Las condiciones de vida en las cárceles mexicanas
Nueva Sociedad 208 / Marzo - Abril 2007
Dos encuestas realizadas en cárceles mexicanas revelan las pésimas condiciones de vida de casi un cuarto de millón de presos: hacinamiento, falta de atención médica y la necesidad de apelar a los familiares para garantizarse la alimentación más básica forman parte de una tendencia que se ha profundizado en los últimos diez años. La administración de justicia también presenta graves deficiencias, desde las dificultades para investigar delitos complejos hasta la violación de las garantías legales. El artículo sostiene que solo si combate la impunidad y se arraiga la percepción de que hay reglas que nadie viola será posible reducir de modo sostenido los índices delictivos.
Introducción
El propósito fundamental de este trabajo consiste en documentar el deterioro de las condiciones de vida que padecen los internos en las cárceles mexicanas producido durante los últimos años. Los resultados de las dos encuestas que hemos realizado para recabar la opinión de los detenidos en los establecimientos penitenciarios más importantes del centro del país (Distrito Federal y Estado de México) no solo ponen en cuestión las políticas que tienden a incrementar en proporciones geométricas el número de personas en reclusión; también permiten someter a juicio el desempeño de las instituciones que determinan quiénes deben ir a la cárcel. Asimismo, los datos obtenidos nos permiten cuestionar las políticas de seguridad pública que apuntan a incrementar el número de personas encarceladas sin tener en cuenta quién y por qué, sin importar si se trata de delitos banales y sin prestar atención al hecho de que las cárceles se saturan de personas que están ahí porque no han tenido una defensa apropiada. Y sin que importe tampoco que nada de ello haya hecho descender los índices de criminalidad en general, y de violencia en particular, que tanto preocupan a los ciudadanos (Secretaría de Seguridad Pública; Zepeda).
Las encuestas realizadas a los detenidos en 2002 y 2006 generaron información valiosa sobre cuatro aspectos: las características sociodemográficas de los internos y su entorno familiar; los delitos por los que se encuentran recluidos y los que habían cometido con anterioridad, a fin de poder conocer el desarrollo de las carreras delictivas; la evaluación que hacen de las instituciones que intervinieron en su detención y juicio; y las condiciones de vida en la prisión.
La ventaja de este tipo de encuestas, realizadas de manera periódica, es que no solo permiten obtener una radiografía de un conjunto de indicadores en un momento determinado, sino también conocer cómo evoluciona y se modifica la situación a lo largo del tiempo. Otra razón importante es que, en general, la información que se utiliza para analizar los distintos temas relacionados con la justicia proviene de fuentes oficiales: procuradurías, juzgados, policías y centros penitenciarios. Aunque valiosa, esta información es incompleta, ya que proporciona solamente la versión oficial de los hechos y está marcada por los sesgos propios de la institución que la provee.
Una encuesta realizada en prisión permite, en cambio, obtener la visión desde el punto de vista del autor del delito, lo que constituye una fuente alternativa para contrastar y validar los registros oficiales con datos que rara vez las instituciones de administración de justicia tienen interés en recabar.
La extensión de este trabajo no nos permitirá abordar el conjunto de temas sobre los que interrogamos a los internos. Nos ocuparemos solo del deterioro que muestran las condiciones de vida en prisión y, en la segunda sección, nos referiremos a las conclusiones que nos fue posible extraer acerca del desempeño de las instituciones de justicia en México en relación con la vigencia de los principios que sustentan el debido proceso.
Las cárceles en México: algunos datos generales
En México existen 447 establecimientos penitenciarios, que se distribuyen de acuerdo con la autoridad a cargo: cinco federales, 330 estatales, 103 municipales y nueve del gobierno del Distrito Federal. La población penitenciaria se divide en 95% de hombres y 5% de mujeres, porcentaje similar al registrado en otros países (Azaola/José). Del total, 56% ha sido sentenciado, en tanto que el 44% restante está integrado por detenidos sin condena, proporción que se ha mantenido más o menos constante a lo largo de la última década. En ese aspecto, México se diferencia de la mayoría de los países latinoamericanos, que presentan porcentajes más elevados de presos sin condena (Ungar).
