Las
pasadas elecciones españolas resultaron un fiasco para la coalición
de la Izquierda Unida y Podemos, en tanto las expectativas que ellos
mismos se habían planteado suponían el rebasamiento del Partido
Socialista, que acabó como la principal fuerza política de la
izquierda. El resultado tomó por sorpresa a todos y, entre la
dirigencia de la alianza, se vivió como un verdadero balde de agua
fría, registrado para la historia en las caras largas que vimos en
la televisión. ¿Cómo las encuestas pudieron equivocarse tanto?
¿Por qué el electorado le restó apoyo a Pablo Iglesias y a su
grupo? Se preguntaban y se preguntan todavía hoy los analistas
políticos. No arriesgaremos aquí una respuesta sino que indagaremos
en el problema de fondo que jugó, a nuestro entender, un papel
fundamental en el resultado y es el componente identitario.¿Qué
significa declararse izquierdista el día de hoy?
Si,
en medio de nuestros múltiples problemas, los venezolanos
encontramos tiempo para seguir los avatares de las elecciones
españolas, fue en buena medida porque medimos el impacto de ellas
en nuestras propias vidas. Venezuela es, al día de la fecha, el
cuarto país del mundo con más españoles (unos doscientos mil,
pero se calcula en tres millones los venezolanos que pudieran obtener
la nacionalidad) mientras que España también es uno de los lugares
predilectos de nuestra emigración (se estima, igualmente, la cifra
de doscientos mil). Pero, sin lugar a dudas, el interés rebasó lo
migratorio. La política venezolana ha estado presente en el debate
mundial y, por supuesto, en el debate político español, desde hace
tiempo. Albert Rivera, el líder de Ciudadanos,
apoyó abiertamente un referéndum para revocar a Nicolás Maduro;
José Luis Rodriguez Zapatero –considerado un simpatizante del
chavismo– desarrolló un rol de mediador en la situación venezolana;
Mariano Rajoy ha criticado duramente al gobierno venezolano; y Felipe
González ha hecho asunto suyo la defensa de los presos político.
Esta presencia de la temática venezolana en territorio español,
muestra hasta que punto ambos países se encuentran vinclados y
expresa a las claras que cada sector de la política de Venezuela
tiene un defensor o un crítico del otro lado del Atlántico.
Sin
embargo, nada parece estar más vinculado a Venezuela que Podemos.
El nombre del partido es, curiosamente, el mismo de uno de los que
forman la alianza gubernamental chavista. Juan Carlos
Monedero, ex dirigente de Podemos fue asesor e ideólogo del
chavismo, Podemos ha sido sindicado como un partido que recibe
financiamiento de Venezuela, sus parlamentarios han defendido al
gobierno de Maduro y en la eurocámara y algunos, incluso, han
saboteado los actos de la oposición venezolana en la península. La
identificación resulta evidente. Podemos, al igual que el chavismo,
pretende constituirse como síntesis de los diversos problemas de
identidad que acosan a la izquierda en el actual contexto. Así, va
desde la socialdemocracia –desdibujada desde la década del
noventa, cuando terminó haciéndose casi indistinguible de los
partidos de centro-derecha-, pasando por los herederos del comunismo,
incapaces de reinventarse tras el fracaso de los llamados socialismos
reales.
De las casi cuatrocientas propuestas del programa de Podemos, muy
pocas denotan un especial radicalismo y, al ser distribuidas en los
quioscos en catálogos como los de una tienda de mobiliario para el
hogar, parecen todavía más moderados. Los españoles, sin embargo,
no creyeron en ellas. Tal vez porque sintieron una ambigüedad
deliberada (se habla de cosas concretas: sanear un río, construir un
ferrocarril, dar microcéditos y no de grandes principios: fue un
camino que también siguió el chavismo al principio); o tal vez
porque entre los encendidos discursos de los líderes y la asepsia
glacé del catálogo hay una distancia tan grande que resulta casi
insalvable.
Vender el
anti-capitalismo con las técnicas de mercadeo de Sears e Ikea puede
ser otra estrategia cool del movimiento, pero debería,
irremediablemente, llamar a la precaución general. No hay
contradicción entre ser de izquierda y compartir los valores
estéticos de Ikea (al fin y al cabo marca de un país que, como
Suecia, esposeedor de uno de los mejores sistemas de bienestar del
mundo). Pero cuando se hace teniendo en la otra mano al Libro
Rojo
del Partido Socialista Unido de Venezuela, que se parece más en su
diseño al de Mao Zedong las cosas cambian. Chávez se erigió en
1999 como la resurrección de aquello que parecía haber muerto en
Berlín diez años atrás. Los comunistas que andaban buscando de qué
asirse hallaron en él a una esperanza y una oportunidad; pero sólo
para que, a la vuelta de tres lustros tengan ahora que sumar al
desastre de la URSS y sus satélites, uno más: el venezolano. La
nueva izquierda tuvo casos exitosos, como los de Lula Da Silva y
Rafael Correa, pero la dimensión del colapso venezolano y su
vinculación con algunos líderes de Podemos, lograron opacarlos.
Construir una
propuesta democrática, inclusiva, respetuosa de las libertades y del
emprendimiento, pero comprometida con lo social, resulta
extremadamente difícil cuando la Revolución Bolivariana se
encuentra en su punto más bajo de impopularidad y la tentación de
irse hacia el otro extremo es grande. En especial para cuatro de sus
principales partidos, que son integrantes de la Internacional
Socialista. No es fácil ser socialista
después
de la cruz que puso sobre el término el chavismo. Convertirse en una
alternativa tan progresista y fresca como los catálogos de Podemos,
pero que capaz de producir en los electores confianza y no el temor
de que sean un engaño más es un reto colosal, tanto a este lado del
Atlántico como en el otro. No se debería, de ninguna manera,
renunciar al mismo. Al fin y al cabo, es el único que puede
responder a la pregunta de qué significa ser de izquierda en el día
de hoy.