Opinión

Marielle: un asesinato político


marzo 2018

Marielle Franco, concejala del Partido Socialismo y Libertad (PSOL), fue asesinada en lo que a todas luces puede calificarse como un crimen político. ¿Cómo se vincula su asesinato a las constantes amenazas a políticos por parte de sectores de la extrema derecha brasileña y de grupos vinculados a las fuerzas de seguridad?

<p>Marielle: un asesinato político</p>

No fue un asalto ni un hecho de inseguridad común, de esos que le pueden pasar a cualquiera. No se llevaron nada. Al menos dos autos esperaron a la concejala Marielle Franco en la puerta del local donde realizaba su última actividad política del día. Luego la siguieron durante cuatro kilómetros. Uno de los autos le cerró el camino justo en uno de los puntos ciegos del recorrido, donde no había cámaras de seguridad que pudieran identificarlos. El otro se colocó en paralelo y, en una fracción de segundo, fue una ráfaga de trece tiros, disparados a dos metros de distancia, con armas 9 milímetros, directamente en dirección a la ventanilla de su asiento, cuyo vidrio era polarizado. Cuatro tiros acertaron a la cabeza y el cuello, otros tres mataron por la espalda al chofer. Los sicarios escaparon. Las patentes de los autos, que desaparecieron con ellos, eran clonadas. Las municiones eran parte de un lote comprado por la Policía Federal y que ya fue identificado en casos de gatillo fácil por los que fueron condenados policías militares de San Pablo. Se sabe que parte del lote fue vendido a policías militares de Río. La planificación logística y la inteligencia empleada para el crimen fue demasiado profesional para haber sido casualidad. Fueron tiradores de élite y no caben dudas de que fue una ejecución, un asesinato político y muy probablemente un crimen de odio.

¿Quiénes y por qué mataron a Marielle? Todas las sospechas apuntan a las fuerzas de seguridad, en particular a la Policía Militar de Río de Janeiro, una verdadera mafia institucionalizada. Pero las hipótesis divergen a la hora de señalar más específicamente a los culpables y sus motivos, aunque las diferentes hipótesis no son necesariamente excluyentes, ya que el entramado mafioso que puede estar involucrado en este crimen es demasiado complejo. En conversaciones informales con diputados de la oposición, el ministro de Seguridad de Temer, Raul Jungmann, dice que sospechan que haya sido un mensaje mafioso de la «banda podrida» de la policía contra la intervención militar decretada por el gobierno sobre el sistema de seguridad del estado de Río de Janeiro. Para el ministro, el objetivo del asesinato –un atentado terrorista– sería intimidar al gobierno y a los militares para que no se metan con la caja y los negocios de la policía, ni investiguen a sus miembros. Y podría ser apenas la primera muerte de muchas, pensadas para desestabilizar la intervención.

La mayoría de los compañeros de militancia de Marielle, que se oponía enérgicamente a la intervención militar –nacida en el complejo de favelas de la Maré, Marielle sabía muy bien cuáles son las consecuencias de este tipo de planes de militarización allí donde viven los más pobres–, rechazan la hipótesis del ministro y desconfían de la intención de utilizar esta muerte para fortalecer el discurso oficialista sobre seguridad. De hecho, luego de un mes de intervención, no queda claro cuáles son los planes del gobierno de Temer, si es que hay alguno. Funcionarios de primera línea reconocen en off que el decreto de intervención fue una medida improvisada, dictada más por la necesidad política –Temer no conseguía aprobar la reforma previsional en el Congreso y necesitaba cambiar la agenda pública– y que el propio interventor designado no sabía que lo sería, ni tenía un plan de trabajo. El propio interventor, el general Braga Netto, reconoce en conversaciones con dirigentes políticos que aún está «organizando su oficina» y, al brindar detalles sobre sus objetivos, todos sus interlocutores coinciden en que no parece tener un mínimo conocimiento del problema que supuestamente debe enfrentar, ni la más mínima idea de cómo hacerlo.

Otra hipótesis es que el asesinato haya sido obra de las milicias, una serie de organizaciones mafiosas formadas principalmente por policías y expolicías, con características similares a los parapoliciales colombianos de fines de los años noventa. Las milicias controlan principalmente barrios de las zonas oeste y norte de la capital fluminense, donde imponen el terror, cobran «tasas de seguridad» a los comerciantes, negocian con políticos el apoyo local de los territorios ocupados y manejan negocios como el transporte alternativo, el gas en garrafa y las conexiones ilegales de video cable e internet. Antes de ser concejala, Marielle fue durante diez años asesora del diputado Marcelo Freixo, quien en 2008 dirigió una comisión investigadora en la legislatura provincial que denunció a las milicias y mandó a varios de sus líderes a la cárcel, inclusive jefes de policía y políticos, inspirando la película «Tropa de Elite 2». Freixo vive amenazado desde entonces y cuenta con custodia y auto blindado, pero nadie nunca imaginó que Marielle, de quien fue de cierta forma padrino político, podría ser blanco de los milicianos.

