La izquierda mexicana tras la derrota
Nueva Sociedad 211 / Septiembre - Octubre 2007
La izquierda mexicana no ha debatido a fondo las razones de su derrota en las elecciones presidenciales de 2006. Su candidato, Andrés Manuel López Obrador, presentó un programa que difícilmente podría ser considerado de izquierda, pero lo hizo con una actitud muy ruda, que alejó a los sectores más moderados y se sumó al falso idealismo de su partido, que se resiste a avanzar en acuerdos con la derecha democrática, si bien no se ha privado de cerrar alianzas oportunistas con el PRI. Sumida en un sentimentalismo testarudo, gran parte de la izquierda ha tendido a abandonar uno de sus ejes fundamentales, la igualdad, y a reemplazar la discusión de proyectos por las pasiones. Para evitar la extinción, la izquierda debería explorar la confluencia de las tradiciones socialista y liberal, que sigue siendo un terreno fértil para nuevas ideas.
El 2 de julio de 2006, la elite política e intelectual asociada a Andrés Manuel López Obrador estaba absolutamente segura de que su candidato ganaría las elecciones holgadamente. El hecho de haber perdido por muy pocos votos, menos de un cuarto de millón, generó una gran frustración y un enorme desconcierto. Era evidente que un granito de sensatez en la campaña hubiese bastado para ganar. Si no se hubiese insultado al presidente llamándolo «chachalaca»... Si los voceros del candidato hubiesen sido menos arrogantes... Si se hubiese tenido una actitud más razonable ante la clase media y los empresarios... Si el equipo de López Obrador hubiese sido más de izquierda y no hubiese estado integrado por tantos priístas oportunistas reciclados... En fin, si se hubiese hecho una campaña más inteligente y menos agresiva, se habría ganado la Presidencia.
López Obrador fabricó una mezcla incongruente que acabó en un cóctel fatal. Presentó un programa que difícilmente podría ser considerado de izquierda, pero lo hizo con una actitud muy ruda. La combinación de blandura y dureza –de mansedumbre y terquedad– fue catastrófica. Ideas blandas en una cabeza dura no podían dar un buen resultado.
Pero no quiero decir con esto que el fracaso se deba a la personalidad del candidato. Creo que estas paradojas obedecen a un problema más vasto. Durante muchos años, especialmente después del derrumbe del bloque socialista, la izquierda ha sufrido un lento proceso de sustitución de las ideas por los sentimientos. Las ideas han ido retrocediendo ante las pasiones. Como el corpus ideológico tradicional era cada vez más incapaz de ilustrar el camino, se acudía cada vez más a recursos sentimentales. De esa manera, para justificar las carencias ideológicas, se apelaba a los sentimientos nacionalistas, a las fobias contra los países ricos y al amor por los agraviados o desposeídos. Si el marxismo en sus diversas variantes no servía ya para entender el mundo, se acudía a las emociones. No es un recurso desconocido: la derecha con frecuencia ha usado los sentimientos religiosos para compensar sus carencias y vaciedades.
Estos procesos son dañinos porque desgastan y llevan a las fuerzas políticas a condiciones peligrosas. De allí surge el odio contra los adversarios, que son vistos como enemigos. Es cierto que también asoman los sollozos de los políticos acongojados por la espantosa situación de los pobres y los miserables. Aparecen, igualmente, el amor por el líder carismático y las envidias más bajas. Las lágrimas ocultan la falta de ideas y el puño colérico sustituye la radicalidad perdida. Todo ello se concentró en la campaña electoral de López Obrador, quien por ello mismo se enajenó el apoyo de muy diversas corrientes de izquierda, que comprobaban con alarma la deriva oportunista del caudillo. Los nuevos intelectuales orgánicos señalaron a los culpables del fracaso. López Obrador había perdido porque los radicales, los cardenistas y los socialdemócratas no lo habían apoyado. La escritora Elena Poniatowska fue muy clara: al referirse al subcomandante Marcos, a Cuauhtémoc Cárdenas y a Patricia Mercado, declaró: «Si estos tres personajes se hubieran sumado, si no se hubieran echado para atrás, no habría la menor duda del triunfo de López Obrador, pero no lo hicieron por envidia». Así, habrían sido los sentimientos –la envidia y no las ideas– los que desviaron los pocos votos que faltaban. En realidad, lo que ocurrió fue que el candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD) fue incapaz de lograr el apoyo de estas tres importantes corrientes de la izquierda, en buena medida debido a que había presentado un programa político completamente incoloro. Y, además, había preferido aliarse a grupos oportunistas del Partido Revolucionario Institucional (PRI), como en Chiapas, y a ex-funcionarios del antiguo régimen, especialmente ex-salinistas.