En cuanto al fuero, 26% de los internos se encuentra acusado por delitos del fuero federal, principalmente tráfico de drogas, mientras que 74% fue encarcelado por delitos del fuero común, tendencia que tampoco se ha alterado significativamente durante la última década.
Lo que sí ha ocurrido en los últimos diez años, y es importante subrayarlo, es el incremento sin precedentes de la población en prisión. En la última década, en efecto, el número de detenidos se ha más que duplicado, lo que nunca antes había ocurrido en un periodo tan corto. De hecho, México tenía en 2006 una tasa de 245 presos por cada 100.000 habitantes, una de las más elevadas en América Latina, mientras que en 1996 la proporción era de 102 presos por cada 100.000 habitantes. En otras palabras: cada noche, un cuarto de millón de personas duerme hacinada en las prisiones.
Entre los factores que han incidido en ese incremento, podemos señalar el aumento de los índices delictivos, las reformas a los códigos que han endurecido las penas y las medidas administrativas que prolongan la estancia en prisión.
Los resultados de las encuestas
Las dos encuestas (la primera efectuada en 2002 y la segunda, en 2006) fueron realizadas en establecimientos penitenciarios del Distrito Federal y del Estado de México, donde se concentran 50.000 internos, casi la cuarta parte del total de la población en prisión del país. Las cárceles manejadas por los gobiernos del Distrito Federal y del Estado de México son, además, las que presentan mayores niveles de superpoblación, ya que reúnen a 40% del total nacional de la población excedente en prisión. Asimismo, son los centros penitenciarios que han registrado mayores incrementos de detenidos, que se duplican cada seis años, lo que da una idea de la magnitud de los problemas que enfrentan. Algunos datos de la encuesta de 2006 permiten hacerse una idea de las condiciones de vida de los presos en estos establecimientos: 26% de los internos aseguró que no dispone de suficiente agua para beber; 63% considera que los alimentos que les proporcionan son insuficientes; 27% señaló que no recibe atención médica cuando la requiere; solo 23% dijo que la institución le proporciona los medicamentos que necesita; un tercio de los presos opina que el trato que reciben sus familiares cuando los visitan es «malo» o «muy malo»; 72% dijo que se siente menos seguro en la prisión que en el lugar en donde vivía antes; y 57% dijo desconocer el reglamento del centro penitenciario donde está recluido.
El problema del hacinamiento es particularmente grave en las prisiones del Distrito Federal y de la zona metropolitana, donde algunos establecimientos albergan a más de 9.000 internos. Para graficar este punto, alcanza con señalar que la mitad de la población detenida en las cárceles analizadas duerme en espacios que rebasan, en ocasiones por más del doble, el cupo para el cual fueron diseñados.
Si se comparan ambas encuestas, queda claro que las instituciones penitenciarias estudiadas proveen a los detenidos de cada vez menos bienes básicos, como ropa, cobijas y zapatos. De hecho, el último sondeo demuestra que las familias deben aportar cada vez más cosas a los internos para suplir las deficiencias de los centros penitenciarios.
La tendencia al deterioro se confirma con la opinión de los reclusos acerca de la calidad de los alimentos: en 2006, 44% dijo que la alimentación recibida era «mala» o «muy mala», mientras que en 2002 el porcentaje era de 39%. Con respecto a la atención médica en las cárceles del Distrito Federal, quienes dijeron que no era adecuada representaban 20% del total en la primera encuesta y 35% en la segunda. En cuanto a los medicamentos, 59% señaló que se los pide a la familia. En las cárceles del Estado de México, el porcentaje de quienes calificaron la atención médica de «mala» o «muy mala» se incrementó de 15% a 23% entre la primera y la segunda encuesta.
El contacto con los familiares también se hizo más difícil. Aunque la frecuencia con que los internos se comunican telefónicamente con sus familiares es parecida en ambas encuestas, se registró una disminución en las visitas. También ha disminuido la frecuencia de la visita conyugal en los centros penales del Distrito Federal: mientras que en la primera encuesta 26% de los internos dijo haber tenido acceso a este beneficio durante los seis últimos meses, en la segunda consulta solo 20% manifestó lo mismo. En el Estado de México, la proporción se mantuvo estable en 24%.