En los primeros días, circuló también la sospecha de que el asesinato de la concejala fuese una retaliación del batallón 41 de la Policía Militar, que actúa en la zona norte de Río de Janeiro, por las denuncias de Marielle por violaciones a los derechos humanos y casos de gatillo fácil protagonizados por sus integrantes, pero el nivel de sofisticación del crimen hace poco probable que pueda haber sido ejecutado por este grupo.

Por último, una hipótesis que cada día cobra más fuerza es que se haya tratado de un crimen de odio, planificado por sectores fascistas de las fuerzas de seguridad –de la policía o inclusive del Ejército–, motivado tanto por razones políticas, con el objetivo de promover un endurecimiento del régimen instaurado tras el golpe parlamentario de 2016, como por el hecho de que Marielle representaba todo aquello que estos sectores detestan: mujer, feminista, bisexual, negra, favelada, socialista, activista de derechos humanos. Y no cualquiera, sino una con 46 mil votos, que había osado quebrar la regla que dice que «esa clase de personas», en Brasil, no puede disputar el poder. Referencia social y política en ascenso, Marielle sería en octubre la candidata a vicegobernadora del Partido Socialismo y Libertad (PSOL), acompañando al profesor Tarcísio Motta. Matarla puede haber sido un mensaje político e ideológico.

La idea del crimen de odio se refuerza por varios motivos. Además del simbolismo que las múltiples identidades de Marielle representan en la política brasileña, lo cierto es que son otros líderes con identidades y perfiles políticos semejantes que, antes y después de este crimen, vienen sufriendo amenazas de muerte y campañas difamatorias que combinan racismo, misoginia, homofobia, odio de clase y macartismo. Después del crimen, dirigentes políticos de ultraderecha y sectores fascistas de las fuerzas de seguridad, el Ejército y el poder judicial promovieron una intensa campaña de difamación post mortem contra Marielle en las redes sociales, difundiendo noticias falsas que la vinculaban al tráfico de drogas y la descalificaban como «defensora de delincuentes». Las amenazas contra otros legisladores de su partido se intensificaron como nunca.

Mientras tanto, otro dato resulta cada día más sugestivo: el único candidato presidencial que no repudió el brutal asesinato a sangre fría de Marielle y Anderson, inclusive después de las multitudinarias manifestaciones reclamando justicia y de toda la solidaridad internacional, fue nada menos que el fascista Jair Bolsonaro, que nunca estuvo tan callado en su vida. ¿Sabe quiénes fueron? ¿Teme que, al conocerse la identidad de los sicarios, aparezcan conexiones con su campaña o con él mismo?

La reacción social al asesinato de Marielle y Anderson fue tan grande e inesperada que el nombre de la concejala comenzó a transformarse en un símbolo que, inclusive por la masividad que alcanzó, comienza a ser objeto de disputa de narrativas política e ideológicas. Y, por otro lado, esa presión de la sociedad civil puso en un brete al gobierno y a la justicia, que saben que precisan presentar pronto un resultado de la investigación y señalar un culpable. Las calles no dan tregua y la solidaridad llega de todo el mundo.

En el partido de Marielle, el PSOL, mientras tanto, se viven momentos de extrema tensión y, sobre todo, tristeza. Por un lado, el brutal asesinato de una de sus principales figuras públicas colocó a esa fuerza política –que en 2016 disputó el ballotage para la elección del alcalde carioca y conquistó el mayor bloque de oposición en el concejo deliberante, del que Marielle formaba parte– en una situación de altísima exposición, aumentando inclusive sus chances electorales y llamando la atención de buena parte de la población para las causas que su concejala asesinada defendía. Por el otro, el impacto de las balas dejó a su militancia y a la mayoría de sus dirigentes en estado de shock. Empujados a la calle por las gigantescas manifestaciones que fueron naciendo espontáneamente en todo el país, acosados por los medios de comunicación en busca de respuestas y empeñados en la búsqueda de justicia, sus militantes e inclusive la familia no han podido aún hacer el luto, y muchos de quienes serían candidatos no quieren ni oír hablar de campaña y elecciones. Acostumbrados a recibir amenazas de muerte y no tomárselas en serio, sus legisladores se enfrentan a conversaciones impensadas sobre autos blindados, custodia y terapia psicológica para hacer frente al miedo y la tristeza por una compañera a la que todos querían. Hay una mezcla de rabia, depresión, miedo y responsabilidad histórica, en proporciones que cambian a cada hora.

Es difícil, en este momento, imaginar cuáles serán las consecuencias de mediano y largo plazo del crimen de Marielle, pero lo que está claro es que Brasil no será el mismo que antes de los tiros que acabaron con su vida. Un régimen puede estar cayendo, o endureciéndose, o ambas cosas. Y el terremoto todavía no pasó.

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