Sinrazones de una derrota
Es alarmante que hayan sido intelectuales, supuestamente encargados de la generación de ideas y razones, quienes auspiciaron una inclinación creciente por los sentimientos, las emociones y las pasiones. Quiero poner otro ejemplo, una declaración sintomática formulada por un miembro conocido del PRD, el novelista Paco Ignacio Taibo II, durante una entrevista en la que se le preguntó por Octavio Paz. «No tengo ninguna empatía con Octavio Paz, al contrario. Tengo absoluto odio. Paz me parece uno de los grandes gángsters intelectuales de este país.»
Expresiones como ésta revelan que algo se ha torcido en las corrientes de la izquierda. En lugar de hacer lo más sensato –revisar las ideas–, la izquierda que sigue a López Obrador, ante la crisis, ha tejido un manto sentimental de odios y amores para justificar su derrota. Y el populismo ha sido el mejor caldo de cultivo para estas peculiares reacciones. Al olvido de la razón se agrega el abandono de la cultura política democrática, aquella que implica, además de aceptar los mecanismos electorales de representación, el ejercicio de una actitud tolerante y negociadora. Acaso uno de los síntomas más evidentes de esta situación son las convenciones que convoca López Obrador en el Zócalo, donde sus decisiones se aprueban a mano alzada. La política democrática de los partidos modernos suele ser exitosa cuando admite los pactos, las coaliciones y los acuerdos con otras fuerzas políticas. Desgraciadamente, la derecha mexicana parece tener un equivalente a esa «arma secreta» con la que siempre han contado los partidos de la derecha de Israel: el rechazo sistemático de las elites árabes. Ante cada iniciativa de paz que implique la cesión tanto de parte de palestinos como de israelíes (como los acuerdos de Oslo), la derecha israelí cuenta con la intransigencia de los gobiernos árabes. De la misma manera, la derecha mexicana tiene su «arma secreta» en el rechazo de López Obrador a toda negociación. Esta «arma secreta», hay que decirlo, funciona desde hace varios años gracias a la arraigada resistencia del PRD a toda forma de acuerdo, una alergia a los pactos que obliga a realizar las inevitables negociaciones a escondidas, con graves y escandalosas consecuencias cuando se descubren. Y que arroja resultados nefastos para la izquierda, especialmente cuando se conocen alianzas tan abierta y obviamente oportunistas como las que se concretaron en Chiapas, Hidalgo y Tabasco, donde el PRD apoyó a los candidatos priístas a la gubernatura y al Senado.
Yo he insistido en vano, desde 2000, en la necesidad de que el PRD acepte abiertamente pactos y coaliciones con la derecha democrática. Al no hacerlo, la izquierda se fue marginando del proceso de transición democrática e indirectamente contribuyó a frenar la decadencia del PRI, que ha terminado presentándose como un partido negociador, indispensable para avanzar en ciertas reformas.Sumida en un sentimentalismo testarudo, gran parte de la izquierda tiende a abandonar uno de sus ejes fundamentales: la igualdad. Podemos comprobar que la izquierda ha diluido la idea de igualdad para enfatizar la importancia de la diferencia. En lugar de una estrategia que elimine la miseria y reduzca la pobreza, prefiere una política que cambie las reglas para determinados grupos, señalados por tener una identidad diferente. La política deja de orientarse a la distribución de recursos y enfatiza la creación de derechos específicos para cada segmento social. Se piensa menos en igualdad y más en equidad, que es la expresión utilizada para hacer referencia a las políticas de inspiración multiculturalista y relativista que practican una «discriminación positiva» hacia los sectores desfavorecidos. Estos «derechos especiales», como los acuerdos de San Andrés firmados entre el gobierno y el zapatismo, pueden ser recursos pasajeros a los que sin duda hay que acudir. Pero no deben sustituir acciones mucho más importantes, que establezcan prioridades en la distribución de los recursos y se orienten a eliminar las causas de la desigualdad. La «discriminación positiva» es una opción barata y circunstancial, que no debe erosionar los principios de la justicia basada en la igualdad y la libertad.