El trato que reciben sus familiares cuando los visitan fue calificado de «malo» o «muy malo» por 30% de los encuestados en 2006, porcentaje similar al de la primera encuesta. En cuanto a los pagos que tienen que efectuar los familiares cuando los visitan, son significativamente más frecuentes en las prisiones del Distrito Federal que en las del Estado de México, si bien en este caso los porcentajes se han incrementado respecto a los obtenidos en la primera encuesta.
La presencia de la familia es fundamental para la mayoría de los presos. La importancia de este apoyo queda claro si se toma en cuenta que, en el transcurso de los seis meses anteriores a la entrevista, 86% de los internos dijo que sus familiares les habían llevado alimentos, 78% ropa o zapatos, 65% dinero, 62% medicinas y 46% material de trabajo. Como se ve, quienes reciben algún tipo de asistencia externa son mayoría, aunque el porcentaje disminuyó entre la primera y la segunda encuesta.
La percepción de seguridad dentro de la cárcel es limitada. La mayoría de los presos dijo sentirse más seguro antes de ingresar a prisión, 57% manifestó que sufrió un robo al menos en una ocasión y 12% dijo que fue golpeado cuanto menos una vez en los últimos seis meses. Estas últimas cifras se han incrementado ligeramente.
Los porcentajes de quienes consumen alcohol o drogas son difíciles de estimar. Solo 13% de los internos lo admitió, pero las autoridades penitenciarias aseguran que el porcentaje real es superior a 40%. Del mismo modo, tampoco resultó fácil obtener cifras confiables sobre los internos que participan en actividades laborales o educativas. Mientras que tres cuartas partes de los presos dicen participar de actividades de este tipo, las autoridades sostienen que, en verdad, es solo una tercera parte.
El desempeño de las instituciones de justicia
Las encuestas permiten también evaluar el desempeño de las instituciones de justicia y analizar las numerosas deficiencias reportadas por los internos. En un breve resumen de éstas, podemos señalar, en primer lugar, que el momento en que el delincuente es detenido por la policía es señalado como el de mayor nivel de corrupción percibida (62%) y reportada (52%). Es, en definitiva, la oportunidad más importante para que un delincuente logre evitar la acción penal.
Por otro lado, la investigación a cargo de las procuradurías logra identificar solo a una proporción muy reducida de responsables. La mayor parte de los sentenciados (92%) fue detenida en flagrancia. Esto revela la incapacidad de las fuerzas policiales para investigar y detener a los delincuentes profesionales, lo que permitiría resolver los casos más complejos. En línea con lo anterior, la mayoría de los delitos que se sancionan revisten escasa gravedad y complejidad. Son, en su mayor parte, robos simples de bienes por un valor inferior a los 200 dólares.
La defensa de quienes están sometidos a juicios penales es sumamente deficiente y, en algunos casos, inexistente. Se comete, por lo tanto, una violación sistemática de los estándares mínimos del debido proceso legal desde el momento de la detención hasta el de la sentencia. Esta violación es más aguda en la etapa en la que el acusado se encuentra a cargo del Ministerio Público: 36% de los sentenciados dijo haber sido golpeado por la policía judicial. Otras violaciones importantes a garantías fundamentales que fueron frecuentemente reportadas en esta etapa son: no haber informado a los detenidos de su derecho a permanecer comunicados (30%), no haberles informado de su derecho a contar con un abogado y que éste los asesore antes de presentar su declaración (58%), y no haberles informado sobre su derecho a no declarar (62%). En ese contexto, no es casual que la mitad de los sentenciados asegurara haber confesado bajo intimidación o tortura.
En general, se evidencia un desequilibrio importante durante el juicio entre el acusado y el acusador en detrimento del primero. Esto se explica tanto por la falta de una defensa adecuada (46% de los abogados defensores no presentaron pruebas), como por la ausencia del juez en la conducción del juicio. Todo ello hace que el acusado se perciba, en 78% de los casos, como injustamente castigado. Esta percepción se encuentra asociada, al menos en parte, a la falta de estándares mínimos que hacen que un juicio pueda ser percibido como justo, tales como la presencia del juez, una defensa de calidad y un nivel satisfactorio de comprensión por parte del acusado acerca de lo que ocurre durante el proceso.
