Hace unos meses fui
entrevistado por un equipo de documentalistas ligados a la izquierda
francesa que defendía a capa y espada al gobierno de Rafael Correa.
Los entrevistadores minimizaban el significado de la concesión por
veinte años de la explotación del campo petrolero «Auca», el
segundo más grande del Ecuador, a la empresa transnacional francesa
Schlumberger, anunciada justo en esos días. Algunas de sus preguntas
sugerían incluso que la política de seguridad ecuatoriana, que se
ha centrado en aumentar la inversión en infraestructura carcelaria,
que abandonó sus iniciales coqueteos con los «excesos del
garantismo» y que ha enfatizado el aumento de las penas, era «de
izquierda». En su opinión, la resistencia anti-minera que enfrenta
a campesinos, ecologistas e indígenas con un gobierno empeñado en
promover las inversiones extractivistas debe entenderse como una
lucha entre las urgentes necesidades nacionales contra las visiones
particularistas de pequeños grupos interesados (las de los
campesinos y ecologistas, por supuesto, no la de los especuladores de
títulos mineros enquistados en el Estado). La posición de los
documentalistas ejemplifica bien la actitud de muchos grupos de
izquierdas en Europa y América Latina ante las realizaciones
prácticas de los progresismos.
Al final de la
entrevista, ya sin las cámaras, me preguntaron qué rescataba de la
experiencia correísta. Apenas pude balbucear algunas cosas
incoherentes, pero debí decir que en los dos primeros años ya se veían signos de lo que me alejaría permanentemente de
cualquier «apoyo crítico» al correísmo, como la intolerancia
hacia las manifestaciones estudiantiles o hacia el ecologismo
radical. Pero el presidente no tenía todavía en sus manos todo el
control sobre un proceso político. En ese contexto, se veía
obligado a hacer compromisos. Siempre recuerdo que el plan de
gobierno de Alianza País del año 2006 incluía la promesa de
flexibilizar las normas de la penalización del aborto para dejar de
castigar a tantas mujeres pobres. Era una promesa que solo puede
explicarse porque el entonces candidato, entonces tan conservador en
sus valores religiosos como ahora, era uno más en medio de varios
dirigentes políticos que negociaban el sentido del proyecto de
gobierno que impulsaban. Había señales preocupantes y pasos al
costado, pero se distinguían claramente los esfuerzos por encontrar
alternativas y desarrollar las demandas que habían inventado las
organizaciones populares durante las décadas anteriores.
Todo cambió en los años
siguientes. Los grupos de izquierda agazapados en Alianza País
fueron progresivamente marginados, se fueron o quedaron inutilizados.
Entre la asonada policial del 30 de septiembre de 2010 y la consulta
popular de mayo de 2011, las cartas quedaron jugadas. Para el nuevo
período de gobierno que inició en mayo de 2013 el giro se completó
con el nuevo personal que dominaba la Asamblea Nacional, el nuevo
vicepresidente y el pleno control sobre las instituciones del Estado
y el sistema judicial. Ni el gobierno de Rafael Correa ni ninguno de
los gobiernos progresistas pueden ser juzgados en bloque: cambiaron
al calor de las coyunturas, al tenor de los deslizamientos en las
coaliciones que los formaron y según los vaivenes de las relaciones
entabladas con los grupos de poder de sus respectivos países.
Juzgados según los
criterios de cuánto se alejan sus políticas de la ortodoxia
neoliberal y cuánto aportan al reforzamiento de alternativas
políticas, movimientos sociales y cambios culturales heterodoxos,
siempre hubo mixturas. Ningún proceso es puro. Ni hoy ni en sus
primeros años, el correísmo careció de ambivalencias, tensiones y
contradicciones. Mientras yo veía con indulgencia esas
intermitencias durante los primeros años, los documentalistas
franceses cerraban los ojos ante aquellas que hoy me resultan
intolerables. Creo que la situación es hoy mucho más grave: la
firma del TLC con Europa o la venta pérdida de activos públicos no
se discutían los primeros años. El punto es que preferimos ver lo
que necesitamos ver. ¿Hay algún criterio objetivo para discernir
entre procesos políticos llenos de grises, luces y sombras? Me temo
que no. La realidad es siempre la realidad, pero la valoración final
depende de cómo sopesamos el conjunto, la importancia que otorgamos
a cada aspecto particular y la naturaleza de los modelos políticos
deseables que subyacen al juicio. Todo ello, a su vez, está atado a
circunstancias políticas variadas.
Pienso que los
documentalistas franceses cruzaron todas las líneas rojas aceptables
para valorar un proyecto de izquierdas: justificaron o minimizaron medidas inaceptables. La razón de su indulgencia me parece bastante
clara: se vincula directamente con las urgencias políticas de las
izquierdas francesas en busca de ejemplos viables para oponer a las
inauditas claudicaciones del socialismo oficial. «Necesitan»
desesperadamente que el ejemplo del progresismo latinoamericano se
parezca a sus aspiraciones. Algo parecido ocurre con las izquierdas
mexicanas o colombianas, todavía sin opciones electorales
victoriosas, que «precisan» ver progresismos exitosos. Más
determinante en las posiciones de las izquierdas del continente es el
peso político y cultural de las necesidades del gobierno cubano. Su
necesidad no solo ilumina los juicios oficiales cubanos sobre los
progresismos, sino sobre China, a la que considera socialista. La
influencia cubana sobre la intelectualidad de izquierdas en el
continente carece de equivalentes. Guardando las distancias, gran
parte de las izquierdas latinoamericanas tuvimos similar ceguera
interesada y selectiva con los diseños políticos inaceptables de
los socialismos reales.
Pero hay que resistir con los ojos
abiertos. Al final es mucho peor ceder a las mistificaciones
tranquilizadoras y a las mentiras piadosas. Aunque no siempre lo
parezca y las conveniencias del momento oscurezcan las opciones, lo
más radical es siempre la realidad.