Hay otros efectos verdaderamente malsanos derivados de la sustitución de la idea de igualdad por la de diferencia. Los «derechos especiales» son también aprovechados por corruptos grupos clientelares que ofrecen apoyo político a cambio de beneficios, como los taxistas piratas, los vendedores que se apoderan de las calles o los invasores de terrenos. Estos grupos establecen su «diferencia» por la fuerza de los hechos y, en consecuencia, exigen y consiguen «derechos especiales» otorgados informalmente (pues son ilegales). Éste es el mecanismo caciquil que opera en la ciudad de México y que es una de las más vergonzosas tradiciones autoritarias y populistas que la izquierda ha heredado del viejo partido nacionalista revolucionario.
Las inclinaciones populistas fueron ornamentadas con una curiosa «pobretología», elaborada por los asesores intelectuales de López Obrador, que ha producido ese rosario de incongruencias y banalidades que fueron los veinte puntos del proyecto alternativo de nación y los cincuenta compromisos del candidato. Esta pobretología propuso, por ejemplo, un tren-bala para emigrantes que uniese México con Estados Unidos y una Disneylandia para los niños pobres en las islas Marías. Decretó autísticamente que la mejor política exterior es la interior y que el futuro desarrollo del país debía basarse en el petróleo y la electricidad. El programa de López Obrador no era radical ni socialista. Tampoco era socialdemócrata. Fue simplemente una mezcla insensata de populismo y liberalismo, adornada con vagas promesas a los pobres.
¿Liberalismo? Digamos que es una licencia (no muy poética) que me permito para mencionar la soga en casa del ahorcado. De hecho, el liberalismo no ha sido invitado al banquete de la izquierda mexicana, y si aparece en ocasiones es simplemente como el espacio en blanco que deja la ausencia de propuestas radicales de corte marxista. Sin embargo, en otros países, principalmente en Europa, el liberalismo no solo es un ingrediente fundacional de la izquierda: es también un componente importante de la socialdemocracia moderna. La socialdemocracia –esa gran ausente en la historia política mexicana– es en buena medida una fusión entre el socialismo y el liberalismo.
Las posibilidades de una alternativa socialdemócrata en México en el siglo xx quedaron canceladas debido a que el PRI doblegó las tendencias reformistas en el movimiento obrero, atrajo a gran parte de la intelectualidad al servicio de un nacionalismo autoritario y rechazó las influencias socialistas en el aparato de gobierno. El resultado fue un liberalismo autoritario con dosis cambiantes de estatismo económico.
Pensar en una coincidencia de valores socialistas y liberales hoy, a comienzos del siglo XXI, puede parecer una opción extemporánea, pero tal vez no lo sea. El movimiento obrero se encuentra marginado y ha quedado estancado en una rancia expresión del viejo autoritarismo. El marxismo y el socialismo se encuentran en proceso de desaparición y no parecen ser campos fértiles para un reformismo intelectual renovado. El capitalismo resultó no estar condenado a muerte y, por el contrario, ha sido capaz de grandes mutaciones. Su supuesto enterrador, el proletariado, es una clase carente de inclinaciones revolucionarias. Su función hoy es similar a la del campesinado del siglo XIX, visto por Marx como una clase conservadora y una base para el autoritarismo.