Reflexiones finales
Los datos de las dos encuestas confirman que, en términos generales, casi todos los establecimientos penitenciarios se han deteriorado y exhiben carencias importantes. Una de las primeras conclusiones, por lo tanto, es que las prisiones no constituyen un rubro sustantivo o relevante de la agenda política mexicana a la hora de establecer la asignación de los recursos públicos. Las cárceles no son vistas como un ámbito en el que se deben invertir recursos sino más bien como un gasto que siempre sería deseable reducir.
Por otro lado, los familiares asumen con frecuencia, y de diferentes maneras, una parte importante de los costos de reclusión del interno mediante el envío de alimentos, ropa y otros elementos esenciales para la supervivencia. Esto significa que la institución carcelaria impone, o admite de facto, penas que incluyen a la familia y que, por lo tanto, trascienden al interno. Además de ser jurídicamente inadmisible, esto coloca en una situación de desventaja a aquellos presos que carecen de lazos sólidos con el exterior. Y pone de manifiesto la ausencia de estándares explícitos que regulen los bienes que las instituciones penitenciarias están obligadas a proveer, de acuerdo tanto con las normas nacionales como con los tratados internacionales.Las respuestas de los presos encuestados acerca del orden, la legalidad y la seguridad dentro de las cárceles fortalecen la hipótesis de que las prisiones definen un universo propio de relaciones que se caracteriza por el predominio de un régimen paralegal. Como demuestran diversos estudios, se trata de espacios que propician una normatividad y una organización informal paralelas al orden institucional formal (Pérez).
Otro factor que aconseja la revisión del actual modelo que rige las prisiones es el hecho de que éstas no se encuentren en condiciones de cumplir con su fundamento doctrinario de lograr la readaptación social mediante el trabajo, la educación y la capacitación. En este punto parece haberse centrado el debate que durante muchos años ha tenido lugar en el campo penitenciario, sin que por ello pueda afirmarse que se ha logrado arribar a una solución satisfactoria.
En cuanto al conjunto de instituciones que intervienen en la procuración de justicia, la actuación de la policía, de los fiscales y de los jueces deja mucho que desear en cuanto a los estándares legales y el respeto a las garantías básicas. El resultado de largo plazo es una sociedad sin reglas claras, donde todos saben que éstas se aplican solo parcialmente y con excepciones. Del mismo modo, el hecho de que la mayoría de los presos hayan sido detenidos en flagrancia revela la falta de eficacia de los procedimientos de investigación. Si se diseñara una política para incrementar la proporción de detenidos como resultado de una investigación policial, probablemente llegaría a prisión otro tipo de delincuentes: seguramente habría menos presos pobres.
Ahora bien, ¿cuál es el costo –o los costos– que paga el país por las deficiencias de su sistema de procuración de justicia? El principal es, sin duda, el impacto sobre el Estado de derecho. Las instituciones que intervienen en la procuración y administración de justicia no pueden limitarse a combatir la delincuencia: tienen que incorporar, como uno de sus objetivos centrales, la generación de confianza en los ciudadanos, reducir la arbitrariedad y fortalecer la legalidad.
Un sistema de justicia ineficiente, que solo castiga a los pequeños infractores, envía un mensaje poco claro a quienes son capaces de producir daños más severos. Por eso, invertir en mejorar las instituciones de procuración y administración de justicia permitiría elevar los niveles de confianza de los ciudadanos. No se trata de invertir más recursos, sino de modificar mecanismos, crear incentivos para las buenas prácticas y diseñar procesos inteligentes. Sin un esquema claro de estándares y parámetros de calidad, sin el establecimiento de prioridades y estrategias, podrán invertirse más recursos, como de hecho se ha venido haciendo, pero los resultados seguirán siendo pobres. Solo de este modo se podrá arraigar la percepción de que hay reglas que nadie viola, que todos respetan. Ésta sería la mejor manera, la más sólida y sustentable, de reducir los índices delictivos.
Bibliografía
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