una lectura renovada de la Revolución Ciudadana» en La Revolución Ciudadana en escala de grises, iaen, Quito, 2016.
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17.
Philip Pettit: Republicanismo, Paidós, Barcelona, 1999.
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18.
Antoni Domènech: El eclipse de la fraternidad, una revisión republicana de la tradición socialista, Crítica, Madrid, 2004.
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19.
Chantal Mouffe: «El reto populista» en La Circular No 5, 10/11/2016.
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20.
Roberto Gargarella y Christian Courtis: El nuevo constitucionalismo latinoamericano: promesas e interrogantes, Cepal / asdi, 11/2009.
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21.
E. Rinesi, G. Vommaro y M. Muraca (comps.): ob. cit.
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22.
Massimo Modonesi y Maristella Svampa: «Post-progresismo y horizontes emancipatorios en América Latina» en La Izquierda Diario, 10/8/2016.
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23.
Soledad Stoessel: «Los claroscuros del populismo. El caso de la Revolución Ciudadana en Ecuador» en Pasajes No 46, 2014.