A pesar de estos extraordinarios cambios, creo que la confluencia de la tradición socialista y la liberal sigue siendo un terreno fértil para nuevas ideas. Desde la izquierda, ello significa aceptar el reformismo y abandonar las esperanzas revolucionarias. No solo se trata de renunciar a la violencia, sino también de aceptar que los cambios dejen de estar inscritos en un rápido vuelco estructural del sistema. No son solo buenos deseos: simplemente hay que reconocer que no existe hoy un modelo radicalmente diferente que pueda guiar la construcción de una sociedad completamente nueva. El modelo que conocíamos –el socialismo realmente existente– fracasó hace ya más de quince años. Lo que propone Hugo Chávez no es más que una caricatura. Posibilidades
La incómoda pregunta que podemos plantearnos es la siguiente: ¿es posible un gobierno de orientación socialista capaz de administrar con eficacia las nuevas formas de la economía capitalista? ¿Puede un partido de izquierda gobernar los procesos de acumulación del nuevo capitalismo mejor o igual que la derecha?
Me gustaría proponer un experimento para abrir paso a algunas reflexiones. El gobierno socialdemócrata ideal en el que pienso hubiera impulsado en 1988 un tratado de libre comercio con Estados Unidos y Canadá similar al que tenemos, pero hubiese dirigido la transición democrática no solo hacia la transparencia, sino también hacia la igualdad. ¿Perdimos esa oportunidad en 1988, cuando Cuauhtémoc Cárdenas pudo haber sido presidente en lugar de Salinas de Gortari? Este juego imaginario me permite aterrizar en algo concreto: un gobierno de izquierda democrática en 1988 hubiera colocado a México en la pista rápida de un desarrollo económico impulsado por el libre comercio, espoleado por la democracia representativa y bajo la estrategia de destinar los recursos del Estado al combate de las desigualdades y la consolidación de las libertades ciudadanas. Algo por el estilo ocurría en esa misma época en la España de la transición, bajo el gobierno de Felipe González. Pero en el México de 1988 ni la izquierda ni el gobierno priísta estaban preparados para una alternativa como la que acabo de imaginar. Hubo que esperar 12 años para que la transición democrática llegase, pero por derecha.
Y como en la derecha mexicana el liberalismo tampoco está plenamente enraizado, la transición cojea. El Partido de Acción Nacional (PAN) aún sigue atrapado en las dificultades de conciliar el liberalismo moderno con las tradiciones católicas conservadoras. Aunque los dos presidentes de derecha –Vicente Fox y Felipe Calderón– han mostrado inclinaciones centristas, pragmáticas y liberales, las corrientes católicas conservadoras ejercen una enorme presión, como quedó claro durante el proceso que llevó a la despenalización del aborto en el Distrito Federal en abril de 2007. La defensa de la libertad de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo es uno de los aspectos más significativos en el que han coincidido, en muchas partes del mundo, el liberalismo y la izquierda moderna, en un enfrentamiento contra la intención de trasladar las ideas religiosas a los ámbitos laicos de la civilidad moderna. Los conservadores católicos no defienden la vida, sino una concepción del alma que quiere apartar el cuerpo de la mujer de los goces y los deseos de este mundo. Por ello también les disgusta el uso de anticonceptivos y condones. Y en ese sentido conviene recordar que la carrera política de Carlos Castillo Peraza, el ya fallecido teórico del PAN, terminó cuando, en 1997, perdió la guerra contra el condón.
No se trata de un problema marginal. La expansión de los espacios seculares y laicos de la civilidad moderna tiene una extraordinaria importancia, pues es allí donde los ciudadanos ejercen las libertades que pueden impulsar el desarrollo. Esto se conecta con una idea que he defendido desde hace tiempo: el desarrollo industrial y la producción de riqueza, bases indispensables para el impulso de la igualdad, tienen a la cultura democrática moderna como su motor principal. No son los programas económicos, sino las transformaciones culturales las que pueden sacar a los países del atraso.
Ante estos retos, la izquierda debería ser capaz de gobernar la nave de la economía de mercado con eficiencia y, al mismo tiempo, impulsar una cultura laica, moderna y civil. Si no lo logra, corre el riesgo de extinguirse. Hoy ya son muchos los que dudan de que el PRD sea un partido de izquierda. Algunos, dentro de este partido, están buscando opciones nuevas; otros lo hacen fuera de él.Para comprender las enormes dificultades que enfrenta la izquierda, quiero recordar que en México sus dos grandes expresiones mundiales –el comunismo y la socialdemocracia– tienen una presencia débil. El comunismo casi se ha extinguido en el mundo y solo subsiste precariamente en Cuba y Corea del Norte. La socialdemocracia se mantiene con fuerza en Europa y en América del Sur, pero, como dije, no ha arraigado en nuestro país. En el siglo XX hubo otras dos importantes expresiones, aunque relativamente marginales, de la izquierda: el populismo y la ultraizquierda radical. El populismo ha tenido una presencia importante en América Latina a través de líderes como Getúlio Vargas, Lázaro Cárdenas, Víctor Raúl Haya de la Torre y Juan Domingo Perón. En general, los populismos han sido formas conservadoras y poco democráticas que han defendido privilegios premodernos (campesinistas, indigenistas, etc.). El ultraizquierdismo, por su parte, es generalmente una reacción extrema contra el sistema capitalista y la globalización, y sus diferentes expresiones (maoísmo, castrismo, etc.) suelen ser autoritarias y dictatoriales: la guerrilla de Sendero Luminoso en Perú es el ejemplo más sangriento. Lo peculiar de México es que, mientras las dos grandes corrientes de la izquierda del siglo XX no tienen hoy una presencia muy importante, sus dos formas marginales sí han adquirido una posición destacada: el populismo cardenista y el izquierdismo neozapatista. Ambas son una respuesta a las condiciones de atraso y miseria, y muy probablemente tenderán a retroceder y a extinguirse en la medida en que se modernice el país, del mismo modo que ha retrocedido el PRI. El problema radica en que la modernización es lenta.
La izquierda podrá eludir el peligro de extinción si recupera el ejercicio de la razón y de las ideas, si abandona las rabietas irracionales y las envidias venenosas. Los buenos sentimientos de amor a la patria y a los pobres no alcanzan para sustituir la reflexión, el estudio y el conocimiento. Es necesario, además, dejar de lado la ideología nacionalista revolucionaria del PRI y cualquier posible radicalización que vuelva los ojos al pasado marxista y leninista. Pero en la vieja izquierda hay una enorme resistencia a los cambios, y son muchos los que enarbolan las ideas de ese estalinista lacaniano que se ha puesto de moda, Slavoj Zizek, para combatir toda mezcla de socialismo y economía de mercado. Zizek se burla de aquellos «comunistas liberales» –se refiere a Bill Gates, George Soros y a los dueños de empresas como Google e IBM– que sostienen que el capitalismo actual ha entrado en una nueva etapa. Sin embargo, si la izquierda simplemente se pone a odiar las nuevas formas de capitalismo, pretendiendo que son una reedición del viejo sistema, llegará a la misma conclusión irracional de Zizek: «Los comunistas liberales son el enemigo de la lucha verdaderamente progresista de hoy». La exaltación del «estallido revolucionario auténtico del leninismo» que formula Zizek lo lleva a una escalofriante afirmación: la radical ambigüedad de la ideología comunista «hasta en lo que tiene de más ‘totalitaria’, destila aún un potencial emancipatorio».
Aquellos que, sin ser empresarios, nos sentimos como esos «comunistas liberales» definidos como el enemigo principal por el leninismo reciclado, no podemos dejar de pensar en aquel telegrama secreto que Lenin envió a la Cheka durante las grandes represiones que siguieron a la Revolución de Octubre. Allí, según ha recordado Paul Berman, se ordenaba: «Fusilen más profesores».
Hoy los profesores observamos con alivio la extinción de estas formas atroces de la política, en las cuales no detectamos, por supuesto, ningún tufo emancipatorio.